Camino de Santiago. Día 1. Portomarín, A Brea

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¿Cuándo exactamente comienza el viaje del Camino de Santiago? ¿Al salir del hotel (que se encuentra en el mismo trayecto del Camino)? ¿Al terminar el desayuno en el Bar de la Escalinata (donde también toma desayuno el señor Jorge, presidente de la asociación de amigos del Camino en Sarria, quien es también cofrade mayor de la cofradía de peregrinos de Santiago de Chile y que tiene en su oficina una foto con el rey de España poniendo cara seria a las tres o cuatro palabras que le dirigió en el apretón de manos)? ¿Comienza acaso en esa curva hacia la izquierda cerca al convento para enfilar hacia el cementerio y salir del pueblo? Por momentos pienso que comenzó en el Decathlon de San Sebastián de los Reyes en Madrid, donde compramos los implementos necesarios para senderistas novatos como nosotros. Tal vez voy a decir que comenzó cuando nos pusieron el primer sello en la libreta del peregrino que nos dieron en la oficina de turismo de Sarria. Estos sellos, que te ponen en cada hotel, iglesia, restaurant o tienda, me han dado la vida; serán un diploma, un archivo y un relicario. Se han convertido en una búsqueda en miniatura de reliquias medievales o también podría decir que en una forma de búsqueda épica de medallas pokemon en el mundo real. En Sarria nos pusieron el sello en la oficina de turismo, en el hotel, en el Bar de la Escalinata y en la tienda de la esquina en que compré el libro de Manuel Garrido sobre la historia del Camino de Santiago. Pues bien, ¿qué puedo decir de la caminata? Bueno, la caminata ha sido mucho más de lo que esperaba. Para empezar, no me aburrí como creía que lo haría. Había tanto que observar, los campos, los arroyos, los molinos de viento, las construcciones de piedra, la gente pasar (todos nos rebasaban, nosotros adelantamos a muy pocos). También los árboles de fruta en el camino. Con el peligro de convertir esta bitácora en un ensayo jurídico, esta vez estuvo en mi cabeza el Edicto 57 de Ulpiano (D.47.10.13.7), es decir, aquello que puedes o no poseer en el campo. Vas caminando y encuentras al costado del camino unas manzanas que cayeron de un árbol. El árbol está al borde de las parcelas agrícolas que cubren todo el paisaje, hacen las veces de un lindero de esa propiedad. Pero las manzanas, muchas de ellas cayeron al costado del camino. Es por lo visto temporada de frutas, temporada de manzanas en esta zona de Galicia. Me pregunto si el propietario de la finca puso los manzanos a propósito en el borde, para que los peregrinos puedan recoger algunas frutas al pasar o, si aquellos son más tímidos, tomar las que han caído al suelo. Ese propietario sería uno que disfruta vivir en esta zona del mundo. O tal vez el dueño de la finca está totalmente cansado de que los peregrinos, turistas despistados la mayoría de ellos, tome sin ningún permiso manzanas de sus árboles. También es posible. Entonces, ¿puedo recoger una de las manzanas que está en el piso para comerla un poco más tarde cuando esté con hambre? ¿Hasta dónde llega el derecho del dueño de estos campos al borde del Camino? Este que me rodea es un mundo rural como era la mayor parte del mundo entero hasta entrado el siglo XX. En ese mundo, los límites de las fincas eran más fluidos y grises que lo que tenemos (o queremos creer que tenemos) hoy. Desde la antigüedad romana, el terreno rural no era un polígono infranqueable. Uno podía “invadir” el terreno ajeno para ir en caza de animales salvajes, para ir a recuperar abejas escapadas, para buscar tesoros. Esa prerrogativa, claro, se limitaba cuando el terreno estaba cercado o cultivado, o ambas cosas. También cuando el dueño establecía prohibiciones expresas de entrar en sus terrenos. Son reglas en realidad de sentido común. Aunque tal vez el sentido común del que hablo haya sido construido en base a estas reglas que son tan antiguas que no recordamos de dónde vienen. Lo cierto es que en estas horas de caminar desde Sarria a Portomarín he visto un sinfín de formas en que estas intenciones de excluir se manifiestan. Algunas son cercas de piedra, algunos son alambres de púas, otros son solo pequeños mojones o cordeles de color verde o azul. Algunas parcelas solo tienen a su alrededor un tipo de planta que, como las rosas, tienen unos pequeños espinos en sus tallos; tres se me clavaron debajo de la rodilla ya cerca de llegar al destino. Algunos, interesantemente, no tenían ningún tipo de señal que impidiera el paso al terreno privado, pero la casa de campo estaba lo suficientemente cerca como para hacer sentir los ojos inquisidores de los propietarios. Algunos pocos lugares parecían no pertenecer a nadie, esos eran la excepción. Esa ruralidad idílica en que hay muchos terrenos del común y donde muchas veces no es claro si uno está caminando dentro de los límites de una parcela privada no existe por aquí. Todo está delimitado, mal que bien. La agricultura, aunque de pequeña escala, parece tecnificada. Y hasta los perros tienen correas con sus nombres y su dirección. Los paisajes y la experiencia de caminar de manera deliberada son nuevos y hermosos para mí. Pero no lo es la ruralidad. Los campos de maíz me recuerdan a Andahuaylillas, las vistas y olores de las vacas me recuerdan a Urubamba, hasta los bosques de pinos se parecen a Qenqo. Me pongo a pensar en que sería tan fácil generar un recorrido como este Camino tomando el Qapaq Ñan en Perú, ¿acaso alguien ya lo está haciendo? Con todo lo maravilloso que fue el camino en la mañana, en la tarde después de almorzar fue atemorizante, no por el desafío físico sino por el psicológico: me pareció tan preocupante no haber llegado ni siquiera a la mitad del trayecto a pesar de haber pasado tantas horas. Fue todo más tranquilo cuando encontramos tres grupos con los que empezamos a intercambiar sobrepasos hacia las tres o cuatro de la tarde. En cierto momento, al atravesar el bosque que se parecía a Qenqo, apareció de pronto una vista hacia lo lejos donde, después de una quebrada, se veían las casas blancas y techos grises de Portomarín, nuestro destino para este primer día de caminar. Con la perspectiva de la llegada, ya fue muy sencillo completar el trayecto; el físico, después de todo, no fue mayor problema. 22.5 kilómetros en 7 horas, un ritmo seguramente mediocre pero al menos he vivido para contabilizarlo. Al final, por cierto, recogí la manzana y esta me salvó porque a las 12 del día me dio un hambre brutal que me quitó todas las fuerzas, hambre que solo con la manzana pude distraer hasta encontrar una posada llamada “Mirador da Brea”. Opinión políticamente incorrecta: no sé cómo diferenciar el Gallego del Portuñol.

 

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