Solo estabas, sin atender al porvenir ni a tu agujeta suelta. Solo atendiendo a la gota de moco que estuvo por deslizarse, antes de ser arrastrada por la manga de tu cuello de tortuga. Era una calle de arena, hecha para los autos, pero tomada por la gente para caminar, sí, los autos les respetaban. Habías escogido esos zapatos negros escolares, no por lindura ni comodidad, simplemente porque desde él podías lanzar mejor al jugar las canicas. En ese tiempo no sentías frío y, eso sí, como hoy día, adorabas la lluvia y los resbalones, el barro que se formaba en esa precisa vía. Sabías también que había un hueco abierto por un maleante en esa reja. Uno que llevaba al Colegio Garcilazo, directamente al estadio y su gras verde, cuidado como ninguno en esa tu ciudad. Te arrastrabas por ese matorral, hasta sentir tu rostro picante con el roce de las hierbas. Y esperabas el timbre de salida del turno mañana.
Colegio Garcilazo
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