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Por Jorge Rendón Vásquez

Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Chevalier de l’Ordre National du Mérite de Francia

La educación universitaria promedio en el Perú es una de las más deficientes de América Latina, pese a la existencia de algunas universidades públicas y privadas que se mantienen en un nivel aceptable, gracias al prestigio, pundonor y responsabilidad  de sus docentes. Parecería una broma ácida mencionar el orden de colocación de nuestras universidades en el ranking mundial.

Con excepción de la Universidad de San Marcos, la única conocida en la mayor parte de países europeos, las demás no existen para ellos.

Esta catástrofe, que venía incubándose hace muchos años, hizo crisis con el régimen introducido por la Ley 26439, del 21/1/1995, y el Decreto Legislativo 882, del 9/11/1996, que entregaron la creación, sin ton ni son, de nuevas universidades privadas a una comisión de cinco ex rectores de discutible calidad académica para el encargo.

Las nuevas universidades enviaron sus rectores a la Asamblea Nacional de Rectores, una entidad instituida principalmente para la coordinación universitaria y la canalización de los presupuestos de las universidades públicas, pero que ha sido metamorfoseada por sus miembros en una corporación medioeval que ve en la autonomía universitaria un parapeto infranqueable, incluso para la Constitución.

¿Cuál es la auténtica significación de la autonomía universitaria?

Por la Constitución Política, “Cada universidad es autónoma en su régimen normativo, de gobierno, académico, administrativo y económico” (art. 18º).

No es ésta, sin embargo, una autonomía irrestricta. La encuadran tres parámetros de rango constitucional.

El primero concierne a los fines de la educación universitaria, que son “la formación profesional, la difusión cultural, la creación intelectual y artística y la investigación científica y tecnológica” (Const., art. 18º), concordantes con los fines del Estado, como comunidad nacional organizada, que son, entre otros: “promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación” (Const., art. 44º).

El segundo parámetro está dado por la sujeción de las universidades a la Constitución y a las leyes (Const. art. 18º).

Y el tercero, por el poder del Estado para coordinar la política educativa, formular los lineamientos generales de los planes de estudios, determinar los requisitos mínimos de la organización de los centros educativos y supervisar su cumplimiento y la calidad de la educación (Const. art. 16º).

En suma, la educación universitaria, como la de otros niveles, es un servicio público cuyos destinatarios son los jóvenes y adultos a quienes es preciso formar profesionalmente para el ejercicio de las múltiples tareas impuestas por una división social del trabajo cada vez más compleja, y cuya beneficiaria es, en definitiva, la colectividad nacional, vale decir, su economía, organización, satisfacción de sus necesidades, seguridad y marcha hacia el progreso y el bienestar.

El Estado puede prestar este servicio a través de entidades propias o encargarlo a entidades privadas bajo ciertas condiciones.

A pesar de la claridad de los preceptos mencionados, la mayor parte de autoridades universitarias ha convertido a sus centros de estudio en castillos cerrados en los que mandan como señores feudales, en algunos casos amparados por ciertas disposiciones legales que desnaturalizan el texto de la Constitución o cuyo alcance extienden indebidamente.

Es lo que sucede con la formación profesional, función fundamental de la universidad. La ley 23733 ha conferido, en efecto, a cada universidad el poder de crear facultades, institutos, escuelas y secciones de post grado para la enseñanza de las carreras y los programas de estudios (arts. 9º al 12º y 29º-e), prescindiendo de vincularlos con las necesidades del país. De manera que los consejos y asambleas de cada universidad pueden crear, como lo deseen y sin control, carreras y planes de estudios que podrían ser innecesarios, irrelevantes y hasta contraproducentes. Ya la Constitución de 1979 había establecido que el Estado formularía planes y programas para dirigir y supervigilar la educación con el fin de asegurar su calidad y eficiencia (art. 24º), norma que, con otros términos, reproduce la Constitución vigente (art. 16º). Los legisladores que aprobaron la Ley 23733 ignoraron estas disposiciones.

Usando de tal poder, las autoridades universitarias y hasta los comités de formación de universidades privadas, constituidos en virtud de las leyes dictadas durante la gestión del fujimorismo, han creado un sinnúmero de facultades y carreras profesionales en atención al alumnado que podrían reclutar, al que sus padres quieren dar una profesión universitaria como sea, y al propósito lucrativo de sus promotores y accionistas (ganar dinero insaciablemente), como otra aplicación del neoliberalismo impulsado en la década del noventa.

Ni el interés público ni el bien común han existido para ellos, y la Constitución, pese a sus cortos alcances, fue relegada al desván de los trastos normativos, ante la pasividad de los Poderes del Estado.

Hasta 1994 habían en el Perú 47 universidades públicas; 28 institutos, conservatorios y escuelas estatales de nivel universitario; y 31 universidades privadas. Con la legislación privatizadora, desde 1995 se crearon 46 universidades privadas por autorización del CONAFU (los cinco ex rectores a los que aludo). Ahora existen 152 universidades. En 2010, las públicas tenían 333,766 alumnos; las privadas, 505,562.

Tan descomunal proliferación ha dado como resultado la multiplicación de facultades y carreras para cuya enseñanza basta un aula, una pizarra y profesores titulares de una simple licenciatura. Se han reproducido las facultades de Derecho, Contabilidad, Economía, Educación, y otras de humanidades y de algunas carreras técnicas para las que no se requiere una gran infraestructura. Diez años después, los licenciados de esas facultades abarrotan los mercados de trabajo, tratando de colocarse en lo que sea y como sea, y el nivel general de la formación universitaria ha descendido hasta límites que en las universidades y otros centros de formación profesional de los países más desarrollados económicamente no corresponderían ni a las carreras de dos años de duración. Contrariamente, hay una carencia crónica de técnicos de carreras intermedias que el aparato productivo no cesa de exigir y cuya necesidad la ley ha olvidado en provecho de esas carreras universitarias.

No es extraño, por consiguiente, que las autoridades de ciertas universidades, agrupadas como verdaderas mafias, destinen los recursos procedentes de los alumnos a pagarse exorbitantes sueldos y otros ingresos que serían impensables en el ejercicio de sus profesiones fuera de la universidad. (Me inclino a pensar que cometen el delito de apropiación ilícita, sancionado por el art. 190º del Código Penal, puesto que desvían en provecho propio o de terceros recursos que, por la Ley Universitaria 23733, deben destinarse a sus fines (art. 2º) y, para el caso de las universidades organizadas como sociedades comerciales, a los fines señalados por el art. 5º del Decreto Legislativo 882.)

La Asamblea Nacional de Rectores, conformada por rectores interesados en mantener sus ventajas personales y corporativas, ha devenido cada vez más en un cuerpo disfuncional en relación a las necesidades del país.

En su lugar, la ley debería instituir un Consejo de la Formación Profesional Superior con tres funciones básicas: a) trazar los lineamientos de la formación profesional universitaria y no universitaria; b) autorizar la creación y supresión de universidades, facultades, institutos y la enseñanza de carreras acordes con las necesidades del país y las regiones; c) llevar a cabo auditorías académicas en los centros superiores de formación, como un procedimiento periódico de control de calidad del servicio público educativo a ese nivel, señalando las deficiencias y un plazo de subsanación, y disponiendo su clausura si no las superasen. El Consejo de la Formación Profesional Superior debería estar integrado por doce miembros, titulares del doctorado, elegidos: 1 por las universidades públicas, 1 por las universidades privadas y 1 por los institutos superiores;  tres por el Poder Ejecutivo; 3 por los decanos de los colegios profesionales; dos por las organizaciones empresariales del más alto nivel; y 1 por las centrales sindicales. Es obvio que se debería derogar la Ley 26439 y el Decreto Legislativo 882.

Sin medidas como la sugeridas, la universidad peruana no podrá ser rescatada del pozo en el que ahora se encuentra y, por el contrario, se hundirá más en su abismo.

(3/6/2013)

 

 

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