Por: Fernando de Trazegnies Granda.
Publicado en la Revista Peruana de Derecho de La Empresa “Responsabilidad Civil y Empresa” Tomo 40
La responsabilidad extracontractual es uno de los temas del Derecho que más se ha agitado durante los últimos cien años.
La teoría de la culpa, que fue el resultado del subjetivismo extremo y del individualismo romántico desarrollados en el siglo pasado, generó múltiples dificultades prácticas, incomodidades teóricas, algunas críticas virulentas y diversas propuestas alternativas de amplio espectro. Por otra parte, no solamente hubo cambios en la consciencia teórica del Derecho sino que además los daños modernos se mostraron muy reacios a su tratamiento con los instrumentos conceptuales del individualismo: el incremento de los riesgos, la aparición de riesgos anónimos, en otros casos la ampliación de los participantes en una situación generadora de daños, la masificación de la vida ciudadana, todo tendría a convertir la indemnización por daños y perjuicios en un campo rebelde donde la identificación del individuo responsable se hacía cada vez más difícil. Consecuentemente, si no se adoptaba un punto de vista diferente, muchas víctimas iban a quedar sin reparación ante la imposibilidad de acreditar un culpable del daño sufrido.
A pesar del aspecto variopinto y multicolor de las diferentes posiciones sobre la responsabilidad –porque cada jurista tenía a mucho orgullo presentar un planteamiento singular y diferente, aunque sea por una coma, de lo dicho anteriormente- el campo de la responsabilidad extracontractual se dividió, como diría el Quijote: de un lado, los subjetivistas recalcitrantes, para quienes pensar en una responsabilidad sin culpa era poco menos que una herejía religiosa; de otro lado, los objetivistas que eran vistos como amorales por los primeros, porque se atrevían a proponer la eliminación de la culpa aunque ello implicara (a juicio de los subjetivistas) el derrumbe de la concepción ética del Derecho. Pero siempre que hay batalla, aparece un tercer tipo de personajes: los amigables componedores, que piensan que todo se puede arreglar dentro de una coexistencia pacífica. Para ellos, no se trata tanto de resolver verdaderamente el problema sino más bien de conciliar a las partes, aunque sea de manera puramente aparente. Estos eclécticos pretenden yuxtaponer las posiciones contrapuestas, colocarlas unas junto a otras y pidiéndoles que sean corteses entre sí, que no se fijen en sus contradicciones, antes que encontrar un terreno común en cuyo interior las contradicciones desaparezcan y se conviertan en manifestaciones diversas de una teoría más amplia.
Como es natural, este tipo de enconado debate en el campo de la responsabilidad, no dejó indemnes a los juristas peruanos. La mayor parte de ellos era, a principios de siglo, básicamente subjetivista. Aún en la década de los años 50, un preclaro magistrado supremo sostenía que las teorías de la responsabilidad sin culpa y la responsabilidad por riesgo tenían carácter inmaduramente revolucionario. En su opinión, estas tesis eran propugnadas “con calor por una falange juvenil de abogados noveles, que estaban ‘pagando el noviciado’ y así conjugaban su quijotismo doctrinario con las proficuas consecuencias de la responsabilidad a todo trance y la indemnización pecuniaria en todo caso”. Notemos lo grave de esta crítica: se dice que los objetivistas son unos niños terribles, irresponsables en su teoría de la responsabilidad, quijotes en su idealismo pero, al mismo tiempo, el autor no puede resistir a la tentación de darles un golpe bajo haciendo mención a los provechos que van a obtener con la defensa de los innumerables juicios que tendrán lugar como consecuencia de una teoría generalizada de la indemnización por daños.
Sin embargo, ya en los años 20 una inteligencia aguda como la de Manuel Augusto Olaechea había comprendido que el objetivismo no era una forma de terrorismo jurídico ni la frontera caos del Derecho sino que, por el contrario, aunque resultaba todavía teóricamente insatisfactorio, tenía indudablemente sólidos puntos de apoyo. Olaechea, preocupado por una visión más social y más justa del Derecho, se adelanta a su época y llega hasta sostener que es necesaria la repartición social de los daños individuales conforme lo plantean las teorías que están en boga en la segunda mitad del siglo; y declara que este esfuerzo de elaboración doctrinaria es más conforme con los principios cristianos. Lamentablemente, las ideas no eran todavía muy claras entonces y el baluarte subjetivista era inexpugnable, lo que impidió que una discusión de este tipo enriqueciera el Código Civil de 1936. El resultado fue un producto ecléctico, incoloro e insípido, al que cada uno le dio posteriormente el color de su preferencia y el sabor que más le gustaba. Por ello, entre 1936 y 1984 se advierte una gran vacilación, una peligrosa ambigüedad y una general falta de consistencia teórica en las Ejecutorias de nuestros Tribunales en materia de responsabilidad.
El Código de 1984 pudo haber sido la oportunidad para estabilizar los vaivenes jurisprudenciales y encaminar decididamente la responsabilidad civil hacia las formas más modernas de encarar los daños dentro del mundo actual.
En el seno de la Comisión Reformadora, surgió una visión completamente diferente de la teoría de la responsabilidad que, si bien era novedosa en nuestro país, pretendía hundir sus raíces en las más rigurosa tradición del Derecho Civil. La idea fundamentalmente consistía en que el Derecho Civil no se encarga de sancionar ni de castigar sino de regular los derechos y obligaciones entre las personas privadas: la sanción de las conductas socialmente inaceptables corresponde básicamente al Derecho Penal y en parte al Derecho Administrativo. En consecuencia, en el campo de la responsabilidad, el Derecho Civil no tiene como función principal sancionar a un culpable sino reparar a la víctima. En un accidente de tránsito, el Derecho Administrativo se encargará de aplicarle multas de trafico al chofer que conducía demasiado rápidamente; y eventualmente el Derecho Penal lo condenará por lesiones por negligencia. Pero el Derecho Civil piensa en la víctima a quien se le han privado de ciertos derechos, es decir, se le ha producido un daño, sin que existiera razón legal para que esto sucediera. Por consiguiente, alguien tiene que reponerle sus derechos, tiene que liberarla del daño; en otras palabras, alguien tiene que dejarla in-demne, como si no hubiera tenido daño: tiene que indemnizarla.
Esta propuesta implica una suerte de revolución copernicana de la responsabilidad: se trata de poner a la víctima en el centro de la preocupación del Derecho Civil y no al culpable. Por eso es que el primer artículo sobre el tema, propuesto por la Comisión Reformadora, no era: “Aquél que causa un daño está obligado a indemnizarlo”, sino “Aquél que sufra un daño tiene derecho a ser indemnizado”. El acento quedaba así colocado en la reparación antes que en la sanción: lo que había que asegurar civilmente era que la víctima fuera reparada, antes que el culpable sea sancionado. Esta inversión de perspectivas puede parecer muy atrevida y desconcertante. Sin embargo, no solamente coincide mejor con el verdadero espíritu del Código Civil sino que además ha sido insinuada desde hace muchos años por diversos juristas de renombre. Savatier decía que en una sociedad bien organizada, ni aún las víctimas de catástrofes naturales debían quedarse sin ayuda por parte de la sociedad: ellas también deberían tener derecho a una indemnización. Y hay países, como Nueva Zelandia, que ya han creado una legislación en tal sentido, ampliando las indemnizaciones a todo el que sufra un daño de cualquier tipo.
Ahora bien, una vez que hemos establecido que la víctima debe ser reparada, surge el problema de determinar quién paga la reparación. Necesitamos criterios para identificar al responsable, entendido éste no como el culpable sino como el responsable de indemnizar a la víctima, sea o no culpable. Evidentemente, no se puede cargar a cualquiera con el peso económico del daño porque al trasladarlo de aquél que lo sufrió a aquél que lo paga, estaríamos creando una segunda víctima. Tiene que haber entonces una razón para que una persona determinada indemnice a una víctima determinada.
En algunos casos, la atribución de la responsabilidad de reparar es muy clara y no crea mayores dificultades. Si una persona daña dolosamente a otra, no hay duda de que es ella misma la que debe reparar. Si una persona causó un daño a otra por una negligencia gravísima, imperdonable, no cabe duda también de que es ella la que debe soportar el peso del daño.
Pero a la luz de esta nueva perspectiva, se recorta una nueva silueta de daños: al lado de los daños por incumplimiento contractual o por dolo o culpa inexcusable o por ‘atropello directo e injustificado al derecho de un tercero como en el caso de la difamación, al lado de esos casos donde hay claramente un acto culpable perfectamente individualizado aparecen otros daños donde no parece haber culpa y muchas veces ni siquiera se puede determinar a un causante; éste es el campo de los accidentes propiamente dichos. Una de las cosas interesantes de esta perspectiva es que permite descubrir un nuevo concepto jurídico: el accidente, que no es ya una simple circunstancia sino una categoría jurídica independiente, con consecuencia jurídicas propias, distinta de la responsabilidad por acto ilícito y de la responsabilidad contractual.
El accidente es, entonces, un campo que antes se encontraba incluido entre, de un lado, los niveles inferiores de la culpa y, de otro lado, parte de lo considerado como caso fortuito. En términos generales, podríamos decir que es una situación dañina que se produce sin una culpa en el sentido fuerte del término; cuando hay culpa en el accidente, ésta es de tal naturaleza que cualquiera hubiera incurrido en ella y de hecho todos incurridos en ella… sólo que tenemos la suerte de que nuestro acto negligente por azar no coincida con el hecho de otra persona que hubiera resultado víctima nuestra. A cada momento nos distraemos cuando manejamos automóvil: felizmente, no siempre se cruza un peatón que hubiera podido resultar atropellado a consecuencia de nuestra conducción negligente. Por consiguiente, cuando consideramos que quien comete un daño debido a estas negligencias rutinarias es un “culpable” y debe repararlo, lo que estamos sancionando no es su acto negligente sino el azar que llevó a que se produjera una desgracia; porque si queremos sancionar la negligencia, deberíamos también hacerlo en todos los casos en que no se producen daños. Desde esta perspectiva, el acento, aún en la doctrina de la culpa, no está en la sanción sino en la reparación: sólo se busca un responsable cuando hay un daño que rerar, no cuando hay una negligencia que castigar. El problema es que la teoría de la culpa es poco coherente: solo se preocupa de la falta cuando hay un dañado; pero se estructura en torno de la sanción del culpable en vez de preocuparse prioritariamente de reparar a la víctima.
¿Qué es el responsable de los accidentes? ¿Quién debe asumir la obligación de pagar una indemnización? En realidad, los accidentes se producen debido a que utilizamos bienes o realizamos actos que tienen capacidad de generar daños. La sociedad podría evitarlos prohibiendo esos actos; pero no lo hace porque la sociedad quiere aprovechar las ventajas que esos bienes o actos implican para la vida en común. Podemos eliminar los accidentes de automóviles prohibiendo la circulación de automóviles; o normándolos de manera que no puedan caminar más rápido que los “carros que chocan” en los parques de diversiones. Sin embargo, la sociedad quiere beneficiarse con las ventajas de la velocidad y del transporte masivo… aunque ello signifique que inevitablemente se producirán un determinado número de muertes de tránsito al año. Claro está que se pueden adoptar medidas administrativas y penales para que los conductores sean más prudentes y el número de accidentes disminuya. Pero no se podrá eliminar totalmente la posibilidad de accidente.
En consecuencia, si la sociedad toda se beneficia con el riesgo creado, la sociedad toda debe también asumir la reparación del accidente y no trasladarle íntegramente este peso económico a quien, dentro de las múltiples negligencias peligrosas que se cometen a cada instante, el azar lo hizo causante de un daño efectivo. Esto nos aparta de la dimensión individualista de la responsabilidad y la coloca dentro de un contexto social: el accidente no es un hecho que sucede únicamente entre dos personas, culpable y víctima o (si se prefiere) causante directo y persona damnificada. El accidente es un hecho social, que debe ser encarado socialmente: el peso económico del daño no debe ser cargado en un solo individuo sino repartido socialmente, diluido entre la masa de personas que directa o indirectamente se benefician con el riesgo.
No se piense que este reconocimiento del carácter social del accidente tiene algo que ver con las doctrinas socialistas: por el contrario, Rusia Soviética es uno de los países que más ha defendido la teoría de la culpa y que se niega a aditir nada que pudiera sustituirla. Más bien, este reconocimiento de la naturaleza social del daño corresponde a los más modernos desarrollos de la teoría de la responsabilidad dentro de los países liberal-capitalistas, particularmente en los Estados Unidos.
Pues bien, ¿cómo hacerle pagar a la sociedad toda por estos daños que no son el resultado de una maldad particular ni de un grave descuido de una persona determinada sino del hecho de vivir en común gozando de ciertas ventajas tecnológicas riesgosas? El mecanismo más fácil de distribuir o diluir las pérdidas en la sociedad contemporánea es el seguro. De ahí que una de las propuestas de la Comisión Reformadora fue la creación de seguros obligatorios para los riesgos más comunes. Pero no se trataba simplemente de cubrir la responsabilidad con el seguro, no se trataba de determinar primero la responsabilidad en la forma clásica y luego recurrir a un seguro como un mero respaldo. Eso habría sido yuxtaponer el seguro a la responsabilidad clásica, adoptar el seguro como una suerte de garantía de una obligación determinada conforme a las reglas tradicionales de la responsabilidad. Lo que se quería proponer era una nueva filosofía del accidente, donde ya no habían responsables en sentido clásico sino que el seguro –perfectamente imbricado dentro de la teoría misma de la responsabilidad- hacía innecesaria la idea de culpa y aún de responsabilidad objetiva en muchos casos.
El segundo mecanismo propuesto para diluir el peso económico del daño era el juego del mercado: si la sociedad toda debía responder por esos daños rutinarios, el peso económico no podía ser cargado a un presunto hombre malo, culpable de actos terribles, ni tampoco ciegamente a un causante que a veces no comprendía muy bien por qué tenía que pagar los platos rotos sin estar moralmente comprendido. Si no había un seguro disponible, el peso del daño debía adjudicarse a aquél de los participantes –víctimas o causante- que tuviera posibilidad de desplazarlo hacia otras personas, de manera que, a través del mercado, todos terminaran pagando el daño como elemento incorporado en el precio de los productos o servicios que adquieren.
Estos nuevos planteamientos sobre la responsabilidad, que incluían la posibilidad de otorgar un tratamiento propio al accidente fueron recibidos primero con desconcierto por la Comisión Reformadora, pero luego acogidos e incorporados al Proyecto de Código que se presentó a la Comisión Revisora. En esta última, las cosas fueron diferentes. La teoría de la repartición social del daño fue desechada de entrada y se trabajó sobre la base de la responsabilidad objetiva. Sin embargo, faltando apenas dos meses para la promulgación, la Comisión Revisora modificó íntegramente el articulado, renunció a la objetividad y le dio su forma actual, en la que coexisten dos principios básicos de responsabilidad, cuya relación entre sí no parece muy clara: el de la culpa, contemplado en el artículo 1969; y el de la responsabilidad objetiva en casos de riesgo, contemplado en el artículo 1970; con algunas variantes adicionales en los casos específicos de responsabilidad a los que se refieren los artículos siguientes.
El conjunto está armado de manera muy precaria, al extremo que fácilmente cualquiera de los dos principios de responsabilidad puede desaparecer en provecho del otro con una ligera variación de la jurisprudencia. Si los Tribunales se ponen difíciles para calificar como riesgosa una actividad o un bien, la responsabilidad extracontractual girará en torno al principio de la culpa y la responsabilidad por riesgo será absolutamente excepcional. En cambio, si los Tribunales abren la puerta del riesgo y consideran que casi todas las actividades de la vida moderna son peligrosas (como efectivamente lo son), se aplicará principalmente el artículo 1970 y la responsabilidad será fundamentalmente objetiva.
Sin embargo, esta debilidad estructural de la normatividad contemplada en el Código es también una ventaja, desde un cierto punto de vista: la responsabilidad extracontractual se convierte así en una materia maleable, que puede ser adaptada con facilidad a las nuevas ideas y a las nuevas circunstancias, porque el articulado del Código apunta hacia tantas direcciones que permite casi cualquier cosa.
En realidad, el Derecho no es lo que dice el Código sino lo que se hace con el Código: las normas no son sino materiales de construcción que tienen que ser ensamblados y que reciben su forma definitiva con la interpretación. Por consiguiente, en materia de responsabilidad extracontractual, el Código se presenta como un desafío abierto a la imaginación jurídica, como una cantera de donde se pueden extraer diversos tipos de piedras para ser utilizadas en distintos tipos de construcciones: de todos nosotros, que tenemos que usar ese Código, depende que las construcciones sean adecuadas.
Tomado de http://www.asesor.com.pe/teleley/trazegnies.htm.