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Y QUÉ IMPORTA EL AUTOR… (II)

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Hola Carlos,

agradezco tu lectura y comentarlo de mi artículo. Escribo epistolarmente para agilizar mi respuesta a tu post.

Lo que no importa del autor para evaluar sus obras son las nimiedades de su vida personal: el atuendo o las actitudes que adopta en público; su carisma, gracia o simpatía no reviste importancia alguna para la crítica literaria. Son anecdóticas, sirven más para la biografía o la prensa de espectáculo. Veo que hasta allí estamos de acuerdo. Esto último de ningún modo resulta relevante para formular una crítica literaria rigurosa. Apreciaciones de este tipo perjudican la comprensión del discurso literario y relegan aún más la discusión de fondo: concentrarse en los textos, no en cuánto nos agradan o desagradan las actitudes públicas de un autor. No obstante, no concuerdo en que la vida o la conducta del autor sean importantes para determinar el sentido de la obra al ser creada. Precisamente, este fue el fundamento de la crítica biográfica.

Esta afirmación acude a un tópico ya abandonado por la teoría y la crítica literaria actual, pero que durante el siglo XIX ocupó el interés de críticos como Charles August Saint-Beauve; por el contrario, tal aseveración recupera la figura del genius. La estética romántica del siglo XVIII utilizaba el concepto de genio para referirse a la capacidad de producción e innovación necesarias para la creación de las obras de arte procedentes de un  sujeto creador soberano, autónomo. Este genius tuvo su origen en reflexiones socráticas y platónicas sobre el daimon, las cuales, a su vez, evolucionaron a través de la tradición renacentista-romántica. La crítica biográfica tiene una de sus fuentes en esa estética romántica y otra en el sujeto cartesiano de la Ilustración, pues fundamenta una interpretación sobre la base de la intención del autor y de sus experiencias vitales, confiando plenamente en que es posible acceder racionalmente a la conciencia creadora. «Falacia biográfica», según la cual el texto es un documento que es explicado y explica la vida de su autor, y «falacia intencional», que asocia el sentido de un texto con la intención del escritor.

La historia de la crítica literaria ha oscilado entre perspectivas que enfatizan al autor, al texto, al lector y al contexto; algunas proponen que la crítica literaria se limite al análisis textual, otras se apoyan en las humanidades y las ciencias sociales. Mientras más perspectivas pueda integrar el crítico sobre su objeto de estudio, podrá comprender con mayor amplitud las diferentes dimensiones del texto. Sin embargo, la crítica biográfica parte de presunciones que conducen a graves distorsiones hermenéuticas: que el sentido del texto es posible explicarlo acudiendo a la vida de su autor. Y no es así, porque ello supone que el autor asigna un sentido a su obra susceptible de ser hallado tal cual por sus lectores en cualquier época. El fundamento de la crítica biográfica descansa en la convicción de que el autor es el donador de sentido primordial, que el enigma hermenéutico sería resuelto mediante una entrevista al autor, y de no ser posible, desentrañando  los vericuetos de su intimidad. Las perniciosas consecuencias de este tipo de interpretación convirtieron la enseñanza de la literatura en un acopio de biografías y datos históricos, es decir, la literatura como un apéndice de la historia, bajo la ingenua convicción de que hurgando en la vida privada o pública de los escritores o reconstruyendo la época con ayuda de la historia bastaría para descifrar sus textos. La nefasta herencia del biografismo fue que la lectura de la vida de los autores terminó suplantando la lectura de sus obras. Tal es así que la tesis doctoral de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez. Historia de un deicidio bien podría ser leída como una acertada biografía, una suerte de amplia exposición dóxica sobre la obra de un novelista, pero con muy poca sustancia crítica para aproximarnos a la poética del Nobel colombiano, es decir, con notables inconsistencias epistemológicas en su fundamentación. No es casual que esa tesis haya sido acogida durante una etapa en la cual el postestructuralismo era moneda corriente en el resto de Europa, mientras que la academia literaria española persistía obcecadamente en la filología y el biografismo. Difícilmente esa tesis doctoral habría sido acogida en Francia, Reino Unido y mucho menos en los Estados Unidos.

Otra objeción contra el biografismo es que pierde de vista al lector y los modos de lectura dominantes en cada época. Leemos un texto con toda la experiencia acumulada hasta ese momento y mediatizados por modos de lectura imperantes, y a pesar que las vicisitudes de la vida de un autor efectivamente lo hayan conducido a escribir sobre determinados temas (la influencia de la vida en la elección de ciertos temas no la pongo en discusión) los lectores obtienen nuevas y diversas interpretaciones prescindiendo de si Ribeyro contempló los muladares de la Costa Verde, si Vargas Llosa estudió en el Colegio Militar o si Scorza presenció los padecimientos de la comunidad de Rancas.  Por ello la ruta para analizar e interpretar, por ejemplo, los versos de Vallejo no pasa por tener su biografía, entrevistas o un anecdotario en una mano y Trilce en otra, sino, primero, por reconocer la dimensión elusiva y opaca del lenguaje, en especial, de la poesía.

Lo expuesto por Barthes y Foucault se complementa con los aportes de la teoría de la recepción: «[…] la literatura y el arte sólo se convierten en proceso histórico concreto cuando interviene la experiencia de los que reciben, disfrutan y juzgan las obras. […] llegando a formar tradiciones que pueden incluso, en no pequeña medida, asumir la función activa de contestar a una tradición, ya que ellos mismos producen nuevas obras». (Jauss, «El lector como instancia de una nueva historia de la literatura», 1987). El lector toma contacto con el texto literario acompañado de un bagaje experiencias y conocimientos previos, propios y compartidos con su espacio y su época. La estética de la recepción remarca la cualidad inconclusa del texto literario, cuyo sentido es completado durante la lectura, y reconociendo la polisemia del discurso literario evita las interpretaciones unívocas o unilaterales. En «El proceso de lectura: enfoque fenomenológico» (1987), Wolfgang Iser advierte que «La convergencia de texto y lector dota a la obra literaria de existencia, y esta convergencia nunca puede ser localizada con precisión, sino que debe permanecer virtual, ya que no ha de identificarse ni con la realidad del texto ni con la disposición individual del lector». Y luego añade que es el lector quien pone en marcha una obra. Iser sostiene que el significado no está exclusivamente en el texto sino que se genera durante el proceso de lectura; que el significado no es totalmente textual ni depende arbitrariamente del lector, sino que es resultado de una interacción; y además, que el lector participa en la producción de significados al completar una estructura abierta de sentido que es el texto literario, «al llenar vacíos o indeterminaciones en su estructura, completa la obra literaria» (Holub, «La teoría de la recepción. La escuela de Constanza», 2010). 

Luego, la crítica biográfica parte de la ilusión de que la vida explica al texto, pues aquella contendría las verdaderas motivaciones que desataron la creación. Pero olvida rápidamente que la biografía es una creación discursiva, que ni las autobiografías más polémicas las podemos considerar un documento fiel de lo que aconteció, ni siquiera los diarios. Este tipo de aproximación es deudora del positivismo y el historicismo, para los cuales era fundamental hallar evidencias concretas que permitieran formular leyes estables y predecir acontecimientos, en un momento que las ciencias sociales y las humanidades acogieron con grandes expectativas los métodos de las ciencias exactas para analizar sus objetos de estudio. La crítica literaria no fue la excepción. Poco a poco el autor concitó el interés de la crítica, suponiendo que lo escrito en sus obras depende en buena parte o se origina en la vida del artista.

A la crítica biográfica le resultaba complejo desligar la valoración moral sobre el autor de la apreciación de sus obras (los Retratos literarios de Saint-Beauve son una muestra de ello), ya que si la «gran literatura» es obra de «grandes hombres», su valor radicaría principalmente en que permite el acceso íntimo a su alma, no de cualquier hombre, sino de uno capaz de crear una «gran obra». El problema es que así la literatura se reduce a un tipo de autobiografía encubierta. Novelas, cuentos, poemas y piezas teatrales dejan de leerse como lo que son, literatura, leyéndose como accesorios que permiten conocer a quien las creó. Asimismo, sostener que las obras literarias son manifestaciones de la mente del autor, no ayuda mucho a discutir el sentido de «Los reyes rojos» o «Altazor». Aun en el hipotético caso que dispusiéramos de toda la información biográfica sobre Eguren, Huidobro y Vallejo para determinar el sentido de sus poemas ¿para qué emprender esa pesquisa si su vida está plasmada en sus textos?

Bourdieu es útil para comprender la dinámica de fuerzas que actúan sobre los escritores y que definitivamente estos no pueden ignorar. Al mismo tiempo, tenemos varios ejemplos en los que una tendencia artística marginal transgresora deviene hegemónica. Siguiendo a Bourdieu, aquella no llega a ser hegemónica en virtud solo de su ímpetu subversivo sino en renegociación con el campo intelectual dominante, o sea no es que se imponga y borre del mapa lo precedente, sino que adquiere las prácticas de reproducción del establisment sin las cuales no podría mantenerse en un lugar de hegemonía. El autor importa para Bourdieu, y allí también coincido, en un sentido absolutamente diferente. Con la categoría de campo intelectual Bourdieu va más allá, superando la dicotomía autor/obra —el determinismo de primero sobre la segunda— e instalando el campo intelectual como una interfaz entre autor, obra y sociedad. En consecuencia, de Campo de poder, campo intelectual no se sigue que haya que acudir al autor para establecer el sentido de sus obras antes, durante o después del proceso creativo, sino que a donde hay que acudir es al análisis del campo intelectual, ya que permitirá apreciar cómo se construye la función autor en relación con las obras y con la sociedad. En suma, el autor no es la instancia primordial del sentido para Bourdieu, reitero, ni antes ni durante ni después del proceso creativo. ¿El autor importa? Sí y no. Sí como uno de los elementos que configura el campo intelectual; no como fundamento para interpretar sus obras. Lo que definitivamente sobra, porque no suma, más bien resta, son los desplantes o la egolatría del autor, si bien útiles para semblanzas y perfiles, inservibles para el análisis e interpretación de textos.

También disiento de que una obra de arte sea resultado de una personalidad (¿están siempre los escritores en cabal posesión de lo que quieren expresar?), pues habría que asumir que el genio creador es responsable de una originalidad fundacional obviando que el sujeto creador lo es sobre la base de una tradición precedente; lo más adecuado es afirmar que una obra de arte es resultado de múltiples identidades en conflicto. Desde Marx, Nietzsche, Freud y Lacan, la confianza en un sujeto consciente al modo cartesiano ha cedido lugar a la idea de un sujeto escindido. De otro lado, el  paso que dio Julia Kristeva de la intertextualidad a la intersubjetividad explica que el abordaje unilateral del texto desde solo el sujeto autor o solo desde la inmanencia textual descuida que un texto es a la vez muchos textos y que nuestras representaciones de la realidad están mediatizadas por las representaciones de otros sujetos y del lenguaje. Ningún autor es propietario definitivo del discurso creador que vierte en una obra, ni su personalidad el fuero de donde proviene lo nuevo. Las técnicas de la novela moderna no se desplegaron por vez primera en el Ulises de Joyce, están presentes en La Odisea; Edipo Rey anticipó los motivos de la novela policial; y si colocamos los salmos del Antiguo Testamento en una antología de poesía vanguardista no se notaría la diferencia; contra lo que suele afirmar, la renovación de la literatura peruana no se dio con la generación del 50, La casa de cartón es un antecedente de Los cachorros, como lo es Duque respecto a No se lo digas a nadie.

Tampoco la obra de arte es «un acto de liberación que da perfección estética a una realidad imperfecta o que inventa una que no lo sea». Pese a nuestra profunda admiración por las bellas artes y las bellas letras, concuerdo con George Steiner en que las humanidades en sí mismas no humanizan al hombre: los mismos oficiales que escuchaban a Schubert y Wagner de noche amanecían dispuestos a torturar a un ser humano por la mañana.  La cultura filosófica, literaria y musical de alta perfección estética no logró impedir el Holocausto. Incluso los cuadros intermedios de Sendero Luminoso eran asiduos lectores de novelas decimonónicas, de aquellas llamadas novelas totales, las cuales eran leídas siempre en clave política. El Grupo Literario Nueva Crónica, que reúne a ex combatientes de Sendero Luminoso, testimonia que durante el presidio leyeron con acuciosidad el Antiguo Testamento en clave marxista-leninista. Hasta el nacionalismo encontró un lugar seguro en la novela, tal es así que Doris Sommer habla de ficciones fundacionales para referirse al modo como la novela en América Latina contribuyó, tanto como las ideas políticas, a la construcción simbólica de los Estados-nación. Así, los modos de lectura terminan siendo decisivos, no lo previsto por los autores.

El retorno al autor hoy dentro de la teoría y la crítica literaria es radicalmente distinto al del biografismo del siglo XIX. Es más bien un retorno a un yo situado dentro de una experiencia, como lo sugiere Seyla Benhabib, que no es simbolizada totalmente a través del lenguaje, pero que deja indicios en los cuerpos. Las reflexiones de Foucault sobre la disciplina y los cuerpos dóciles, Judith Butler y sus cuerpos que importan y la teoría queer dan cuenta de ese retorno.

Nuevamente, te agradezco este intercambio que es mucho más productivo y estimulante que discutir sobre la pose de los poetas arequipeños. Confío que en adelante los debates giren en torno a lo que ellos escriben, pues polemizar sobre cómo se comportan los poetas le compete a la prensa del corazón, no a la crítica literaria.

 Charlie

 

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LA VIOLENCIA QUE VENDRA

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Publicado en Letralia y Crítica.cl

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En su artículo  «¿Literatura de la violencia política o la política de violentar la literatura?» (2007), Miguel Ángel Huamán, profesor de la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, advirtió la restringida noción de violencia política asumida por un amplio sector de la crítica literaria peruana, pues dejaba al margen discursos como el feminicidio, represión estudiantil y sindical, violencia familiar, discriminación racial, entre otros,  que también son manifestaciones de violencia política. 

En este sentido, El nido de la tempestad (Lima, 2012), primera novela de Yuri Vásquez (Arequipa, 1963) inaugura un nuevo enfoque sobre la violencia política en el Perú. Su breve pero consistente trayectoria de comprende además el libro de cuentos Cortometraje (Arequipa, 2010) y distinciones como el primer lugar en la VIII Bienal de Cuento Premio COPÉ 1994 con el relato «Cuando las últimas luces se hayan apagado». 

Esta novela narra varias historias paralelas que poco a poco se entrecruzan. La de Mauro Apaza Páucar, estudiante de Educación en la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa y militante de una facción del Partido Comunista; la de Mariela Velarde Muñoz, hija de una distinguida familia arequipeña pero venida a menos durante su generación; la de su primo Marco Velarde Gómez, delincuente y renegado, dispuesto a enmendar su vida a toda costa;  la de Olga Zapana Mendoza, hermanastra de Mauro, atractiva, arribista e inescrupulosa, también dispuesta a todo a fin de ascender socialmente; y de sucesivas generaciones de una aristocrática familia arequipeña desde la Independencia hasta los años setenta en que se ubica el presente de la novela. El argumento central se articula en torno al drama de Mauro Apaza quien, luego de experimentar continuas y variadas formas de racismo, transforma su resignación en odio. 

La historia no se desarrolla en Ayacucho ni en Lima ni en la selva, típicos escenarios del conflicto armado interno, sino en Arequipa, donde la acción bélica del MRTA y Sendero Luminoso no fue trascendente. La Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa, una de las más importantes universidades públicas del sur del Perú, fue centro de adoctrinamiento senderista, de confrontaciones ideológico-políticas entre diversas facciones de la izquierda y de una gran efervescencia estudiantil por el activismo político. Tampoco acontece en el periodo de mayor intensidad del conflicto armado interno, sino durante el último quinquenio del gobierno militar, iniciado por el general Juan Velasco Alvarado y luego concluido por el general Francisco Morales Bermúdez. Por ello, ejecuciones arbitrarias, juicios populares, torturas, violaciones, masacres de comunidades y confrontaciones bélicas entre subversivos y Fuerzas Armadas  están ausentes en la narración. 

Características que le imprimen a El nido tempestad una singularidad muy especial en comparación con el modo en que novelas precedentes como Lituma en los andes (1993), Rosa cuchillo (1997), Retablo (2004), La hora azul (2005), Abril rojo (2006) o El camino de regreso (2007) entre muchas otras, narraron la violencia política, porque se desmarca de una representación circunscrita a la insurrección armada de los movimientos subversivos o a la represión de las Fuerzas Armadas sobre la población civil atrapada en medio del conflicto. La novela de Yuri Vásquez expone un vasto panorama de las variables que componen la violencia política: racismo, desigualdad socioeconómica, autoritarismo, conservadurismo, machismo, violencia de género y pugnas ideológicas, todas estas superpuestas entre sí, las cuales fueron germinando históricamente la violencia demencial que irrumpió en los ochenta y noventa hasta un punto de no retorno, a partir del momento en que los más perjudicados por la violencia estructural decidieron subvertir las relaciones de poder mediante la violencia armada. 

Si en Conversación en la Catedral, Zavalita se preguntaba «¿En qué momento se había jodido el Perú?», la gran interrogante de Mauro Apaza que abre la novela es «¿Dónde está Basadre?». Pregunta que en la previa al inicio del conflicto armado interno desatado por Sendero Luminoso supone otras preguntas: ¿Podrían sobrevenir sucesos más violentos de los que la historia del Perú ha registrado hasta el momento? ¿La historia podría advertir lo que está por venir? ¿Somos conscientes de lo que estamos creando? ¿Dónde están hoy aquellos que nos ofrecieron un amplio panorama de la realidad nacional? ¿Está vigente su análisis?  A diferencia de la gran mayoría de novelas sobre el conflicto armado interno, El nido de la tempestad no es un balance sino una antelación, una puesta en escena de las condiciones que lo hicieron posible. 

La novela de Yuri Vásquez se aproxima a la célebre novela de Mario Vargas Llosa por la pretensión de totalidad. La narración indaga en los intersticios de la vida cotidiana de los personajes, en sus grandezas y miserias materiales y psicológicas. Ninguno de los personajes es invulnerable a la mirada introspectiva del narrador omnisciente que acompaña la mayor parte de la historia. Muy aparte de su condición social, cultural o económica, el advenimiento de una tragedia individual, familiar y generacional compromete a toda la sociedad. Así como en Conversación en la Catedral, la decadencia moral de la clase política y de la burguesía tiene como correlato el ascenso del autoritarismo, en El nido de la tempestad la decadencia moral marcha paralelamente al incremento de la microviolencia diversificada en los resquicios más íntimos de la vida social. 

Las tribulaciones de Mauro Apaza evocan el abatimiento de Raskolnikov en Crimen y castigo, pero con diferencias que matizan al personaje. Apaza estudia Educación, tiene inquietudes intelectuales, pero no es un alumno brillante, más bien es algo limitado en sus lecturas; es muy cercano a su madre, vive en un cuarto próximo a su casa, pero su hermanastra Olga dista mucho de ser sacrificada como Dunia. Sin embargo, la penetración psicológica del narrador sobre Mauro es semejante al enfoque de la novela de Dostoievski sobre Raskolnikov, con el agregado que en El nido de la tempestad tal indagación se distribuye entre los tres principales protagonistas: Mauro, Mariela y Marco. Mientras el protagonista de Crimen y castigo vive acongojado por el peso de un crimen, Mauro lo está por la discriminación racial y el resto de exclusiones que la acompañan. A diferencia de Raskolnikov, el gran «crimen» de Apaza está por venir. 

La técnica narrativa empleada despliega una variedad de recursos que ayudan al desarrollo de la historia. Flashbacks no muy distantes en tiempo, sino casi inmediatos y situados en el mismo lugar; anticipaciones que complementan información sobre el pasado; diálogos telescópicos unidos por un mismo tema; enfoque narrativo múltiple: narrador personaje en primera persona, segunda persona, tercera persona omnisciente, extensos monólogos interiores, y narraciones paralelas distantes en tiempo y espacio que progresivamente confluyen en el presente. Frecuentemente combinados en una misma secuencia, constituyen recursos que intensifican el ritmo de la narración. 

La historia de la familia Velarde es narrada mediante una escritura que incorpora la oralidad característica del hablar loncco. Este relato atraviesa la trama principal, hilvanando el resto de historias de los tres personajes principales, y sirviendo como telón de fondo para comprender el soporte histórico de la violencia política. La tradición —que para conservarse invoca el autoritarismo y una identidad impermeable al contacto cultural— es presentada como el mayor discurso generador de violencia y el más difícil de remover del imaginario local, paradójicamente, muy arraigado en los sujetos más perjudicados por la exclusión. El vínculo de este relato con el resto de la novela radica en que la conservación del tradicional habitus colonial, en lo que atañe al trato dispensado entre la aristocracia y las clases más bajas permite que subsista una sociedad estamental como Arequipa donde el racismo se mantiene como el mecanismo de dominación más efectivo, configurando así un escenario propicio para la violencia que vendrá. 

Al respecto, es muy significativo que el nombre de los tres protagonistas principales comience con «M». Esto puede sugerir que, a pesar de sus diferencias (culturales, intelectuales, sociales, económicas, ideológicas) no hay posibilidad de que escapen al influjo de la violencia en algunas de sus manifestaciones: racismo, violación sexual o desadaptación social. O tal vez establece la marca de un destino fatal que inexorablemente se cumplirá, pues las condiciones están dadas para ello. Mauro, Mariela y Marco son individuos atormentados de distinto modo. En consecuencia, cada uno busca una manera diferente para resolver sus conflictos; no obstante, los tres adoptan decisiones radicales. 

Hacia los tramos finales, la caracterización de dos personajes me motiva ciertos reparos.  El giro de Mariela —firme, segura y bastante desenvuelta al inicio, sin mediar mucho tiempo aparece luego apocada, insegura y temerosa— no luce muy verosímil. Asimismo, la explicación de cómo Marco se fue convirtiendo en un forajido no resulta convincente sino más bien ingenua. En este pasaje, la seductora prosa del comienzo declina ante otra contrastantemente reiterativa y poco audaz. 

El nido de la tempestad exige una atenta y urgente lectura, puesto que actualiza y discute el canon de la novela de la violencia política. Yuri Vásquez ha logrado lo que Ribeyro, Vargas Llosa, Bryce y los narradores de la generación del 50 con Lima, pero en su primer intento: construir un universo novelístico sobre Arequipa trazando una genealogía de la violencia desde la Independencia hasta bien avanzada la República. Esta genealogía nos sugiere que la respuesta a la pregunta por las causas de la violencia política se halla en la microviolencia, en la violencia al menudeo, esa que contemplamos a diario cada vez más sin mayor asombro, y de la cual somos partícipes y a veces agentes. Y nos recuerda que la hipótesis de la violencia estructural no habría que descartarla tan pronto. 

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Y QUÉ IMPORTA EL AUTOR…

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Publicado en Diario Noticias de Arequipa, lunes 22 de abril de 2013

En “¿Qué es un autor?”, Michel Foucault trazó una genealogía del concepto. Allí expuso que esta idea adquirió importancia no hace mucho en realidad, sino a partir del siglo XVIII como consecuencia de sancionar eventualmente al responsable de la escritura de un texto cuando el contenido se considerase peligroso para el poder.  Antes de ese periodo, no importaba mucho quién había producido un texto, salvo para refrendar el valor de un texto propio apelando a una figura de autoridad. Foucault sostiene que la función autor consiste en agrupar un corpus textual bajo la pertenencia a un sujeto, a quien se le atribuye la propiedad, creación y sentido del texto. Su aparición, explica, se debió a la necesidad de identificar al sujeto que produjo un texto cuyo contenido se considerase una amenaza, a fin de sancionarlo. Pero acota que no a todos los textos por igual se les asigna la función autor, pues en ello influyen «una serie de operaciones específicas y complejas». Es decir, que la importancia de saber quién es el autor de un texto se limita a satisfacer, primero, la pregunta por el origen del sentido textual, segundo, la eventual sanción si es que tal sentido constituyera una amenaza, y tercero, que la asignación de autoría es un proceso instaurado desde el poder. Asignar la pertenencia de uno o varios textos a un autor sirvió, entre otras cosas, para justificar cierta homogeneidad en el sentido y estilo, un aire de familiar sobre un cuerpo de textos. Foucault concluye que la función autor obstaculiza el análisis de los modos de enunciación de un discurso.

Foucault hace hincapié en el estatuto otorgado por la función autor. Digamos que Esquilo no fue un autor en el mismo sentido que lo fue Zola. Hubo algo a través de la historia que dio densidad a la función autor. Fue la convicción moderna de que la razón facultaba al ser humano de un conocimiento total de la realidad. Por ello no es casual que la función autor emergiera a finales del siglo XVIII y principios del XIX, durante el apogeo del Iluminismo. La crisis del Iluminismo y su confianza en que el ser humano dotado de razón podía conocerlo todo contribuyeron a que la apelación al autor para interpretar la obra fuera progresivamente sustituida a favor del texto, el contexto, el inconsciente, el lector, etc. De modo que la invocación al autor para explicar el sentido de un texto es un resabio de la fe perdida en la razón iluminista.

La polémica “andinos vs. criollos” suscitada hace un par de años durante el Encuentro de Narradores Peruanos en Madrid dejó un saldo nada favorable para los autores involucrados. Las que sí quedaron indemnes, felizmente, fueron sus obras. Incluso críticos como Julio Ortega, Alonso Alegría y José Miguel Oviedo ingresaron a la espiral de diatribas, dimes y diretes. Esa polémica evidenció una de las batallas discursivas más intensas en el campo intelectual contemporáneo: la condición de ser-escritor. Hay muchos autores, pero no todos son escritores. El estatuto otorgado al autor fue precisamente la condición de escritor. Esta condición, lejos de estar definida unilateralmente por el autor, es resultado de cierta demanda social que el aspirante a escritor no puede ignorar. En otras palabras, el modo cómo se valora al sujeto escritor revela más, mucho más, de la manera en que se organiza una sociedad en torno a la producción de saberes que del significado de sus obras. Revela, entre otros aspectos, que aún no se supera la fe en hallar un sentido primordial, en responsabilizar una falta, en corporeizar lo que se interpreta como transgresión o simplemente desagradable; en síntesis, los procedimientos que limitan el acceso al estatuto de escritor.

En Campo de poder, campo intelectual, Pierre Bourdieu desarrolla ampliamente la idea de que el autor no se conecta de modo directo a la sociedad, ni siquiera a su clase social de origen, sino que existe una interfaz, el campo intelectual, que funciona como mediador entre el autor y la sociedad. Y ese campo intelectual es la condición “autor-escritor”, como mencioné anteriormente, espacio donde se libran intensas confrontaciones que se resumen en “¿quién es (puede/merece) ser o no escritor?”.

Y Roland Barthes también aporta lo suyo. En “La muerte del autor”, anota que “la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. Luego de explicar que la noción de autor fue resultado del culto moderno al individuo, y de criticar su vigencia, propone que el que habla es el lenguaje y no el autor. No es el autor el que nos ofrece sus confidencias a través de la literatura, sino que cuando comienza a escribir “la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte […]”. “Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura”.

La pregunta por cómo se conducen los escritores en su vida pública o cuan modestos o petulantes son no reviste ninguna importancia —salvo anecdótica en cuyo caso biógrafos y cronistas disponen de un vasto material— para la crítica literaria. Los vicios o virtudes de un artista no deberían ser criterio para valorar sus obras. ¿Dejaremos de leer Ser y Tiempo de Martin Heidegger porque fue militante del partido Nazi y delator de colegas judíos en la universidad? ¿A Borges porque no emplazó con firmeza la dictadura de la Junta Militar en Argentina mientras desaparecían intelectuales disidentes? ¿A Céline por su antisemitismo? (Por lo menos en estos casos se suele descalificarlos por cuestiones muy serias y no por su vestimenta, carisma o antipatía). Quienes se dedican a la creación artística deberían tener bien claro que una vez puesta en circulación sus obras, en cierto sentido, dejan de pertenecerles y que el significado otorgado durante el proceso creativo no es cosa juzgada, porque será el lector o espectador quien con toda su experiencia acumulada renegociará el sentido de la obra.

Detrás de esa pregunta subyace otra: ¿quién merece ser llamado escritor? No obstante, la pregunta final de Carlos Rivera, “¿Y la poesía arequipeña cómo está?”, coloca la agenda crítica en un camino más fructífero que evaluar el atuendo de los poetas. Porque prolongar esta discusión postergará todavía más un diagnóstico urgente sobre la producción literaria surperuana que tiene en Arequipa uno de los centros editoriales más importantes de la región. Pero si, por el contrario, creadores y lectores se empecinan en superponer la figura del autor a su obra, la crítica se convertirá en una colección de agravios, chismes, y lo que es peor, en un intercambio sensiblero de moralina, ni siquiera sobre el texto, lo cual es ya bastante inocuo, sino sobre la conducta de su autor, es decir, el revés de la crítica.

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NO QUIEREN TANTO A MARIO

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El lunes pasado, Mario Vargas Llosa recibió el doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad Católica de Córdoba. Su visita a “La Docta” coincidió con la noticia del fallecimiento de Margaret Thatcher, en medio de una abierta guerra fría entre el gobierno de la Nación y la ciudad de Buenos Aires por la catástrofe que dejaron las inundaciones en la ciudad de La Plata, y previa al anuncio de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner acerca de la democratización de la justicia en la Argentina. El auditorio lucía repleto pero no desbordado, a diferencia de lo que podría suceder en Lima o Arequipa durante la antesala de una presentación de Mario Vargas Llosa.

Mario no leyó un discurso. Expuso una serie de temas recurrentes en sus últimas intervenciones: la literatura y su capacidad para enfrentar la falta de libertades, el potencial cuestionador de la literatura frente a la realidad que nos tocó vivir, la situación de la información en un contexto de intenso desarrollo tecnológico y la falta de referentes estables para evaluar el arte. La Universidad Católica de Córdoba, primera universidad privada de Argentina, ofrecía un marco bastante confortable para el novelista, no solo por la moderada asistencia sino porque no habría la posibilidad de que irrumpieran manifestantes para interrumpir la ceremonia, como sucedió semanas atrás en la Universidad de Lima, y porque ideológicamente, tampoco habría protestas estudiantiles ni de docentes repudiando su llegada, como posiblemente ocurriría en la Universidad Nacional de Córdoba.

Algunos de los principales medios de comunicación de la ciudad y el país, sobre todo los opositores, aprovecharon la ocasión para destacar la trayectoria de Mario Vargas Llosa a favor de la democracia y la libertad. Y es que el autor de La ciudad y los perros no es una figura desconocida para la política y la opinión pública argentina. En 1976, a siete meses del golpe militar, en calidad de presidente del PEN Club Internacional, fustigó severamente al gobierno de facto en su “Carta al General Jorge Rafael Videla”, donde lo instó a cesar la persecución contra escritores e intelectuales opuestos al régimen. Sus posteriores intervenciones sobre la realidad argentina adquirieron otro tono. En mayo de 2009, concedió una entrevista al diario italiano Corriere della Sera; allí declaró que “Cristina Fernández es un desastre total. Argentina está conociendo la peor forma de peronismo: populismo y anarquía. Temo que sea un país incurable”.

En 2011, pocos meses después de haber sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura, fue invitado a inaugurar la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires. Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, dirigió una carta el presidente de la Cámara del Libro en la cual le solicitaba reconsiderar la invitación al flamante Premio Nobel sugiriendo que en su lugar se diera la oportunidad a algún escritor argentino “en condiciones de representar las diferentes corrientes artísticas y de ideas que se manifiestan hoy en la sociedad argentina”. Seguidamente, junto a otros intelectuales argentinos, buscó adherentes para impedir que Vargas Llosa inaugure la feria. La réplica de Vargas Llosa no se hizo esperar. “Piqueteros intelectuales” inicia saludando la decisión de la presidenta argentina aunque advierte que “obedientes, pero sin duda no convencidos, los intelectuales kirchneristas dieron marcha atrás”. Horacio González duplicó con “Largas a Vargas”, extenso artículo que saca a relucir la bronca de González luego de que Cristina Fernández le indicara retirar su carta más que mostrar razones atendibles para explicarla.

Finalmente, Vargas Llosa dio el discurso inaugural. “La libertad y los libros” se deja leer como un alegato a favor de la literatura como antídoto contra la censura: “Leer nos hace libres, a condición, claro está, de que podamos elegir los libros que queremos leer, y que los libros puedan escribirse e imprimirse sin inquisidores ni comisarios que los mutilen para que encajen dentro de las estrechas orejeras con que ellos aprisionan la vida. Defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos”.

En abril de 2012 volvió a arremeter contra el gobierno de Cristina Fernández. “La guerra perdida” comenta negativamente la expropiación de la empresa YPF, antes propiedad del grupo Repsol, medida que calificó como una convalidación del chavismo, además de sostener que “Los males que padece ese gran país que fue Argentina se deben al peronismo”. Y en octubre del mismo año aclaró que “La identidad perdida”, aclara que el artículo que circula en Internet titulado “Sí, lloro por ti Argentina” no le pertenece sino que hábilmente redactado por alguien que recogió frases suyas acerca de los Kirchner y la situación actual de la Argentina. Sin embargo, reconoció que el texto “era infame, pero no estúpido”. El apócrifo pero contundente artículo incidía en lo inexplicable de la actual situación política, social y económica de la Argentina: “¿Cómo puede ser que sea el país empobrecido, caótico, subdesarrollado que es hoy? ¿Qué pasó? ¿Alguien lo invadió? ¿Estuvieron enfrascados en alguna guerra terrible? No, los argentinos se hicieron eso ellos mismos. Los argentinos eligieron a lo largo de medio siglo las peores opciones”.

Días después de la presentación en Córdoba, una multitud de activistas de izquierda protestaron frente al Teatro Colón en el centro de Buenos Aires contra la visita de Vargas Llosa, a quien incluyeron dentro de la conspiración golpista de la derecha internacional, acusación por demás exagerada y sin fundamento. La derecha peruana, latinoamericana y mundial no tiene claro si Vargas Llosa es su aliado o su adversario político. El autor de La casa verde desconcierta a izquierda y derecha, aunque en ocasiones sus declaraciones son funcionales al conservadurismo, particularmente en temas culturales.

Dediqué seis años a estudiar sus novelas y ensayos, investigación que culminó en una tesis sobre los vínculos entre su teoría de la novela y su pensamiento político. Por ello a menudo he discutido la postura de Vargas Llosa sobre literatura, cultura y política. Y así como celebro al escritor que recriminó severamente a Alan García por la masacre de los penales (“Una montaña de cadáveres”), que confrontó abiertamente al Cardenal Cipriani y enmendó la plana al que fuera ministro de Defensa, Ántero Flórez-Aráoz, (“El Perú no necesita museos”), que renunció a la comisión que tenía a su cargo la implementación del Museo de la Memoria cuando se urdía en el Congreso una amnistía para los miembros del grupo Colina y cuando el diario El Comercio decidió convertirse en vocero oficial de la candidatura de Keiko Fujimori desatando una campaña sucia contra Ollanta Humala;  disiento de su explicación sobre la Masacre de Uchuraccay, cuyo informe atribuye la muerte de los periodistas a una supuesta barbarie consustancial a los comuneros uchuraccaínos, de su infeliz análisis del “Baguazo”,  de su nostalgia por el retorno de viejos valores según él necesarios para distinguir el buen arte del arte decadente, por mencionar solo algunos casos que a los seguidores del novelista, ensayista, crítico y dramaturgo nos desconciertan, pero, a la vez, nos recuerdan que las obras trascienden a sus autores.

Vargas Llosa no dejará de criticar el populismo, las dictaduras militares o civiles, de izquierda o derecha, la censura contra los medios de comunicación, el caudillismo y cualquier otra amenaza contra lo que él considera la cultura de la libertad. Confío que con la misma denodada pasión, nos regale, hasta donde le permita la vida, esas ficciones que nos hacen vivir una existencia paralela negada por la realidad, esas mentiras verdaderas por las cuales queremos tanto a Mario.

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