DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA MINISTERIAL
DEL CONSEJO DE EUROPA CON MOTIVO
DEL 50 ANIVERSARIO DE LA CONVENCIÓN EUROPEA
DE DERECHOS HUMANOS
Viernes 3 de noviembre de 2000
Señoras y señores:
1. Me complace daros la bienvenida hoy con ocasión de la Conferencia ministerial que se celebra bajo la presidencia de Italia para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la firma, el 4 de noviembre de 1950, en Roma, de la Convención europea de derechos humanos. Saludo al ministro de Asuntos exteriores y presidente de la Conferencia ministerial, señor Lamberto Dini; al secretario general del Consejo de Europa, señor Walter Schwimmer; al presidente de la Asamblea parlamentaria, lord Johnston; y al secretario general, señor Bruno Haller.
2. Después de la segunda guerra mundial, el Consejo de Europa adoptó una nueva visión política y creó un nuevo orden jurídico, incorporando el principio de que el respeto de los derechos humanos trasciende la soberanía nacional y no puede quedar subordinado a fines políticos o puesto en peligro por intereses nacionales. Al hacerlo, el Consejo contribuyó a poner los cimientos para la necesaria reconstrucción moral después de los daños de la guerra, y la Convención europea de derechos humanos ha sido un elemento vital de ese proceso.
La Convención fue un documento verdaderamente histórico, y sigue siendo un instrumento legal único, que quiere declarar y salvaguardar los derechos fundamentales de todos los ciudadanos de los Estados firmantes. Fue una respuesta concreta y creativa a la Declaración universal de derechos humanos, proclamada en 1948 después de la trágica experiencia de la guerra y arraigada profundamente en la doble convicción del carácter central de la persona humana y de la unidad de la familia humana. Así, la Convención representó un importante momento en la maduración del sentido de la dignidad innata de la persona humana y de la conciencia de los derechos y los deberes que derivan de ella.
También es significativo que las nuevas democracias de Europa del este, tras haberse liberado de una ideología extraña y de formas totalitarias de gobierno, se hayan dirigido al Consejo de Europa como centro de la unidad de todos los pueblos del continente, una unidad que no puede concebirse sin los valores religiosos y morales que constituyen la herencia común de todas las naciones europeas. Su deseo de participar en la Convención europea de derechos humanos refleja su voluntad de salvaguardar las libertades fundamentales, que durante tanto tiempo se les negaron. A este respecto, estoy convencido de que los pueblos de Europa, tanto del este como del oeste, profundamente unidos por su historia y su cultura, comparten un destino común. En el centro de nuestra herencia europea común -religiosa, cultural y jurídica- se encuentra la noción de la dignidad inviolable de la persona humana, que implica derechos inalienables no conferidos por gobiernos o instituciones, sino únicamente por el Creador, a cuya imagen han sido creados los seres humanos (cf. Gn 1, 26).
3. A lo largo de los años, la Santa Sede ha ido participando cada vez más en el Consejo de Europa, esforzándose, a su modo propio, por acompañar y contribuir a la obra cada vez más amplia del Consejo en el campo de los derechos humanos. Consciente del papel único que desempeña el Tribunal europeo de derechos humanos en las cuestiones de Europa, la Santa Sede se ha interesado especialmente en la jurisprudencia del Tribunal. Los jueces son los guardianes de la Convención y de su visión de los derechos humanos, y me alegra tener la ocasión de recibir hoy al presidente del Tribunal, Lucius Wildhaber, junto con los demás honorables jueces, y expresarles mis mejores deseos para su noble y ardua tarea.
El quincuagésimo aniversario de la Convención es un tiempo para dar gracias por lo que se ha logrado, y para renovar nuestro compromiso de hacer que los derechos humanos se respeten de forma más plena y extensa en Europa. Por tanto, es preciso reconocer claramente los problemas que se han de afrontar, si queremos que eso se haga realidad. Entre estos, es fundamental la tendencia a separar los derechos humanos de sus bases antropológicas, es decir, de la visión de la persona humana peculiar de la cultura europea. También existe una tendencia a interpretar los derechos exclusivamente desde una perspectiva individualista, sin tener en cuenta el papel de la familia como “unidad fundamental de la sociedad” (Declaración universal de derechos humanos, art. 16). Y se da la paradoja de que, por una parte, se afirma con decisión la necesidad de respetar los derechos humanos, mientras que, por otra, se niega el más básico de ellos: el derecho a la vida. El Consejo de Europa ha logrado eliminar la pena de muerte de la legislación de la mayor parte de sus Estados miembros. A la vez que me congratulo por esa noble conquista y espero con ilusión que se difunda en el resto del mundo, deseo fervientemente que llegue pronto el momento en que se comprenda igualmente que se comete una enorme injusticia cuando no se salvaguarda la vida inocente en el seno materno. Esta contradicción radical sólo es posible cuando la libertad se separa de la verdad inherente a la realidad de las cosas, y cuando la democracia se aparta de los valores trascendentes.
4. Para todos los problemas ahora evidentes y los desafíos que hay que afrontar, debemos confiar en que el verdadero espíritu europeo se manifieste mediante un redescubrimiento de la sabiduría humana y espiritual intrínseca a la herencia europea de respeto a la dignidad humana y a los derechos que derivan de ella.
Al entrar en el tercer milenio, el Consejo de Europa está llamado a consolidar el sentido de un bien común europeo. Sólo con esta condición el continente, tanto el este como el oeste, dará su contribución específica, muy importante para el bien de la entera familia humana.
Orando fervientemente para que así sea, invoco sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre vuestros esfuerzos al servicio de los pueblos de Europa, las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.