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LA VOLUNTAD DEL MOLLE Y LOS TRABAJOS DE LA MEMORIA

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Carlos Arturo Caballero Medina
Universidad Nacional de San Agustín
ccaballerome@unsa.edu.pe

Aunque se advierte un declive en la producción de la narrativa de la violencia política en el Perú y un ascenso de la autoficción y el relato fantástico, La voluntad del molle (Lima, FCE, 2006) de Karina Pacheco, novela reeditada en 2016, aporta reflexiones sobre el trabajo de la memoria en torno al conflicto armado interno (1980-2000).

El argumento de esta novela desarrolla una de las explicaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) acerca de las causas del conflicto armado interno: las profundas desigualdades sociales, económicas, políticas y culturales generaron un enorme resentimiento en la población más excluida, el cual fue aprovechado por Sendero Luminoso para captar a cientos de jóvenes en las zonas altoandinas a favor de la lucha armada. No obstante, no es una novela propiamente sobre el conflicto armado interno sino sobre el ejercicio de la memoria desplegado por las protagonistas.

Jelin denomina trabajo de la memoria a la acción transformadora que los sujetos realizan sobre sí mismos y sobre su entorno a partir de las memorias del pasado. Lo contrario es la invasión de la memoria pasada en el presente quizá de manera violenta y recurrente, pero si sobre esos materiales no se actúa críticamente, si no se plantea la necesidad de resignificarlos, no se podría hablar de un trabajo de la memoria (2002, p. 14).

A diferencia de la historia (history), la memoria emplea materiales considerados intrascendentes para una investigación documental sobre el pasado. Elisa y Elena son dos hermanas que descubren los secretos de su madre recién fallecida en unas cartas guardadas en un baúl, a partir de las cuales reconstruyen una parte medular de la historia de su familia materna. Las cartas contienen duras revelaciones sobre su padre, madre, abuelos maternos y demás miembros de la familia quienes impidieron a su madre sostener una relación con un joven profesor Alejandro Ramírez Carhuarupay al que despreciaban por su apellido andino y a la que arrebataron al hijo producto de esa relación apenas  nacido.

Las cartas componen un intertexto que determina el curso de la historia (story), es decir, su descubrimiento influyó decisivamente en las acciones de las personajes. De no haberlas hallado, Elisa y Elena habrían continuado con su rutina laboral y afectiva. En cambio, su hallazgo produjo en ellas una transformación vital por cuanto se abocaron a nuevas indagaciones para constatar sus especulaciones o avanzar en otros descubrimientos. De este modo, las cartas son un documento importante en esta novela, pero no suficiente para comprender el pasado, puesto que las protagonistas acudieron a otras fuentes para completar los vacíos de las cartas.

El valor de los testimonios fue relativizado e incluso subestimado por los estudios históricos tradicionales. La subjetividad del testimoniante, el componente emocional, la distancia temporal entre el hecho y la manifestación del testimonio, y la ausencia de documentos oficiales que corroboren los testimonios son algunas de las objeciones contra los testimonios. Sin embargo, en La voluntad del molle, el trabajo de la memoria se fundamenta en la búsqueda de testimonios tanto de sujetos dominantes como de sujetos subalternos. El discurso testimonial impacta porque ofrece una versión alternativa a la versión oficial de los hechos. Con frecuencia, el testimonio subvierte el relato oficial, lo discute en cuanto tiene la oportunidad de ser enunciado y confrontarlo. Puede ser que el testimoniante encuentre por sí mismo el modo de confrontar el discurso oficial que lo relega; o también que exista un intermediario con mayor agencia (agency) que se haga cargo de las demandas del o los testimoniantes.

Esto último es lo que sucede en la novela de Karina Pacheco. Elisa y Elena incorporan el testimonio de Florinda y Otilia, las criadas indígenas; Matilde Carhuarupay, la anciana madre de Alejandro, Julia, mejor amiga y cuñada de Elena, discriminada por su ascendencia negra; y el del mismo Alejandro en persona. Sin embargo, nunca pudieron obtener el testimonio de su medio hermano Javier, ejecutado por las fuerzas del orden y en quien se concentraron los peores maltratos, ni de su madre. Estos testimonios conservaron en silencio la memoria familiar hasta que fueron requeridos por Elisa y Elena, quienes los emplearon para elaborar un gran relato familiar resultado de la incorporación de otras subjetividades y otros discursos anteriormente silenciados por la versión familiar oficial controlada por la abuela Gema. Elisa y Elena son artífices de la irrupción de esas subjetividades y discursos alternativos al poder.

En la distinción entre memoria e historia, Pierre Nora señala que la memoria enfatiza lo afectivo, las deformaciones sucesivas, es portada por grupos sociales que recuerdan lo vivido, por lo cual es un fenómeno colectivo, vital y experimentada desde un presente, mientras que la historia es intelectual, analítica, crítica y totalizante, una “reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es” (2008, p. 21). Cartas personales y testimonios de sujetos marginales han sido fuentes documentales relegadas por los estudios históricos; en cambio, sí son relevantes para los estudios de la memoria. En tal sentido, el trabajo de la memoria emprendido por Elisa y Elena se basa en una investigación del pasado familiar rememorado por quienes lo vivieron y aún padecen sus secuelas en el presente. Estas hermanas no se detienen en el sufrimiento de la revelación ni en la decepción ante las figuras familiares que admiraban o en un prolongado duelo por la muerte de la madre o una ruptura amorosa, sino que luego de concluir la elaboración de un gran relato basado en la memoria viva de los sujetos, ellas resignifican su propio lugar dentro de la historia familiar y la nacional: adquirieron consciencia de las injusticias y padecimientos de los sujetos más vulnerables a la violencia estructural (pobreza, racismo, autoritarismo) y, además, escucharon sus voces y les aseguraron un lugar en ese gran relato.

La cuestión del género adquiere importancia desde que son dos mujeres las emprendedoras de la memoria; una mujer, la matriarca que controla qué y cómo se debe recordar; y mujeres las que aportan los testimonios más reveladores. Asimismo, respecto al género, Jelin anota que varones y mujeres recuerdan de manera diferente: las mujeres tienden a recordar detalles, los varones ofrecen narrativas más sintéticas; las mujeres destacan aspectos afectivos y emocionales; los varones relatan más en clave política (2002, p. 108). Al dar voz a las mujeres que no la tenían, Elisa y Elena transforman el significado del pasado propio y el de estas mujeres. Sus voces no solo complementaran las voces masculinas o femeninas dominantes, sino que desafían el modo como se les estableció que debían recordar el pasado.

Otro aspecto del género es la sororidad (sisterhood). Marcela Lagarde la define como una experiencia de las mujeres que conduce a la alianza existencial y política  para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr empoderamiento vital de las mujeres (2006, p. 126). La fraternidad entre Elisa y Elena se traduce en fraternidad simbólica entre las mujeres sufrientes para enfrentar el abuso de poder ejercido incluso por otras mujeres como la abuela Gema y las tías Isabel y Charo. La sororidad entre Julia y Elena (amigas), entre Elisa y Elena (hermanas), entre Otilia y Florinda (criadas) y entre todas ellas (mujeres) les permite entender la situación de las mujeres víctimas de alguna forma de violencia. Son mujeres que se escuchan, sufren, lloran y ríen.

Referencias bibliográficas

Comisión de la Verdad y Reconciliación (2008).  Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe    Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima, Perú: Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid, España: Siglo XXI.
Lagarde, M. (2006). Pacto entre mujeres. Sororidad. Aportes para el debate, 123-135.
Nora, P. (2002). Los lugares de la memoria. Montevideo, Uruguay: Trilce.
Pacheco, K. (2016). La voluntad del molle. Lima, Perú: Fondo de Cultura Económica.

LO RACIAL ES LO POLÍTICO

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El rumor de las aguas mansas

Christian Reynoso

Peisa

Lima, 2013

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Durante los últimos años de su gobierno, Alejandro Toledo enfrentó un prolongado desgaste debido a los frecuentes conflictos sociales surgidos en el interior del Perú. En la sierra sur estos reclamos sociales, económicos y políticos adoptaron la forma de reivindicaciones etnoculturales de la nación aymara. El progresivo ascenso de Evo Morales en Bolivia reforzó la idea de que existían otras naciones —confinadas al interior del Estado-nación oficial— no solo a la espera de un histórico reconocimiento político sino además y sobretodo, cultural. 

El linchamiento de Cirilo Robles, alcalde de Ilave —un pequeño distrito ubicado a 50 kilómetros de la ciudad de Puno, ocurrido a fines de abril de 2004— se interpretó como una advertencia de las pretensiones aymaras a todo el país y como ejemplo a seguir por otras comunidades si es que sus reclamos no eran atendidos. El rumor de las aguas mansas (Lima, Peisa, 2013), segunda novela de Christian Reynoso (Puno, 1978), narra las oscuras circunstancias que decidieron la muerte de Robles. 

Una repentina persecución obliga a Bruno Giraldo y Almudena a interrumpir su luna de miel y  huir de la ciudad de Lago Grande. Aquel lleva consigo el manuscrito de la investigación periodística emprendida por su amigo Núñez acerca de lo sucedido en Ilave tres años atrás con el alcalde Fernando Godoy, masacrado en público por una turba enardecida. La pareja se traslada a La Paz, Asunción y finalmente Buenos Aires hasta asegurarse de que la calma volvió a Lago Grande. No obstante, los pasajes más intensos y mejor logrados se relatan en el segundo capítulo donde se detallan los entretelones de la revuelta popular convocada contra el alcalde de Ilave. La extraña confluencia entre radicales aymaras, contrabandistas, autoridades locales y algunos allegados definió la trágica muerte de Fernando Godoy. 

La novela sostiene una hipótesis reveladora: en nombre de la cultura aymara, los rivales políticos de Godoy convencieron a los radicales de que había llegado el momento preciso para ajusticiar a los opresores del pueblo;  sus principales líderes vieron este ofrecimiento como la ocasión para exhibir a gran escala las demandas de la nación aymara; los contrabandistas, la oportunidad para desbloquear sus negocios; y los enemigos personales de Godoy, la hora de ajustar cuentas pendientes. El etnocentrismo de los movimientos pro nación aymara fue inteligentemente aprovechado por dos de los poderes fácticos más influyentes de la región: autoridades corruptas y crimen organizado. Sin embargo, la novela de Reynoso explora una lectura más osada: rencillas personales, líos sentimentales y celos profesionales acumulados contra Godoy  fueron la causa principal de lo sucedido en Ilave. En tal sentido, del mismo modo que el «aleteo de una mariposa puede provocar un huracán al otro lado del mundo», El rumor de las aguas mansas deja entrever que una mínima perturbación personal fue suficiente para desencadenar, en un contexto propicio, una secuela de acontecimientos fatales. El progresivo ascenso académico, económico y político de Godoy —a quien no le perdonaron la arrogancia ni los excesos— lo sitúa ante la mirada de sus enemigos como un aymara «blanqueado»: soberbio, letrado, mujeriego y con una promisoria carrera política; solo restaba construir la imagen del alcalde corrupto para deshacerse de él. 

El relato muestra que lo racial organiza varias dimensiones de la vida social en aquella región. Godoy, cuyo segundo apellido evidenciaba su origen aymara, superó hábilmente la discriminación racial, gracias a la convicción que había lograr el éxito personal, profesional y político; es decir, que el racismo es como una enfermedad que ataca despiadadamente a quien tuviera las defensas bajas, y la mejor defensa contra el racismo sería el éxito. Los líderes del Movimiento Juventud Popular Aymara sostenían una postura etnocéntrica a partir de la cual se asentaría la nación aymara. En lo académico, Godoy, sociólogo y doctor en Ciencias Políticas,  confrontó el discurso fundamentalista que sostenía la superioridad de la cultura aymara frente la raza blanca y mestiza. Al respecto, el apodo de Zorro Blanco es sumamente significativo: para sus enemigos, se trata de un sujeto astuto y con poder, cualidades que combinadas convierten a quien las posea en una amenaza; asimismo, es una referencia al homo politicus, es decir, a la imposibilidad de evadir las relaciones de poder que sitúan a cualquier sujeto dentro la matriz hegemonía/subordinación; y a la triple connotación de la política, como regulación del estado de naturaleza, legitimación del autoritarismo y como rebeldía contra la opresión del poder político. Lo interesante de la novela de Reynoso es que enfatiza las dos versiones más perversas de la política: el autoritarismo y la anomia. Quizá el revolucionario radical, el funcionario corrupto y el delincuente colaboran sin saberlo en la misma causa: la seducción del poder. 

La otra línea argumental cuenta los altibajos de la relación entre Bruno y Almudena, pero no alcanza la intensidad de la trama de Godoy; solo ofrece un marco para identificar a Bruno como un escritor atribulado por hallar tiempo para escribir lo que se perfila más adelante como una novela-reportaje inspirada en las vicisitudes que lo comprometieron con lo sucedido en Ilave. Almudena no adquiere el calibre del personaje que complemente a un escritor angustiado por escribir; es perturbadora por ser demasiado concesiva, no por oponerse deliberadamente a los planes literarios de Bruno, quien tiempo después advierte que tuvo el material de su historia desde el instante que comenzó la aventura del matrimonio, compromiso que implicaba el riesgo de postergar indefinidamente la escritura. Por ello el triunfo de Bruno fue hallar el momento idóneo para escribir. 

Así como los grandes acontecimientos históricos, las revoluciones hiperideologizadas y las luchas políticas y sociales más extremas tienen como detonador situaciones anecdóticas, íntimas, sentimentales, tan menudas como los celos personales, los grandes proyectos literarios se originan en las luchas y renuncias de un escritor. De este modo, la «gran historia» (history) bien podría narrarse a partir de una circunstancia personal (story), pero no por ello menos crucial para quien la escribe. 

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DISCURSOS TUTELARES

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La mayoría de los relatos que integran Mi familia y otras miserias (Tribal, 2013) giran en torno a circunstancias decisivas en la elección por la escritura. Hay un relato vital exterior: la construcción del escritor en función del reconocimiento otorgado por figuras de autoridad —la mayoría escritores— paralelo a la narración ficcional del proceso que condujo al protagonista de la ficción hacia la escritura literaria. 

Sin embargo, el relato más revelador no se halla en alguno de los cuentos que conforman el libro sino en el discurso exterior que construye la imagen del escritor sobre la base del reconocimiento otorgado por otros escritores, el cual complementa la historia de cómo y por qué es posible convertirse en escritor. 

La apelación a figuras de autoridad es una estrategia acorde a la lógica cultural del capitalismo tardío que tiene en la industria cultural un motor y motivo para legitimar ideas dominantes sobre las artes y las letras, donde por ejemplo resulta más determinante el aura del escritor que la discusión de su discurso literario. El problema de la invocación a una  autoridad es que es el aura lo que finalmente se impone; la transferencia de esa aura a través de una apreciación favorable, es delegación, consentimiento, admisión, pero deja intacta la interpelación a las implicancias más nefastas del discurso literario, asunto desplazado por la figura autoral que brinda su respaldo. Asimismo, la figura de autoridad es una imagen tutelar, garante y cobijadora. Es así que el protagonismo del aura, la celebración o denostación del autor como fuente exclusiva del sentido del texto, (teleología autoral), deviene olvido del discurso que emana de su escritura.

Una crítica aureática solo puede ser cómplice del establishment, porque abandona al lector ante el asedio de las ideologías dominantes toda vez que no interpela el discurso que supuestamente debiera criticar. Esta es una de las debilidades más persistentes en la crítica literaria  manifiesta en las redes sociales y la prensa en Arequipa, sobre todo en la proveniente de escritores que comentan obras de otros escritores, aunque también en aquellos que provienen de los estudios literarios. En este sentido, no son pocos los escritores persuadidos por la falacia biográfico-referencial, por ejemplo cuando se identifica al personaje de un cuento con una persona real. Igualmente perjudicial es la crítica parafrásica, es decir, aquella que no trasciende los sentidos que el texto expone sino que los reorganiza y expone al lector acompañada de adjetivaciones vacías de contenido: “gran autor”, “la mejor obra… el peor libro”, “soberbio lenguaje”, “estilo logrado”, etc. Sea porque el autor seduce, sea porque no se arriesga a examinar el texto, ambas modalidades de crítica confinan al lector a un lugar muy seguro, al terreno de la obviedad. Y la crítica no puede ser más un espacio garante de certezas.

La recepción del último libro de cuentos de Orlando Mazeyra Guillén es un ejemplo de lo antedicho. Que buena parte de las apreciaciones sobre Mi familia y otras miserias sean aureáticas y parafrásicas no es casual. Es un reflejo especular de una sociedad en una época que ve en las artes y letras una plataforma ideal para leerse a sí misma —si no es para admirarse de sus propios avances— para ratificar lo que considera haber logrado con éxito en la economía y gastronomía.  De modo que la entusiasta celebración aureática de y sobre los escritores que adquieren y transfieren un aura tiene correlato en una crítica claudicante y circular. Aura y paráfrasis son ambas las dos caras de una misma moneda.

El relato interno, transversal a casi todos los cuentos, es el devenir del sujeto escritor producto de circunstancias aciagas donde el padre es el monstruo mitológico que motiva al protagonista a elegir la escritura como territorio para resistirlo y combatirlo. No obstante, el discurso predominante en los cuentos no es el del poder transgresor de la escritura, pues no desestabiliza al sujeto represor sino que, paradójicamente, lo empodera mediante la exposición redundante de escenas represivas, donde la agencia es potestad paterna. Se trata de una forma peculiar de veneración fundamentada en la reactualización de la escena represiva, en la redramatización de los roles jerárquicos y en la inmovilidad contemplativa del ejercicio del poder. El regodeo sobresaturado y circular en la exposición del poder paterno dificulta el cuestionamiento de ese mismo poder. No solo la sumisión o el acatamiento dócil son señales de veneración, también lo es la actitud contestataria basada  en la re-visión de las escenas represivas, de la performance del poder en su máximo esplendor.

El poder subversivo de la escritura, condensado en la máquina de escribir como símbolo, solo alcanza una representación rudimentaria: no es la escritura sino la máquina de escribir en tanto solamente máquina, instrumento, objeto, herramienta, la que es usada para confrontar al padre, es decir, la máquina de escribir es un arma tan reducida en sus posibilidades de subversión que otros objetos podrían reemplazarla y lograr el mismo propósito —incomodar el poder paterno— pero no por lo que simboliza o por el discurso que produce, donde radica su mayor capacidad transgresora. Tal es así que el poder paterno permanece incólume, el padre ignora de dónde provino la agresión (es otro mucho más subalterno que el hijo, un ladrón, el que acarrea la responsabilidad del ataque) y el protagonista disfruta de lo que interpreta como una victoria: haber provocado la furia paterna.

Sin embargo, tal como es representado en varios pasajes, el poder paterno no requiere de una provocación para desencadenar violencia, le basta apelar a su propia condición para ejercerla soberanamente. Incluso la provocación es un aliciente, una oportunidad para refrendar su situación de poder. Este tipo de confrontación rudimentaria termina por empoderar a quien se pretende debilitar. En consecuencia, aunque la escritura es una presencia permanente en los relatos que ofrece evadir una realidad adversa, la evade más no la discute.

Otro aspecto que merece detenida atención es la representación de la clase media arequipeña. Este es el asunto primordial, aun más que la impronta paterna, pese a que esta presencia es constante. Tal como es representado, el discurso de Mi familia y otras miserias hurga en las miserias históricas de la clase media: el culto a sus represores, la nostalgia por la identidad perdida o estropeada y los ritos de iniciación de los que no puede despercudirse como la universidad, el título profesional, el empleo, el desenfreno adolescente, la abnegación materna, enmarcadas todas ellas en una idea de tutelaje que no incomoda sino que brinda confort: el tutelaje de la palabra autorizada.

Se trata de una clase media, o más bien de una generación particular y contextualmente situada, que lamenta no haber llegado durante el esplendor de una sociedad sobre la cual dispone de testimonios y concepciones heredadas que no cuestiona; una clase media convencida de que tiene una misión redentora, si no es restauradora. Así, los límites de la identidad cultural son los límites de las comunidades imaginadas desde la clase media arequipeña donde nuevamente un lugar común no problematizado es la dicotomía limeño/arequipeño. Una clase media local que carece de referentes actuales que exhibir como ejemplos de virtud, y a la cual solo le resta echar mano de sus monstruos mitológicos, recurso que en los cincuentas y sesentas en América Latina tuvo como correlato la disidencia política, los cambios sociales, el mayo francés, el feminismo, la revolución sexual, la guerra fría y que actualmente a nivel local canta y llora sus miserias en un registro a veces exultante de protagonismo y otras sensiblero y melodramático. El melodrama de la joven clase media arequipeña, sus excesos, descensos y crisis.

Un logro parcial es narrar esta situación; la tarea pendiente es sabotear ese modelo de sociedad. 

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EL REVÉS DE LA CRÍTICA

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Mark Cox (EEUU, 1959) es un crítico peruanista quien, a partir de sus investigaciones sobre la literatura andina y la narrativa del conflicto armado interno, colocó en la agenda de la crítica literaria peruana el tema de la literatura de la violencia política. No es que Cox haya sido el primero en indagar este corpus de textos desde la crítica literaria, pero sí le cabe el mérito de haber impulsado posteriores estudios sobre este periodo tan complejo de nuestra historia reciente, estudios que amplían o en otros casos discuten sus conclusiones. Cox recibió el doctorado de la Universidad de Florida en 1995 con una tesis sobre la violencia y las relaciones de poder en la narrativa andina desde 1980. Ha editado Pachaticray (El mundo al revés): Ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980 (2004), Cincuenta años de narrativa peruana en los Andes (2004), El cuento peruano en los años de violencia (2000) y este año publicó La verdad y la memoria: controversias sobre la imagen de Hildebrando Pérez Huarancca (2012). Actualmente, es profesor de literatura latinoamericana y de literatura peruana en Presbyterian College, Carolina del Sur, Estados Unidos.

Pachaticray (El mundo al revés): Ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980 es una de las primeras compilaciones de testimonios y ensayos sobre la violencia política en el Perú, estos últimos formulados desde los estudios literarios. En este sentido, los científicos sociales llevaban la delantera de las investigaciones acerca de la violencia y el conflicto armado en el Perú desde los ochentas. Las aproximaciones de la crítica literaria peruana de manera sostenida fueron muy posteriores, es decir, hacia inicios de la década del 2000.

La primera parte de este libro reúne testimonios de escritores que presenciaron la violencia de aquellos años, por lo cual ofrecen en retrospectiva una evocación de sus experiencias. Breves pinceladas anecdóticas, pero muy reveladoras de lo que significó ser testigo de un proceso y de su resultado: el ascenso de un movimiento como el PCP-SL conducido por Abimael Guzmán desde la Universidad de Huamanga y el consecuente estallido demencial de violencia que parecía nunca acabar. Juan Alberto Osorio no solo cuenta su paso por la Universidad de Huamanga y la zozobra en la que vivía la población, sino que nos recuerda que esa universidad acogió en sus aulas a muchos escritores e intelectuales nacionales de renombre (Julio Ramón Ribeyro, Miguel Gutiérrez, Manuel J. Baquerizo, Marco Martos, Oswaldo Reynoso, Luis Nieto Degregori, entre otros). Luis Nieto Degregori ofrece una semblanza de Hildebrando Pérez Huarancca, escritor y militante del PCP-SL —a quien la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) atribuye la ejecución de la masacre de Lucanamarca— que sirve para introducir su apreciación sobre la impronta que la violencia política ejerce sobre los escritores indigenistas, además de su propio derrotero como escritor que abordó ese tema. Ricardo Vírhuez considera que el informe de la CVR trastoca la verdad histórica de lo acontecido durante los años de la violencia. Su testimonio narra su experiencia estudiantil en la convulsionada Universidad Nacional Mayor de San Marcos de los ochenta y su trabajo teatral vinculado a obras que recogían el ánimo de la época.

La sección de los ensayos es la más importante de este libro, aunque no todos por igual aporten reflexiones sólidas, siendo este el principal reparo que mantengo con esta publicación: el desnivel en la profundidad analítica entre algunos ensayos, que propiamente no lo son, sino más bien crónicas autobiográficas, notas o digresiones personales, pero que mejor ubicadas estarían en la primera parte. El ensayo de Efraín Kristal traza sucintamente una línea de novelas peruanas que trataron el tema de la violencia desde El padre Horán de Narciso Aréstegui y Aves sin nido de Clorinda Matto, pasando por El Tungsteno de Vallejo, Todas las sangres de Arguedas, hasta Lituma en los andes de Mario Vargas Llosa. Es una acertada panorámica en lo que concierne a las ideas que la articulan: la violencia como medio de explotación, como instrumento para alcanzar metas políticas y como síntoma de una crisis social. Sin embargo, no menciona El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría o Redoble por Rancas de Manuel Scorza.

El texto de Mark R. Cox analiza someramente, a manera de apuntes, cómo el discurso literario y las instituciones culturales representaron la violencia política en el Perú. La intervención de Cox dista mucho de ser un ensayo en estricto sentido, pues no sustenta una opinión particular, sino que se limita a exponer antecedentes, debates y estadísticas que resultan infructuosas, por ejemplo, el extenso detalle de la procedencia regional de escritores «criollos» y «andinos», (con lo discutible que son ambas categorías), el porcentaje de mujeres que publicaron sobre la violencia política o la distribución porcentual de publicaciones sobre este tema en el interior del país. Infructuosa porque no se vislumbra en ningún momento la utilidad de toda esa gran masa de información estadística. Cox en ningún momento explica qué conclusión obtiene de ello, además de repetir afirmaciones que ya vertió en artículos similares. Siembra atractivas interrogantes pero no se anima a responderlas.

El artículo más inocuo sobre las novelas que Mario Vargas Llosa publicó acerca de la violencia política es el de Carlos Arroyo Reyes, otro texto que está en la antípoda del ensayo y que, por el contrario, funcionaría bien como resumen del argumento de Historia de Mayta y Lituma en los andes. Pero el más delirante es el de Ulises Zevallos Aguilar. El suyo es un buen ejemplo de cómo un crítico literario debería sopesar los límites entre el artículo de opinión, la semblanza y el ensayo académico, que el autor confunde flagrantemente. La respuesta del Movimiento Kloaka a la crisis económica, política y social de los ochenta fue artísticamente fértil, pero políticamente intrascendente. La postura del chico malo incomprendido que se muda al barrio y se junta con otros para tumbarse el sistema está demasiado manida. Agraviar a poetas a través de un manifiesto difícilmente hará mella alguna en el canon literario. La poesía de Kloaka está muy por encima de su postura política o de sus biografías individuales. Pero Zevallos Aguilar los apadrina y celebra su malacrianza, además de ver con desconfianza la diversidad informativa de los medios de comunicación, que hubiera preferido no sean devueltos a sus propietarios a fin de hacer frente al «vendaval neoliberal». El problema no es la diversidad informativa sino la univocidad de la información. Asimismo comete el grosero desliz de reunir en un mismo saco a sindicatos, al PCP-SL y al MRTA, cuyas primeras acciones, afirma «gozaron del apoyo de la mayoría de la población peruana […]» (119).

Zevallos Aguilar ignora el Informe Final de la CVR acerca de los procedimientos indudablemente diferenciados entre sindicatos, Sendero Luminoso (SL) y MRTA para manifestarse contra el Estado, y las valiosas investigaciones de Carlos Iván Degregori, quien enfatiza que SL fue un antimovimiento social. Además, ignora que los sindicatos y los movimientos sociales surgidos en los ochenta fueron el mayor frente de contención contra SL. La mejor lección que se puede obtener de su artículo es la precaución que debería tomar un crítico literario antes de intervenir en asuntos de ciencias sociales o ciencias políticas, no porque sean espacios inexpugnables, sino por la solidez de las afirmaciones vertidas.

El resto de textos abordan la poesía (José A. Mazzotti), el teatro (Carlos Vargas), el cine (Lucía Galleno), los retablos como representación de la memoria colectiva (Ernesto Toledo Brückmann), hasta finalizar con una remembranza (nuevamente, no un ensayo) de Miguel Rubio Zapata, director de Yuyachkani, a propósito de la representación teatral de Antígona, versión de José Watanabe, y la adaptación al teatro de Rosa cuchillo, novela de Óscar Colchado.

Esta compilación de testimonios y ensayos sobre la violencia política en el Perú habría ganado en profundidad si el editor hubiese distribuido mejor algunos de los artículos en razón de lo que proponían. La mayor debilidad de esta publicación está, precisamente, en la desigualdad analítica que ofrecen algunos de los textos que he comentado: algunos con suma rigurosidad y otros sobrevolando el tema, compensando la falta de análisis con digresiones autobiográficas, es decir, el revés de la crítica. Sigue leyendo

REYNOSO A FLOR DE PIEL

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La trayectoria de Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931) no precisa de mayor preámbulo. Posiblemente, no se trate de un escritor cuyas obras frecuenten a menudo las listas de los libros más vendidos en las grandes cadenas de librerías de la capital. No obstante, Los inocentes (1961) concitó la atención de los medios y la opinión pública por la obra del escritor arequipeño, y aunque posteriormente sus obras no hayan reeditado con la misma intensidad el suceso de aquel libro de relatos, Reynoso no requiere de tales recursos para obtener el reconocimiento de los lectores, porque quienes lo celebran prefieren dejar de lado esa injusta medida que el mercado editorial suele imponer, como la cantidad de premios u obras vendidas para evaluar la trascendencia de un escritor.

Inclusive es probable que los medios de comunicación atiendan más a Reynoso cuando interviene sobre política que cuando publica algún libro, para beneplácito de cierto sector de la prensa que aprovecha la oportunidad para descalificar a un artista en vista de sus opiniones políticas. Al respecto, Reynoso nunca ha edulcorado su postura. En cuanta oportunidad le ha sido posible, siempre manifestó abiertamente su postura sobre la violencia política, Sendero Luminoso, la CVR, etc., tomando distancia de lo políticamente correcto y asumiendo consecuentemente sus propias convicciones, lo cual le ha merecido no pocas sino numerosas réplicas adversas.

Reynoso acaba de publicar En busca de la sonrisa encontrada (Arequipa, Cascahuesos, 2012), libro que reúne una serie de relatos escritos a manera de notas, crónicas, retratos, semblanzas que lo perfilan como un conjunto de memorias de la adolescencia, juventud y madurez. No hay un riguroso orden cronológico en la disposición de los textos, por lo cual pueden ser leídos aleatoriamente. A diferencia de las memorias de muchos escritores que evocan con minuciosidad y amplitud diferentes circunstancias, amistades y lugares, Reynoso ha preferido un formato textual más cercano a la estampa o la fotografía, donde las escenas destacan sobre todo por el detalle particular más que por la visión de conjunto. Se trata de prosas muy breves algunas, pinceladas anecdóticas, trazos textuales que en cortos párrafos delinean una circunstancia concreta: el primer contacto con el mar, la contemplación de la belleza juvenil, los amigos entrañables, las amenas tertulias de bar, el paisaje, la naturaleza y las ciudades.

Los nombres de los lugares donde se sitúan los recuerdos dan título a los relatos: Mollendo, Pucallpa, San Pedro de Lloc, Cusco, La Unión, San Felipe, Huanchaco son algunos de los escenarios en los que el autor explora su pasado remoto y reciente. En la mayoría las ciudades no pasan de ser un marco, una circunstancial ocasional, a veces fugazmente comentadas. Se rescata mucho más lo que el lugar aportó como vivencia para el autor a través de la gente con la que tuvo contacto. Por ello los títulos adelantan muy poco, casi nada, del contenido de los textos, sobre los cuales tengo la impresión que fueron escritos no hace mucho tiempo por el tono predominante que sitúa la voz narrativa en el mismo presente referencial.

Los personajes más importantes de estas memorias son los jóvenes, cuya atracción es descrita con refinado y discreto erotismo: “Y sus hermosos cuerpos broncíneos destellaban en gotitas blancas de espuma y de límpido sudor en esa tarde de sol y de mar”. En tal sentido, el epígrafe elegido en el prólogo por Orlando Mazeyra Guillén, quien evoca un emotivo pasaje de La muerte en Venecia —el cual mantiene muchas correspondencias con otros con el libro de Reynoso— no pudo ser más adecuado. El joven efebo Tadzio está muy presente en la figura de los jóvenes contemplados por el autor de En busca de la sonrisa encontrada: “(…) fue una delicia el encontrarme en el cuarto de ese hotelucho de La Parada, pues solo sentía el angelical azufre dulcemente salado del aroma del cuerpo de Nacho (…) y había derrotado para siempre a la muerte y había también encontrado, en el goce del destello de la mirada de Nacho y de su sonrisa terrenal, mis propias raíces milenarias”.

Es la vitalidad, la intensidad con la que viven, las ansias de buscar cada vez más, de emular a quien admiran, lo que cautiva al autor de estas memorias cada vez que comenta las charlas de bar con los muchachos que lo rodean. Algunas reflexiones me resultan bastante maniqueas, en lo que concierne a la naturaleza de los jóvenes “pitucos” y los “cholos”. Los primeros son presentados indefectiblemente como frívolos por su condición privilegiada, por el color de su piel; los segundos lucen más sufridos, realistas, auténticos, necesariamente merecedores de mayor conmiseración ante la mirada del observador. Reiteradamente, finaliza varios de los textos destacando los “vestigios de una cultura milenaria” que brota de la apariencia sensual de los jóvenes a los que contempla, una forma residual de ancestralidad cuya huella palpita en sus miradas, sonrisas y piel. Esta insistencia en rematar el final de ese modo vuelve la lectura monótona y predecible.

Las líneas más logradas son aquellas en las que el autor se aleja de prejuicios sociológicos y nos entrega un lenguaje pleno de sensualidad, cuando nos hace partícipes de su intimidad mediante ese tono confesional característico de las memorias y cuando afloran sus lecturas, escritores y amigos más apreciados, como Martín Adán o Eleodoro Vargas Vicuña. Pero ni bien el lector se hace cómplice del autor, nos encontramos con el final. Las memorias individualmente pueden ser menudas, mas el conjunto que las recopila no debiera serlo, porque de lo contrario tendremos al frente un collage de remembranzas cuyo volumen no da cuenta de la dimensión vital del escritor que se representa en ellas. (La experiencia en China ameritaría por sí sola un extenso capítulo, cuando no un libro entero). Esta me parece que es una de las limitaciones de este libro.

Reynoso se muestra a través de sus prosas tal cual como es. Sincero, abierto y cordial. Nada mezquino frente a quien se le acerca; muy distante de la solemnidad y el protocolo. Observador atento de los paisajes corporales y admirador extasiado de la vitalidad juvenil. Sigue leyendo

CANDELA QUEMA LUCEROS. TESTIMONIO, MEMORIA Y VIOLENCIA

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Arturo Caballero

Félix Huamán Cabrera (Pariamarca, Canta, 1943), al igual que muchos escritores en nuestro país, comparte la creación literaria con la docencia universitaria. Su labor novelística no es reciente. Así lo demuestran Por la nieve habían venido (1972), El pedregal de Yaname (1974), Agua encanta (1978), El toro que se perdió en la lluvia (1984), Candela quema luceros (1989), Noche de relámpagos (1994), Sierpe de acero y soles de oro (2000), En las espigas de junio (2001) y Ladraviento (2002). Su obra literaria es parte de un proceso de emergencia que desde el margen de la metrópoli limeña y provinciana revela un lamentable ninguneo hacia las publicaciones que no satisfacen a la crítica oficial, a las editoriales transnacionales, a los medios de comunicación y a los escritores consagrados, más aún si provienen, como acabo de señalar, de los márgenes del circuito oficial.

Candela quema luceros va por su cuarta edición (San Marcos, 2009) y según testimonio de su autor ha superado los 12.000 ejemplares. Marcel Velásquez, en su análisis sobre el centro y los márgenes en la narrativa peruana contemporánea, comenta que fue gracias a la investigación de Mark R. Cox sobre la novela peruana de la violencia política que esta novela capturó el interés de críticos en los Estados Unidos antes que en el Perú. Y así como ella, muchas otras novelas son verdaderos éxitos editoriales en sus regiones o en circuitos reducidos de la capital, pero invisibles para el gran público hasta que tengan la fortuna de ser descubiertas por la crítica especializada o los medios de comunicación hegemónicos.

Esta novela cuenta, a modo de un extenso monólogo en segunda persona, la historia de la masacre de la comunidad de Yawarhuaita cometida por la acción represiva de las fuerzas del orden. Cirilo, único sobreviviente y testigo de la devastación de su pueblo, se niega a aceptar la muerte de sus compoblanos, por lo cual se empeña en reanimarlos exigiendo a sus cuerpos yacentes que se levanten para retomar sus labores cotidianas. Este monólogo es alternado con la narración en tercera persona de sucesos previos y posteriores a la masacre y por el relato en primera persona del testimonio de Gelacho, un abigeo que profanó el altar de la niña Sarapalacha al interior de una cueva, a quien la comunidad de Yawarhuaita le rendía especial veneración. El resultado de esta ofensa según los comuneros será el advenimiento de tragedias para el pueblo, por lo que acuerdan castigar al culpable recurriendo en primera instancia a las autoridades de la localidad.

Ante la falta de interés del juez y la policía, la comunidad decidió hacer justicia por sus propias manos de acuerdo a sus tradiciones, para lo cual aprehendieron al culpable luego de que fuera liberado. Los principales de la comunidad se quejaron ante el juez por este hecho, pero solo provocaron su disgusto, pues la supuesta niña asesinada por Gelacho para las autoridades no era más que unos pedruscos mal apilados al interior de una cueva. Los principales fueron arrestados y después liberados a la fuerza por una indignada turba de comuneros. La respuesta fue una violenta incursión armada contra Yawarhuaita para «sofocar la desobediencia, y controlar la situación y hacer respetar las leyes». Al término de la refriega, Cirilo sale de su refugio y contempla la comunidad devastada: no quedó sobreviviente alguno. Una comisión investigadora lo encuentra en el preciso instante en que inútilmente conmina a los comuneros asesinados a que se reincorporen, por lo cual es tomado como un demente incapaz de informar sobre lo acontecido en el lugar.

El animismo y el pensamiento mítico están muy presentes en esta novela. La estrecha relación entre el hombre andino y la naturaleza es una constante desde las palabras iniciales dirigidas a José María Arguedas. Más adelante, Cirilo y el narrador en segunda persona que lo interpela evocan la veneración de los comuneros hacia los animales y la tierra, los cuales son dotados de humanidad, pues son susceptibles de padecer las desgracias que afectan a los hombres. De igual modo, las cualidades más despreciables se transfieren a las serpientes, los pumas y los cuervos para reforzar su semejanza con los autores de la masacre. De otro lado, las montañas y los cerros cumplen deseos pero a cambio exigen respeto, de lo contrario causan desastres. Asimismo, hay una explicación mítica sobre el origen de la violencia: la profanación del altar de la niña Sarapalacha por parte de Gelacho. La violenta represión armada contra el pueblo se explica como consecuencia de esa profanación. Esto evidencia que la cosmovisión andina racionaliza míticamente la realidad del momento de acuerdo a cómo se presenta, planteando una explicación-interpretación propia, alterna a la que se construye desde la ciudad letrada.

El valor de lo testimonial para la conservación de la memoria y la construcción de una verdad histórica es un aspecto muy importante en esta novela. Gelacho muerto explica cuál fue la verdad de los hechos que lo involucran como causante de las desgracias que sobrevinieron contra Yawarhuaita. Es un muerto que da testimonio, desea que le crean; por eso brinda detalles. Gelacho comparte con Cirilo su testimonio para que se conozca «su» verdad. Necesita de una voz intermediaria que acredite su discurso. Detrás de la imposibilidad de comunicarse, pues aquel está muerto y este vivo, y del empeño de Cirilo por reanimar a los muertos hay dos demandas que luchan conjuntamente por revelarse: la verdad y la memoria. Por ello es que para reanimarlos Cirilo les recuerda qué hacían, cómo eran cada uno, y lo grato de la vida comunal en el pasado. Los trata como si estuvieran vivos y les exige volver a trabajar. En su condición de sobreviviente, siente que le corresponde desenterrar los cadáveres de quienes no descansarán hasta que se escuchen o descubran sus testimonios con el fin que complementen las versiones predominantes en el presente, o las modifiquen radicalmente.

Cirilo es la voz de los muertos: habla y recuerda por ellos. En otros apartados lo hace el narrador en segunda persona que se dirige a él. Por otro lado, Cirilo y Gelacho mantienen un diálogo trunco en el que existe simultaneidad, pero no interacción. Cirilo no obtiene respuesta de los muertos y Gelacho tampoco logra ser escuchado por Cirilo. Pese a ello, se interrogan y reclaman mutuamente, se lamentan y arrepienten y no se dan por vencidos en sus propósitos: mantener vivo el recuerdo de los comuneros y revelar su propia versión de los hechos. Aquí es muy importante evaluar la actitud de Gelacho en su afán de trascender su verdad más allá de la muerte, lo cual junto al esfuerzo de Cirilo hacen de esta historia una metáfora de la lucha contra el olvido.

Lo anterior tiene relación con que las víctimas sean testimonio silencioso de un pasado violento. Aun muertos, revelan información que complementa la versión que de su historia trágica predomina en el presente. Quieren ser escuchados, que no se los olvide. Están muertos pero existen en tanto tienen mucho que decir. Lo único que los haría desaparecer es el olvido y con ello sus testimonios. El esfuerzo de Cirilo es el de mantenerlos vivos mediante la evocación de la memoria personal y colectiva: hablándoles sobre cómo eran cada uno de los muertos reconstruye la historia de la comunidad hasta las vísperas de la masacre. En buena cuenta, su memoria es lo que mantiene vivos a los comuneros masacrados.

Al igual que en Retablo hay un desencanto por lo que ofrece la ciudad: el progreso y el conocimiento no compensan la decadencia moral en la cual la urbe sumerge al migrante andino, a quien corrompe, o en el mejor de los casos, lo estabiliza económicamente pero a costa del desarraigo. Gelacho no solo se aculturó en la ciudad sino que sus defectos se acentuaron; prueba de ello es su degradación moral y la falta de respeto a las creencias de la comunidad que posteriormente desestima, ya que considera estar fuera del alcance del castigo de las divinidades porque ya conoció otras realidades donde ello no funciona así. Si bien su experiencia con la urbe fue marginal, pues solo llegó a los linderos, bastó ese leve contacto para «contagiarse» de su influjo.

Otro aspecto importante es la relación entre las instituciones y la comunidad. Gelacho fue forzado mediante tortura a confesar que mató a una «niña». De nada le sirvió explicar el mito, porque no le creyeron. Al tomarle declaración, solo quedó claro que confesó un crimen, cuyos detalles o aclaraciones sobre el mito de la Sarapalacha fueron irrelevantes para las autoridades hasta el momento en que verificaron que Gelacho no asesinó a una niña real sino que profanó la cueva de Quipani donde para los comuneros de Yawarhuaita habitaba una divinidad benefactora de la comunidad. Las autoridades menospreciaron el valor de ese lugar sagrado al no mostrarse dispuestos a comprender la importancia que tenía para los comuneros ni la gravedad del acto cometido por Gelacho. El agresor fue liberado luego que las autoridades desestimaran la acusación, ya que para el juez se trató de una burla. El desprecio por la causa de la comunidad manifestado por los representantes de las instituciones del Estado encargados de impartir justicia evidencia que la cultura hegemónica amparada en la institucionalidad solo hace extensivos sus alcances a los sujetos que comparten una idea excluyente de nación donde respeto mutuo de los valores culturales no tiene lugar sino la jerarquización de la diferencia cultural es desmedro de los más vulnerables.

Esta situación determinó que la ley de la comunidad entre en confrontación con la ley del Estado al igual que las instituciones comunales respecto a las judiciales y policiales. Para la comunidad de Yawarhuaita las instituciones del Estado perdieron legitimidad en el momento que restaron importancia a su demanda de justicia. Mientras el juez no vio en el acto de Gelacho una falta que ameritara su detención, los comuneros exigían un castigo ejemplar que al no poder obtenerlo dentro del sistema previsto por las instituciones del Estado, no les quedó más remedio que recurrir a sus propias instituciones comunales por una cuestión de representatividad real.

En este punto es muy nítida la impronta del caso Uchuraccay. La interpretación de la comisión que tuvo a su cargo la investigación de la masacre de los periodistas fue que se trató de un malentendido producto del atraso cultural en el que subsistían algunas comunidades de los andes respecto al resto de la nación. Se sostuvo que los periodistas fueron asesinados de acuerdo a un ritual ancestral destinado para combatir a seres demoníacos. El abandono en el que estas comunidades permanecieron, visible por el desconocimiento de las leyes e instituciones del Estado y, por el contrario, su fidelidad a prácticas ancestrales para la regulación de la vida social también se expusieron como explicaciones de la conducta violenta atribuida a los comuneros de Uchuraccay. Por esta razón es muy significativo que al final del relato una comisión se haga presente, interrogue a Cirilo y luego concluya que en Yawarhuaita no ha quedado nadie sino un demente incapaz de informar algo.

A pesar que el sujeto andino queda fijado dentro de un estereotipo muy trajinado en la narrativa indigenista —el colectivismo, el animismo y el aislamiento cultural— el mayor acierto de Candela quema luceros está en el valor que le otorga al testimonio, como una demanda que trasciende el silencio y que es consecuencia de la necesidad de las víctimas por compartir su verdad. También destaca por la reflexión que suscita acerca de la dificultad de construir una memoria colectiva dentro de una nación heterogénea, socioculturalmente jerarquizada y consecuentemente plena de tensiones entre el Estado y las identidades culturales, y entre las instituciones nacionales y las instituciones marginales no reconocidas por el establishment pero que son más significativas para sus miembros que las primeras. Y finalmente por constituirse en un relato que simboliza la lucha contra el olvido, el mayor asesino de la memoria.

Arequipa, 9 de marzo de 2012 Sigue leyendo