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DECIR UMBRAL. LA ESCRITURA Y LA MEMORIA

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Publicado en Diario Viral, Arequipa 6 de marzo de 2021

Un joven estudiante de derecho radicado con su familia en Lima retorna a su ciudad natal luego de algunos años de ausencia. Esta breve aunque significativa estancia es el punto de partida de una vorágine de recuerdos que lo impulsan a escribir un cuaderno y a reflexionar sobre su inestable presente y un futuro aún más incierto. Las viejas y estrechas calles de pueblo tradicional, las antiguas viviendas, el recuerdo de su hermana menor, la reciente ruptura con su novia y el deterioro de las relaciones familiares componen los recuerdos del protagonista. Decir umbral (extravío) (Arequipa, El Lector, 2017), segunda novela de Roberto Zeballos Rebaza, plantea una estrecha relación entre la escritura y la memoria.

El trabajo de la memoria emprendido por el narrador personaje consiste en hurgar en la historia familiar reconstruyendo fragmentariamente su relato de vida sin la intención de descubrir algún momento fundamental en el que su vida se haya echado a perder. Por el contrario, se interroga sobre ciertos acontecimientos vitales que en conjunto determinaron su situación actual: apatía laboral, frustración amorosa y profesional, resentimientos familiares de diversa índole y una creciente tendencia a vivir en un pasado que se evoca con amarga resignación y una mínima nostalgia.

La novela posee un ritmo bastante pausado producto de una prosa, en varios pasajes, innecesariamente abundante y circular. El protagonista rememora las mismas descripciones minuciosas y extensas de lugares y personajes. En algunas partes, ofrece cuadros familiares y sociales de notable profundidad analítica cuya intensidad declina cuando se repiten o extienden. Es así que nos plantea más la descripción de un estado que el desarrollo de un argumento.

La perspectiva del narrador personaje es propicia para la introspección. Una de las virtudes de esta novela reside en el análisis de la subjetividad del yo narrador a partir de sus relaciones con otros sujetos. La mirada que el protagonista proyecta hacia los otros y su entorno le permite luego una autoevaluación crítica, para nada complaciente, pero sin propósitos de enmienda. Los espacios, objetos y personajes observados son motivos para comprenderse a sí mismo: “Me acucia a veces, un deseo de trasladar al presente sensaciones ya olvidadas del pasado, a fuerza de reconocer, con aquella nueva mirada, estos lugares de mi vida de antaño”.

Lima es el único referente espacial plenamente identificable. El pueblo, las calles, las viviendas y costumbres de la gente sugieren la Arequipa de mediados a fines de los noventa donde el paisaje rural ha cedido al avance de la ciudad, mientras que los comercios han tomado por asalto las viejas casonas del centro histórico el cual luce decadente y vetusto. El desarraigo físico y afectivo acompañan constantemente al protagonista. Los recuerdos adquieren un tono grave y opaco alternándose con breves episodios de alegría. Katia, hermana del protagonista, fallecida en circunstancias poco esclarecidas, es una presencia constante en sus recuerdos. La íntima relación afectiva con su hermana suscitan conjeturas varias sobre esta atracción fraternal: “lo nuestro Katia, era (aunque irreal) algo íntimo, solemne y de viejo señorío, donde no cabían el menosprecio ni las sonrisas condescendientes o la incomprensión”.

El umbral es para el protagonista una zona de indefinición inicialmente de tránsito, pero que luego se convierte en un lugar de residencia. La atmósfera narrativa es la de un espacio etéreo que la escritura de la memoria intenta esclarecer: “Se me ha ocurrido, sin embargo, pensar más detenidamente en todas estas cosas y, lo que es más dejarlas por escrito, a pesar de que cuando por algún motivo me han venido a la mente (…) he tratado, hasta ahora, de asfixiarlas con otros pensamiento”. La idea del umbral define con precisión el concepto argumental de esta novela: un personaje situado a medio camino entre la realidad cotidiana y la introspección, entre el presente y el pasado.

VIAJE AL FIN DEL MUNDO

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Charlie Caballero
ccaballerome@unsa.edu.pe

En la literatura peruana contemporánea, no es frecuente la publicación de diarios. La literatura autobiográfica está más circunscrita a memorias, novelas de autoficción y testimonios sobre el conflicto armado interno. La no ficción está dominada por ensayos, investigación, reportajes y crónicas.

Del viaje al fin de Europa (Arequipa, Surnumérica, 2019) es un diario que registra el viaje la autora emprendió en auto con su hija de casi dos años durante poco más de un mes desde Oslo hasta Cabo Norte, el punto más septentrional de Europa y del mundo, acompañando a su marido y a un nutrido grupo de ciclistas.

El lenguaje minimalista, claro y austero del diario es suficiente para describir los paisajes, hábitos de la gente y las vicisitudes de la propia autora. El diario de Susana Montesinos (Arequipa, 1976) ofrece sucintos cuadros de costumbres de la sociedad noruega, la cual no ha sido ajena a la inmigración: argentinos, brasileños, chilenos, españoles, iraquíes, colombianos y europeos confluyen en los remotos y agrestes parajes nórdicos, algunos como perpetuos errantes, otros como residentes. Esta ciudadanía heterogénea que no conoce fronteras es celebrada por la autora quien lleva viajando por el mundo sin sentirse extraña en lugar alguno.

El viaje confronta a la autora con sus propios temores y prejuicios. Por momentos, su espíritu aventurero se intimida ante la responsabilidad materna y los comentarios de otros viajeros. Sin embargo, se sobrepone y no abandona la travesía iniciada con su pequeña hija como ejemplo de una lección de vida. Finalmente, la necesidad de vivir explorando fue superior a las dificultades. En este sentido, un viaje es lo más semejante a la vida.

Observadora, atenta, minuciosa, reflexiva, Susana Montesinos interpela las fronteras imaginarias e invisibles que nos separan y a menudo nos detienen, como también examina su condición de peruana y latina en una Europa cada vez más cosmopolita, incluso en sus confines más recónditos.

LOS JUEGOS VERDADEROS. LA REVOLUCIÓN DEL LENGUAJE

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Charlie Caballero
ccaballerome@unsa.edu.pe

Desde su publicación hasta el presente, Los juegos verdaderos (La Habana, Casa de las Américas, 1968) ha sido una novela esquiva para la crítica literaria nacional. Abundan semblanzas, anécdotas, notas y breves reseñas a partir de la reciente reedición (Arequipa, Surnumérica, 2017), pero toda la producción escrita en torno a la única novela publicada por Edmundo de los Ríos insiste en el autor y evade la novela, excepto por anotaciones superficiales y lugares comunes sobre su peculiar estructura y las ideas revolucionarias que motivan al narrador personaje. Las reseñas periodísticas en los principales medios de Lima y provincias han sido las que menos han contribuido a la comprensión o valoración de esta novela, porque anteponen la prisa por comentar una publicación, la sensiblería y el elogio mancomunado al desarrollo de una apreciación crítica.

 La tesis de Marcos Vilca Aproximaciones a la génesis y la estructura de la novela Los juegos verdaderos de Edmundo de los Ríos (Arequipa, UNSA, 1997) es el único trabajo académico de largo alcance elaborado en el Perú. Se trata de un minucioso análisis narratológico que da luces sobre el espacio, el tiempo, los personajes y los usos retóricos del lenguaje. Si este trabajo se publicara, adecuando su escritura para un lector general, constituiría una importante introducción a la novela de Edmundo de los Ríos. El coloquio 50 años de Los juegos verdaderos de Edmundo De los Ríos” (2018) también congregó importantes trabajos académicos de crítica literaria elaborados por estudiantes de la Escuela de Literatura y Lingüística de la UNSA.

Respecto al tema de la revolución, la mayoría de los comentarios, notas y reseñas subrayan la impronta de los movimientos revolucionarios de izquierda en los años sesenta como punto de partida para comprender la novela, pero ignoran el protagonismo del lenguaje, la subjetividad del personaje y su correlación con el desencanto ante la utopía revolucionaria. Desde esta perspectiva, Los juegos verdaderos desarrolla una poética del cuerpo fragmentado (textual, ideológico y físico), según la cual la fragmentación de la estructura narrativa y del lenguaje anticipa la fragmentación de la ideología política y, seguidamente, la fragmentación del cuerpo que la enuncia.

Lo revolucionario en esta novela no radica en la evocación de una época convulsa en América Latina ni en la resonancia de los ideales de la Revolución Cubana en la juventud latinoamericana sino en el uso del lenguaje como instrumento para deconstruir una utopía revolucionaria que se ofrece como único camino para alcanzar la liberación. Esta utopía, tal como se representa en la novela, no admite fisuras ni disensos, es totalitaria en el sentido de su homogeneidad. La novela nos narra la consecuencia inevitable de un discurso totalitario en los sujetos que la enunciaron con devoción y sin espíritu crítico: la fragmentación de la utopía revolucionaria y su impacto en la fragmentación física y psíquica del narrador personaje, quien no tiene un nombre propio. Esta carencia sugiere un vacío de identidad ocupado por la utopía revolucionaria.

También se ha obviado el análisis de los personajes femeninos. Diana y la Mica representan dos discursos opuestos sobre la mujer, enunciados desde la masculinidad. Diana es angelical, divina, distante y pura; la Mica es animalesca, pecadora y mundana. Ambas son objeto de deseo, pero no sujetos de deseo. Diana es idealizada por el narrador personaje, puesta al margen de toda circunstancia adversa. Pensar en Diana implica abstraerse de una realidad nefasta, aunque siempre será solo una promesa. La Mica es el retorno a lo sórdido de la realidad, la evocación de los instintos más básicos y de que nunca es más humano que cuando se rinde ante el deseo realizado con la Mica. Una lectura política de esta dualidad nos lleva reflexionar sobre cuál de las dos representaciones es la más revolucionaria: la búsqueda de un ideal que nunca llega o el encuentro con la realidad que siempre se tiene al alcance. La primera conduce a una eterna lucha por un ideal que nunca se materializa. El narrador personaje se solaza en el recuerdo de Diana, pero en realidad sufre el desgaste de no alcanzarla a plenitud. La segunda conduce a un placer desenfrenado, sin remordimiento ni sufrimiento. La Mica es suya cuando y como quiere.

Si lo revolucionario corresponde al ideal proyectado por Diana, el destino del sujeto revolucionario está condenado a la fatalidad; si corresponde a la Mica, el sujeto revolucionario tendría que abandonar el sacrificio, la renuncia, el sufrimiento e incorporar el placer y todo aquello que lo hace humano para tener alguna oportunidad de realizar su revolución. Así, la Mica representa el discurso ignorado por la utopía revolucionaria que demandó de los sujetos de la revolución una fidelidad absoluta por la consecución de la misma, la cual se sostenía en el deseo, es decir, en la promesa de su realización. Diana es el discurso del sujeto revolucionario que lo sacrifica todo por el ideal; la Mica es el discurso del sujeto revolucionario que se entrega a lo que realmente quiere.

Los juegos verdaderos requiere una urgente y atenta lectura que trascienda al autor y avance sobre la discusión de la novela, por ejemplo, una edición crítica. Las ediciones de Los locos caballos colorados y El mutilado ecuestre deben ir precedidas por un estudio previo. Este es el mayor homenaje que podemos dispensar a Edmundo de los Ríos.

EL VIAJE DE MANUEL

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Charlie Caballero
Universidad Nacional de San Agustín
ccaballerome@unsa.edu.pe

La reciente novela de Jorge Monteza (Arequipa, 1977), El viaje de las nubes (Planeta, 2018), narra la historia de Manuel Igunza durante su recorrido a través de la escuela,  la pandilla, el Ejército, la cárcel y Sendero Luminoso. En la línea de El nido de la tempestad (Tribal, 2012), que descentró la novela de la violencia política de los escenarios bélicos tradicionales, El viaje de las nubes se ambienta en los primeros años de los ochenta en Arequipa, ciudad que no había sido representada en la narrativa del conflicto armado interno, debido a que el canon de esta literatura siguió criterios referencialistas: escenarios de la guerra interna (Lima, Ayacucho, la selva), victimarios, subversivos y víctimas. La primera novela de Monteza continúa repensando los lugares de la violencia. Al respecto, la travesía de protagonista nos remite enseguida a Memorias de un soldado desconocido (2012) de Lurgio Gavilán.

Un aspecto importante en esta novela es la hipótesis sobre la concepción y la génesis de la violencia. Por un lado, la violencia es historizada, es decir, es resultado de un proceso en el cual las experiencias modelan al sujeto de la violencia; por otro, la violencia se puede rastrear hasta un momento fundacional que constituye un punto de inflexión irreversible. En ambos casos, el móvil de la violencia, tal como lo plantea la historia, es el resentimiento. Personajes como Manuel y Josué deciden en función de la intensidad de su resentimiento contra quienes consideran sus opresores. En Manuel, este afecto no consolida un sujeto violento demencial, a lo sumo construye un discurso; Josué sí lleva el resentimiento hacia una práctica discursiva violenta.

La razón senderista también responde a convicciones. El viejo Jeremías racionaliza las causas de la guerra interna, analiza los excesos, matiza las oposiciones hasta concluir una salida consensuada. La suya no es la línea más extendida en los senderistas; no obstante, resentimiento y convicción ideológica coexisten en el discurso de Sendero Luminoso representado en la novela, aunque trasciende más la figura del senderista resentido que adhiere a la subversión por razones más emotivas que ideológicas, por ejemplo, para ajustar cuentas con quienes lo afrentaron.

Las instituciones sociales que atraviesa Manuel tienen en común su condición represora. Cada una aporta a su aprendizaje vital. Pero la parte de Sendero Luminoso cede a favor de Josué (camarada Ignacio) expuesto en sus violentos excesos. Aquí Manuel adopta un rol observador, a diferencia de las otras etapas donde poseía mayor agencia. Su disidencia la guarda para su fuero interno. Narrar su profunda conmoción a partir de acciones propias habría delineado un aprendizaje mayor siendo que fue el último tramo de su recorrido, y por extensión, a un personaje más complejo.

En cada etapa, Manuel es acompañado por guías ejemplares y otros represores. El padre José estimuló su interés por la lectura; otro sacerdote, el padre Jiménez, le mostró que incluso en tiempos de guerra habría que enterrar dignamente a los muertos (lo que sugiere una sutil alusión a Antígona); el viejo Jeremías lo salvó de una ejecución segura y lo instruyó en la complejidad de la guerra; Marcial, en el hogar, y Camargo, en el Ejército, modelaron su resentimiento. A final de cuentas, los “maestros” represores fueron más decisivos en su formación.

La descripción de las barriadas de Arequipa y el habitus de sus pobladores cuenta entre lo más logrado de la novela. Si se trasciende una definición reducida de violencia política, tendremos que el pandillaje, la violencia intrafamiliar, el racismo y la pobreza también adquieren una dimensión política, por cuanto sus protagonistas son agentes o víctimas del abuso de poder. El comandante Camargo es el ejemplo más evidente: su blanqueamiento social supuso el cambio de apellido y la carrera militar. Así fue como atenuó el impacto del racismo y se empoderó exitosamente.

La pasión por la lectura no fue un antídoto contra el resentimiento. Manuel depara a la lectura una función evasiva y utilitaria. Lee para procurarse una realidad más satisfactoria y para “ser alguien en la vida” como ansía su madre. Su amor por la lectura es percibido como un valioso instrumento de movilidad social a través de los estudios superiores. Manuel lee para liberarse, pero no va más allá, por ejemplo, la lectura no lo transforma ideológicamente ni lo impulsa a realizar acciones.  

El viaje de las nubes plantea que la violencia y el poder son prácticas discursivas que no están concentradas sino más bien dispersas en variados espacios sociales y aplicadas en dosis regulares y continuas lo cual las normaliza. Asimismo, discute la concepción tradicional de violencia política únicamente como confrontación bélica entre Fuerzas de Seguridad y grupos subversivos, y renueva los lugares de la violencia. Justamente, si se advierte que otras modalidades de violencia microlocalizadas en la familia y la escuela las revelan como instituciones represoras la lucha contra el abuso de poder debe iniciarse en el espacio privado. Así, el viaje de Manuel nos induce a pensar que lo personal es lo político.

INOCENCIA INTERRUMPIDA

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Publicado en Correo, 5 de enero de 2015

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Nena (Travesía, 2013), primer libro publicado por Álex Rivera de los Ríos (Arequipa, 1987), reúne un conjunto de cuentos donde el fracaso y el pesimismo organizan la mayoría de los relatos. En «El plan maestro» una niña se venga de los maltratos de su hermano mayor ofreciéndole una tuna rellena de orugas; «La captura» narra la fallida detención de un prontuariado asesino serial; en «El puente y la ardilla», un adolescente seductor y decidido se las arregla para dejar en ridículo a su ex novia en el marco de una fiesta juvenil; la inevitable impronta materna convierte a Nena, personaje del cuento que da título al libro, en una extensión de la fatalidad que arrastró a su madre. 

La mayor fortaleza de los relatos de Nena radica en el empleo de una prosa muy cuidada, lo cual se observa en la variada adjetivación que acompaña las descripciones de personajes y lugares, que por efecto de acumulación logran perfilar una escena bastante visual. Sin embargo, en algunos pasajes, las expresiones y frases de ciertos personajes no se adecúan a su caracterización. Asimismo, la abundancia de detalles, digresiones o reflexiones accesorias que no suman a la trama de los cuentos restan fluidez a la narración tornándola por momentos innecesariamente ornamental. 

No obstante, Nena es el promisorio debut de un narrador que otorga suma importancia al lenguaje y no solo al tema narrado, condición que muchos narradores jóvenes tardan en cultivar. 

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LA RAZÓN AUTORITARIA

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Arequipa viene siendo narrada con más frecuencia según lo mostrado por novelas como Espejos de humo (Cascahuesos, 2010), de Goyo Torres, El nido de la tempestad (Tribal, 2012), de Yuri Vásquez, Babilonia en América (Tribal, 2012), de Aldo Díaz Tejada, y Nada que declarar (Tribal, 2013), de Teresa Ruiz Rosas, entre otras. El viaje de María Hortensia (Altazor, 2014), de Porfirio Mamani Macedo (Arequipa, 1963), se inscribe en esta tendencia reciente que elige Arequipa como escenario contemporáneo, cosmopolita e histórico, en algunos casos, o como sucede con esta novela, un espacio donde tiene lugar una trama policial con ingredientes del realismo mágico. 

El autor acierta en la elección del pueblo como locus narrativo, desplazando el interés precedente de otros escritores locales por narrar la metrópoli hacia una Arequipa que no es la urbana ni la de las gestas heroicas de la ciudad caudillo; tampoco la ciudad post crecimiento económico ni la urbe de las élites que añoran sus años de esplendor. Es más bien la Arequipa de pueblos que rodean la ciudad, por lo cual pareciera que vivieran otro espacio y tiempo propicios para acontecimientos insólitos. 

El argumento combina el relato policial con la narración de sucesos cercanos al realismo mágico: María Hortensia regresa a Arequipa luego de veinte años, concretamente, a un pueblo distante de la ciudad donde vivió de muy niña, con el propósito de descubrir al asesino de su padre. Durante esa búsqueda, se encuentra con personajes insondables como un hombre a caballo que la interroga ni bien llega al pueblo, quien después desaparece sin mayor explicación; un anciano con el don de ver el pasado, quien no le ofrece revelaciones claves; y un capitán autoritario convertido repentinamente en general. La narración alternada permite apreciar distintos momentos en la vida de la protagonista: el presente de María Hortensia empeñada en descubrir al asesino de su padre; sus padecimientos durante la infancia sin padre ni madre y a merced de una mujer que la detestaba; breves instantáneas de su paso por Lima y las vicisitudes experimentadas hasta antes de su regreso a Arequipa. 

La trama policial sumada a las ingentes dosis de misterio aproximan esta novela al thriller. El empleo de distractores para dilatar el suspenso, por ejemplo, tendiendo señuelos al lector para inducirlo a conclusiones apresuradas sobre la posible culpabilidad de un personaje refuerza esta cualidad. Sin embargo, aunque apenas iniciada se vislumbra efectivamente una novela policial, en varios pasajes se suspende las premisas básicas de este género, como la indagación racional, la observación o la intuición del personaje que decide investigar la resolución de un hecho ocurrido en circunstancias no esclarecidas, sobre el que existen diferentes versiones y que sucedió muchos años atrás. María Hortensia no es precisamente una investigadora aguda ni exhibe grandes cualidades analíticas; tampoco posee elaboradas hipótesis o conclusiones acerca del asesinato de su padre. Desde el inicio, y en reiteradas ocasiones, manifiesta el simple deseo de saber quién o quiénes mataron a su padre, pero no revela qué desea hacer con ellos al saberlo. Las acciones que emprende con ese objetivo no dan los resultados esperados, pero tampoco es que haya hecho mucho, más allá de trasladarse a su pueblo natal y realizar algunas preguntas muy generales. Su búsqueda personal es infructuosa, nada relevante halla porque sus indagaciones son erráticas, a tal punto que lo que llega a saber no es resultado de sus propias averiguaciones. Por ello es que María Hortensia es un personaje que no logra la performance que le compete dentro del relato policial estándar. 

Asimismo, tres elementos perjudican el desarrollo del argumento. Primero, la participación de personajes que desaparecen sin más, pero cuya presencia había cautivado la atención desde el inicio y que se anticipaban como piezas claves en el descubrimiento de la verdad. Segundo, la inclusión de secuencias narrativas como la irrupción del excéntrico capitán Carvajal, la cual si bien imprime matices del realismo mágico, en ciertos instantes incurre en una descripción disforzada. En este sentido, no se aprovecharon en toda su dimensión las expectativas sembradas por personajes como el misterioso hombre a caballo, doña Gertrúdez —la cual parecía iba a cobrar un protagonismo fundamental a medida que avanzaba el relato— o el mismo general Carvajal. 

Las referencias espacio-temporales sugieren que la novela se ambienta hacia las tres últimas décadas del siglo XX. La representación del militar como un sujeto permeable al autoritarismo y absolutamente convencido de su función salvadora en la sociedad incluso en un contexto carente de una amenaza flagrante es un rezago de la tradición autoritaria en el Perú. El general Carvajal es un amante desaforado así como un individuo paranoico y autoritario, es decir, congrega los excesos que supuestamente una figura de autoridad debiera mantener bajo control en la esfera pública. De otro lado, la resistencia del pueblo no es contundente, no pasa de leves contravenciones a sus mandatos. Pese a ello, Carvajal es fundamental en el desenlace. 

Si bien El viaje de María Hortensia no es una lograda novela policial, lo más sugerente de su discurso está en el modo cómo representa la lectura del pasado y el juego de relaciones de poder. Por un lado, a pesar que María Hortensia posee motivos más que justificados para emprender una venganza implacable por los maltratos recibidos cuando niña y por la muerte de su padre, no es la venganza el móvil de su regreso sino tan solo saber quién o quiénes mataron a su padre. O sea que lo que estimula su búsqueda es el «saber», pero no se atribuye el «comprender» ni el «juzgar», operaciones que aparentemente la desbordan. Por el contrario, es Carvajal quien se arroga la facultad de juzgar drásticamente, sin mayor análisis ni dilación, a quienes considera responsables de un crimen. La novela sugiere a través de María Hortensia que juzgar es una acción que comporta una gran responsabilidad incluso para aquellos que supuestamente tienen suficientes razones para aplicarla hasta las últimas consecuencias; por consiguiente, la manera más honesta de examinar el pasado consiste en abstenerse de juzgar y en lugar de ello sería mejor saber para después comprender y en una instancia posterior, recién juzgar. 

Por otro lado, en la novela de Porfirio Mamani asistimos a una confrontación de poderes fácticos: la fuerza armada y la oligarquía terrateniente. Los antiguos propietarios que retornaron al pueblo para recuperar sus bienes se encuentran con un panorama totalmente distinto al que dejaron veinte años atrás. Ya no es el contexto en el que la oligarquía tuvo en los militares un aliado incondicional sino a un adversario dispuesto a disputarle espacios de poder. Si vemos en el velascato un régimen que terminó con el Estado oligárquico y que «a trancas y barrancas» emprendió una reforma de la sociedad peruana, adjudicándose para sí el deber de conducir la justicia social, la muerte del padre de Hortensia y el desencanto de esos «extranjeros» ante la imposibilidad de recuperar sus bienes expropiados por el general Carvajal, sugiere una lectura literaria de los trabajos de la memoria y la razón autoritaria en el Perú. 

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FICCIONES FUNDACIONALES

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Belisario Llosa y Rivero
El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa

Mario Rommel Arce Espinoza
Arequipa, 2014
Cascahuesos

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El siglo XIX fue crucial en la formación de la idea de nación en América Latina. El romanticismo latinoamericano en sus vertientes histórica, social y política tuvo en la novela a un género que contribuyó sustancialmente al diseño de estas ideas. Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento; Amalia (1855), de José Mármol; María (1867), de Jorge Isaacs; Clemencia (1869), de Ignacio Manuel Altamirano; Martín Rivas (1892), de Alberto Blest Gana; El matadero (1871), de Esteban Echevarría, entre otras, son algunas de las novelas más emblemáticas de este periodo.

Asimismo, el siglo XIX fue escenario de la confrontación entre las ideas políticas que regirían los destinos de las nacientes repúblicas latinoamericanas en el siglo posterior: liberalismo, conservadurismo, socialismo, anarquismo, indigenismo y nacionalismo fueron el marco ideológico de encendidos debates protagonizados por un creciente sector de ciudadanos ávidos de participar en la opinión pública, esa esfera deliberativa que congregaba a todo aquel que formando parte de la ciudad letrada sentía la necesidad de asociarse libremente con sus pares ideológicos en torno a partidos políticos y círculos literarios principalmente. La intelligentsia más notable de las metrópolis latinoamericanas, desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, fue configurando entre mediados del XIX e inicios del XX una sociedad de opinantes, entre académicos y autodidactos, con gravitante influencia en las masas letradas.

En estas coordenadas se sitúa parte de la genealogía literaria trazada por Mario Rommel Arce (Arequipa, 1971) en su libro Belisario Llosa y Rivero. El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa (Cascahuesos, Arequipa, 2014). El texto tiene dos partes: en la primera, el autor se remonta a los primeros ancestros de Mario Vargas Llosa, quienes procedentes de España se instalaron en Arequipa promediando el siglo XVIII. Rommel Arce anota que distinguidos miembros de la familia Llosa, a lo largo de sucesivas generaciones, ocuparon cargos importantes en la función pública, y en otros casos, se dedicaron a las letras. Justamente, Belisario Llosa —bisabuelo de Mario Vargas Llosa y autor de la novela Sor María— es el motivo central de su investigación. Seguidamente, expone una breve sumilla de la trayectoria de Mario Vargas Llosa. La segunda parte reúne tres textos de Belisario Llosa: un discurso pronunciado en 1881 en la Universidad Nacional de San Agustín con ocasión del inicio del año académico; la novela corta Sor María (1886), premiada en el concurso internacional del Ateneo de Lima; y un ensayo titulado «El genio y el gusto» (1886), leído en una velada literaria realizada en el Ateneo de Lima.

Sor María narra la desventura amorosa de dos jóvenes, Carlos Mare y María Laran. La historia transcurre en París, Lima y Arequipa. Se trata de una novela corta que contiene los motivos centrales de la novela romántica: la mujer virtuosa, ángel del hogar, que deviene monja piadosa luego de una decepción amorosa; el hidalgo caballero que acude al rescate de damas desprotegidas; la separación de los amantes producto de circunstancias fuera de su control; el exilio voluntario del o de la amante que se considera abandonado; el reencuentro en otra ciudad lejana luego de muchos años y peripecias; la fatalidad, ya sea la ruina moral o económica que agobia a los amantes, como digno de un degradación progresiva; el desenlace fatal que los reúne; y el enfoque de un narrador testigo que confiesa haber recibido el relato de primera mano. Es llamativo que los mejores momentos de la pareja hayan tenido lugar en París durante su niñez y albores de juventud y que a medida que maduraban acaecían mayores desgracias, las cuales no cesan sino se incrementan luego del reencuentro; como también es singular que estas circunstancias acontezcan en los márgenes de Europa, es decir, en Lima y Arequipa, en momentos que las nacientes repúblicas latinoamericanas libraban guerras internas por el poder. Y si bien el tópico dominante es el idilio propio de la novela romántica francesa, a diferencia de María, de Jorge Isaacs, la naturaleza americana no adquiere un protagonismo central en el relato de Belisario Llosa; y en contraste con Amalia, de José Mármol, no son las ideas políticas el contexto que rodea a los amantes.

Los capítulos correspondientes a los ancestros de Mario Vargas Llosa —y propiamente a Belisario Llosa— suscitan reflexiones que trascienden el valor histórico de la genealogía de los Llosa. Pues el mayor aporte que encuentro en el libro de Rommel Arce no está en tal genealogía sino en la relación entre literatura y política. Indagar en tales relaciones yendo más allá de la trayectoria de una familia distinguida con la finalidad de examinar cómo se fueron configurando las ideas políticas y las discusiones literarias en la Arequipa del siglo XIX y qué tanto subsisten hoy algunas «ficciones fundacionales» —empleando el término de Doris Summer— sobre la identidad arequipeña y su peculiar idea de nación, es un desafío mayor que no debemos soslayar. No obstante, es significativo el aporte de Rommel Arce en lo concerniente a la publicación de los tres textos de Belisario Llosa que de otra forma no estarían al alcance del público masivo.

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DISCURSOS TUTELARES

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La mayoría de los relatos que integran Mi familia y otras miserias (Tribal, 2013) giran en torno a circunstancias decisivas en la elección por la escritura. Hay un relato vital exterior: la construcción del escritor en función del reconocimiento otorgado por figuras de autoridad —la mayoría escritores— paralelo a la narración ficcional del proceso que condujo al protagonista de la ficción hacia la escritura literaria. 

Sin embargo, el relato más revelador no se halla en alguno de los cuentos que conforman el libro sino en el discurso exterior que construye la imagen del escritor sobre la base del reconocimiento otorgado por otros escritores, el cual complementa la historia de cómo y por qué es posible convertirse en escritor. 

La apelación a figuras de autoridad es una estrategia acorde a la lógica cultural del capitalismo tardío que tiene en la industria cultural un motor y motivo para legitimar ideas dominantes sobre las artes y las letras, donde por ejemplo resulta más determinante el aura del escritor que la discusión de su discurso literario. El problema de la invocación a una  autoridad es que es el aura lo que finalmente se impone; la transferencia de esa aura a través de una apreciación favorable, es delegación, consentimiento, admisión, pero deja intacta la interpelación a las implicancias más nefastas del discurso literario, asunto desplazado por la figura autoral que brinda su respaldo. Asimismo, la figura de autoridad es una imagen tutelar, garante y cobijadora. Es así que el protagonismo del aura, la celebración o denostación del autor como fuente exclusiva del sentido del texto, (teleología autoral), deviene olvido del discurso que emana de su escritura.

Una crítica aureática solo puede ser cómplice del establishment, porque abandona al lector ante el asedio de las ideologías dominantes toda vez que no interpela el discurso que supuestamente debiera criticar. Esta es una de las debilidades más persistentes en la crítica literaria  manifiesta en las redes sociales y la prensa en Arequipa, sobre todo en la proveniente de escritores que comentan obras de otros escritores, aunque también en aquellos que provienen de los estudios literarios. En este sentido, no son pocos los escritores persuadidos por la falacia biográfico-referencial, por ejemplo cuando se identifica al personaje de un cuento con una persona real. Igualmente perjudicial es la crítica parafrásica, es decir, aquella que no trasciende los sentidos que el texto expone sino que los reorganiza y expone al lector acompañada de adjetivaciones vacías de contenido: “gran autor”, “la mejor obra… el peor libro”, “soberbio lenguaje”, “estilo logrado”, etc. Sea porque el autor seduce, sea porque no se arriesga a examinar el texto, ambas modalidades de crítica confinan al lector a un lugar muy seguro, al terreno de la obviedad. Y la crítica no puede ser más un espacio garante de certezas.

La recepción del último libro de cuentos de Orlando Mazeyra Guillén es un ejemplo de lo antedicho. Que buena parte de las apreciaciones sobre Mi familia y otras miserias sean aureáticas y parafrásicas no es casual. Es un reflejo especular de una sociedad en una época que ve en las artes y letras una plataforma ideal para leerse a sí misma —si no es para admirarse de sus propios avances— para ratificar lo que considera haber logrado con éxito en la economía y gastronomía.  De modo que la entusiasta celebración aureática de y sobre los escritores que adquieren y transfieren un aura tiene correlato en una crítica claudicante y circular. Aura y paráfrasis son ambas las dos caras de una misma moneda.

El relato interno, transversal a casi todos los cuentos, es el devenir del sujeto escritor producto de circunstancias aciagas donde el padre es el monstruo mitológico que motiva al protagonista a elegir la escritura como territorio para resistirlo y combatirlo. No obstante, el discurso predominante en los cuentos no es el del poder transgresor de la escritura, pues no desestabiliza al sujeto represor sino que, paradójicamente, lo empodera mediante la exposición redundante de escenas represivas, donde la agencia es potestad paterna. Se trata de una forma peculiar de veneración fundamentada en la reactualización de la escena represiva, en la redramatización de los roles jerárquicos y en la inmovilidad contemplativa del ejercicio del poder. El regodeo sobresaturado y circular en la exposición del poder paterno dificulta el cuestionamiento de ese mismo poder. No solo la sumisión o el acatamiento dócil son señales de veneración, también lo es la actitud contestataria basada  en la re-visión de las escenas represivas, de la performance del poder en su máximo esplendor.

El poder subversivo de la escritura, condensado en la máquina de escribir como símbolo, solo alcanza una representación rudimentaria: no es la escritura sino la máquina de escribir en tanto solamente máquina, instrumento, objeto, herramienta, la que es usada para confrontar al padre, es decir, la máquina de escribir es un arma tan reducida en sus posibilidades de subversión que otros objetos podrían reemplazarla y lograr el mismo propósito —incomodar el poder paterno— pero no por lo que simboliza o por el discurso que produce, donde radica su mayor capacidad transgresora. Tal es así que el poder paterno permanece incólume, el padre ignora de dónde provino la agresión (es otro mucho más subalterno que el hijo, un ladrón, el que acarrea la responsabilidad del ataque) y el protagonista disfruta de lo que interpreta como una victoria: haber provocado la furia paterna.

Sin embargo, tal como es representado en varios pasajes, el poder paterno no requiere de una provocación para desencadenar violencia, le basta apelar a su propia condición para ejercerla soberanamente. Incluso la provocación es un aliciente, una oportunidad para refrendar su situación de poder. Este tipo de confrontación rudimentaria termina por empoderar a quien se pretende debilitar. En consecuencia, aunque la escritura es una presencia permanente en los relatos que ofrece evadir una realidad adversa, la evade más no la discute.

Otro aspecto que merece detenida atención es la representación de la clase media arequipeña. Este es el asunto primordial, aun más que la impronta paterna, pese a que esta presencia es constante. Tal como es representado, el discurso de Mi familia y otras miserias hurga en las miserias históricas de la clase media: el culto a sus represores, la nostalgia por la identidad perdida o estropeada y los ritos de iniciación de los que no puede despercudirse como la universidad, el título profesional, el empleo, el desenfreno adolescente, la abnegación materna, enmarcadas todas ellas en una idea de tutelaje que no incomoda sino que brinda confort: el tutelaje de la palabra autorizada.

Se trata de una clase media, o más bien de una generación particular y contextualmente situada, que lamenta no haber llegado durante el esplendor de una sociedad sobre la cual dispone de testimonios y concepciones heredadas que no cuestiona; una clase media convencida de que tiene una misión redentora, si no es restauradora. Así, los límites de la identidad cultural son los límites de las comunidades imaginadas desde la clase media arequipeña donde nuevamente un lugar común no problematizado es la dicotomía limeño/arequipeño. Una clase media local que carece de referentes actuales que exhibir como ejemplos de virtud, y a la cual solo le resta echar mano de sus monstruos mitológicos, recurso que en los cincuentas y sesentas en América Latina tuvo como correlato la disidencia política, los cambios sociales, el mayo francés, el feminismo, la revolución sexual, la guerra fría y que actualmente a nivel local canta y llora sus miserias en un registro a veces exultante de protagonismo y otras sensiblero y melodramático. El melodrama de la joven clase media arequipeña, sus excesos, descensos y crisis.

Un logro parcial es narrar esta situación; la tarea pendiente es sabotear ese modelo de sociedad. 

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Sombras en el agua
Jorge Monteza
Cascahuesos,
Arequipa, 2011

Jorge Monteza publicó Sombras en el agua (Cascahuesos, 2011), libro que reúne diez relatos, algunos de los cuales han sido premiados a nivel local y nacional. Mi impresión general es que en los cuentos de este libro prevalece el “decir” sobre el “narrar”. Cuentos como “Illa”, “El hombre de oscuro sueño”, “El sueño” o “El parque de Joel” no seducen por la historia narrada, sino por el lenguaje y la estructura. Precisamente, las historias de Sombras en el agua se diluyen en el lenguaje y en la técnica narrativa, paradójicamente, debido a un eficiente manejo del autor sobre estos recursos. No obstante, cuando el lenguaje y la técnica desbordan la historia, el lector tiene la sensación de que la narración está ausente, que frente a él transcurren escenas inmóviles o de que el tiempo narrativo, el conflicto y o el desenlace pasan inadvertidos. Sin embargo, sería muy mezquino señalar que se trata de puro artificio.

El cuento, en comparación con la poesía y la novela, es un género que ha experimentado cambios menos drásticos. A pesar de las innovaciones, el componente fundamental del cuento es la concreción de la historia, lo cual facilita al lector identificarla sin mayor dificultad. Sombras en el agua nos muestra relatos con historias que son ampliamente “dichas”, enunciadas, manifestadas, puestas en escena, pero escasamente desarrolladas, contadas, narradas. No es la acción o el desenlace del conflicto los aspectos más relevantes de los cuentos allí reunidos, sino el despliegue de un lenguaje que en varios pasajes opaca la historia. No se entienda por ello un lenguaje preciosista, retocado o evasivo por la carga metafórica, más bien es un lenguaje como herramienta para la representación de una poética personal.

Ahora, más que señalar esto como una deficiencia me interesa comprenderlo como síntoma de una poética del cuento por la cual apuesta Jorge Monteza. La influencia de Julio Cortázar —(“El sueño” es un guiño a “Continuidad de los parques”)— explica en parte lo mencionado anteriormente. Del autor de Rayuela, se reconoce la introspección analítica en los personajes por parte de ellos mismos o de un eventual narrador omnisciente; la elección de personajes envueltos no en tragedias colectivas sino en dramas muy íntimos; y los finales suspendidos o abiertos a la reflexión de los personajes; pero sobre todo un lenguaje propio de un narrador con ganas de trascender la historia narrada.

El cuento que ejemplifica el determinismo del lenguaje sobre la realidad es “Muchacha de espejos rotos”. Si los nombres no son solo sonidos vacíos sino portadores de un sentido fundamental no debería extrañar que el objeto o el sujeto nombrado adquieran las cualidades del concepto que lo nombra. “Es que todos los nombres tienen su porqué. El agua se llama agua porque es transparente y suelta (…) la piedra, porque es pesada, y tan dura como esa «dra» (…) Rocío es gordita y bonita, la alegría brilla en sus ojos (…) Leticia es la más aseada y ordenada, sus trenzas, bien sujetadas, y sus cintas, bien blancas (…)”. El lenguaje como modelador de la realidad y de la subjetividad a manera de una cárcel, como lo sostuviera Frederic Jameson, es una de las representaciones más sugerentes que reconozco en este cuento así como en “El Sol”: “Pasó toda la noche sentado a su escritorio carraspeando frases que tachaba y volvía a escribir con el fervor de quien cree que las palabras pueden salvar o condenar”.

Parte de esta poética del cuento se relaciona con el lenguaje y la técnica narrativa, pero también con los símbolos a partir de los cuales se tejen algunos de los cuentos. Los motivos más recurrentes son el sueño, la sombra, la oscuridad y la luz. En “Illa”, la historia transcurre en un escenario nocturno y lunar. Un niño cuenta las impresiones que le suscitan el paisaje nocturno y las visiones espectrales que le sugieren las sombras lunares. Las sombras lo intimidan, lo seducen y lo animan a meditar sobre la naturaleza de estas y de su relación con las personas: “Yo sé que las sombras están al lado de uno, pero éstas, a la luz de la luna no tienen por qué estar así, pues son fantasmas (…) Si uno se queda mirándolas, el mundo desaparece en una oscuridad total y no hay cómo saber si se está penando en el limbo o si se está en la tierra como demente o demonio”. En este cuento, como en “Nos iremos” y “El Sol”, la oscuridad es un lugar seguro para los personajes, es el lugar donde se resguarda la subjetividad y el más apropiado para la introspección.

Al respecto, lo más destacado de Sombras en el agua es la representación de la subjetividad de los personajes, cualidad reforzada por la adecuada elección del narrador omnisciente en la mayoría de los relatos. En “Illa” el niño que contempla la luna y las sombras expone su intimidad, sus temores, nostalgias, e insatisfacciones; recuerda, presencia y anticipa. Algo similar ocurre en “El hombre de oscuro sueño”: el trajín laboral del día a día impide al protagonista recordar sus sueños. El deseo de detenerse a recordar lo soñado la noche anterior se opone a la tendencia mayoritaria de quienes están apresurados por llegar a tiempo a sus trabajos. Pausa vs. movimiento, reflexión vs. pragmatismo. Detenerse equivale a escapar de lo que la mayoría hace: vivir en un continuo presente sin mayor cuestionamiento y avasallar a quienes de salgan del curso general: “Quiso detenerse un momento para tomar fuerzas, pero estorba al copioso fluir de los pasos y algunos descuidadamente lo topaban (…) Nadie se detenía, nadie siquiera lo miraba. Inexplicablemente, ahora, sin que él intentara ya recordar, aparecieron imágenes del sueño”.

Jorge Monteza se muestra como un narrador seguro de una idea sobre el cuento. Es un debut auspicioso en un medio local como el de Arequipa donde la tentación de escribir confesionalmente sobre sexo, licor, drogas, rock and roll o decepciones amorosas es moneda corriente en la narrativa joven y mucho más en la poesía local reciente. Finalmente, lo que más llamó mi atención fue la manera como el lenguaje puede no sólo ser vehículo de una historia sino también representación de una poética paralela a los objetivos de la narración, o sea, alterna o distante del propósito de contar algo. Esta es la mejor lección que Cortázar y Rulfo le han legado al autor de Sombras en el agua, cuyos relatos dicen más de la idea de cuento a la que apunta Jorge Monteza que de temas o historias cautivantes por lo narrado. Sigue leyendo

El “boom” de las editoriales independientes en Arequipa

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En los últimos 10 años, se viene apreciando un fenómeno editorial en Arequipa que décadas atrás resultaba inusual. Se trata de una inquietud por la creación literaria y por la puesta en circulación de dicha creación mediante revistas y libros. Si bien era frecuente que las revistas tuvieran una frecuencia inconstante y que no pasarán de ser fugaces intentos de juntar los intereses afines de un grupo de amigos, sin ninguna pretensión empresarial, hoy nos damos cuenta de que se vienen consolidando espacios de publicación alternativos a los circuitos oficiales.

En Lima, editoriales como Matalamanga, Estruendomudo, Mesa Redonda, Bizarro Editores, Hipocampo, entre otras, han cobrado una gran notoriedad debido a que realizan un trabajo destacado en sus ediciones publicando a jóvenes escritores así como a algunos ya consagrados como Oswaldo Reynoso, Fernando Ampuero o al mismo Bryce Echenique. La antología sobre relatos acerca del conflicto armado interno Toda la sangre, elaborada por el crítico literario Gustavo Faverón y editada por Matalamanga, se ha convertido en un texto referencial sobre el tema que trata. De otra parte, Estruendomudo ha puesto en circulación sus ediciones dentro y fuera del país. Esta labor, en palabras de su creador, Álvaro Lasso, ha sido una constante lucha contra la adversidad, puesto que no es nada fácil subsistir como una editorial independiente en un contexto en el que la lectura no es una prioridad del ciudadano promedio en el Perú y con la competencia de transnacionales como Crisol, Alfaguara, Planeta y demás que poseen una infraestructura y redes de distribución que difícilmente se pueden igualar desde el circuito independiente.

En Arequipa, ha ocurrido un fenómeno similar. Las revistas literarias han dado paso a los libros editados por colectivos literarios que han diseñado una propuesta conceptual que concilia el arte de la edición con contenidos de riguroso acabado. Nos referimos al Grupo Editorial Dragostea y a Cascahuesos Editores, quienes, a pesar de no ser los únicos, destacan notablemente porque en cada publicación ratifican sus propuestas y trascienden lo meramente episódico con la finalidad de dar continuidad a su proyecto. Anteriormente, Grita Editores también realizó publicaciones importantes de poetas y narradores jóvenes de la localidad.

Estos proyectos editoriales se ven potenciados por instituciones culturales que los convocan para que presenten sus productos y, de esta manera, de a conocer sus propuestas. Y es que estas no solo destacan por la formalización de la editorial, sino por la preocupación estética y el concepto detrás de cada publicación. Por lo que hemos apreciado, cada edición tiene un sello que la distingue, es decir, es el autor quien quiere transmitir algo más allá del texto e incidir en la concepción del libro-objeto en el que se fusiona texto, imagen y movimiento. La presentación del primer “libro” de Kreit Vargas, Elephant Gun, en la Alianza Francesa de Arequipa, fue un ejemplo de ello. Poesía, crítica literaria y performance todos juntos en escena.

Otro factor que contribuyó al desarrollo de las editoriales independientes en Arequipa ha sido la continuidad de las últimas ferias del libro, sobre todo la I Feria Internacional del Libro que congregó a una gran cantidad de visitantes, lo cual redundó en un rotundo éxito de ventas. La continuidad de esta feria en Arequipa parece asegurada como resultado de un esfuerzo conjunto entre entidades públicas como privadas, que, progresivamente están dejando de ver el arte como una actividad excéntrica, poco o nada rentable, o propia de personas volubles e irresponsables. También, se nota que del lado de los integrantes de futuros proyectos editoriales, existe el convencimiento de que si no hay un objetivo empresarial, la pervivencia de la revista o de la editorial corre el riesgo de convertirse en un fuego fatuo.

Paralelamente, el “boom” del crecimiento económico en Arequipa permite que cada vez más consumidores puedan destinar una mayor parte de sus ingresos al consumo de bienes culturales. Es muy posible que dentro de algunos meses la librería Crisol aperture una sucursal en la Ciudad Blanca, lo cual animará mucho más el circuito de consumo de libros. A ello, debería seguir una mayor oferta de espectáculos culturales, no solo con motivo del aniversario de la ciudad, sino como una presencia constante que motive a la población a ver en la cultura una industria que genera ingresos. Que Arequipa se convierta en la Capital de las Artes y Letras Peruanas consolidaría el actual proceso de crecimiento haciéndolo extensivo a otras actividades económicas como el turismo y aunándose a la ya consagrada gastronomía arequipeña.

Por todo lo mencionado, creemos que se ha avanzado mucho en la difusión de la producción literaria local, pero aún falta mucho por hacer. Falta que los lectores se animen a consumir este tipo de literatura que es de difícil acceso, puesto que sus tirajes son cortos en comparación a las grandes editoriales. Sin embargo, nos permiten tener contacto con aquello que se produce en nuestro entorno inmediato y obtener una valoración que tiene el privilegio de la actualidad constante.
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