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La decisión del escritor

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Ser escritor en el Perú, para quien se inicia en esta aventura, es una decisión que enfrenta muchas dificultades: la económica, publicar para un escritor que se inicia en este oficio significa, en primer lugar, autofinanciarse; si logra publicar, aparece un segundo desafío, que consiste en difundir el libro, es decir, su distribución, y en tanto no tenga el respaldo de una editorial que asegure la colocación del libro, éste se pierde en el anonimato o circula entre amigos o allegados del autor, porque la publicación no termina con el libro impreso: el círculo se cierra cuando el lector toma contacto con el libro, cuando lo conoce, al menos de oídas, o a través de notas en diarios o suplementos culturales.

Si el gran público no lo conoce, simplemente el libro (y el autor) no existen. En este momento, surge otra dificultad: ¿en qué medios puede circular la obra? ¿Dónde podría ser reseñada? ¿Qué escritor reconocido tendrá la disposición y el tiempo para leer la obra? A estas inquietudes se agrega la recepción de la crítica. Y no me refiero exclusivamente a la crítica especializada, que condena o consagra a un escritor, sino también a la feroz crítica de quienes desean publicar un libro, porque creen contar con el talento para hacerlo, pero que no pueden concretar dicho proyecto por diversas circunstancias; o de los individuos vinculados al mundillo cultural local, aquellos que siempre frecuentan las galerías de moda, presentaciones de libros, recitales, ferias y demás eventos, quienes, posiblemente, no han publicado libro alguno, pero cuando aparece alguna nueva publicación local, no escatiman esfuerzos en señalar los desaciertos de la obra o la osada precocidad del autor por publicar.

Creo no equivocarme en afirmar que los críticos más duros son los que conforman el entorno de un escritor, sobre todo cuando este se inicia. La crítica académica rara vez coloca su mirada sobre aquello que se produce en los márgenes de su área de influencia. Muchos críticos prefieren comentar a autores consagrados o a los nuevos escritores prefabricados por colecciones editoriales. Si en algún momento, la crítica especializada presta atención a una publicación marginal, sea para reconocerla o denostarla, ello no debiera desanimar al joven escritor, más bien debería incentivarlo, pues se trata de una señal de su existencia literaria más allá de los linderos amicales, estudiantiles o familiares.

El respaldo de un prólogo hecho por un escritor de reconocida trayectoria o de alguna personalidad importante de las letras en su comunidad puede ayudar a quien se inicia en la aventura de escribir. Una vez que el autor ya se ha abierto un espacio, puede aspirar a quedar en la memoria colectiva de su comunidad literaria, hecho que se verá favorecido por las circunstancias del momento, ya sea por tratar un tema controvertido (la homosexualidad en la farándula), de actualidad política (el fujimontesinismo, el terrorismo), o la autoayuda y los libros de fortalecimiento espiritual (Deepak Chopra, Cuauhtemoc Sánchez, etc.), y tantos otros temas que por su necesidad práctica y fácil digestión, aseguran al autor y antes que nada a la editorial, un éxito de ventas.

Las revistas literarias cumplen una importante labor al difundir lo que se escribe en los círculos literarios universitarios. Las hay de todo tipo, pero también afrontan su propia problemática: su continuidad depende de lo económico, sus aspiraciones se ven limitadas además por la permanencia de sus integrantes fundadores, otras veces no pasan de ser una inquietud pasajera. De todas formas, la importancia de una revista literaria radica en su propuesta colectiva y en la apertura de espacios para aquellos que desean ver sus poemas o cuentos publicados.

Pero escribir y publicar son decisiones totalmente distintas. La publicación no asegura el “ser leído”, y si el escritor “no es leído” su reconocimiento como tal por el lector es imposible. El compromiso del escritor profesional es, en primer lugar, con su obra, es decir, intentar asegurar su continuidad, su permanencia en la memoria de los lectores.

Es dentro de este panorama que Henry Rivas presenta su primer libro. a mayoría de los relatos de Amor suspendido entre la nostalgia y el olvido transitan entre el mundo nostálgico de los últimos años de la adolescencia, donde los dilemas y cuestionamientos, ajenos y propios, se hacen más intensos, y el paso hacia la primera juventud, plena de anécdotas propias de un estudiante universitario que recién se acomoda a esa nueva etapa de su vida.

En el primer relato “Kathie”, un muchacho recuerda religiosamente todos los viernes diecisiete de cada año el encuentro que tuvo en un bar con una joven que “llegó con un atardecer delicioso (porque ella lo hacía delicioso), con el aire más juvenil y coqueto del mundo”. No podía faltar el humor y la ironía. “La ciudad de la furia”, cuento en el que parafraseando la canción del grupo argentino Soda Stereo, se nos relata la aventura de Sergio, un supuesto hermano de Gustavo Cerati que es llevado en un aventón por las carreteras peruanas en el camión de Ryan, quien poco a poco descubre la demencia detrás de las palabras y acciones de Sergio. Los amores y desamores que rememoran la adolescencia, son vivenciados por Paul en el cuento que da título al libro “Amor suspendido entre la nostalgia y el olvido” y “Hablando solo”. A este personaje lo marca la desazón, la pérdida, la ausencia y a la vez la presencia fugaz amor, que si bien no está encarnado en la mujer ideal, es precisamente ese antimodelo lo que cautiva a Paul: Claudia, Rosalie, no son arquetipos de la mujer hacendosa y sumisa, ese es su principal atractivo. “En las puertas del infierno” explora los límites del chantaje emocional, la amistad, la infidelidad, y el arrepentimiento. Narrado en primera persona, se inicia con una retrospección del narrador enfocado en la muerte de Matías Roveggiano, quien ciego de furia, “irrumpió por la parte trasera de la clase del instituto en que yo estudiaba inglés, con un revólver en la mano, y ante mi asombro y el de mis compañeros, de un tiro en la cabeza asesinó a un adolescente de nombre Daniel Belzú. “ El narrador sucumbe ante su propio juego al ser llevado al extremo por Lelia, quien azuzada por él, obtenía favores y dinero de Matías, locamente enamorado de Lelia.

Particularmente, percibo un trabajo más ambicioso y experimental en los últimos relatos. En “Jesús el Anticristo” sorprende con un narrador distinto a los anteriores. Es un monólogo interior en el cual desmitificando la imagen divina de Jesús, revela una oscura verdad más humana en este ser: Luzbel, el ángel caído, es el hijo de Dios que se rebeló y tuvo otra oportunidad en la tierra para redimirse: “Yo no me revelé por ambición como dicen las falsas escrituras. Para la literatura de los hombres mi primer nombre fue Luzbel, el hermoso rey de los ángeles. Mi supuesta rebelión no fue sino un acto de justicia. Mi padre está acostumbrado a jugar con sus creaciones, su soberbia y vanidad le impulsan a rodearlos de tentaciones para ufanarse de su poder. Yo protesté contra todas esas cosas, no sólo por el hombre sino también por los demás seres, incluso por mis hermanos, los ángeles”. Pero la rebeldía de Luzbel, ahora Jesús, no ha terminado. Ha aceptado la misión encomendada por su padre, pero lejos de la divinidad, se compadece y se pone del lado del hombre porque “La iglesia que fundé ha fracasado, el hombre siempre se aproximará a la maldad, gracias a mi padre, y él no entiende eso y sólo, guiado por su egolatría, me echa la culpa de todo”.

El tiempo circular y sus paradójicas coincidencias son aspectos importantes en “He yacido en esta fosa”. Paul Shelley (otra vez Paul) ya muerto, narra la confabulación de la que fue víctima por parte del capitán Villaescusa. Shelley, quien a diferencia de otro Paul, Paul Gaughin encontró su paraíso terrenal y a un amor igualmente paradisíaco y exótico en Barrica, una exuberante nativa de la Isla Isabel La Católica. Los paraísos parecieran solo destinados al cielo, puesto que “la felicidad esta hecha para recordarla y extrañarla. El Capitán Villaescusa, jefe de la isla, se enteró que los españoles ya sabían que la nave había sido tomada por la fuerza, de una manera ilegal, indigna. Fue allí donde comenzó la cacería que involucró de una manera salvaje a los naturales; a quienes manipularon para una lucha sangrienta fratricida. Yo sabía que el Capitán Villaescusa deseaba a Batrica, y me procuré tenerla siempre alejada de él. Pero yo sólo era un médico y no sabía pelear”.

Amor suspendido entre la nostalgia y el olvido es un libro apasionado y, en tanto pasión, está pleno de una vehemencia que induce al narrador de cada historia a sobredimensionar su ingenuidad. Satisface comprobar que hacia el final es posible encontrarnos con un narrador mucho más ambicioso, tanto en el manejo del lenguaje, como en la técnica y en el desarrollo de la trama. Por esta razón, considero que este libro merece una segunda oportunidad de parte de su autor, pues, luego de algunos años, sería injusto avalar la convivencia del furor adolescente con el misticismo y la ironía de Jesús, el Anticristo: un cuento para tenerlo presente.
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Un cuento borgiano

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Estimados lectores, a continuación publico un fragmento del cuento que escribí y que fue premiado en un concurso reciente. Es excesivamente deudor de los cuentos de Borges, pero júzguenlo ustedes.


BERGEN

“Where the curtain of light becomes darkness
Sigfried waits a second opportunity to retaliate”

Kjimlson Däel. Valkyria, I, 234-235.

La ventana dejaba ingresar una tornasolada ráfaga de luz que iluminaba la habitación en penumbras, como un brazo de sol que se abre paso entre las húmedas paredes de una caverna cincelada por el viento y el sol de mediodía. Strindberg, Ibsen, Kierkgäard, entre otros, reposaban sobre el escritorio de Alejandro Alencastre, primogénito de la familia Alencastre Sarmiento, hijo don Manuel Alejandro Alencastre, juez de primera instancia de la comuna de San Francisco.

El joven Alencastre, a sus escasos 13 años, contaba en su inventario de lecturas con libros de asombroso calibre como El viaje imaginario de Sir Warthon Wallace, de Frederick Southampton, escritor proscrito durante la Inglaterra victoriana debido a sus deliberados excesos en materia de astronomía náutica. Southampton había anunciado la llegada de Hercólubus, el planeta rojo, el Ajenjo del Apocalipsis de San Juan, basado en cálculos de dudosa credibilidad para la época, lo cual le mereció la encarcelación y la vergüenza pública de la retractación. El joven Alencastre había llegado a él por medio de una cita de Magno Tracio en su tratado Supranaturalis, donde el cartógrafo escocés daba cuenta del viaje realizado por Sir Warthon Wallace — caballero de la orden de Majorbrigde y natural de Dundalk, Irlanda— en el año de 1425. El diario de viajes de Wallace indicaba que más allá del Círculo Polar Ártico existía un camino que conducía a las profundidades descritas por Dante casi dos siglos antes en su famosa Commedia. También hubo leído el magnífico relato de Roric —el vikingo que atravesó el Atlántico norte siguiendo la ruta inconclusa de sus antepasados, quienes daban cuenta de “unas tierras más allá de Kalaallit Nunaat”— en versión de Därsen Pollack, erudito filólogo de la Universidad de Bergen. Pollack se tomó la licencia de titular el diario del vikingo rojo como La Odisea Normanda.

Pero lo que más llamaba la atención era la fruición con la que el joven Alencastre se dedicaba a estos menesteres ajenos a los muchachos de su edad: provisto de libros sobre la historia de los pueblos normandos, las leyendas de las sagas islandesas y uno que otro dato obtenido en la biblioteca de la comuna de San Francisco, era usual verlo rodeado de notas, pisapapeles, mapas y cartas de condiscípulos que, como él, compartían la devoción por los relatos de viajes. Even Underlid Sandvik, asistente del profesor Pollack, mantenía una fluida correspondencia con Alencastre, toda vez que lo noticiaba de los últimos avances en la investigación del notable filólogo que recientemente se embarcó en la empresa de confirmar que los vikingos llegaron a Newfoundland en Norteamérica, 500 años antes de que Colón descubriera las Indias Occidentales.

En estos afanes, transcurría la adolescencia de Alencastre cuando, a fines del invierno de 1943, la guerra en Europa dio un giro radical a sus investigaciones. Todos los jóvenes en edad de portar un arma y servir a la nación fueron reclutados para combatir contra los nazis. Su padre le entregó el comunicado después de la navidad. Debía estar en Puerto Varas en dos semanas con más equipaje que su uniforme de soldado. Esto no cambió en absoluto sus objetivos, ya que con beneplácito recibió la orden de que, en cuanto llegase al puerto de El Havre en Francia, tenía que dirigirse de inmediato a Stavanger, punto de penetración aliada en el frente noruego. Alemania violó la neutralidad de Noruega y Dinamarca, y, luego del desembarco en Normandía, había que asegurar que los nazis se replegaran de los territorios ocupados.

Hacia julio de 1944 Alencastre ingresó con la tercera división aerotransportada al puerto de Stavanger, completamente devastado por los bombardeos aliados y la táctica de tierra arrasada que los nazis pusieran también en práctica cuando se retiraron de Rusia. La tenaz resistencia del ejército alemán retrasó en tres semanas su llegada a Bergen, punto clave en la liberación de Noruega, puesto que allí se encontraba el último reducto nazi a doblegar en aquellas gélidas tierras del norte de Europa. La correspondencia con Even se había interrumpido desde el inicio de la invasión alemana, debido a que toda comunicación fue intervenida a pesar de que las cartas entre estos apasionados por los vikingos no representaban amenaza alguna para el ejército del Tercer Reich. Igualmente, corrieron la misma suerte que todas las cartas interceptadas y, al comprobar que contenían papeluchos incomprensibles y datos sobre viajes, fueron echadas al fuego sin pensarlo dos veces (no faltó algún oficial alemán que viera en tales cartas un mensaje cifrado que revelara su posible ubicación a los aliados, lo que alarmó a los superiores quienes decidieron en el acto incinerar toda correspondencia sospechosa, cuando no, ubicar al remitente de la carta para someterlo a interrogatorio).

El desembarco de las fuerzas aliadas en Bergen era inminente. Durante los tres días de viaje a bordo del acorazado Plymouth, Alencastre planeó detalladamente las actividades que ocuparían su tiempo en la ciudad al término de los combates. Ubicar la casa de Even en primer lugar, después visitar al profesor Pollack, y, finalmente, consultar toda la documentación posible acerca de los viajes vikingos en la biblioteca principal de la Universidad de Bergen. Echado en su litera, imaginaba lo que sería estar presente en aquella ciudad de la cual había conocido tanto por medio de Even; es más, sentía como que ya la conociera y esta visita fuera tan solo un viaje de reconocimiento o una especie de premio a su dedicación. Cualquier cosa menos una invasión armada lejos de su país, de su pupitre, de sus libros… El ánimo de Alencastre se distinguía del resto de jóvenes soldados en que para él, el miedo no provenía de las balas del enemigo, sino de la posible inutilidad del viaje si es que moría antes de llegar a Bergen.

La madrugada del 23 de agosto de 1944 los aliados tomaron por asalto las costas de Bergen. El apoyo aéreo fue decisivo para preparar el terreno y poco pudieron hacer las baterías antiaéreas alemanas frente a los bombarderos aliados. La población también colaboró días antes señalizando lugares estratégicos para el aterrizaje de paracaidistas y despejando las zonas que serían blanco de los bombardeos. En cuestión de una semana, Bergen fue tomada y la liberación de Noruega siguió su curso regular. La división de Alencastre recibió órdenes de permanecer en el puerto contrariamente a lo planificado antes. Lástima, porque se quedaría con las ganas de conocer Oslo.

Durante la reconstrucción de la ciudad, Alencastre apoyó en todo momento a los lugareños con los cuales intercambiaba breves palabras en noruego aprendidas a la distancia por medio de los libros y notas que Even le escribía. Las correrías de la guerra no le habían permitido buscar la dirección de su amigo y del profesor, pero una vez terminada la toma del puerto, lo primero que hizo fue buscarlos a ambos. A pesar de la alegría que embargaba a los pobladores de Bergen, lo cierto era que no todo era como para sonreír. Muchos ciudadanos fueron torturados, desaparecidos o asesinados, acusados de complotadores o espías. Tales prácticas se acentuaron durante los días previos al ataque aliado; en consecuencia, casi todos los habitantes lamentaban la pérdida de al menos un familiar cercano, amigo o vecino. No fue difícil ubicar la vivienda de la familia Underlid Sandvik; Elrond Underlid era el mejor sastre de la ciudad y todos en Bergen habían acudido a sus servicios al menos una vez. La angustia aceleraba los latidos del joven Alencastre mientras, a paso lento como cuando se cruza un campo minado, se acercaba cautelosamente a la vivienda de los Underlid. Nadie respondió a sus llamados, ni siquiera cuando gritó “hola” en la lengua local. Abrió la falsa portezuela que cubría la puerta principal y giró la manilla ingresando luego de ver a través del vidrio que la casa estaba completamente deshabitada. Había señales de violencia como estantes venidos abajo, floreros rotos, muebles rasgados, mesas con las patas arriba… todo era un desastre y parecía que no hacía mucho de esta barbarie. La decoración era sobria, pero de buen gusto; daba la impresión de que la señora Underlid dejaba notar su presencia allí donde se le necesita a una mujer. “Como mi madre”, pensó el joven Alencastre. Vio un portarretrato familiar en el suelo y enseguida reconoció a Even, aunque nunca lo hubo visto antes. Tal como lo imaginaba, Even Underlid Sandvik era joven, alto y espigado; cabello rubio, ojos azules y nariz afilada, con un semblante de muchacho triste y a la vez juguetón. Lo peor era de esperarse. Abriéndose paso entre los muebles y mesas destrozadas, llegó a la escritorio donde supuso que Even realizaba sus investigaciones y, por qué no, redactaba las cartas que le llegaban tres o cuatro semanas después. Era el ambiente dedicado a la lectura; una amplia biblioteca, en ese instante salvajemente saqueada. De seguro que fue consultada para informar al joven Alencastre de los asuntos que eran de su interés. Tomó asiento en la silla del escritorio y comenzó a hojear los documentos desperdigados en toda la mesa. Debajo de aquella montaña de papeles encontró un mapa antiguo en cuya parte inferior se dejaba leer un código de biblioteca. Apartó los papeles e intentó imaginar a Even sentado allí por última vez.

La patrulla hizo su ingreso intempestivamente derribando la puerta principal en medio de gritos, súplicas y resistencia. El oficial a cargo preguntó por Even a lo que la familia entera respondió con un silencio cómplice. El primero en ser asesinado fue Hermann, el menor de los Underlid; luego su hermana y su madre. Even se encontraba en el sótano sin poder ver lo que sucedía, solamente podía oír los disparos y los gritos que cada vez eran menos audibles. Un cuarto disparo terminó con la vida de Elrond, y en ese instante, Even comprendió que salir para entregarse era demasiado tarde. Tuvo que soportar en la oscuridad el asesinato de su familia, el destrozo de sus pertenencias y los gritos que dibujaban una cercana imagen de lo que estaba aconteciendo allá arriba. Luego de que los nazis se marcharan, Even comprendió la dimensión de las pérdidas al contemplar a su familia rendida en la alfombra de la sala que minutos antes los congregara para cenar. El resto son suposiciones, conjeturas sin respaldo alguno más que la intuición y el buen sentido común. Sin pérdida de tiempo, Even se sentaría a escribir una última carta a sabiendas de que los alemanes la interceptarían. El contenido de dicha carta está aún en cuestión, tal vez contendría algún tipo de información sobre la ubicación del ejército aliado, la posible zona de desembarco o el número unidades aliadas disponibles alevosamente incrementado. Seguidamente, redactaría otra carta dirigida a Alencastre donde lo pondría al tanto de los últimos acontecimientos en Noruega y que, pese a todo, había que colocar a buen recaudo todo el material que tenían reunido. “El profesor Pollack fue interrogado y al no poder obtener nada de él también fue ejecutado”, alcanzó a escribir en las últimas líneas. “Por ello es importante que vayas a la biblioteca de la universidad y recojas toda la documentación posible antes de que los nazis la quemen. Imposible será tener contacto nuevamente. Ninguna muerte más justifica que conservemos inútilmente esta información. Tú eres el único capaz de valorar este esfuerzo. Saludos cordiales, Even”.

En cuanto terminó de leer la carta, salió de la casa rumbo a la universidad. Reunió toda la información que pudo y se aprestó a repasar, minuciosamente, cada una de las fuentes. La tristeza por la desaparición de Even dio paso a una súbita emoción por el hallazgo de las notas del profesor Pollack. Fueron días muy intensos los de la primera semana setiembre de 1944; Alencastre se las ingenió para darse el tiempo de revisar los apuntes del profesor con ayuda de algunos estudiantes que voluntariamente colaboraban con la reconstrucción de la universidad. Ninguno de ellos sabía del paradero de Even. “Dicen que era espía de los nazis y que huyó con ellos cuando llegaron los aliados”. Alencastre no dio crédito a estas versiones y se abocó a traducir los manuscritos de Pollack; tenía en sus manos aquello que ni en sueños hubiera podido imaginar.

Los pasajes nebulosos de esta historia se completaron en las siguientes décadas. La OSS norteamericana desclasificó los archivos de sus colaboradores europeos informando de los detalles de la operación “Nibelungo”. Muchos años después, en la memoria de Alejandro Alencastre, Even continuaría siendo el diligente estudiante noruego que encontró una muerte fatal producto de un malentendido. Ignoraría que Even se transfiguraba por las noches en “Sigfried”, el legendario héroe de la saga nibelunga que a la distancia informaba a los aliados acerca de las posiciones alemanas y a quien le debían el éxito de la campaña noruega. Para la mayoría de sus compatriotas, el nombre de Even Underlid era sinónimo de traición; tuvieron que pasar casi 50 años para que los noruegos comprendieran y aceptaran la realidad sobre su sacrificio. Conspiró en su contra la forma en que desapareció sin dar explicaciones; durante mucho tiempo, se extendió la versión de que Even —y no los nazis— fue quien ejecutó a su propia familia y que huyó hacia Alemania donde seguramente fue asesinado. Justo final para un traidor a la patria y a la familia. Nada más lejos de la verdad; Sigfried antepuso la libertad de Noruega a su bienestar y el de los suyos; de haberse entregado en aquella fatídica noche de agosto de 1944, habría muerto en vano. Gracias al joven Underlid los aliados anticiparon la invasión y Noruega quedó libre de los nazis. Su cuerpo nunca fue hallado, pero se presume que los servicios secretos norteamericanos e ingleses borraron toda posible evidencia sobre su paradero. Fue buscado donde no podría ser encontrado; esa fue la verdadera muerte de Even Underlid: transformarse irreversiblemente en Sigfried Köepke, un modesto agricultor de hortalizas en el norte de Irlanda.

A su retorno, Alejandro Alencastre recibió de manos del alcalde de San Francisco la medalla de honor en nombre de la comuna, y lo declaró hijo predilecto ante la emoción de sus padres y la efervescencia de los pobladores que nunca habían oído de un país llamado Noruega ni de los vikingos ni mucho menos entendían la importancia de la hazaña del joven Underlid. A la muerte de Alencastre, los documentos pasaron a formar parte del patrimonio bibliográfico de la universidad local, según lo indicado en su testamento. Las últimas noticias que tuve de Alencastre fueron tres meses después de nuestra entrevista; enfermo, agotado y ciego se dio tiempo de atenderme en su casa de la región de los lagos. Atento a cada detalle de su exposición, pude reconstruir su memoria y la de Even. Cuando concluí con mi parte del relato sobre su antiguo condiscípulo, agriamente me contestó, “ya lo sabía”.

A mí, Thomas Underlid Mehren, simplemente, me tocó la misión de contar, 63 años más tarde, la verdadera historia de mi abuelo Even Underlid.

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