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Estimados lectores, a continuación publico un fragmento del cuento que escribí y que fue premiado en un concurso reciente. Es excesivamente deudor de los cuentos de Borges, pero júzguenlo ustedes.
BERGEN
“Where the curtain of light becomes darkness
Sigfried waits a second opportunity to retaliate”
Kjimlson Däel. Valkyria, I, 234-235.
La ventana dejaba ingresar una tornasolada ráfaga de luz que iluminaba la habitación en penumbras, como un brazo de sol que se abre paso entre las húmedas paredes de una caverna cincelada por el viento y el sol de mediodía. Strindberg, Ibsen, Kierkgäard, entre otros, reposaban sobre el escritorio de Alejandro Alencastre, primogénito de la familia Alencastre Sarmiento, hijo don Manuel Alejandro Alencastre, juez de primera instancia de la comuna de San Francisco.
El joven Alencastre, a sus escasos 13 años, contaba en su inventario de lecturas con libros de asombroso calibre como El viaje imaginario de Sir Warthon Wallace, de Frederick Southampton, escritor proscrito durante la Inglaterra victoriana debido a sus deliberados excesos en materia de astronomía náutica. Southampton había anunciado la llegada de Hercólubus, el planeta rojo, el Ajenjo del Apocalipsis de San Juan, basado en cálculos de dudosa credibilidad para la época, lo cual le mereció la encarcelación y la vergüenza pública de la retractación. El joven Alencastre había llegado a él por medio de una cita de Magno Tracio en su tratado Supranaturalis, donde el cartógrafo escocés daba cuenta del viaje realizado por Sir Warthon Wallace — caballero de la orden de Majorbrigde y natural de Dundalk, Irlanda— en el año de 1425. El diario de viajes de Wallace indicaba que más allá del Círculo Polar Ártico existía un camino que conducía a las profundidades descritas por Dante casi dos siglos antes en su famosa Commedia. También hubo leído el magnífico relato de Roric —el vikingo que atravesó el Atlántico norte siguiendo la ruta inconclusa de sus antepasados, quienes daban cuenta de “unas tierras más allá de Kalaallit Nunaat”— en versión de Därsen Pollack, erudito filólogo de la Universidad de Bergen. Pollack se tomó la licencia de titular el diario del vikingo rojo como La Odisea Normanda.
Pero lo que más llamaba la atención era la fruición con la que el joven Alencastre se dedicaba a estos menesteres ajenos a los muchachos de su edad: provisto de libros sobre la historia de los pueblos normandos, las leyendas de las sagas islandesas y uno que otro dato obtenido en la biblioteca de la comuna de San Francisco, era usual verlo rodeado de notas, pisapapeles, mapas y cartas de condiscípulos que, como él, compartían la devoción por los relatos de viajes. Even Underlid Sandvik, asistente del profesor Pollack, mantenía una fluida correspondencia con Alencastre, toda vez que lo noticiaba de los últimos avances en la investigación del notable filólogo que recientemente se embarcó en la empresa de confirmar que los vikingos llegaron a Newfoundland en Norteamérica, 500 años antes de que Colón descubriera las Indias Occidentales.
En estos afanes, transcurría la adolescencia de Alencastre cuando, a fines del invierno de 1943, la guerra en Europa dio un giro radical a sus investigaciones. Todos los jóvenes en edad de portar un arma y servir a la nación fueron reclutados para combatir contra los nazis. Su padre le entregó el comunicado después de la navidad. Debía estar en Puerto Varas en dos semanas con más equipaje que su uniforme de soldado. Esto no cambió en absoluto sus objetivos, ya que con beneplácito recibió la orden de que, en cuanto llegase al puerto de El Havre en Francia, tenía que dirigirse de inmediato a Stavanger, punto de penetración aliada en el frente noruego. Alemania violó la neutralidad de Noruega y Dinamarca, y, luego del desembarco en Normandía, había que asegurar que los nazis se replegaran de los territorios ocupados.
Hacia julio de 1944 Alencastre ingresó con la tercera división aerotransportada al puerto de Stavanger, completamente devastado por los bombardeos aliados y la táctica de tierra arrasada que los nazis pusieran también en práctica cuando se retiraron de Rusia. La tenaz resistencia del ejército alemán retrasó en tres semanas su llegada a Bergen, punto clave en la liberación de Noruega, puesto que allí se encontraba el último reducto nazi a doblegar en aquellas gélidas tierras del norte de Europa. La correspondencia con Even se había interrumpido desde el inicio de la invasión alemana, debido a que toda comunicación fue intervenida a pesar de que las cartas entre estos apasionados por los vikingos no representaban amenaza alguna para el ejército del Tercer Reich. Igualmente, corrieron la misma suerte que todas las cartas interceptadas y, al comprobar que contenían papeluchos incomprensibles y datos sobre viajes, fueron echadas al fuego sin pensarlo dos veces (no faltó algún oficial alemán que viera en tales cartas un mensaje cifrado que revelara su posible ubicación a los aliados, lo que alarmó a los superiores quienes decidieron en el acto incinerar toda correspondencia sospechosa, cuando no, ubicar al remitente de la carta para someterlo a interrogatorio).
El desembarco de las fuerzas aliadas en Bergen era inminente. Durante los tres días de viaje a bordo del acorazado Plymouth, Alencastre planeó detalladamente las actividades que ocuparían su tiempo en la ciudad al término de los combates. Ubicar la casa de Even en primer lugar, después visitar al profesor Pollack, y, finalmente, consultar toda la documentación posible acerca de los viajes vikingos en la biblioteca principal de la Universidad de Bergen. Echado en su litera, imaginaba lo que sería estar presente en aquella ciudad de la cual había conocido tanto por medio de Even; es más, sentía como que ya la conociera y esta visita fuera tan solo un viaje de reconocimiento o una especie de premio a su dedicación. Cualquier cosa menos una invasión armada lejos de su país, de su pupitre, de sus libros… El ánimo de Alencastre se distinguía del resto de jóvenes soldados en que para él, el miedo no provenía de las balas del enemigo, sino de la posible inutilidad del viaje si es que moría antes de llegar a Bergen.
La madrugada del 23 de agosto de 1944 los aliados tomaron por asalto las costas de Bergen. El apoyo aéreo fue decisivo para preparar el terreno y poco pudieron hacer las baterías antiaéreas alemanas frente a los bombarderos aliados. La población también colaboró días antes señalizando lugares estratégicos para el aterrizaje de paracaidistas y despejando las zonas que serían blanco de los bombardeos. En cuestión de una semana, Bergen fue tomada y la liberación de Noruega siguió su curso regular. La división de Alencastre recibió órdenes de permanecer en el puerto contrariamente a lo planificado antes. Lástima, porque se quedaría con las ganas de conocer Oslo.
Durante la reconstrucción de la ciudad, Alencastre apoyó en todo momento a los lugareños con los cuales intercambiaba breves palabras en noruego aprendidas a la distancia por medio de los libros y notas que Even le escribía. Las correrías de la guerra no le habían permitido buscar la dirección de su amigo y del profesor, pero una vez terminada la toma del puerto, lo primero que hizo fue buscarlos a ambos. A pesar de la alegría que embargaba a los pobladores de Bergen, lo cierto era que no todo era como para sonreír. Muchos ciudadanos fueron torturados, desaparecidos o asesinados, acusados de complotadores o espías. Tales prácticas se acentuaron durante los días previos al ataque aliado; en consecuencia, casi todos los habitantes lamentaban la pérdida de al menos un familiar cercano, amigo o vecino. No fue difícil ubicar la vivienda de la familia Underlid Sandvik; Elrond Underlid era el mejor sastre de la ciudad y todos en Bergen habían acudido a sus servicios al menos una vez. La angustia aceleraba los latidos del joven Alencastre mientras, a paso lento como cuando se cruza un campo minado, se acercaba cautelosamente a la vivienda de los Underlid. Nadie respondió a sus llamados, ni siquiera cuando gritó “hola” en la lengua local. Abrió la falsa portezuela que cubría la puerta principal y giró la manilla ingresando luego de ver a través del vidrio que la casa estaba completamente deshabitada. Había señales de violencia como estantes venidos abajo, floreros rotos, muebles rasgados, mesas con las patas arriba… todo era un desastre y parecía que no hacía mucho de esta barbarie. La decoración era sobria, pero de buen gusto; daba la impresión de que la señora Underlid dejaba notar su presencia allí donde se le necesita a una mujer. “Como mi madre”, pensó el joven Alencastre. Vio un portarretrato familiar en el suelo y enseguida reconoció a Even, aunque nunca lo hubo visto antes. Tal como lo imaginaba, Even Underlid Sandvik era joven, alto y espigado; cabello rubio, ojos azules y nariz afilada, con un semblante de muchacho triste y a la vez juguetón. Lo peor era de esperarse. Abriéndose paso entre los muebles y mesas destrozadas, llegó a la escritorio donde supuso que Even realizaba sus investigaciones y, por qué no, redactaba las cartas que le llegaban tres o cuatro semanas después. Era el ambiente dedicado a la lectura; una amplia biblioteca, en ese instante salvajemente saqueada. De seguro que fue consultada para informar al joven Alencastre de los asuntos que eran de su interés. Tomó asiento en la silla del escritorio y comenzó a hojear los documentos desperdigados en toda la mesa. Debajo de aquella montaña de papeles encontró un mapa antiguo en cuya parte inferior se dejaba leer un código de biblioteca. Apartó los papeles e intentó imaginar a Even sentado allí por última vez.
La patrulla hizo su ingreso intempestivamente derribando la puerta principal en medio de gritos, súplicas y resistencia. El oficial a cargo preguntó por Even a lo que la familia entera respondió con un silencio cómplice. El primero en ser asesinado fue Hermann, el menor de los Underlid; luego su hermana y su madre. Even se encontraba en el sótano sin poder ver lo que sucedía, solamente podía oír los disparos y los gritos que cada vez eran menos audibles. Un cuarto disparo terminó con la vida de Elrond, y en ese instante, Even comprendió que salir para entregarse era demasiado tarde. Tuvo que soportar en la oscuridad el asesinato de su familia, el destrozo de sus pertenencias y los gritos que dibujaban una cercana imagen de lo que estaba aconteciendo allá arriba. Luego de que los nazis se marcharan, Even comprendió la dimensión de las pérdidas al contemplar a su familia rendida en la alfombra de la sala que minutos antes los congregara para cenar. El resto son suposiciones, conjeturas sin respaldo alguno más que la intuición y el buen sentido común. Sin pérdida de tiempo, Even se sentaría a escribir una última carta a sabiendas de que los alemanes la interceptarían. El contenido de dicha carta está aún en cuestión, tal vez contendría algún tipo de información sobre la ubicación del ejército aliado, la posible zona de desembarco o el número unidades aliadas disponibles alevosamente incrementado. Seguidamente, redactaría otra carta dirigida a Alencastre donde lo pondría al tanto de los últimos acontecimientos en Noruega y que, pese a todo, había que colocar a buen recaudo todo el material que tenían reunido. “El profesor Pollack fue interrogado y al no poder obtener nada de él también fue ejecutado”, alcanzó a escribir en las últimas líneas. “Por ello es importante que vayas a la biblioteca de la universidad y recojas toda la documentación posible antes de que los nazis la quemen. Imposible será tener contacto nuevamente. Ninguna muerte más justifica que conservemos inútilmente esta información. Tú eres el único capaz de valorar este esfuerzo. Saludos cordiales, Even”.
En cuanto terminó de leer la carta, salió de la casa rumbo a la universidad. Reunió toda la información que pudo y se aprestó a repasar, minuciosamente, cada una de las fuentes. La tristeza por la desaparición de Even dio paso a una súbita emoción por el hallazgo de las notas del profesor Pollack. Fueron días muy intensos los de la primera semana setiembre de 1944; Alencastre se las ingenió para darse el tiempo de revisar los apuntes del profesor con ayuda de algunos estudiantes que voluntariamente colaboraban con la reconstrucción de la universidad. Ninguno de ellos sabía del paradero de Even. “Dicen que era espía de los nazis y que huyó con ellos cuando llegaron los aliados”. Alencastre no dio crédito a estas versiones y se abocó a traducir los manuscritos de Pollack; tenía en sus manos aquello que ni en sueños hubiera podido imaginar.
Los pasajes nebulosos de esta historia se completaron en las siguientes décadas. La OSS norteamericana desclasificó los archivos de sus colaboradores europeos informando de los detalles de la operación “Nibelungo”. Muchos años después, en la memoria de Alejandro Alencastre, Even continuaría siendo el diligente estudiante noruego que encontró una muerte fatal producto de un malentendido. Ignoraría que Even se transfiguraba por las noches en “Sigfried”, el legendario héroe de la saga nibelunga que a la distancia informaba a los aliados acerca de las posiciones alemanas y a quien le debían el éxito de la campaña noruega. Para la mayoría de sus compatriotas, el nombre de Even Underlid era sinónimo de traición; tuvieron que pasar casi 50 años para que los noruegos comprendieran y aceptaran la realidad sobre su sacrificio. Conspiró en su contra la forma en que desapareció sin dar explicaciones; durante mucho tiempo, se extendió la versión de que Even —y no los nazis— fue quien ejecutó a su propia familia y que huyó hacia Alemania donde seguramente fue asesinado. Justo final para un traidor a la patria y a la familia. Nada más lejos de la verdad; Sigfried antepuso la libertad de Noruega a su bienestar y el de los suyos; de haberse entregado en aquella fatídica noche de agosto de 1944, habría muerto en vano. Gracias al joven Underlid los aliados anticiparon la invasión y Noruega quedó libre de los nazis. Su cuerpo nunca fue hallado, pero se presume que los servicios secretos norteamericanos e ingleses borraron toda posible evidencia sobre su paradero. Fue buscado donde no podría ser encontrado; esa fue la verdadera muerte de Even Underlid: transformarse irreversiblemente en Sigfried Köepke, un modesto agricultor de hortalizas en el norte de Irlanda.
A su retorno, Alejandro Alencastre recibió de manos del alcalde de San Francisco la medalla de honor en nombre de la comuna, y lo declaró hijo predilecto ante la emoción de sus padres y la efervescencia de los pobladores que nunca habían oído de un país llamado Noruega ni de los vikingos ni mucho menos entendían la importancia de la hazaña del joven Underlid. A la muerte de Alencastre, los documentos pasaron a formar parte del patrimonio bibliográfico de la universidad local, según lo indicado en su testamento. Las últimas noticias que tuve de Alencastre fueron tres meses después de nuestra entrevista; enfermo, agotado y ciego se dio tiempo de atenderme en su casa de la región de los lagos. Atento a cada detalle de su exposición, pude reconstruir su memoria y la de Even. Cuando concluí con mi parte del relato sobre su antiguo condiscípulo, agriamente me contestó, “ya lo sabía”.
A mí, Thomas Underlid Mehren, simplemente, me tocó la misión de contar, 63 años más tarde, la verdadera historia de mi abuelo Even Underlid.
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