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Me iba a esperar Sophie a las 9 en punto. El transporte público se había retrasado, cosa acostumbrada para mí, pero extraña para ese país. Entre los restos de la gente de la reunión nocturna tuvimos que sentarnos a decidir. Decidimos poner a prueba la camioneta recién comprada y manejar las 3 o 5 horas hasta la ciudad, todo para no estropear mi record imbatible de puntualidad. Era un buen vehículo al fin y al cabo y sería, más bien, un placer manejarlo. Me tocó ir con uno de los viejos maestros: mucha conversación pero muchos consejos, mucha advertencia y mucha amabilidad. Llegamos a la variante y caímos en cuenta que no podíamos tomar el camino de venida, tendríamos que abrirnos paso por el camino de tierra. Cómo quejarse si se manejaba un motor alemán. Y así fuimos cruzando cerros hasta llegar a Ösnabruck. Ahí ya no pudimos avanzar más. El río se había desbordado y en el agua completamente roja como de baños termales rondaba una criatura, nos decían los que llegaron anteriormente. Los veía masticar algo apuradamente que no veía lo que era. Subí a la loma para ver la sombra moverse y con suerte alcanzar a divisar a la criatura cuando saliera a la superficie. Un joven ayudante colaboró lanzando una roca que lo atrajo rápidamente. Así apareció, era un cocodrilo. Un cocodrilo del que quedaba solamente su cabeza. Un cocodrilo hecho de algo como dulce o confitura, que los viajeros estaban comiendo poco a poco, porque así estaba dispuesto. Pero también estaba dispuesto que nadie que estuviera al día con los impuestos podía servirse de la parte del cocodrilo que constituía su rostro y de sus partes más feroces como sus fauces, sus colmillos. Era aterrador verlo. Y también aterrador saber que todos los sajones estaban al día con los impuestos. No llegaría a las 9 en punto.
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