En 1946, Victoria Ocampo escribía a su hermana desde París:
“Sufro a causa de las piedras de París. Y del hierro de la Torre Eiffel y Saint-Étienne-du-Mont, de Notre Dame y de la estación del quai d´Orsay. Las cosas pueden abrumarnos, en un momento dado, de modo más cruel que una presencia o ausencia humana. Precisamente porque representan, porque son testigos con atroz indiferencia de presencias y de ausencias desbordantes, desesperadamente familiares” (p. 242)
Familiares, desesperadamente familiares son para Victoria aquellos lugares y monumentos que los viajeros aspiran toda su vida a conocer cuando hagan finalmente su peregrinación a París. Estamos, pues, ante una viajera diferente. Entonces yo me he querido preguntar qué clase de viajera era Victoria o si es que acaso lo era realmente.
Los testimonios de viajeros, las crónicas de viaje parecen de una naturaleza distinta. Lo que describen esos viajeros es todo lo contrario a lo familiar. Es, más bien, lo que Freud llamaba un acto de incredulidad. Freud describe esa sensación en la visita que hace con su hermano menor a la Acrópolis. Al decidir viajar hay una incredulidad sobre a dónde van: “We´re going to see Athens? Out of the question! – it will be far too difficult.” Y tal vez incluso sobre la existencia misma de Atenas: “It is not true that in my school days I ever doubted the real existence of Athens. I only doubted whether I should ever see Athens. It seemed to me beyond the realms of possibility that I should travel so far” (p. 246). Pero no solo el Freud de niño tenía esa duda. Incluso el Freud adulto, al estar ya en el destino, parado en la Acrópolis, sentía incredulidad: “By the evidence of my senses I am now standing on the Acropolis, but I cannot believe it´” (p. 243). El viaje, visto de cerca, provoca un sentimiento de incredulidad o de enajenación. Esa impresión de que realmente hemos logrado viajar muy lejos de nuestra casa, al punto de que nos preguntamos si realmente estamos ahí. Volviendo a leer esta versión del viaje para Freud, pensaba si acaso dentro de la construcción del acto de viajar se encuentra la proeza material, el sacrificio económico que el desplazamiento implica. Y si el viaje nos tiene que enajenar, nos tiene que hacer dudar si realmente hemos llegado ahí, ¿viajar es entonces algo que no hacen los ricos? ¿será acaso que solo los pobres viajan?
Victoria Ocampo, desde luego, no era pobre. Para ella, visitar París o visitar Europa no eran proeza alguna. Esos desplazamientos no eran nada más que retornos a espacios y personas desesperadamente familiares para ella. Solo de anotar las menciones en este libro, Victoria visitó (o, más bien, vivió en) París siete veces; Nueva York, cinco veces. Y cruzó el Atlántico al menos diecisiete veces. Y lo hizo, por cierto, desde épocas previas a la aviación comercial, desde su niñez. La niña Victoria nunca dudó sobre lo que iba a poder conocer en su vida, como sí dudo el niño Freud.
¿Cómo fue, entonces, la experiencia de Victoria al desplazarse? Es cierto que en sus primeros momentos, en una ciudad nueva, los acercamientos de Victoria se daban a tientas, poco a poco. De niña, celebrando su santo en París decía: “Madrina me ha regalado un coche que se llama tonneau, pero no servirá hasta que volvamos a San Isidro” (p. 47). De joven, también en Europa, decía: “Ahora extraño el sol, el cielo de mi tierra. Por primera vez comprendo que la tierra donde hemos nacido nos tiene atados. Quiero a América. Cuando pienso en el jardín de San Isidro, en sus flores (que están floreciendo en este mes), ¡qué nostalgia!” (p. 53). La Victoria de los primeros acercamientos extrañaba Buenos Aires, sí. Pero aun en todos esos momentos su experiencia en estos lugares no es la de una visita, la de un no-puedo-creer-que-estoy-aquí, la de un qué-lejos-he-llegado. Es siempre una tensión propia del proceso de acostumbrarse a vivir en un nuevo lugar; ella viajaba para vivir, no para visitar.
Tal vez lo que más llama la atención fue que esta particular experiencia de desplazamiento la reprodujo Victoria no solo en sus desde niña familiares capitales europeas, sino también años más tarde en su relación con un Nueva York en ascenso. Es muy claro que volver a París para ella era, en sus palabras, “un poco como volver a casa” (p. 283). En una continuación de la cita con que comencé la presentación, en París hasta los carteles de los teatros, el nombre de una juguería, eran detonadores, para Victoria, de avalanchas de recuerdos (p. 242). Pero no es solo París. ¿Cómo fue su relación con Nueva York? Cuando llega por primera vez allá también hay una primera sensación de expectativa, por el skyline de la ciudad y por el Central Park, un asombro por la Quinta Avenida y por el estruendo de la ciudad que escucha desde la ventana de su décimo piso (p. 79). Pero rápidamente se apodera de la ciudad como una persona local más. Frecuenta a neoyorquinos acostumbrados a esos edificios tumultuosos y a esas calles con chicles en el suelo. Alfred Stieglitz le dice sobre Nueva York, esa ciudad dinámica y que no cree en la idea de un centro histórico: “I have seen it growing. Is that beauty? I don´t know”. Aunque el ímpetu de renovar y reemplazar, de crecer, es la antítesis de las imperecederas ciudades europeas, también parece que Victoria encontró una forma de belleza ahí; no llegó como turista, sino para quedarse en Manhattan.
Veamos nada más cómo la señora de la Villa Ocampo se encontró con esa nueva forma de vivir. Por ejemplo, la comida. Las donas, los hot dogs, los waffles y los panqueques: “Pero los griddle cakes tienen también su sabor, que se descubre poco a poco, a fuerza de comerlos. Se acaba por tomarles el gusto. Un buen día, cuando ya hemos salido de Estados Unidos, los echamos de menos” (p. 146)
Pero Victoria fue más allá. Fue tan vecina de la ciudad que también fue ahí al médico: “Fui entonces a ver a ese médico quien, como es costumbre aquí (…), comenzó por mandarme hacer toda suerte de radiografías, análisis de sangre y otros, etc… Después de esos encantadores juegos, a los que me presté con ejemplar docilidad, vencida por la ciencia que se adueñaba de mi persona, de mis secretos, y que daba nombre de microbios a mis inquietudes metafísicas, llegamos a la conclusión siguiente: mis amígdalas no son tan inocentes como parecen” (p. 177). Y se las extirparon en una operación. Tan neoyorquina fue Victoria que le ofrendó sus amígdalas a esa su nueva ciudad.
Como una nota adicional en este punto, parece que eso de viajar para quedarse, le venía aparentemente a los Ocampo desde tiempos inmemoriales. En medio de uno de sus retornos en barco desde Nueva York, su padre le había encargado averiguar en Perú sobre los orígenes remotos de su familia. Al hacer una parada en Lima se pregunta por la biblioteca y el archivo histórico que le gustaría visitar y dice: “Los Ocampo, en efecto, llegaron desde el Cuzco, o mejor dicho, el Ocampo que fundó acá la rama de nuestra familia vino del Cuzco para conocer estas tierras del Sur, y se quedó” (p. 95).
Pero, ¿qué significa este viajar-para-quedarse de Victoria? ¿Qué podemos leer en él? El último punto con el que quiero ligar esta forma de vivir y desplazarse es el cosmopolitismo de los latinoamericanos. Recordemos que Victoria es una latinoamericana que nunca dejó de vivir en Buenos Aires – viajó mucho sí, pero nunca dejó de vivir en Buenos Aires – y que nunca pensó que eso fuera excluyente de ser una persona local, es decir, una vecina de Londres o de Manhattan. Podríamos decir que fue, usando palabras de Beatriz Sarlo, una “marginal que hizo libre uso de todas las culturas”, una porteña que hizo suyas todas las ciudades. Si otros dijeron sobre los latinoamericanos que “Nuestro patrimonio es el universo” (Borges), que “Todo lo humano es nuestro” (Mariátegui), Victoria en momentos de nostalgia también se alinea y dice en una carta: “Estoy aquí con Yvette y su hija. Adoro el clima de Normandía que se parece a mi querida Inglaterra. ¡Dios mío, cuánto habré amado la Tierra!” (p. 247)
Hay varios ejemplos de esto. Su San Isidro, para ella, no era mucho más ni mucho menos que el Mount Vernon de George Washington: “Este plantation de Virginia y la chacra de San Isidro tienen un aire de familia conmovedor. El mismo amor a las plantas y a la independencia en los propietarios, la misma sencillez, el mismo buen gusto, la misma carencia de ostentación, el mismo instinto de lo bello” (p. 118). Para su mirada, no eran muy diferentes el general San Martín y el general Washington, el cruce de los Andes y la batalla de Yorktown, las riberas del Río de la Plata y las del Potomac, ni el descanso de ambos libertadores, apacibles ellos bajo sus higueras y enredaderas.
Pero también quiero decir que Victoria rechazaba la pasividad, era una cosmopolita militante, una que cuestionaba con fervor aires de superioridad injustificados. Una que, por ejemplo, se rebelaba contra el lugar en que un chauffeur neoyorquino parecía colocar a los latinoamericanos, al nivel de subordinación que los judíos y los negros de esa ciudad (p. 120) o contra el industrializado punto de vista con que un periodista le preguntó sobre los retornos económicos de su revista Sur, a quien respondio con un “to hell with the United States” (p. 141). De todas esas rebeldías, hay una particularmente enfadada: la que se refiere a Latinoamérica y su supuesto clima cálido. Dice ella: “Los washingtonianos me decían cuando yo me quejaba del clima [el fuerte calor de Washington D.C.]: “Usted, sin embargo, debe estar acostumbrada, pues en su país…”. Yo no los dejaba terminar la frase. ¿Cómo podían atreverse?….(Esta absurda suspicacia patriótica en materia de temperatura siempre se me ha despertado, de la manera más desconcertante, en tierra extranjera)” (p. 120).
Pues bien, con ese privilegio que da tener la visión insider-outsider del argentino y del latinoamericano, y con esa autoridad de ser vecina de todo lado, es probablemente ella quien dio la sentencia más creíble sobre la decadencia europea y el cambio de época. Me refiero a sus viajes apenas terminada la guerra, cuando asiste a las horas graves de los juicios de Nuremberg invitada por el British Council. Ahí, en esas crónicas se hace palpable su haber estado aquí y allá, no como turista, sino como ciudadana; su llegar desde Buenos Aires a observar un Londres desprolijo, pero también su haber compartido con cercanos amigos franceses el reproche a los que colaboraron con los alemanes y el miedo de que Europa se convierta en un nombre vago más, como las antiguas civilizaciones de Nínive y de Babilonia (P. V.). En fin, al escribir, a la vez, desde América y desde Europa, está ella en una situación privilegiada para dictaminar el cambio de época, como no lo podría hacer tal vez ningún otro habitante de otra región del mundo. Y su dictamen lo incluye en un postscript de una carta a su hermana Angélica en el 46: “La capital del mundo, con todos los defectos que tienen los americanos (y que son muchos) es hoy día Nueva York. Desde ya te lo digo. El reinado ha pasado de Gran Bretaña (y Europa me imagino) a los Estados Unidos de América. Nueva York es la capital de una nueva era del mundo en que la democracia (es decir, la falta de cierta qualité) impera.”