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Entraron por la puerta de la calle Marquéz, sosteniendo firmemente su herramienta deconstructora, la más sofisticada que habían podido truequear en el almacén Derrida, y empezaron a deconstruir las paredes, las letras caían, perdían el orden que el pintor les había impuesto, muchas ya se habían descascarado. Uno de ellos, el asignado, utilizó una carretilla como parrilla, ahí juntó ramas de eucalipto de la habitación vecina y las prendió con fósforos. Las ramas crepitaron unos segundos mientras encendían las brazas, quemaron también una silla de madera enmohecida. Uno de ellos, inexperto, sopló en ayuda una pucuna. En ese fuego minutos más tarde se quemó descuartizada la palabra amor.