Un desdichado animal herido,
yace en el suelo, tendido,
y la antes familiar manada,
hace mucho se perdió de su mirada.
Y es que la sabana africana
de ningún animal es hermana;
el limitado es dejado a su suerte
esperando que llegue la muerte.
El herido animal sufriendo
de dolor se está muriendo:
sólo impotente y sin abrigo
de su muerte será la sabana tumba y testigo.
Los torvos buitres de señorial vuelo
lanzan una mirada por el suelo
y ven alejarse a su presa de la vida;
una vez muerta, su cadáver será su mísera comida.
El sacrílego festín ha empezado:
una vez que la muerte ha llegado,
al cadáver rondan en vuelo circular
los buitres de aire tenebroso y singular.
Y sobre el cadáver posan
garras y pico que destrozan
la carne inerte de aquel animal
que tuvo aquel día su hora final.
Y devoran sin piedad
entregándose a la saciedad
de su hambre y sed sangrienta
que a cada instante se acrecienta.
Después de estos sucesos
quedaron tan sólo los huesos
del cadáver de aquel pobre animal
que nunca hizo ningún mal.
Por allí pasaba, rifle en mano,
un cazador, un humano,
que indignado por la escena
a muerte a los buitres condena.
Y con raudos balazos
hace blanco en los brazos
emplumados de los convidados
que emprenden vuelo, dejando olvidados
los restos del festín
que violentamente tuvo fin
por la interrupción,
del cazador de buena intención.
Sólo un buitre ha quedado
en el suelo, deerribado,
desangrado y moribundo
desgarrándose en un dolor profundo.
Y se le acerca el cazador
al terrible predador
de la sabana impía,
y oí que esto le decía:
“Por qué se alimentan
del cadáver que encuentran
convertido en carroña
sobre la vegetación que retoña?”
Y el buitre, indignado,
rompió su silencio sagrado,
y al ver cercana la muerte
dijo al hombre con voz fuerte:
“Y ustedes, los humanos,
por qué se matan entre hermanos
teniendo uso de razón,
sentimientos, corazón?”
Y así el buitre murió
y el postrer suspiro exhaló;
mientras, el hombre, pensando,
lentamente se alejó caminando.