Durante largo tiempo sentado al borde de un canal terminé de leer a Hemingway antes de atreverme a poner un pie en la Gare de Lyon al día siguiente. Estaba ahora paseando solitario en esta extraña ciudad, la única referencia, la Plaza San Marcos, diez horas para encontrarla me daban suficiente tiempo para caminar despacio, la ciudad lo ameritaba. Paré por unos momentos en el medio de un puente. Veía desde arriba pasar las góndolas de cincuenta euros no incluye canto a capella y cuando enfilaba la mirada hacia el final del canal sentí que alguien me tocaba el codo. Una anciana. Me miró alegre y maternal, y con su agarrotada mano apuntó hacia un edificio que se encontraba a lo lejos, en el lado izquierdo, antes de que el canal se perdiera de vista. Pronunció una palabra en italiano que al principio no comprendí. Ante mi desconcierto, ella hizo un gesto con sus dos brazos cruzados y repitió “prigione”. Y empecé a comprender. Su hijo, la ciudad, la condena, los barrotes. Le bastó una oración. Atiné solamente a un “che peccato” antes de que con una sonrisa se despidiera. Y seguí con la mirada su camino. La vi sentarse en la siguiente esquina a descansar. Entonces se me ocurrió una idea…
Prigione
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