Yo tenía unos 15 o 16 años, estaba en quinto de secundaria y por las tardes iba a tomar clases a una academia preuniversitaria que nos preparaba para ingresar a la Universidad San Antonio Abad del Cusco, la UNSAAC. Como el local principal de la plaza San Francisco simplemente había rebalsado, las clases nos las daban en unos salones del local de la Calle Q’era, al frente de ese restaurant de salteñas bolivianas, unas cuevas en las que dudo que alguna vez hubiera habido una inspección de Defensa Civil. Pero fue en esa academia que por primera vez entré en contacto con una serie de mundos que en mi anticuado colegio eran sencillamente extraños y hasta subversivos. Ahí leí por primera vez con atención adicta las ideas de los filósofos presocráticos y estudié primero de memoria y luego por placer el arché de cada uno de ellos. Ahí tuve un profesor al que le decían “Rafito”, popularísimo entre las chicas, que no solo nos enseñó, sino que escenificó la lucha de Héctor y Aquiles, blandiendo la espada imaginaria al mejor estilo de Obi Wan Kenobi. Ahí descubrí una cierta habilidad desconocida por el álgebra, la geometría y la matemática en general, quedándome desde esa época esa espina clavada que solo me sacaría metiéndome a estudiar economía tanto tiempo después. Mientras que en el colegio me decomisaban los libros que me llevaba para leer, fue en la academia que leí ansiosamente Redoble por Rancas, la Casa Verde, el Quijote, el Túnel y cuántos otros. Ni qué decir que ahí también salí por primera vez de esa atmósfera militarizada de un colegio de varones y conocí a mis primeras novias, tres de las cuales casi me avergüenzo de decir que en algún momento estuvieron sentadas en una misma clase. Entre tantas otras cosas quizás la más importante fue que por primera vez en mi vida vi una correlación entre el esfuerzo y los resultados, y lo vi deliberadamente graficado en esos rankings de notas semanales, propios de esas academias, quizás humillantes para los peores, ciertamente endiosantes para los mejores. Y fue en ese mundo que tuvimos un profesor de lenguaje que rondaba lo surreal –quizás solo comparable con el profesor de lenguaje del colegio, que en realidad dedicaba más su tiempo a ser cantante principal de un grupo de rock local llamado Latina Funky Rosa–. El profesor de la academia era un tipo alto y corpulento, de barba crecida y cabello largo, que venía a la clase con unas botas estruendosas y cubierto con un poncho de lana negro, una facha que me hacía pensar en una suerte de vaquero andino. Su nombre era John David y en su clase nos contaba no sé qué clase de cuentos requeridos por el currículo de la academia o que se le habían presentado en su vida alegre de la semana pasada, mientras se movía como sigilosamente por el hacinado salón, para luego irse en el intermedio de las seis de la tarde a tomarse unas cervezas al frente con los alumnos más inspirados. Fue él, de quien luego me enteré que era un conocido brichero cusqueño, un dibujante creador del personaje “Blac Poncho” y que hasta tenía un documental de Roberto de la Puente llamado “el Q’uchiwato Maldito”; fue él el que un día en la clase nos dijo: “¿Saben cuál es una buena forma de que aprendan más vocabulario? Prendan la tele uno de estos días y pongan el canal 4 –que es el canal en el que en Cusco se transmitía el canal del Estado–, y vean el programa de Marco Aurelio Denegri. Media hora escuchando al viejito y por lo menos una palabra nueva van a aprender”.