José Carlos Mariátegui

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Cualquier problema peruano puede resumirse en ese único predicamento: el problema del indio. Es ése el problema de la eterna invasión que antecede al crecimiento de una ciudad. Es ése el problema detrás de la intriga que se reproduce en la discusión de cualquier proyecto de inversión en las provincias del país. Y, más transversalmente, ése es el problema de la manera en que un peruano se ve en el sitio que ocupa en la geografía mundial. El peruano se pregunta sobre sí mismo, y ese su preguntar es el problema del indio. Mariátegui dedicó todo su capítulo sobre el problema del indio a demostrar que no se trataba de un problema de índole moral, educacional o religioso. Y centraba esta discusión en un aspecto más materialista y concreto, sacudido de atavismos abstractos o románticos, como era la perspectiva económica y social del problema del indio: el problema de la tierra. Y aunque no le faltaba razón, pienso que ese particular acento en su enfoque respondía a la concatenación de toda su línea de pensamientos. La conquista de la tierra, el más viejo de los factores era la meca de los logros que el socialismo podía aspirar. Tal vez respondía también al escaso desarrollo de la revalorización del indio en esos días. Pero pienso que hoy día es clarísimo que el problema ha dejado largamente de ser el de la tierra, de ser un problema económico. Hoy es un problema de identidad, un problema antropológico, social, psicológico. La inseguridad de los ciudadanos, las instituciones y el cuestionamiento que minuto a minuto sale a flote de nuestra manera “occidental” o “andina/autóctona” de responder a cualquier pregunta compleja o simple que se nos haga. La respuesta, más que en Cuba o en la Revolución de Octubre, está actualmente en el poder que amasan los Cuauhtémoc o Guzmanes de Culiacán que con su mexicanísimo poder económico orgullosos amenazan de muerte al yanqui racista y, aunque con mayores reservas, en la enferma búsqueda de hacer bien las cosas de los japoneses que siempre sabrán levantarse de cualquier desastre para ir al karaoke en la noche con los amigos del trabajo. A lo mejor la respuesta al problema se encuentre en esa suerte de comunitarismo indio, esa cercanía e informalismo para tratar la vida, la formación de instituciones más familiares y menos rígidas, que seguramente no deba dedicarse a la tecnología, sino a la bienvenida de turistas, a la gastronomía, a la ganadería o a la botánica. Tal vez ahí se encuentre nuestra mina de oro y no lo sepamos, tal como sucede con un niño prodigio que nunca tuvo la oportunidad de tocar el piano.

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