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Por Rafael Rodríguez Campos

Nuestra Constitución de 1979 tiene en su haber un enorme mérito pocas veces reconocido. Vista en perspectiva y con la objetividad que nos ofrecen los años transcurridos esta ha sido, sin lugar a dudas, la Constitución más importante del siglo XX, y quizá la más importante de la vida republicana de nuestra patria. Como diría Pedro Planas en un artículo publicado el 14 de abril de 1992 bajo el título “El lugar de la Constitución de 1979”, factores tan diversos como su origen consensual, su amplitud y previsión, su proyecto programático, su aplicación normativa y su desarrollo institucional, hacen que la Constitución de 1979 ocupe un lugar de privilegio y de excepción en nuestra accidentada historia política.

Una Constitución no representa sino el consenso, el acuerdo político y social mínimo al cual se llega en una sociedad en torno al conjunto de valores y principios que constituirán la base ideológica sobre la cual se edificará todo el diseño estatal. Una Constitución refleja por tanto la pluralidad de tendencias y posiciones políticas, visiones del mundo, modos de entender la realidad presentes en una comunidad política. Por eso es muy importante que durante el proceso de elaboración de un texto constitucional se fomente la participación de todas y cada una de las agrupaciones o movimientos políticos, así como también se promueva un debate abierto a nivel de la sociedad civil en cuanto al diseño institucional y el rumbo político que se pretende establecer para toda la nación.

La Constitución de 1979 gozó, como ninguna otra carta fundamental, de un apoyo y un respaldo popular nunca antes visto en nuestra historia, la elaboración de la carta de 1979 fue obra de una Asamblea Constituyente compuesta por personalidades con una trayectoria democrática incuestionable, basta con señalar que quien presidiera dicho grupo político fue el histórico líder aprista Víctor Raúl Haya de la Torre. La Constitución de 1979 tuvo, como diría Planas, la irrepetible ventaja de estar antecedida por un gobierno militar interesado en transferir el poder a la civilidad y que no intervino directamente en la redacción de la misma, sino que más bien se abstuvo y permitió una libre deliberación interna.

Caso muy distinto a lo ocurrido luego del autogolpe del 5 de abril de 1992 fecha en la cual el propio Presidente de la República, Alberto Fujimori, hoy sentenciado por haber cometido delitos de corrupción y violación de derechos humanos, decidiera interrumpir el orden constitucional de nuestra patria desconociendo el contenido de la carta política de 1979, para posteriormente, con el apoyo de las Fuerzas Armadas y de una mayoría parlamentaria genuflexa, elaborar una Constitución a su justa medida, la cual tuvo por único objetivo fortalecer los poderes del dictador favoreciendo de ese modo su permanencia ad infinitun en el sillón presidencial, instalando un gobierno de facto, con legitimidad plebiscitaria, el cual en más de una oportunidad no tuvo ningún miramiento al momento de desconocer la propia Constitución que él y su grupo político mismo habían elaborado.

Para todos los especialistas de nuestra patria, la Constitución de 1979 marcó un antes y un después en la historia del constitucionalismo nacional. Fue una carta política de vanguardia en la región, por la modernidad de las instituciones que vieron la luz con su promulgación, por la rigurosidad de su diseño, por su orden y estructura orgánica de sus capítulos, pero sobre todo por el conjunto de valores y principios que esta trató de incorporar en el imaginario constitucional de todos los peruanos. La Constitución de 1979, tal y como lo hiciera la Constitución de 1978 española, cuyo texto tomó como referencia asimilando para sí figuras como la Defensoría del Pueblo o el Tribunal de Garantías Constitucionales, reivindicó los valores de libertad, de justicia social, de solidaridad y compromiso con los más pobres, estableció una relación directa entre el Estado y el desarrollo de las fuerzas productivas de la nación, recreó una diseño capaz de convertir al Estado en un agente promotor de la iniciativa privada de los ciudadanos pero a su vez presente en la solución de problemas vinculados a sectores como la salud, la educación, el empleo y la seguridad.

Asimismo, la Constitución de 1979, apostó por una relación de pesos y contrapesos entre los diversos poderes del Estado, entendió que para la consolidación de la institucionalidad democrática de nuestra patria era necesario fomentar desde los poderes públicos una cultura de diálogo permanente. Los constituyentes de 1979 no creían en un modelo en el cual el Presidente de la República asumiese una figura casi virreinal bajo la cual podía hacer y deshacer a su antojo, así como tampoco en un Congreso de la República obstructivo, que lejos de colaborar con el desarrollo de las más importantes políticas de Estado se convirtiese en una rémora en el camino hacia ese objetivo.

Por eso resulta ridículo, o en el mejor de los casos una broma de mal gusto, propia de la ignorancia de algunos opinólogos o periodistas cuyas horas de lectura no sobrepasan las de un infante de tercer grado, culpar a la Constitución de 1979 de la hiperinflación o la crisis económica o el fenómeno terrorista que azotó nuestro país durante los años ochenta. Nadie con dos dedos de frente podría afirmar, sin temor a ser visto como un fantoche mononeuronal, que los problemas económicos o de seguridad se solucionan con la promulgación de una nueva Constitución. El éxito económico, el desarrollo de un país no depende exclusivamente del modelo constitucional que se adopte, una Constitución no cambia por sí sola la realidad de un país, es el quehacer político de los gobernantes, la seriedad y responsabilidad de sus políticas, la racionalidad de sus medidas el factor que determina el éxito o fracaso de un país. Si el cambio de Constitución fuese la receta mágica para alcanzar el paraíso el Perú hace mucho tiempo debería figurar en el grupo de países desarrollados, pues Constituciones hemos tenido bastantes, como diría Villarán: “en el Perú nos la hemos pasado haciendo y deshaciendo constituciones, lo que no hemos desarrollado es un sentimiento de apego y respeto por las figuras constitucionales y el orden democrático”, casualmente todo aquello que la Constitución de 1979 trató de generar, esfuerzo que fue borrado de un plomazo por la mano del ladrón y sátrapa Fujimori.

Era necesario hacer esta referencia a la Constitución de 1979, sobre todo si se tiene en cuenta el enorme escándalo político que la mención a la misma generó en la juramentación de 28 de julio del Presidente electo Ollanta Humala Tasso en el Congreso de la República. Como se recuerda, el Presidente Humala juró por la patria que cumpliría fielmente el cargo de Presidente de la República que le confirió la nación por el periodo 2011- 2016. Juró también que defendería la soberanía nacional, el orden constitucional, y la integridad física y moral de la república y sus instituciones democráticas, “honrando el espíritu y los principios de la Constitución de 1979”, fue este último juramento el que desató la furia descarnada de la oposición, o mejor dicho, de la bancada fujimorista representada por la tristemente célebre defensora del Grupo Colina Martha Chávez, otrora presidenta del Congreso durante la dictadura de Alberto Fujimori, hoy convertida en algo menos que en un payaso de circo de tres por medio.

Debemos dejar claro que no existe protocolo establecido ni en la Constitución de 1993, ni mucho menos en la ley, en el cual se señale qué decir y qué no decir en una juramentación presidencial. El Presidente Humala, si así lo hubiese querido, podría haber jurado por la Constitución de 1823, o por la Constitución de 1933, o por el pensamiento de José Carlos Mariátegui, o por la figura de Víctor Raúl Haya de la Torre, como tantas veces lo han hecho los políticos apristas, incluso el Presidente Alan García Pérez, quien recordemos prometió retornar a la Constitución de 1979 para luego abrazar con alegría la carta fujimorista de 1993. Ello es así, ya que se trata de una declaratoria política, simbólica que pretende marcar un derrotero en la manera cómo se va a conducir políticamente el gobierno entrante durante estos 5 años, de ningún modo puede entenderse dicha expresión como un abierto desconocimiento de la vigencia de la Constitución de 1993, la cual, nos guste o no, es la norma jurídica de mayor jerarquía que por tanto debe ser cumplida y observada por todos los peruanos.

Algunos analistas, entre ellos un ex profesor mío en la Universidad Católica, mencionan que este fue un acto de provocación del Presidente para con la oposición fujimorista. Yo creo todo lo contrario, creo que el Presidente aprovechó la oportunidad para trazar una línea divisoria en el escenario político, para marcar una frontera que diferencia a aquellos que apuestan por un Perú más libre, justo y solidario, y aquellos otros que durante tantos años no hicieron sino defender y encubrir crímenes abominables como el asesinato, el secuestro, la desaparición forzada, la ejecución extrajudicial, entre otros. O es que acaso jurar por los valores de la Constitución de 1979 no supone también mostrar un abierto rechazo contra todo aquello que representa ese pasado fujimontesinista que tanto daño le hizo a nuestro país. O es que acaso señalar directamente y sin ambages a quienes envilecieron la política nacional y se llevaron a manos llenas miles y miles de soles del tesoro público no supone el inicio de una política de lucha frontal contra la corrupción, como creo esperamos todos los peruanos. O es que acaso cuando se alude a los valores de justicia social y de equidad presentes en la carta de 1979 no se está apostando por un Estado con mayor presencia en zonas alejadas en donde los servicios básicos aun no llegan y en dónde la educación o el servicio de salud de calidad no es más que una fantasía que solo existe en la imaginación de algunos peruanos que no han perdido aún la esperanza. O es que acaso, honrar los valores de la carta de 1979 no supone el compromiso del gobierno y de todas las autoridades políticas con el respeto por el orden democrático, el Estado de Derecho y la defensa de los derechos humanos, valores que tantas veces fueron violentados durante la década de los noventa.

Resulta por demás irónico, paradigmático, hasta chocante ver cómo aquellos que aplaudieron un golpe de Estado, aquellos que desconocieron sin mayor contemplación el acuerdo político de todos los peruanos reflejado en la Constitución de 1979, pretendan ahora erigirse como los guardianes del orden constitucional. Resulta descabellado, propio de una película de ciencia ficción, algo real maravilloso, ver cómo personajes oscuros como la señora Martha Chávez, pugnaz defensora y promotora de leyes abiertamente inconstitucionales como las Leyes de Amnistía al Grupo Colina, la Ley de la Tercera Reelección de Alberto Fujimori, o actos como la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a tremendo atropello, el retiro de la nacionalidad de Baruv Ivcher, el desconocimiento y retiro del Perú de la Competencia Contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y tantos otros más, quieran tomarnos el pelo, vernos la cara de estúpidos, y jugando a la desmemoria colocarse el traje de demócratas y la armadura de defensora del sistema constitucional y el Estado de Derecho, como si los peruanos fuésemos unos minusválidos mentales.

Cómo tomar en serio los alaridos, gritos, insultos y diatribas de este tipo de personajes, instando a las Fuerzas Armadas a desconocer al gobierno electo en presencia de los presidentes de la región que llegaron invitados a la asunción del nuevo gobierno. Cómo mirar a la señora Martha Chávez y no recordar el cinismo que exhibía al momento de justificar tantas veces la manera como su jefe, Alberto Fujimori, y el amigo de su jefe, Vladimiro Montesinos, decidían sacarle la vuelta a la Constitución que ella misma ayudó a confeccionar a la justa medida del dictador a la cual ella alegremente llamaba Presidente. Con el perdón de los lectores, pero a mí esa señora no me agarra de cojudo. No lo hizo antes, cuando aún era un adolescente, menos lo hará ahora con mayores años a cuestas y con un dominio de información que pone en evidencia cómo ella y su partido convirtieron al Perú en una letrina de burdel de mala muerte.

Qué curioso, el fujimorismo salta, se enfurece, y pone sus pelos de punta cuando alguien menciona la palabra democracia, libertad, justicia social, lucha contra la corrupción, respeto por el Estado de Derecho. Quizá por eso durante casi una década, haciéndose de la vista gorda, permitieron que una asesor presidencial, criminal convicto y confeso, sancionado por traidor, y cuyos vínculos con el narcotráfico eran conocidos por todo el mundo, digitara su actuar congresal desde la salita del SIN, sin chistar, todo a cambio de las mieles que ofrece el poder, de las gollerías que brinda el estar al lado del dictadorzuelo, y en algunos casos a cambio de algunos monedas, no muchas, porque estos granujas lo son de tan poca monta que por menos de un plato de lentejas estuvieron dispuestos a vender su alma al diablo. Como diría algún columnista peruano, nuestro país y la mente de nuestros políticos es indescifrable, para algunos se puede jurar por un delincuente condenado por corrupción y delitos de lesa humanidad como Fujimori o incitar a la insubordinación, pero si embargo, para esos mismos resulta demagógico y hasta ilegal hacerlo por los principios y valores de la Constitución de 1979 cuyo talante libertario y su compromiso social es muchísimo mayor al mamarracho que confeccionó Alberto Fujimori y su pandilla en 1993. Estamos advertidos, nos esperan 5 años de esto y mucho más. Confiemos en la vena democrática del Presidente Humala, y de llegar el momento seamos capaces de decirle no en caso equivoque el camino.

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