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CANDELA QUEMA LUCEROS. TESTIMONIO, MEMORIA Y VIOLENCIA

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Arturo Caballero

Félix Huamán Cabrera (Pariamarca, Canta, 1943), al igual que muchos escritores en nuestro país, comparte la creación literaria con la docencia universitaria. Su labor novelística no es reciente. Así lo demuestran Por la nieve habían venido (1972), El pedregal de Yaname (1974), Agua encanta (1978), El toro que se perdió en la lluvia (1984), Candela quema luceros (1989), Noche de relámpagos (1994), Sierpe de acero y soles de oro (2000), En las espigas de junio (2001) y Ladraviento (2002). Su obra literaria es parte de un proceso de emergencia que desde el margen de la metrópoli limeña y provinciana revela un lamentable ninguneo hacia las publicaciones que no satisfacen a la crítica oficial, a las editoriales transnacionales, a los medios de comunicación y a los escritores consagrados, más aún si provienen, como acabo de señalar, de los márgenes del circuito oficial.

Candela quema luceros va por su cuarta edición (San Marcos, 2009) y según testimonio de su autor ha superado los 12.000 ejemplares. Marcel Velásquez, en su análisis sobre el centro y los márgenes en la narrativa peruana contemporánea, comenta que fue gracias a la investigación de Mark R. Cox sobre la novela peruana de la violencia política que esta novela capturó el interés de críticos en los Estados Unidos antes que en el Perú. Y así como ella, muchas otras novelas son verdaderos éxitos editoriales en sus regiones o en circuitos reducidos de la capital, pero invisibles para el gran público hasta que tengan la fortuna de ser descubiertas por la crítica especializada o los medios de comunicación hegemónicos.

Esta novela cuenta, a modo de un extenso monólogo en segunda persona, la historia de la masacre de la comunidad de Yawarhuaita cometida por la acción represiva de las fuerzas del orden. Cirilo, único sobreviviente y testigo de la devastación de su pueblo, se niega a aceptar la muerte de sus compoblanos, por lo cual se empeña en reanimarlos exigiendo a sus cuerpos yacentes que se levanten para retomar sus labores cotidianas. Este monólogo es alternado con la narración en tercera persona de sucesos previos y posteriores a la masacre y por el relato en primera persona del testimonio de Gelacho, un abigeo que profanó el altar de la niña Sarapalacha al interior de una cueva, a quien la comunidad de Yawarhuaita le rendía especial veneración. El resultado de esta ofensa según los comuneros será el advenimiento de tragedias para el pueblo, por lo que acuerdan castigar al culpable recurriendo en primera instancia a las autoridades de la localidad.

Ante la falta de interés del juez y la policía, la comunidad decidió hacer justicia por sus propias manos de acuerdo a sus tradiciones, para lo cual aprehendieron al culpable luego de que fuera liberado. Los principales de la comunidad se quejaron ante el juez por este hecho, pero solo provocaron su disgusto, pues la supuesta niña asesinada por Gelacho para las autoridades no era más que unos pedruscos mal apilados al interior de una cueva. Los principales fueron arrestados y después liberados a la fuerza por una indignada turba de comuneros. La respuesta fue una violenta incursión armada contra Yawarhuaita para «sofocar la desobediencia, y controlar la situación y hacer respetar las leyes». Al término de la refriega, Cirilo sale de su refugio y contempla la comunidad devastada: no quedó sobreviviente alguno. Una comisión investigadora lo encuentra en el preciso instante en que inútilmente conmina a los comuneros asesinados a que se reincorporen, por lo cual es tomado como un demente incapaz de informar sobre lo acontecido en el lugar.

El animismo y el pensamiento mítico están muy presentes en esta novela. La estrecha relación entre el hombre andino y la naturaleza es una constante desde las palabras iniciales dirigidas a José María Arguedas. Más adelante, Cirilo y el narrador en segunda persona que lo interpela evocan la veneración de los comuneros hacia los animales y la tierra, los cuales son dotados de humanidad, pues son susceptibles de padecer las desgracias que afectan a los hombres. De igual modo, las cualidades más despreciables se transfieren a las serpientes, los pumas y los cuervos para reforzar su semejanza con los autores de la masacre. De otro lado, las montañas y los cerros cumplen deseos pero a cambio exigen respeto, de lo contrario causan desastres. Asimismo, hay una explicación mítica sobre el origen de la violencia: la profanación del altar de la niña Sarapalacha por parte de Gelacho. La violenta represión armada contra el pueblo se explica como consecuencia de esa profanación. Esto evidencia que la cosmovisión andina racionaliza míticamente la realidad del momento de acuerdo a cómo se presenta, planteando una explicación-interpretación propia, alterna a la que se construye desde la ciudad letrada.

El valor de lo testimonial para la conservación de la memoria y la construcción de una verdad histórica es un aspecto muy importante en esta novela. Gelacho muerto explica cuál fue la verdad de los hechos que lo involucran como causante de las desgracias que sobrevinieron contra Yawarhuaita. Es un muerto que da testimonio, desea que le crean; por eso brinda detalles. Gelacho comparte con Cirilo su testimonio para que se conozca «su» verdad. Necesita de una voz intermediaria que acredite su discurso. Detrás de la imposibilidad de comunicarse, pues aquel está muerto y este vivo, y del empeño de Cirilo por reanimar a los muertos hay dos demandas que luchan conjuntamente por revelarse: la verdad y la memoria. Por ello es que para reanimarlos Cirilo les recuerda qué hacían, cómo eran cada uno, y lo grato de la vida comunal en el pasado. Los trata como si estuvieran vivos y les exige volver a trabajar. En su condición de sobreviviente, siente que le corresponde desenterrar los cadáveres de quienes no descansarán hasta que se escuchen o descubran sus testimonios con el fin que complementen las versiones predominantes en el presente, o las modifiquen radicalmente.

Cirilo es la voz de los muertos: habla y recuerda por ellos. En otros apartados lo hace el narrador en segunda persona que se dirige a él. Por otro lado, Cirilo y Gelacho mantienen un diálogo trunco en el que existe simultaneidad, pero no interacción. Cirilo no obtiene respuesta de los muertos y Gelacho tampoco logra ser escuchado por Cirilo. Pese a ello, se interrogan y reclaman mutuamente, se lamentan y arrepienten y no se dan por vencidos en sus propósitos: mantener vivo el recuerdo de los comuneros y revelar su propia versión de los hechos. Aquí es muy importante evaluar la actitud de Gelacho en su afán de trascender su verdad más allá de la muerte, lo cual junto al esfuerzo de Cirilo hacen de esta historia una metáfora de la lucha contra el olvido.

Lo anterior tiene relación con que las víctimas sean testimonio silencioso de un pasado violento. Aun muertos, revelan información que complementa la versión que de su historia trágica predomina en el presente. Quieren ser escuchados, que no se los olvide. Están muertos pero existen en tanto tienen mucho que decir. Lo único que los haría desaparecer es el olvido y con ello sus testimonios. El esfuerzo de Cirilo es el de mantenerlos vivos mediante la evocación de la memoria personal y colectiva: hablándoles sobre cómo eran cada uno de los muertos reconstruye la historia de la comunidad hasta las vísperas de la masacre. En buena cuenta, su memoria es lo que mantiene vivos a los comuneros masacrados.

Al igual que en Retablo hay un desencanto por lo que ofrece la ciudad: el progreso y el conocimiento no compensan la decadencia moral en la cual la urbe sumerge al migrante andino, a quien corrompe, o en el mejor de los casos, lo estabiliza económicamente pero a costa del desarraigo. Gelacho no solo se aculturó en la ciudad sino que sus defectos se acentuaron; prueba de ello es su degradación moral y la falta de respeto a las creencias de la comunidad que posteriormente desestima, ya que considera estar fuera del alcance del castigo de las divinidades porque ya conoció otras realidades donde ello no funciona así. Si bien su experiencia con la urbe fue marginal, pues solo llegó a los linderos, bastó ese leve contacto para «contagiarse» de su influjo.

Otro aspecto importante es la relación entre las instituciones y la comunidad. Gelacho fue forzado mediante tortura a confesar que mató a una «niña». De nada le sirvió explicar el mito, porque no le creyeron. Al tomarle declaración, solo quedó claro que confesó un crimen, cuyos detalles o aclaraciones sobre el mito de la Sarapalacha fueron irrelevantes para las autoridades hasta el momento en que verificaron que Gelacho no asesinó a una niña real sino que profanó la cueva de Quipani donde para los comuneros de Yawarhuaita habitaba una divinidad benefactora de la comunidad. Las autoridades menospreciaron el valor de ese lugar sagrado al no mostrarse dispuestos a comprender la importancia que tenía para los comuneros ni la gravedad del acto cometido por Gelacho. El agresor fue liberado luego que las autoridades desestimaran la acusación, ya que para el juez se trató de una burla. El desprecio por la causa de la comunidad manifestado por los representantes de las instituciones del Estado encargados de impartir justicia evidencia que la cultura hegemónica amparada en la institucionalidad solo hace extensivos sus alcances a los sujetos que comparten una idea excluyente de nación donde respeto mutuo de los valores culturales no tiene lugar sino la jerarquización de la diferencia cultural es desmedro de los más vulnerables.

Esta situación determinó que la ley de la comunidad entre en confrontación con la ley del Estado al igual que las instituciones comunales respecto a las judiciales y policiales. Para la comunidad de Yawarhuaita las instituciones del Estado perdieron legitimidad en el momento que restaron importancia a su demanda de justicia. Mientras el juez no vio en el acto de Gelacho una falta que ameritara su detención, los comuneros exigían un castigo ejemplar que al no poder obtenerlo dentro del sistema previsto por las instituciones del Estado, no les quedó más remedio que recurrir a sus propias instituciones comunales por una cuestión de representatividad real.

En este punto es muy nítida la impronta del caso Uchuraccay. La interpretación de la comisión que tuvo a su cargo la investigación de la masacre de los periodistas fue que se trató de un malentendido producto del atraso cultural en el que subsistían algunas comunidades de los andes respecto al resto de la nación. Se sostuvo que los periodistas fueron asesinados de acuerdo a un ritual ancestral destinado para combatir a seres demoníacos. El abandono en el que estas comunidades permanecieron, visible por el desconocimiento de las leyes e instituciones del Estado y, por el contrario, su fidelidad a prácticas ancestrales para la regulación de la vida social también se expusieron como explicaciones de la conducta violenta atribuida a los comuneros de Uchuraccay. Por esta razón es muy significativo que al final del relato una comisión se haga presente, interrogue a Cirilo y luego concluya que en Yawarhuaita no ha quedado nadie sino un demente incapaz de informar algo.

A pesar que el sujeto andino queda fijado dentro de un estereotipo muy trajinado en la narrativa indigenista —el colectivismo, el animismo y el aislamiento cultural— el mayor acierto de Candela quema luceros está en el valor que le otorga al testimonio, como una demanda que trasciende el silencio y que es consecuencia de la necesidad de las víctimas por compartir su verdad. También destaca por la reflexión que suscita acerca de la dificultad de construir una memoria colectiva dentro de una nación heterogénea, socioculturalmente jerarquizada y consecuentemente plena de tensiones entre el Estado y las identidades culturales, y entre las instituciones nacionales y las instituciones marginales no reconocidas por el establishment pero que son más significativas para sus miembros que las primeras. Y finalmente por constituirse en un relato que simboliza la lucha contra el olvido, el mayor asesino de la memoria.

Arequipa, 9 de marzo de 2012 Sigue leyendo

LOS ASESINOS DE LA MEMORIA

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En diciembre del año pasado, poco antes de regresar al Perú, visité el «D2», un centro clandestino de detención donde se torturaba y encerraba a sospechosos de terrorismo; en realidad, a cualquier ciudadano que tuviera la desdicha de ser secuestrado por agentes militares y policiales sin mediar explicación o derecho a ejercer la legítima defensa. Durante la década del 70 funcionó como Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio (CCDTE). Lo sorprendente es que este centro de detención haya operado sin mayores dificultades en el pasaje Santa Catalina, entre la Catedral y el Cabildo, y a 50 metros de la Plaza San Martín, es decir, en pleno corazón de la ciudad. Hoy es un Museo de Sitio y Archivo Provincial de la Memoria, uno de los lugares de la memoria más emblemáticos de Córdoba, cuyo gobierno provincial se encarga desde 2006 del mantenimiento de las instalaciones que albergan una muestra permanente de documentos, imágenes y ambientes que evocan el horror infligido a las víctimas sobre todo en la etapa más oscura de esta dependencia durante el gobierno de la Junta Militar en la Argentina (1976-1983). El análisis de los documentos de las fuerzas de seguridad indica que por aquí pasaron aproximadamente 20.000 personas entre 1971 y 1982.

El D2 ocupó un lugar especial dentro de la estructura de la Policía Provincial. Fue creado para combatir un tipo de delito difusamente tipificado como «subversión», ya que toda manifestación social, política o cultural interpretada como peligrosa por los agentes de seguridad del Estado podía ser calificada como subversiva a tal punto que varios libros de literatura infantil, entre ellos algunos de la escritora María Elena Walsh fueron censurados y sacados de circulación por considerar que inculcaban ideas radicales a los niños. Los militares se sentían en la obligación moral de preservar a la niñez de aquellos libros que —a su entender— ponían en cuestión valores sagrados como la familia, la religión o la patria. La Torre de Cubos, de la escritora cordobesa Laura Devetach, y un Elefante ocupa demasiado espacio, de Elsa Bornemann integran la extensa lista de libros infantiles censurados por la dictadura. Ni siquiera los adolescentes estuvieron libres del acoso de los agentes de seguridad destacados en el D2. En una de las salas del museo hay una muestra permanente con fotografías de los estudiantes desaparecidos de la Escuela Alejandro Carbó. Un episodio similar ocurrió en la ciudad de La Plata cuando un grupo de estudiantes secundarios que luchaban por la reincorporación del boleto escolar gratuito fueron brutalmente secuestrados y torturados durante meses en un centro clandestino de detención. La edad de estos jóvenes oscilaba entre los 14 y 18 años.

La persecución ideológica organizada desde el Estado tiene una larga tradición en la Argentina. A principios del siglo XX, la «Ley de residencia» fue aplicada contra inmigrantes anarquistas, socialistas y cualquier grupo político considerado peligroso. La policía fue la cara visible de la represión a huelgas dirigidas por movimientos obreros y estudiantiles; sin embargo, también existieron divisiones parapoliciales que actuaban en la clandestinidad y gozaban de impunidad y de la complacencia del poder político que eventualmente recurría a ellos para combatir la subversión de manera «más efectiva y silenciosa».

La Junta Militar utilizó los recursos del Estado para sostener su persecución ideológico-política a estudiantes, activistas sociales, sindicalistas, militantes de partidos de izquierda, miembros de grupos armados y a todo aquel sospechoso de participar en actividades subversivas. El secuestro, la tortura, el encierro, la desaparición y el asesinato fueron los principales métodos utilizados por los agentes asignados al D2, quienes en diferentes ocasiones actuaron conjuntamente con las Fuerzas Armadas y grupos paramilitares como el Comando Libertadores de América (CLA) y la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A).

En 1972 el Departamento de Informaciones de Córdoba recibió mayor presupuesto y personal con la finalidad de incrementar las tareas espionaje, organización de la información obtenida, detenciones, secuestros, interrogatorios y torturas de personas consideradas como una amenaza para el orden social. Los periodos de mayor represión y crímenes ocurrieron entre 1974 y 1979 cuando el D2 estuvo a cargo de ese departamento policial. Durante esos años, estuvieron al mando el Insp. Mayor Ernesto Julio Ledesma (1974-1975), el Crio. Insp. Pedro Raúl Telleldín (1975-1977) y el Crio. Juan Fernando Esteban (1977-1979). Los vínculos de la Policía Provincial con la política eran de tal dimensión que en febrero del 74 el Tte. Cnel. Domingo Navarro, jefe de la Policía de Córdoba, lideró un alzamiento conocido como el «Navarrazo» cuyo desenlace fue la destitución del gobernador electo y la intervención federal en el gobierno provincial.

En marzo de 2006, en el contexto de los 30 años del golpe de Estado que llevó a los militares al poder, los legisladores provinciales de Córdoba aprobaron unánimemente la ley 9286, conocida como «Ley de la Memoria», la cual dispone la implementación de la Comisión Provincial de la Memoria, la creación del Archivo Provincial de la Memoria y la ubicación de ambas instituciones en las antiguas instalaciones del Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba, más conocido como «D2». La cesión de este lugar a la Comisión Provincial de la Memoria fue un hecho histórico dentro del proceso de lucha de los organismos de Derechos Humanos por la construcción de Memoria, Verdad Histórica, Justicia y Reparación Social frente a las graves violaciones a los Derechos Humanos.

Un elemento que le brinda representatividad a la Comisión son las organizaciones de la sociedad civil y las instituciones estatales que la conforman como la filial de Abuelas de Plaza de Mayo, la Universidad Nacional de Córdoba, la Asociación de Ex Presos Políticos, H.I.J.O.S. y Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, además de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la provincia. De este modo, el Museo de Sitio, ex D2, se integra más eficientemente a la vida de la comunidad que lo rodea superando la idea tradicional que se tiene acerca de los lugares de la memoria como simples espacios monumentales, exhibición descarnada del horror o recuerdo sin reflexión.

Al respecto, la gestión Kirchner asumió una postura totalmente opuesta a la política del olvido de sus predecesores, derogando la ley de punto final promulgada durante el gobierno de Carlos Menem, a través de la cual se amnistió a los militares que unos años antes fueron sentenciados culpables por los crímenes cometidos durante la dictadura lo que permitió que se les juzgue en la Argentina y no en España como lo había solicitado el juez Baltazar Garzón por los delitos cometidos contra ciudadanos españoles. El gobierno de Néstor Kirchner derogó la amnistía, rechazó la extradición, pero reabrió los juicios que culminaron en la encarcelación de los artífices de la violencia de Estado. Asimismo, cada 24 de marzo desde 2006 se celebra en toda la nación el Día de la Memoria, como recuerdo de la fecha en que se produjo el golpe de Estado que inició la dictadura militar más sangrienta de la historia argentina. En Córdoba, todos los jueves, a lo largo del pasaje de Santa Catalina, se muestran las fotografías de los desaparecidos en el D2. Las imágenes van acompañadas de sus datos personales, la fecha de su desaparición y su profesión u oficio.

Un lugar de la memoria no se reduce a una edificación o monumento que periódicamente se convierta en un espacio de conmemoración o una mera exposición de testimonios e imágenes. La exhibición del horror en sí mismo no es suficiente para reflexionar acerca de lo que allí vivieron las víctimas. Los lugares de la memoria tienen una labor más activa: la capacidad de integrar las memorias personales dentro de un gran relato que trascienda la suma de las partes mediante el contraste de versiones particulares, de lo público y lo privado. Por ello la construcción de un gran relato sobre la memoria es una tarea que se realiza desde el presente y es el mejor antídoto contra el olvido y el mejor recurso para mantener a raya a los asesinos de la memoria. Sigue leyendo