Sobre la importancia de las humanidades y las ciencias sociales en la enseñanza secundaria

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En el contexto en que laboramos como profesores de secundaria, es decir, en el medio preuniversitario, es evidente que la importancia que las instituciones educativas le conceden a los cursos de “ciencias” como matemática, física, química y biología es abrumadora respecto a la que se brinda a los cursos llamados de “letras” como historia, psicología, filosofía, lenguaje y literatura: medallas en certámenes nacionales e internacionales son el galardón que exhiben los colegios que acumulan prestigio por medio de la imagen mediática de sus “niños genios”.

Esta situación refuerza el prejuicio que muchos padres, alumnos e incluso, profesores y directivos de colegios tienen respecto a los cursos de humanidades, al punto que la mayoría los considera “cursos de relleno”, o desde la perspectiva de los alumnos, una valla que hay que superar para aprobar una nota. La idea que subyace a este prejuicio es que se tiene la percepción de que las ciencias formales y/o naturales son superiores a las humanidades porque aquellas son “más difíciles” y que los cursos de letras bastaría con leerlos para aprobarlos. Otro punto que refuerza este prejuicio radica en el prestigio social del que gozan varias profesiones vinculadas con las ciencias exactas como las ingenierías o medicina. Si a esto agregamos los concursos de matemáticas promovidos por diversas instituciones educativas, veremos que el panorama no es muy alentador para los cursos de humanidades. ¿Es que acaso se promueven con la misma intensidad concursos de redacción o ensayo a nivel escolar? Definitivamente, no.

“¿Para qué llevamos ética, profesor, para qué nos sirve?” fue el comentario espontáneo de un alumno momentos previos de ingresar a su salón en la hora de Ética. Cuando le dije a un colega de aritmética que yo acababa de terminar una maestría en Literatura, algo sorprendido me preguntó: “¿y eso para qué sirve?”. El pragmatismo con el cual la educación escolar actual enfoca la enseñanza, reduciéndola a cinco años dedicados exclusivamente a una preparación para afrontar un examen de admisión de tres horas es un objetivo, a mi parecer, mezquino. Si el alumno universitario, matices más, matices menos, carece ya de un interés por la investigación, en el colegio el diagnóstico es mucho más grave. La conciencia crítica y la reflexión sobre cuestiones prácticas no tienen lugar en la educación secundaria actual, simplemente, porque quienes debieran fomentarla han convertido la enseñanza de las humanidades en una mera reproducción irreflexiva de información que muchas veces, carece de sentido para los estudiantes. Información que transita del libro de autor o de la Internet al compendio —a veces sin citar la fuente— de este a la pizarra, luego al cuaderno —al cual se valora en tanto reproduzca una pizarra de manera impecable— y del cuaderno al examen. El resultado es que, finalmente, dentro de este círculo vicioso, el profesor se evalúa a sí mismo mas no al alumno. Así ¿cómo esperamos que el alumno le conceda importancia a los cursos de letras si no representan para él ningún desafío más que el mecanicismo de la repetición?

Y no es que las ciencias formales o naturales sean superiores a las humanidades o viceversa, sino que a estas no se les da la altura que merecen. Si durante la Colonia el acceso al conocimiento estaba limitado por cuestiones de raza, herencia o título nobiliario, en la actualidad, la educación en nuestro país ha reencauchado este sistema: hemos reemplazado el título nobiliario por el título profesional; hay muchos titulados pero pocos profesionales. Educación y cultura fueron consideradas subversivas, por ello las élites dominantes capturaron las instituciones que formaban a los sujetos que el sistema necesitaba para mantener el statu quo: el colegio y la universidad.

Situaciones como esta solo pueden ser cuestionadas desde las humanidades y las ciencias sociales. Cuando las ciencias naturales dominaron casi el total del saber humano a finales del siglo XIX, el positivismo irradió su influencia a las ciencias sociales, las cuales en el afán de formalizarse, imitaron la metodología de las ciencias naturales para abordar sus propios objetos de estudio. La consecuencia fue que se pretendió estudiar la mente humana con los mismos métodos de estudio utilizados para comprender los fenómenos físicos. Ya el psicoanálisis de Freud demostró que la mente humana no es armónica sino que está en constante tensión. Los sólidos paradigmas científicos fueron subvertidos por los discursos provenientes de las ciencias sociales. Algo similar ocurrió en la Literatura: la historiografía y el biografismo fueron reemplazados por la crítica textual bajo el lema estructuralista de “el autor ha muerto”. La Lingüística de Saussure y las funciones del lenguaje según Roman Jakobson, a la luz de las investigaciones en lingüística contemporánea, mantienen la vigencia de una introducción, pero nada más. Traslademos todos estos cambios a una experiencia práctica: si nuestros alumnos no son capaces de dialogar con la información que reciben, mañana o más tarde, serán incapaces de cuestionar un estado de cosas imperante allí donde se necesite un debate de ideas. Edward Said mencionaba que en ninguna época como la nuestra ha habido tantas cosas para criticar y, paradójicamente, tan poco interés por la reflexión, y esto lo verificamos día a día en nuestra labor docente. “Hazte el muertito para que no te pase nada”, podría ser el lema de un estudiante universitario que desde el colegio tuvo como divisa evadir la investigación o la responsabilidad de organizar un debate en su salón. “Para qué nos hacemos problemas, cumplamos el programa y vámonos a casa” podría ser su lema si llega a convertirse en profesor.

¿Qué podemos hacer los profesores de humanidades para revertir esta situación? Nuestra labor debe concentrarse en la investigación constante y en el desarrollo de estrategias para motivar el interés por la discusión entre nuestro alumnado; y para ello, debemos dar el ejemplo promoviendo actividades académicas donde nosotros mismos seamos los protagonistas del debate. ¿Cómo esperamos que el alumno reflexione si su profesor viene repitiendo la misma clase todos los años? El obstáculo para esto son las recargadas actividades que el maestro realiza fuera del aula, sean laborales, burocráticas o extraacadémicas. Las reuniones de coordinación son necesarias pero serán fructíferas en la medida que lo administrativo-burocrático no interfiera con lo académico. Si un profesor de literatura tiene que decidir entre escuchar una soporífera conferencia o intercambiar opiniones acerca de la última novela de Alonso Cueto en una charla de café, tengamos por seguro que aquella amena e informal conversación será más instructiva. Contamos con profesores de especialidad y educadores que muy bien podrían aportar su experiencia y conocimientos para enriquecernos mutuamente. Un espacio para la discusión es lo que necesitamos para fortalecer nuestro espíritu crítico. Una revista de investigación donde los profesores publiquen sus artículos no vendría nada mal. Y si los espacios no existen es entonces nuestro deber crearlos y qué mejor oportunidad ahora que estamos todos reunidos.

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