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Relatos de paseos y viajes

Y VOLAR, VOLAR… TAN LEJOS

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Posiblemente, a los 5 años abordé por primera vez un avión. No recuerdo si en el antiguo aeropuerto «Chachani», luego rebautizado como aeropuerto «Arequipa», o en el actual «Alfredo Rodríguez Ballón», pero de hecho fue en algunas de las veces que acompañaba a mi madre a Lima con frecuencia a inicios de los ochenta. Los recuerdos más remotos de mi infancia me llevan al pequeño aeropuerto de Arequipa al que íbamos a recibir o a despedir a mi madre o a los familiares de Lima. Era toda una experiencia para mí, la mayoría de veces muy grata, otras no tanto, como cuando una familia completa que vivía en mi barrio falleció en un accidente de avioneta. Uno de los niños estudiaba conmigo en el jardín.

Luego de la inauguración del «Alfredo Rodríguez Ballón» —nombrado así en homenaje al joven piloto arequipeño que realizara la hazaña de cruzar los andes desde Mendoza hasta Santiago y después hasta Lima en el biplano «Spartan»— mi fascinación aumentó. El aeropuerto me parecía un lugar absolutamente distinto a cualquier otro de la ciudad por su elegancia y amplitud, por la gran cantidad de gente congregada que contrastaba con la soledad instantánea luego de su abordaje. Gustaba jugar con la secadora automática de los baños; era tan pequeño que apretaba el botón para que el aire caliente golpeara mi rostro mojado. Me encantaba corretear por la terraza que me parecía inmensa, interminable, enorme como una pradera. La llegada de los aviones y la gente agolpándose en la baranda frontal pese al ensordecedor ruido de las turbinas era el clímax de la tensa espera.

En el verano de 1987, viajamos con mi madre a Argentina y Chile. Por aquellos años, Lan Chile no operaba en el Perú, así que vimos por conveniente partir desde Arica hasta Santiago. El vuelo duraba casi 4 horas. Hizo escala en Antofagasta y La Serena, si mal no recuerdo. A mis 14 años me parecía emocionante pasar tanto tiempo en el aire, observando las nubes tan de cerca, el desierto, el mar y la cordillera. Las aeromozas eran muy cordiales y estaban atentas a cualquier petición de los pasajeros. La comida, recuerdo, era bastante generosa. A los más pequeños les obsequiaban una lonchera con golosinas y motivos de la empresa. Hoy, el refrigerio es más bien frugal, y la atención aceptable. Eso sí, no hay obsequios para nadie. El tramo de Santiago a Buenos Aires fue más emotivo porque cruzamos la Cordillera de los Andes. De un momento a otro, nos sobrecogió un frío intenso al pasar por encima. Al rato, en adelante solo observaría una extensa pradera verde: la pampa argentina.

Luego de ese viaje que tardé mucho tiempo en olvidar, casi no abordé un avión en seis o siete años. Algún viaje por ahí a Lima o un retorno de urgencia ameritaban sacar un pasaje en avión, pero, definitivamente, mis visitas al Rodríguez Ballón fueron muy escasas en esos años. Algo que recuerdo del Jorge Chávez en los ochenta y noventa era que se permitía ingresar a los familiares y amigos hasta la sala de espera. El estricto control de hoy, de quitarse todas las prendas metálicas, pasar por el detector o no llevar en equipaje de mano perfumes u otras sustancias más allá del tope permitido, no existían. Hasta mediados de los noventa había una terraza en el segundo piso del Jorge Chávez (actualmente ocupada por el patio de comidas) a la que podían acceder los familiares para observar el vuelo. Hoy nos tenemos que resignar con la despedida antes del control de equipajes de mano. Al menos en Arequipa todavía podemos observar la llegada y la partida del vuelo, y lo más emocionante o triste, ver bajar a nuestros seres queridos, o verlos entrar al avión para marcharse.

Después de muchos años, el 2006, hice un viaje fuera del país. Desde Lima hasta Québec, Canadá, vía Montréal y Toronto. Hasta ahora no puedo olvidar la tremenda emoción que me desbordaba antes, durante y después del vuelo. La anécdota fue que mi equipaje de bodega no llegaba. Yo veía al resto de pasajeros tomar sus valijas y a unos pocos esperar el siguiente vuelo hasta que las encontraron. Esperé como seis vuelos y en ninguno estaba mi equipaje. A la fuerza tuve que aplicarme en hablar inglés para explicar mi situación. Una amable funcionaria de Air Canadá me tranquilizó y me confirmó que mi equipaje llegaría al domicilio que registrara. Y así fue. Al día siguiente recibí una llamada en mi hotel para verificar el contenido de mi maleta y por la tarde ya la tenía conmigo. Ese viaje fue el preludio de una andanada de viajes aéreos que estarían por venir.

A medida que se hicieron más frecuentes, la emoción también mermó en mi interior. Faucett, Aeroperú, Americana, Continental sucumbieron y por los aires peruanos viaja soberana Lan Perú, y alguna otra como Taca o Star Perú. En el resto de Latinoamérica no es muy diferente. Desde que llegué a la Argentina, transitar entre el Jorge Chávez del Lima, el Arturo Merino Benítez de Santiago el Jorge Newberry —más conocido como Aeroparque— o el de Ezeiza de Buenos Aires, Pajas Blancas en Córdoba, Guarulhos en São Paulo y el Antonio Carlos Jobim de Río de Janeiro es cada vez menos una aventura, sino un traslado al que cual debo darle el trámite más rápido y anticipado para obtener la mejor oferta de pasajes, más aún en temporada alta.

De todos ellos, el más triste a mi gusto es el Galeão, de Río. La última vez que estuve allí para viajar a Belém do Pará sentí una sensación tan desagradable que no veía el momento en que saliera el vuelo. Los muebles del counter lucen muy viejos. Las salas son amplísimas, grises, opacas y frías. Las tiendas y comercios no son muy suntuosos para la categoría de un aeropuerto internacional. Pero la verdad es que el premio de los aeropuertos más tristes que he conocido se lo lleva el Juscelino Kubitschek de Brasilia. Llamado así en honor al presidente que impulsó la construcción de la nueva capital del Brasil. Luce muy descuidado, desordenado y viejo.

Tal vez a mis 10 o 15 años que un vuelo se retrasara unas horas o un día habría significado un acontecimiento maravilloso, la posibilidad de perderme sin rumbo por una ciudad desconocida. Hoy, como para muchos pasajeros, sería motivo de gran disgusto e incomodidad, pues lo único que se quiere es llegar a casa cuanto antes. Esas vicisitudes son el precio de volar, volar tan lejos…

Córdoba, 1 de setiembre de 2012 Sigue leyendo

LA NOVELA Y LA AMAZONIA

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A sus casi 70 años, Socorro Simões es una investigadora llena de vitalidad. Así lo demuestran las dieciséis ediciones ininterrumpidas del IFNOPAP, cuya coordinación asumió desde el inicio del Programa de Estudios Geo-bioculturales de la Amazonía en la Universidad Federal de Pará. Ni la agitación por el año electoral —que torna hipersensibles a las autoridades políticas al momento de solicitar su apoyo para un evento académico— ni la huelga de profesores y personal administrativo en todas las universidades federales del Brasil impidieron que Socorro llevara a buen puerto el XVI Encuentro Internacional IFNOPAP.

El proyecto cuenta con el apoyo de numerosas instituciones locales y estaduales entre las que destacan la Universidad Federal, la Universidad Estadual, que hace dos años se integró a la organización, y el Gobierno del Estado de Pará. Pero IFNOPAP no sería posible sin la participación activa de los estudiantes entre becarios y voluntarios, que año tras año van incrementando el equipo que dirige la Dra. Simões.

IFNOPAP dista mucho de ser un evento académico convencional. Y posiblemente lo académico en estricto sentido sea lo más opuesto a su naturaleza. Socorro ha insistido mucho en el carácter social y descentralizado de este encuentro. Cada año, el congreso itinerante lleva consigo a los médicos de ProPaz a las comunidades más lejanas de Belém para realizar diagnóstico de diabetes, hipertensión arterial, medición de la vista, etc. Las ponencias se dan en los salones de las escuelas estaduales de las ciudades visitadas. Los estudiantes que integran el proyecto apoyan en la recolección de datos o en el registro de información de los pobladores que no poseen documento de identidad. Dictan minicursos para los profesores de las escuelas del lugar en condiciones muy precarias, pero con mucho entusiasmo.

Para alguien acostumbrado al confort de un congreso al que solo se asiste para incrementar la hoja de vida, entablar contactos con eminencias académicas o disfrutar de la vida nocturna IFNOPAP puede no ser muy recomendable. El calor infernal que a mediados de año alcanza 35 grados, la humedad, lluvias súbitas y torrenciales y el inclemente acoso de los mosquitos provocan que algunos invitados apresuren su retorno lo antes posible o se marchen en cuanto culmina su presentación.

Mosqueiro, Vigías, Capanema, Bragança, Viséu y Castanhal fueron las localidades visitadas este año por IFNOPAP. Mosqueiro es una enorme isla cuya vida nocturna es bastante animada en las cercanías a la rivera de río que la rodea; Bragança es conocida por la danza de la «marujada» y su deliciosa gastronomía; y en Vigías los robos al paso están a la orden del día (bastaron unas cuantas horas en el muelle para que, nadie sabe cómo, alguien ingresara al barco que trasladaba a la comitiva y robara una computadora portátil).

Aunque IFNOPAP reúne a especialistas en diferentes materias, como críticos literarios, biólogos, geógrafos, historiadores, médicos, profesores, etc., a todos los participantes los une un interés común por la Amazonía. Esta fue una de las razones que en un principio me llevó a reconsiderar la invitación, pues los estudios amazónicos son una deuda pendiente en mi formación académica, excepto por un ensayo sobre El hablador de Mario Vargas Llosa, escrito como trabajo final para un curso de literaturas orales, y un capítulo de mi tesis de maestría dedicado a la misma novela.

Sin embargo, pensé que un recorrido a través de las novelas en las que Vargas Llosa narra la Amazonía podría interesar a la variopinta audiencia de IFNOPAP. A Socorro le fascinó tanto la idea que decidió colocar mi participación como conferencia inaugural en la ciudad de Bragança, uno de los destinos del congreso en su modalidad de campus fluctuante. Así fue que me dispuse a leer nuevamente, esta vez con lápiz y papel, La casa verde, Pantaleón y las visitadoras, El hablador y El sueño del celta con el fin de comentar la representación de la Amazonía en estas novelas.

Por aquellos caprichos del destino, mientras navegaba entre los ríos y la floresta, me sumergí en el universo de la casa verde de Anselmo, La Chunga y los Inconquistables; los bares de la Mangachería y los médanos del desierto piurano, en contrapunto con las conversaciones entre Fushía y Aquilino; las correrías de las monjitas en Santa María de Nieva preocupadas por la huida de las jóvenes aguarunas o las tropelías de las fuerzas armadas contra los aguarunas en el Alto Marañón. Las excentricidades del capitán Pantaleón Pantoja y su obsesión porque el servicio de visitadoras fuera todo un éxito amenizaban las prolongadas tardes en que el navío «Clívia» surcaba la bahía de Marajó y resultaba imposible echarse una siesta por el intenso calor. Menos emotivo fue mi reencuentro con Saúl Zuratas y el hablador machiguenga, quizás porque en el tiempo quedó más fresca su imagen en mi memoria. En cambio, un sabor especial significó la revisión de El sueño del celta, por lo que implicaba mi visita a Belém do Pará, la última ciudad donde Roger Casement desempeñó funciones diplomáticas en el Brasil antes de ser comisionado para investigar las denuncias formuladas contra la Peruvian Amazon Company del magnate peruano Julio C. Arana. Nunca antes dispuse de este tiempo y tranquilidad para organizar mi notas rodeado por el mismo paisaje en el que los personajes vargasllosianos luchaban contra el influjo de la barbarie amazónica. Como se puede ver mi primera experiencia amazónica fue algo contrastante. Presencialmente fuera del Perú, pero literariamente muy cerca de él.

Durante los días previos a la conferencia, leía casi todo el día, excepto entre las 12 y las 3 de la tarde cuando el calor alcanzaba niveles realmente insufribles. En esos instantes, me vinieron a la mente algunos pasajes de Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba y El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, donde se cuenta que la vida en esos andurriales entraba en receso a esas horas debido al intenso calor. No es muy diferente por aquí. A excepción de bares y bodegas, el resto de negocios permanecen cerrados.

Si bien a diario me desenvuelvo en portugués cuando visito el Brasil, no me sentía lo suficientemente seguro como para exponer mi artículo por completo en la lengua de Camões, así que lo hice en español, pausado, sin leer, procurando ser lo más claro y ameno posible para atenuar en algo la dificultad de la lengua. La versatilidad de Neil Safier, historiador de la Universidad de Vancouver, quien como pez en el agua transitaba del inglés, al portugués y al español sin mayor dificultad, me despertaba cierta sana envidia, aún mayor al conocer su itinerario posterior a IFNOPAP: una semana en Belo Horizonte, otra más en Río de Janeiro, vuelta a Canadá y luego alistar maletas para iniciar un estancia posdoctoral en la Universidad de Cambridge en Londres. Y es que a diferencia de los profesores universitarios en el Perú, cuya gran mayoría sin temor a equivocarme son cada vez más enseñantes autómatas que investigadores comprometidos con su profesión, en Europa y Estados Unidos la investigación es una labor remunerada y de dedicación exclusiva.

Es la tercera ocasión que las fiestas patrias, de la nación y de la patria chica, Arequipa, me encuentran fuera del Perú y en el mismo país, Brasil. Y acabo de enterarme que también el 15 de agosto, aniversario de la Ciudad Blanca, en Pará se celebra su integración a la República del Brasil, que durante algunos años no estuvo dispuesta a aceptar, pues los paraenses deseaban mantenerse fieles al reino de Portugal. Al parecer, paraenses y arequipeños tenemos históricamente en común contravenir la voluntad del gobierno central.

Al término de estas líneas estoy por hacer maletas para retornar momentáneamente al Perú rumbo a Córdoba, Argentina. Han sido tres largas semanas en Belém y al final de la jornada la única certeza que tengo es que soy una estrella distante: siempre lejos, ausente y apenas visible por poco tiempo.

Belém do Pará, 15 de agosto de 2012
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ENTRE EL RÍO Y LA FLORESTA

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Gracias a la invitación de Socorro Simões, coordinadora del Programa de Estudios Geo-Bioculturales de la Amazonía, me encuentro en la ciudad de Belém, capital del estado de Pará, participando del IFNOPAP, un congreso internacional que reúne a especialistas de diversas áreas sobre temas de la Amazonía. Este año se realiza la decimosexta edición y la sexta en la modalidad de campus fluctuante. Anteriormente, mis visitas al Brasil se limitaron São Paulo y Río de Janeiro, pero hacía tiempo atrás me interesaba conocer el nordeste: Recife, Fortaleza, Natal y las playas de Olinda que por lo que oí y leí son realmente maravillosas. Sin embargo, la invitación a IFNOPAP me llevó mucho más al norte, oportunidad que aproveché para conocer por primera vez la Amazonía.

A diferencia de otros viajes académicos en los que llegaba justo para la inauguración y en cuanto terminaba la clausura ya estaba con las maletas rumbo al aeropuerto, decidí que mi estadía en Belém no podía limitarse a los 9 días del congreso, sino que debía darme el tiempo suficiente para explorar esta antigua ciudad, puerta de entrada a la Amazonía, donde alguna vez Roger Casement ejerció funciones diplomáticas poco antes de ser comisionado para investigar las actividades de la Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana en el Putumayo. Así que llegué con varios días de anticipación para conocer con calma un poco más sobre su historia y su gente.

Belém tiene dos climas definidos: calor y más calor, mucha lluvia y poca lluvia. Y es que se ubica en la zona tropical donde abunda una tupida floresta amazónica y una intricada red de canales fluviales que en el pasado le habían ganado el apelativo de la «Venecia del Amazonas». Entre finales del siglo XIX e inicios del XX, los canales de la ciudad fueron drenados y otros cubiertos para aprovechar espacio a favor de construcciones más sólidas. Desde el aire la vista es impresionante. Senderos acuáticos serpentean en todas las direcciones confluyendo unos con otros hasta formar un río tan ancho que en algunos tramos no se observa la otra orilla (y no me refiero al río Amazonas). La duda que me acompañaba desde que llegué era si Belém se ubicaba a orillas del Amazonas cerca a su desembocadura. Los mapas dan la impresión que uno de los brazuelos del coloso fluvial sudamericano pasa por Belém. Sin embargo, las oportunas explicaciones de una profesora de geografía, luego de su conferencia magistral, me aclararon el panorama. El río que pasa por Belém es independiente del sistema hidrográfico del Amazonas. No obstante, algunos guías fluviales con total desparpajo anuncian a los turistas que están navegando por el Amazonas. «No pude resistirme y en privado le dije que eso no era verdad», me comentó la profesora Carmina. Al parecer, ese joven guía persiste en su propósito, pues varios turistas regresan convencidos de que, efectivamente, navegaron por el Amazonas.

Lo que sí es cierto es que durante su época de esplendor, Belém fue una ciudad muy importante para la corona portuguesa, el imperio del Brasil y la república. Así como sucedió con Iquitos, Belém mantenía mayor contacto con Nueva York, Londres, Liverpool y París que con São Paulo o Río de Janeiro, los centros político-económicos desde donde se dirigía la colonia, el imperio y la república. El eje Belém-Manaus-Iquitos fue fundamental para el comercio del látex entre 1884 y 1914, periodo que duró el «boom» del caucho. Durante la Primera Guerra Mundial, las potencias aliadas se aseguraron que los Estados que proveían de esta materia prima se declarasen en contra de Alemania y así garantizaron una provisión constante de látex para emplearlos en la industria militar. Pero después de la caída del precio internacional del caucho, a raíz de que se transplantaron semillas de la Amazonía a Singapur y Malasia, lo que derivó en la quiebra del monopolio amazónico y africano, Belém y sus pares Manaus e Iquitos fueron sumergidas en el olvido.

Como testimonio de aquella época queda el Theatro da Paz en la Praça da República, en el centro de la ciudad, construido con materiales importados desde Francia e Inglaterra y bajo la influencia arquitectónica de la Bélle Époque. En las paredes y pisos de las iglesias de Belém y de las ciudades que la circundan como Vigías o Bragança, todavía se conservan los azulejos portugueses que también, como se narra en El sueño del celta de Mario Vargas Llosa, adornan las casas más distinguidas del centro de Iquitos.

La historia cuenta que Pará fue hasta el final una región leal a la corona portuguesa, que opuso resistencia al republicanismo carioca y paulista. Y se comprende porque la presencia europea fue determinante en el modo de vida de sus habitantes. Al contrario de lo que se puede encontrar en Recife o Bahía, donde los cultos africanos como el candomble, la santería, los orixás y sus derivados umbanda y quimbanda, Belém mantuvo una fuerte impronta católica. Esta ciudad albergó en el pasado a una variopinta población conformada por ingleses, franceses, portugueses y holandeses, además de la africana y la indígena local.

Pará es una región no muy difundida a nivel internacional como punto de visita para los turistas. El Brasil es un país tan grande y diverso que los propios brasileños ignoran mucho de los modos de vida existentes más allá de su localidad. Los paraenses que conocí lo confirman: el resto del país considera que ellos siguen viviendo en palafitos, caminan descalzos, comen yacarés, se alimentan de la pródiga naturaleza que les ofrece sus frutos, duermen todo el día en hamacas y gustan de bailar en cuanta ocasión se presente o beber ingentes cantidades de cerveza para aplacar el calor.

Pero la realidad es muy diferente. Desde el aire se observa un cúmulo de altos edificios que flanquean el centro de Belém, la mayoría condominios residenciales, edificios federales y centros comerciales. El porcentaje que Pará aporta al PBI nacional es el tercero del país. Esta región es la primera exportadora de leche y carne de res. La Universidad Federal do Pará tiene el segundo campus más grande del Brasil y es la primera universidad con mayor cantidad de alumnos matriculados. Antes de venir a Belém, tenía la idea de que São Paulo y Río de Janeiro eran las ciudades más caras del Brasil. Y lo son en muchos sentidos, pues me había enterado de que el metro cuadrado más caro del Brasil y Latinoamérica estaba en el exclusivo barrio de Leblon. Pero un profesor comentaba durante un receso que un departamento en Las Docas, una de las zonas más elegantes de Belém, costaba alrededor de 3 millones de reales, o sea, 1 millón y medio de dólares. Y lo decía enfatizando que era el precio más modesto. Los centros comerciales de Belém no tienen nada que envidiar a los de la metrópoli carioca. «Boulevard Belém», recientemente inaugurado en el barrio de Las Docas, es el más concurrido.

Para hacerse una idea de lo que esta ciudad fue durante el «boom» cauchero, hay que visitar la Estação das Docas, antigua zona portuaria ahora convertida en un boulevard gastronómico con una inigualable vista al río Guajará. El boulevard fue restaurado para albergar comercios, restaurantes y un pequeño museo donde se exhiben fotografías, mapas y piezas de los navíos que surcaban estos ríos allá por mediados del siglo XIX. Al atardecer hay una inmejorable vista de la puesta del sol sobre el río y la floresta. Y si se tiene la oportunidad de contemplar un cielo despejado con luna llena, el espectáculo es incomparable. No deje de probar la cerveza artesanal producida ahí mismo por la Cervejaria Amazon Beer, recomiendo las variedades «Forest» y «Red», como alternativa a la caipirinha o caipivodka de rigor que todo turista llegado al Brasil es animado a probar.

Frente a la estación algunas empresas que ofrecen paseos en barco alrededor de la bahía de Marajó. Desde aquí hasta la isla Marajó son aproximadamente 3 horas. Por su margen izquierda sí discurre el Amazonas en su tramo final hacia el Atlántico, desembocando en varios brazos a manera de un delta. Los navíos salen con regular frecuencia en cuanto completan el cupo de pasajeros necesario. Se trata de un paseo imprescindible si se visitan parajes como los que rodean Belém.

Una vez a bordo, se tiene la sensación momentánea de estar remontando el río Mississippi descrito magistralmente por William Faulkner en Las palmeras salvajes, o el Magdalena de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. En mi caso, aprovecho para tomar notas de las novelas en las que Mario Vargas Llosa narró la Amazonía, ya que en unos días, cuando visitemos la ciudad de Bragança, tendré a mi cargo la conferencia inaugural de IFNOPAP. Releyendo El sueño del celta, procuro imaginar cómo fue la Belém en la que Roger Casement permaneció unos cuantos meses y me pregunto si en su viaje a Iquitos navegó por estos rumbos en los que ahora, al momento que escribo estas líneas, descanso la mirada en el horizonte, navegando entre el río y la floresta.

Belém do Pará, 10 de agosto de 2012 Sigue leyendo

LA CIUDAD DE LA FURIA

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Después de 25 años, estoy nuevamente en Buenos Aires, pero esta vez en un momento muy especial para la ciudad, sus habitantes y la nación en general. Se cumple una década de las protestas sociales por la crisis económica que el 19 y 20 de diciembre de 2001 alcanzaron su mayor intensidad. Los principales diarios, revistas y medios de la capital y del país han rememorado aquellos momentos en que la consigna popular de los argentinos de todas las clases sociales era “que se vayan todos”, demanda que los coloca como los primeros indignados “del lado de acá” en los albores del siglo XXI.

La crisis institucional fue de tal magnitud que en dos semanas desfilaron seis presidentes por la Casa Rosada. La represión policial no logró disuadir a las masas sino que atizó aun más la rabia contra un gobierno que hizo poco por corregir la política económica del menemismo precedente, basada en una paridad ilusoria entre el peso y el dólar. El famoso “corralito”, del cual todos los argentinos conservan fresca memoria, fue la chispa que incendió Buenos Aires hasta convertirla en la ciudad de la furia. De un día para otro, miles de ahorristas veían impotentes cómo se pulverizaban sus ahorros en pesos, pues sólo se les permitía retirar una cantidad que en nada paliaba la situación. Y si no fuera suficiente con ello, los que tenían ahorros en dólares tampoco escaparon a la debacle financiera, porque sus cuentas fueron pesificadas. “Yo era dueño de un taller en Burzaco. En el peor momento de la crisis me dije que había que deshacerse de todo así que vendí cuanto pude. Prácticamente, regalé mi taller”, me comentó el taxista que me condujo del aeropuerto Jorge Newberry, más conocido como Aeroparque, al centro de Buenos Aires. “Ahora estamos mejor, pero igual todo sigue subiendo”.

El mundo entero vio cómo Fernando De La Rúa abandonaba la Casa Rosada en helicóptero para regocijo de los miles de manifestantes apostados en Plaza de Mayo y en los alrededores de la casa de gobierno. Ni en el peor de sus cálculos, De La Rúa imaginó en una situación semejante. Sin embargo, algunos meses más fueron necesarios para aplacar la furia de una nación.

Eduardo Duhalde fue el encargado de conducir la transición, no sin menos dificultades. Su gestión se vio empañada por la masacre del Puente Pueyrredón donde la policía intentó dispersar a un enorme piquete de manifestantes que bloqueaba la vía. (El piquetero, el cartonero y el cacerolazo se constituyeron como los emblemas de la furia colectiva. Para buena parte de los habitantes de la metrópoli, la incursión de los piqueteros y de los organismos de base del conurbano bonaerense fue un verdadero descubrimiento. A los piquetes, inicialmente conformados en su mayoría por gente de las villas miseria, se sumaron sindicatos, estudiantes y ciudadanos de todos los estratos sociales). Algunos opinan que fue Duhalde, no Kirchner, el verdadero artífice de la superación de la crisis. Otros consideran que Kirchner devolvió la esperanza a la nación argentina en su momento más grave, cuando más lo necesitaban. Oí decir que prefería tomar notas en un cuaderno que cargar con una laptop. Nuevamente, el peronismo viraba radicalmente desde un extremo político al otro. El peronismo es tan dúctil que fue capaz de cobijar a la Alianza Anticomunista Argentina de López Rega, a Montoneros, al neoliberalismo de Menem y al reformismo socialista de los Kirchner, que la izquierda hubiera querido ejecutar si llegaba al poder. De nuevo el peronismo le ganó por puesta de mano.

***

Bajé en Leandro N. Alem y me dejé conducir por mi intuición. Evité preguntar por las calles en las que hacía casi dos décadas atrás, cuando era un adolescente igual de curioso que ahora, me desmarcaba de la vigilancia parental y emprendía la aventura de caminar por las calles, peatonales, plazas y parques que rodeaban nuestro hotel. Mientras más incierto el destino, me decía, mejor. Y ahora que transito por Lavalle, Florida, Esmeralda, Suipacha y tomo la Carlos Pellegrini hasta llegar al obelisco en el cruce de la 9 de julio con Corrientes me doy cuenta que sigo siendo el mismo.

Sigo Corrientes hasta Uruguay y me doy con una grata sorpresa que me conduce a la adolescencia cuando el canal 8 de Arequipa a fines de los 80 e inicios de los 90 pasaba cada el ciclo de cine pícaro todos los sábados a las 22 horas donde las estrellas eran el flaco Olmedo y el gordo Porcel, escoltados por Moria Casán y Susana Giménez. El negro Olmedo como cariñosamente lo llamaba la gente, ese rosarino entrañable que me hacía desternillar de risa con su chispa, estaba allí “sentado” junto a Javier Portales, otro grosso del humor argentino. Pero me extrañó que fuera este y no Porcel, con quien hizo una dupla legendaria, su compañía, sentados en un sillón, cruzados de piernas y con las sonrisas pícaras que les imprimían a sus personajes, de espaldas al Obelisco, con una perspectiva inmejorable para las fotos y con un espacio entre ambos para que cualquiera pueda terciar en la charla imaginaria entre estos dos capos de la comedia argentina. La escultura está a unas cuadras de otro monumento que homenajea a Olmedo casi en la esquina de Callao, en la vereda del teatro Alfil. Verlos en Corrientes y Uruguay, a partir de ahora, servirá para recordarlos actuando. Me tomo la foto de rigor.

Buenos Aires cambió, y mucho en la última década. Los paseos de Lavalle y Florida están abarrotados de vendedores y cómicos ambulantes. Los escaparates de las tiendas comerciales compiten con las ofertas de los “manteros” quienes se han apoderado del microcentro, me dicen, hace ya buen tiempo. Por momentos me recuerda al centro de Lima de los noventas. No es difícil reconocer a algunos compatriotas ganándose la vida en esta ciudad. Los más afortunados son prósperos empresarios que a base de esfuerzo se hicieron de un lugar en el paladar bonaerense, poco afecto al ají o al rocoto, insustituibles para nosotros. No es nada difícil encontrar un restaurant peruano por esta zona: arroz chaufa, seco de cordero, cebiche, papa a la huancaína, lomo saltado, arroz con pato (pollo en realidad), entre otros, son platillos de bandera, los más solicitados por la colonia peruana que de alguna manera así se mantiene vinculada con su patria a través de la comida. Incluso el mozo de la parrilla donde almorcé me confesó que regularmente come seco de cordero.

No falta por ahí, en alguna esquina muy transitada, parejas milongueras impecablemente ataviadas, dispuestas a exhibir su talento a cambio de unas monedas; pequeños conjuntos de música folklórica, tal vez integrados por peruanos o bolivianos. Casas de cambio, ciber-cafés, pollerías a la brasa, agencias para envío de remesas al exterior, buena parte de ellos, propiedad de peruanos como en Santiago de Chile. Son fáciles de reconocer por su nombre, afiches, música, imágenes y demás motivos que ambientan sus interiores: el Señor de los Milagros, Santa Rosa de Lima, la beata Melchorita, Sarita Colonia, Armonía 10, Hermanos Yaipén, Grupo 5, Macchupicchu, etc., son los más evocados por nuestros compatriotas en la capital del Plata.

Terminado el café, hago tiempo en las librerías que me salen al encuentro. El Ateneo es la más impresionante por la infraestructura y el catálogo que poseen, no obstante, no encontré lo que buscaba. Cada cierto trecho veo un afiche conmemorativo de los sucesos del 2001. Pero ya fue suficiente para mí. Esto de que “las paredes son la imprenta del pueblo”, como leí en el frontis del Banco Nación, me resulta de muy mal gusto. Prefiero pensar que las calles son el teatro del pueblo. Por estas en las que hace unas horas acabo de caminar, tuvieron lugar las mayores protestas contra un gobierno democrático en la Argentina, como no se registraba desde el final de la dictadura militar. Al mirar el obelisco, imagino la mezcla de rabia, impotencia y júbilo de la población volcada en las calles, los cacelorazos, los cánticos futboleros adaptados a la ocasión, las súbitas incursiones de los piqueteros, la arremetida de la policía, la huida de De La Rúa y la esperanza depositada en Néstor Kirchner.

Me aventuro a tomar un colectivo rumbo a Aeroparque. Mientras tanto, la noticia del momento es la operación a la tiroides de Cristina Fernández de Kirchner. Hugo Chávez aprovecha para difundir al mundo que existe una conspiración contra los gobiernos de izquierda latinoamericanos opuestos a la política de los Estados Unidos. El cáncer de Lula, Lugo, Cristina, y el suyo son las evidencias de la delirante teoría conspirativa del mandatario venezolano.

De lo último que me entero es que los muchachos de La Cámpora se preparan para una vigilia en la previa al internamiento de la presidenta argentina. Doy el último vistazo a estas notas hasta que el anuncio del vuelo a Lima me dice que ya es hora de partir. Hasta pronto, Buenos Aires, me verás volver. Sigue leyendo

LOS ASESINOS DE LA MEMORIA

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En diciembre del año pasado, poco antes de regresar al Perú, visité el «D2», un centro clandestino de detención donde se torturaba y encerraba a sospechosos de terrorismo; en realidad, a cualquier ciudadano que tuviera la desdicha de ser secuestrado por agentes militares y policiales sin mediar explicación o derecho a ejercer la legítima defensa. Durante la década del 70 funcionó como Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio (CCDTE). Lo sorprendente es que este centro de detención haya operado sin mayores dificultades en el pasaje Santa Catalina, entre la Catedral y el Cabildo, y a 50 metros de la Plaza San Martín, es decir, en pleno corazón de la ciudad. Hoy es un Museo de Sitio y Archivo Provincial de la Memoria, uno de los lugares de la memoria más emblemáticos de Córdoba, cuyo gobierno provincial se encarga desde 2006 del mantenimiento de las instalaciones que albergan una muestra permanente de documentos, imágenes y ambientes que evocan el horror infligido a las víctimas sobre todo en la etapa más oscura de esta dependencia durante el gobierno de la Junta Militar en la Argentina (1976-1983). El análisis de los documentos de las fuerzas de seguridad indica que por aquí pasaron aproximadamente 20.000 personas entre 1971 y 1982.

El D2 ocupó un lugar especial dentro de la estructura de la Policía Provincial. Fue creado para combatir un tipo de delito difusamente tipificado como «subversión», ya que toda manifestación social, política o cultural interpretada como peligrosa por los agentes de seguridad del Estado podía ser calificada como subversiva a tal punto que varios libros de literatura infantil, entre ellos algunos de la escritora María Elena Walsh fueron censurados y sacados de circulación por considerar que inculcaban ideas radicales a los niños. Los militares se sentían en la obligación moral de preservar a la niñez de aquellos libros que —a su entender— ponían en cuestión valores sagrados como la familia, la religión o la patria. La Torre de Cubos, de la escritora cordobesa Laura Devetach, y un Elefante ocupa demasiado espacio, de Elsa Bornemann integran la extensa lista de libros infantiles censurados por la dictadura. Ni siquiera los adolescentes estuvieron libres del acoso de los agentes de seguridad destacados en el D2. En una de las salas del museo hay una muestra permanente con fotografías de los estudiantes desaparecidos de la Escuela Alejandro Carbó. Un episodio similar ocurrió en la ciudad de La Plata cuando un grupo de estudiantes secundarios que luchaban por la reincorporación del boleto escolar gratuito fueron brutalmente secuestrados y torturados durante meses en un centro clandestino de detención. La edad de estos jóvenes oscilaba entre los 14 y 18 años.

La persecución ideológica organizada desde el Estado tiene una larga tradición en la Argentina. A principios del siglo XX, la «Ley de residencia» fue aplicada contra inmigrantes anarquistas, socialistas y cualquier grupo político considerado peligroso. La policía fue la cara visible de la represión a huelgas dirigidas por movimientos obreros y estudiantiles; sin embargo, también existieron divisiones parapoliciales que actuaban en la clandestinidad y gozaban de impunidad y de la complacencia del poder político que eventualmente recurría a ellos para combatir la subversión de manera «más efectiva y silenciosa».

La Junta Militar utilizó los recursos del Estado para sostener su persecución ideológico-política a estudiantes, activistas sociales, sindicalistas, militantes de partidos de izquierda, miembros de grupos armados y a todo aquel sospechoso de participar en actividades subversivas. El secuestro, la tortura, el encierro, la desaparición y el asesinato fueron los principales métodos utilizados por los agentes asignados al D2, quienes en diferentes ocasiones actuaron conjuntamente con las Fuerzas Armadas y grupos paramilitares como el Comando Libertadores de América (CLA) y la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A).

En 1972 el Departamento de Informaciones de Córdoba recibió mayor presupuesto y personal con la finalidad de incrementar las tareas espionaje, organización de la información obtenida, detenciones, secuestros, interrogatorios y torturas de personas consideradas como una amenaza para el orden social. Los periodos de mayor represión y crímenes ocurrieron entre 1974 y 1979 cuando el D2 estuvo a cargo de ese departamento policial. Durante esos años, estuvieron al mando el Insp. Mayor Ernesto Julio Ledesma (1974-1975), el Crio. Insp. Pedro Raúl Telleldín (1975-1977) y el Crio. Juan Fernando Esteban (1977-1979). Los vínculos de la Policía Provincial con la política eran de tal dimensión que en febrero del 74 el Tte. Cnel. Domingo Navarro, jefe de la Policía de Córdoba, lideró un alzamiento conocido como el «Navarrazo» cuyo desenlace fue la destitución del gobernador electo y la intervención federal en el gobierno provincial.

En marzo de 2006, en el contexto de los 30 años del golpe de Estado que llevó a los militares al poder, los legisladores provinciales de Córdoba aprobaron unánimemente la ley 9286, conocida como «Ley de la Memoria», la cual dispone la implementación de la Comisión Provincial de la Memoria, la creación del Archivo Provincial de la Memoria y la ubicación de ambas instituciones en las antiguas instalaciones del Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba, más conocido como «D2». La cesión de este lugar a la Comisión Provincial de la Memoria fue un hecho histórico dentro del proceso de lucha de los organismos de Derechos Humanos por la construcción de Memoria, Verdad Histórica, Justicia y Reparación Social frente a las graves violaciones a los Derechos Humanos.

Un elemento que le brinda representatividad a la Comisión son las organizaciones de la sociedad civil y las instituciones estatales que la conforman como la filial de Abuelas de Plaza de Mayo, la Universidad Nacional de Córdoba, la Asociación de Ex Presos Políticos, H.I.J.O.S. y Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, además de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la provincia. De este modo, el Museo de Sitio, ex D2, se integra más eficientemente a la vida de la comunidad que lo rodea superando la idea tradicional que se tiene acerca de los lugares de la memoria como simples espacios monumentales, exhibición descarnada del horror o recuerdo sin reflexión.

Al respecto, la gestión Kirchner asumió una postura totalmente opuesta a la política del olvido de sus predecesores, derogando la ley de punto final promulgada durante el gobierno de Carlos Menem, a través de la cual se amnistió a los militares que unos años antes fueron sentenciados culpables por los crímenes cometidos durante la dictadura lo que permitió que se les juzgue en la Argentina y no en España como lo había solicitado el juez Baltazar Garzón por los delitos cometidos contra ciudadanos españoles. El gobierno de Néstor Kirchner derogó la amnistía, rechazó la extradición, pero reabrió los juicios que culminaron en la encarcelación de los artífices de la violencia de Estado. Asimismo, cada 24 de marzo desde 2006 se celebra en toda la nación el Día de la Memoria, como recuerdo de la fecha en que se produjo el golpe de Estado que inició la dictadura militar más sangrienta de la historia argentina. En Córdoba, todos los jueves, a lo largo del pasaje de Santa Catalina, se muestran las fotografías de los desaparecidos en el D2. Las imágenes van acompañadas de sus datos personales, la fecha de su desaparición y su profesión u oficio.

Un lugar de la memoria no se reduce a una edificación o monumento que periódicamente se convierta en un espacio de conmemoración o una mera exposición de testimonios e imágenes. La exhibición del horror en sí mismo no es suficiente para reflexionar acerca de lo que allí vivieron las víctimas. Los lugares de la memoria tienen una labor más activa: la capacidad de integrar las memorias personales dentro de un gran relato que trascienda la suma de las partes mediante el contraste de versiones particulares, de lo público y lo privado. Por ello la construcción de un gran relato sobre la memoria es una tarea que se realiza desde el presente y es el mejor antídoto contra el olvido y el mejor recurso para mantener a raya a los asesinos de la memoria. Sigue leyendo

TRAVESÍA LIBRESCA

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Salí en busca de un café para darme tiempo de organizar las notas que tomé sobre Río de Janeiro durante las últimas tres semanas y de una librería para adquirir las crónicas de Carlos Drummond de Andrade, últimamente reeditadas por la editorial Cosac Naify: Confissões de Minas (1974) y Passeios na ilha (1975). Esta pesquisa me condujo a la librería Travessa de Ipanema. Este local y el de Shopping Leblon son amplios, bien organizados y muy surtidos de libros. El de Ipanema es más pequeño, pero no menos acogedor y atractivo. De todas sus sucursales en Río, ambas merecen una visita obligatoria si nos animamos a una incursión libresca poco convencional. Luego de comprar los libros de Drummond (el poeta y cronista itabirano se está convirtiendo en una obsesión literaria como lo fueron César Moro y Mario Vargas Llosa) subí al Bazzar y no resistí la tentación de escribir una nota sobre el lugar, pese a que inicialmente vine con otros propósitos.

Travessa se ubica en la quinta cuadra de la Rua Visconde de Pirajá, una avenida que discurre por el sector más comercial y noctámbulo de Ipanema (la avenida Larco sería su equivalente miraflorino). Las áreas temáticas son diversas y están bien clasificadas, el catálogo virtual está a disposición de los visitantes y el personal de sala es atento y cordial. Cualquier lector interesado puede tomar un libro y leerlo tranquilamente en los confortables sofás cercanos a las estanterías sin mayor compromiso que cuidarlo y devolverlo a su lugar de origen. El que los libros no estén sellados por una cubierta plástica facilita su acceso a quien desee leerlos o simplemente darles una hojeada. En este sentido, lo más cercano a esta librería en Lima es El Virrey de Miguel Dasso en San Isidro. En contraste con El Crisol de Lima, la propuesta de Travessa es de lejos superior y mucho más interesante, ya que, a pesar que lo intenta reiteradamente, aquella sigue un modelo convencional de librería: solo vende libros u otros productos similares. Ofrece lo que le gusta a la gente, lo que circula en el mercado comercial limitado a unas cuantas editoriales, títulos y autores taquilleros que aseguren una venta fija.

Por el contrario, el concepto de Travessa va más allá de la venta de libros, pues fusiona las letras, la música, las artes visuales y la gastronomía. Y es que esta simpática librería es tanto o más visitada por el Bazzar Café que está en el segundo nivel, que por sus libros, CDs y películas. Si se nos antojara un despertar intelectual se puede desayunar un café da manhã, mientras se lee el diario o un libro, o disfrutar de una gustosa merienda a media tarde. El tiempo no apremia: las sucursales de Leblon e Ipanema atienden hasta las 23 horas. El nivel de la música ambiental no perturba, sino más bien complementa agradablemente la conversación y la lectura. Y no se piense que sólo se escucha bossanova, MPB, samba o pagode. En el preciso instante que trazo estas líneas, acaban de pasar de João Gilberto a Motown. En general, el ambiente es muy agradable y propicio para charlar a cualquier hora del día.

En el local principal del restaurante Bazzar en la Rua Barão da Torre se ha iniciado un proyecto que fusiona la gastronomía y las diversas formas de arte explorando los puntos de encuentro entre estas representaciones culturales. Para ello se ha montado la muestra «Bazzar em foto», donde diferentes artistas que utilizan la fotografía como lenguaje transportaron sus obras a un enorme panel localizado en la entrada del restaurante.

Los libros en promedio son caros. Pero también hay librerías de anticuarios que ofrecen una alternativa más económica con el agregado de una experiencia más íntima y retrospectiva. Si se gusta de los libros viejos y primeras ediciones hay que visitar Mar de Histórias en la calle Francisco Sá, Copacabana. Hace unos meses compré ediciones antiguas de las crónicas y poesías de Drummond y los cuentos completos de Rubem Fonseca. En esta ocasión, encontré Seleta en prosa e verso una edición crítica que reúne crónicas y poesía seleccionadas por el autor. El dueño me mostró la primera edición de Fazendeiro do Ar (1955) editada por José Olympio, agotada y aun no reeditada, y otra edición príncipe autografiada de Contos de aprendiz (1951). Ambos ejemplares se vendían a casi el doble de lo que cuestan otras reediciones de Drummond en las librerías. El librero me comentó que los nietos de Drummond, quienes viven a un par de cuadras en el departamento que habitara el poeta a la altura del puesto 6 de Copacabana, visitan a menudo su librería.

Ahora me dispongo a terminar las tareas pendientes, me quedan unos cuantos días más en Río para redondear notas, artículos y crónicas, y con ello doy fin a mis travesías en la «Ciudad Maravillosa» temporalmente. La próxima semana nos vemos desde la «Ciudad de la Furia»: Buenos Aires.

Ipanema, 3 de enero de 2012 Sigue leyendo

ENCANTO DE GENTE

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Carlos Arturo Caballero

El carioca no gusta de la lluvia ni del frío ni de los días nublados. El carioca gusta del sol, la playa, la samba, el fútbol y los placeres de una vida despreocupada. Y es que Río de Janeiro lleva impregnada la personalidad de un clima propicio para el placer; por ello no es raro que a sus habitantes les entre la melancolía ante la llegada de las lluvias que en marzo anuncian el final del verano. Mientras en Lima la humedad cala hasta los huesos, aquí es posible disfrutar de un sol esplendoroso a 30 grados a la sombra entre fines de julio y principios de agosto. Pero no hay que confiarse, pues así como sale un sol radiante, al día siguiente o durante algunos días más, podría llover y no habrá más remedio que decirle adiós a la playa y sus placeres. En verdad es muy triste caminar por Copacabana e Ipanema en un día nublado y lluvioso, sin garotas ni calor. Esta gris combinación es lo único que puede doblegar la voluntad de los cientos de veraneantes que a diario resisten gustosos el asedio de un sol ardiente.

El circuito de playas más representativo de Río de Janeiro comprende las playas de Leme, Copacabana, Arpoador, Ipanema y Leblon. Es posible recorrerlo a pie, en bicicleta o en auto. La ventaja de hacerlo a pie es que se goza de la vista poco a poco, gradualmente, como quien saborea un buen vino. La playa y la tradicional calzada de ondas blancas y negras, diseñadas por el paisajista brasileño Roberto Burle Marx, corren en paralelo junto a la ciclovía y a la Av. Atlántica en Copacabana. La vista que se aprecia en casi todas las postales de Río corresponde a la que se observa desde la margen izquierda de la playa de Copacabana —una pequeña bahía en forma de una herradura abierta hacia los lados, circundada por enormes edificios, cafés, restaurantes, bares y hoteles—. También en el otro extremo, desde lo alto del Fuerte de Copacabana, se logran buenas tomas de Copacabana. Para el lado de Ipanema, la mejor vista hacia la playa se consigue desde la Pedra do Arpoador, donde se disfruta una magnífica puesta del sol tras el morro “Dois Irmãos”.

Copacabana luce igual prácticamente todos los meses del año: vóley, fútbol, joggers, skaters, ciclistas, turistas, músicos, vendedores ambulantes, paseantes con sus mascotas y los infaltables kioskos que ofrecen agua de coco, cerveza, cachaça y caipirinha para aliviar el calor. Mayormente, es frecuentada por parejas con hijos, jubilados y familias. En cambio, a Ipanema van los jóvenes, generalmente. Los puestos de la prefectura, que se extienden por todo lo largo del circuito de playas, sirven como buen punto de referencia. El puesto 1 comienza en Leme y llega hasta el 5 en Copacabana; del 6 al 12 continúan en Ipanema hasta terminar en Leblon. Entre cada puesto media una distancia de 1 km. aproximadamente. La zona del puesto 8 es mundialmente conocida por ser la preferida de la comunidad gay. En el puesto 9 predomina la gente joven y es la zona más concurrida de la playa de Ipanema. Mucho más reposada y algo más desierta es la playa de Leblon, próxima a la favela Vidigal y al hotel Sheraton.

Salvo que la lluvia eche a perder la rutina carioca, es frecuente ver a jóvenes y adultos trotar a lo largo de la amplia calzada que bordea la playa desde Leme, pasando por Copacabana e Ipanema, hasta culminar en Leblon. No solo las mujeres se preocupan por lucir una figura perfecta, cuyos resultados saltan a la vista, sino que también los jóvenes y adultos mayores se esmeran por verse bien fit. No hay pretexto que valga para no lograrlo, pues cada cierto tramo disponen de módulos para hacer ejercicios a todo lo largo del circuito de playas. A ello se agregan las escuelas de fútbol y vóley playa, y las áreas destinadas a la paleta playa y fútbol net. Sin embargo, aquellos y aquellas que no lucen una esbelta figura tampoco se esfuerzan por ocultarlo. Asimismo, los deportes para los cariocas no conocen de fronteras de género. Mujeres que bien podrían estar bordeando o superando los 40 no desentonan en destreza al jugar una partida de fútbol net, del mismo modo que los muchachos y hombres maduros disfrutan sin prejuicios del vóley playa. Por estos lares, el sol, la arena, la playa y el calor vencen todo prejuicio estético y son el antídoto perfecto contra la mojigatería moralista. La autocensura no está en el libreto cotidiano de las garotas.

Conforme nos adentremos un poco en la playa, seremos testigos privilegiados de la belleza de la mujer carioca, gustosa, exuberante y nada mezquina consigo misma ni con quienes tuvieran el placer de mirarlas y admirarlas. Y es que el secreto de las chicas de Ipanema y Copacabana es sentirse bellas, primero, y luego, como lógica consecuencia, verse así para los demás sin esperar su aprobación. Desde que caminan o bailan, que al final es lo mismo, hasta cuando conversan en esa melodiosa y sibilante candencia vocal que adquiere el portugués en sus labios, las garotas llevan la seducción à flor da pele. Los cariocas gustan de la piel bronceada todo el año. Esta es la pista que de inmediato les facilita identificar a los turistas. «¿Você não é de aquí, né?», me pregunta la mesera del kiosko, el vendedor del puesto del puesto de diarios y el ascensorista del edificio.

Los cariocas también adoran a sus mascotas. Los dueños de mascotas por esta zona no escatiman en precios si de brindar confort y cuidados a sus engreídos se trata, lo que hace de la veterinaria una profesión muy rentable (un tratamiento dental a un cachorro cuesta aproximadamente 200 dólares). Una extraña proyección de la personalidad del dueño hacia la mascota se aprecia en las viejecitas que prefieren las razas pequeñas como los schnauzer, chihuahas, salchichas o puddle; en las parejas de enamorados con los labradores; o en los fisiculturistas con los rottweiller. Me dicen que una señal inequívoca de soledad es tener un perro. Si esto es cierto, entonces esta es la ciudad de los corazones solitarios más densamente poblada del mundo. Tal vez las mascotas están más dispuestas a una relación estable y duradera que la mayor parte de los habitantes de la Ciudad Maravillosa suele rehuir.

Mi deuda con Río de Janeiro aún no está saldada. Queda mucho más por descubrir de su gente y sus costumbres. El tiempo está a mi favor, por lo cual seguiré disfrutando de la sensualidad carioca mientras tomo las últimas notas en esta soleada tarde de navidad en Ipanema.

Río de Janeiro, 25 de diciembre de 2011
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EL REY DE LAS FLORES

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Carlos Arturo Caballero

Yo quiero ser a la zurda más que diestro

Casi una hora demoré en llegar al Orfeo Superdomo de Córdoba. No tanto por la distancia como por el tránsito. El único puente de acceso estaba atestado de gente, pero avanzaba. El ingreso y la ubicación fueron rápidos. El concierto estaba programado para las 21.30 pero ni bien se llenaron las tribunas, el público comenzó a calentar el ambiente con aplausos y cánticos para aplacar de alguna forma la infame tortura de esperar. Once años de ausencia justificaban plenamente las ansias de oírlo cantar. Hasta que Silvio apareció luciendo una remera negra y tejanos, casi tal cual al día anterior que recibió el Honoris Causa en la Sala de las Américas. Lo acompañaban Niurka González (flauta traversa, clarinete y oboe), Oliver Valdez (percusión) y el trío de cuerdas Trovarroco integrado por Rachid López (guitarra), Maikel Elizarde (tres cubano) y César Bacaró (bajo).

Abrió el concierto con “En el claro de la luna”, de su primer álbum, Días y Flores (1975). Luego interpretó algunos temas de su último trabajo Segunda cita (2010), como “Carta a Violeta Parra”, “Sea señora” y “Tonada del albedrío”, alternándolos con las canciones que los convirtieron en la voz más visible de la Nueva Trova cubana. Presentó algunos inéditos como “Cuentan” y “Virgen de Occidente”. En el intermedio, Silvio invitó a Amaury Pérez a cantar juntos “Amigos como tú y yo” y mientras aquel y su grupo se tomaban un respiro, Amaury interpretó dos sus clásicos: “Si yo pudiera” y “Abril” que mantuvieron la emoción de un público que prometía quedarse y pedir más de lo previsto.

Al reaparecer, fue recibido con la misma intensidad que al inicio: todo el recinto aplaudía de pie dando vivas a Cuba, a Fidel y al Che. Pero Silvio no la puso fácil. Los más fanáticos vacilábamos al descifrar los nuevos arreglos que lucían sus canciones más emblemáticas. “Escaramujo” adquirió un particular significado para quienes consideramos la educación como un derecho y no un privilegio: “Yo vivo de preguntar, saber no puede ser lujo”, pues “si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”. El momento cumbre del concierto llegó con “El necio”, metáfora de la persistencia y la lucha por no decaer cuando todos creen que la Historia terminó y que las revoluciones son inútiles: “me vienen a convidar a arrepentirme,/ me vienen a convidar a que no pierda,/ mi vienen a convidar a indefinirme,/ me vienen a convidar a tanta mierda. Dicen que me arrastrarán por sobre rocas / cuando la Revolución se venga abajo”. No fue hasta que escuchamos las primeras líneas que pudimos reconocer “Quien fuera”, “Gaviota”, “El reparador de sueños” y una irreconocible pero amena versión de “Óleo de una mujer con sombrero” a ritmo de country texano. Y así una tras otra desfilaba la trova ardiente de este cubano universal que le canta al amor, a la patria y a la revolución con poesía hecha música.

¿Qué reservaría para el final? ¿Unicornio, Ojalá? Nos sorprendió una prolongada y virtuosa introducción a la “Maza”. Una dulce y minimalista versión al estilo bossanova de “Pequeña serenata diurna” nos anticipaba el fin. Y se levantó. Después de una venia desapareció tras el escenario secundado por sus músicos, pero el público no le dio tregua. Nuevamente de pie, coreábamos su vuelta y aplaudíamos a rabiar. Y volvieron. Antes que sus músicos empezaran Silvio dijo “al final”. Se detuvieron y cantó “Historia de las sillas” y luego caímos en la cuenta que reservó “Ojalá” para el final. Saludó, se fue, pero la gente no cesaba de aplaudir. Segundo retorno. La euforia era tal que amablemente pidió tregua para afinar la guitarra. Era “Paula”, melancólica canción interpretada tal cual lo hiciera muchos años atrás, a voz y guitarra, en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de La Habana. “Paula, yo pudiera darte un inmenso jardín / si pudiera darte todo mi país / todo mi país”. Parecía que esta vez era definitivo, pero no. Los aplausos y las vivas no cesaban. Silvio nos comprendió, sabía que no terminaría así y tomó la guitarra para despedirse con “Te doy una canción”. Vaya que sí fue generoso y tolerante con este público que volvería al día siguiente a abarrotar las tribunas del Orfeo Superdomo si este cubano maravilloso se animara a una tocada más.

Y así se fue entre los aplausos y cánticos que cesaron al mismo tiempo que las luces se encendían y se retiraban los equipos. Señales del fin. No extrañé al “Unicornio”, pero sí “En estos días”, “Desnuda y con sombrilla” y “Qué hago ahora contigo”. Pero no tiene importancia. Ninguna en comparación al placer de verlo tan cerca y a la emoción compartida con cientos de silviófilos. ¡Larga vida al Rey de las Flores!

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SILVIO EN MI MEMORIA

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Carlos Arturo Caballero

A Elena Di Marco

Volver a los 17

Posiblemente a mis 12 o 13 fue la primera vez que oí «Unicornio». Recuerdo que me sobrecogieron la letra y música de esa canción cuyo autor desconocía y que a pesar de mis frecuentes preguntas a cuanta persona creyera yo me daría la respuesta no fue sino hasta mis 17 que, gracias al hermano Juan José, el Loco, trovero impenitente, contestatario y rebelde hermano de La Salle, por fin supe que el autor de aquella melodía que me cautivó hacia finales de mi pubertad era cubano y se llamaba Silvio Rodríguez Domínguez.

Juan Ojeda, un condiscípulo de la escuela, gustaba de la Nueva Trova Cubana y de los cantautores latinoamericanos de la Nueva Canción, al igual que Randy Machuca con quienes integrábamos la estudiantina del colegio. Solíamos reunirnos en la acogedora salita de la casa de Juan en calle Nueva los sábados para ensayar e intercambiar cintas o copiarlas. Poco o nada importaba la fidelidad del sonido; lo esencial era reunir la mayor cantidad posible de temas de aquellos compositores que nos acompañaron durante la adolescencia. Tanta fue mi devoción por la música de Silvio que abandoné las lecciones de piano y me dediqué durante las vacaciones de ese verano de 1992 a tocar desaforadamente la guitarra en vez de prepararme diligentemente para ingresar a la universidad. Y esa efervescencia se la debo a mi fiel Rosita, mi nana de toda la vida, quien luego que llegué de mis fatigantes clases de la academia, me sorprendió una tarde con un regalo cuya imagen guardo hasta hoy gratamente en mi memoria: había enviado a reparar la guitarra que mi hermano mayor compró como 10 años antes, emocionado por emular la destreza del gran Paco de Lucía.

Guitarra en mano, mañana, tarde y noche, me sumergí en el universo poético de Silvio y de la Nueva Trova. Por aquellos años, no éramos muchos en Arequipa los que oíamos este género. Podían contarse con los dedos de la mano. O tal vez me equivoco y eran muchos, pero no nos conocíamos. Lo cierto es que se trataba de un círculo muy cerrado y cada vez que conocía a un trovero sentía una gran emoción al compartir la misma afición y mucho más si tocaba la guitarra. Esas fueron mis mejores lecciones musicales: escuchar, ver y conversar con quienes disfrutaban la trova intensamente como yo la disfrutaba. Alguna vez alguien aparecía con una cinta original prestada por corto tiempo —la mayoría se grababan en Chile y Argentina— por lo cual aprovechábamos de inmediato para copiarla o el menor descuido para apropiarnos del preciado material. (Si mi querido Juan Ojeda llega a leer estas líneas, quiero recordarle que durante varios meses estuve disgustado porque prestó mi cassette original de Días y Flores ¡sin autorización! A Ramiro Damiani, arquitecto, músico y trovero como nosotros. No te culpo, Juan, yo también hubiera hecho lo mismo sin en aquellos años llegaba a mis manos ese álbum). Si tenía la suerte de que un conocido viajara por esos andurriales, imploraba porque me trajeran cintas de Silvio. No disponía de un centavo, así que apelaba a su amistad e incluso al cariño que me dispensaran.

Mi querida Lenny Zevallos, a quien injustamente hice padecer por amores durante un breve tiempo, me dio otra de las sorpresas troveras que marcaron mi admiración por Silvio. Como quien no quiere la cosa, le pedí que aprovechando su viaje de promoción a Santiago de Chile, me trajera un par de cintas, las que hallase, todas eran bienvenidas. No recuerdo muy bien en qué circunstancias fue, pero me parece que me visitó en el locutorio telefónico propiedad de mi hermano Antonio, un sábado por la tarde o domingo por la mañana. Yo había olvidado por completo mi petición cuando de pronto me mostró tres cassettes originales editados en Chile por el sello Alerce: Tríptico 1, 2 y 3. Si la vida está hecha de momentos, como dice el supuesto poema atribuido a Borges, ese momento cuenta como uno de los más felices de mi vida. Nunca nadie antes se dio la molestia de cumplir su promesa, pero Lenny, mi adorada Lenny, sí. Los Trípticos pasaron a engrosar y a darle distinción a mi, hasta ese momento, modesta colección de cintas que comenzaban a poblar los cajones de mi mesa de noche.

Pero la generosidad de Lenny tuvo como precedente otro acontecimiento menos abnegado y más mercantil. César Navarro, compañero de aulas, de música y de trasnochados ensayos a ritmo de heavy metal, si algo detestaba más que las visitas los domingos, era escuchar a Silvio Rodríguez y REM, en ese orden. “Salvo Días y flores y Causas y azares, el resto es para el olvido”, me parece escucharlo a la distancia. Justamente los álbumes que menos me gustaban, él los apreciaba. Mi culto por la trova era solo equiparable a su devoción por Metallica, ACDC, Megadeth y Pink Floyd. No he conocido hasta ahora a alguien más obsesionado hasta la posesión por conservar celosamente intacta su colección de discos y cassettes. Lograr que nos preste uno era toda una Odisea, al punto que de insistir corríamos el riesgo de perder su amistad sin mayor remordimiento. El hecho es que su hermano Oscar, conocido guitarrista y fundador de unos de los grupos de rock pesado más emblemáticos de Arequipa, Cuarto Cerrado, había viajado a Santiago con su promoción de La Salle en 1987 y ¡comprado varias cintas de Silvio! Concentrado más en su banda, Oscar legó estos cassettes a César y de vez en cuando se los pedía para escucharlos. Al enterarse de mi gusto por la trova, no dudó en ofrecérmelos a un módico precio. Se los compré todos, por partes, pero los adquirí todos. (Actualmente, Oscar vive en Bélgica hace varios años y no sé si llegue a leer esto, pero de ser así, estimado, quédate tranquilo que tu colección permanece en buenas manos. César nunca te dijo la verdad, pero fue por una noble causa).

Sinfonía para adolescentes

Posteriormente, poco a poco fui dejando de grabar y regrabar cintas y ahorraba lo que podía para comprar originales en la discoteca Internacional, la única, por decírselo de algún modo, tienda de discos de la ciudad. Siempre esperaba con ansiedad la llegada de un nuevo álbum. Cuántas tardes habré caminado desde casa hasta el centro o desde el instituto y bajo cualquier pretexto acercarme a los mostradores y pedido que me alcancen “el último álbum de Silvio Rodríguez”. Solo tenerlo en mis manos y oír algunas pistas en las cabinas privadas fueron para mí, en aquellos años de mi primera juventud, un placer que hasta hoy no he hallado, excepto cuando alguna novela descomunal me devuelve la fe en la escritura. Si por fin lograba comprarlo, escuchar ese cassette así como cualquier otro que me fascinara, era toda una experiencia ceremonial, de aquellas que solo un adolescente podría vivenciar cuando, como dice la canción de Eduardo Gatti, «nos dijeron que la vida se muestra entera».

La recesión postraumática del fujishock hizo estragos en los comercios locales y varias tiendas emblemáticas de la ciudad remataron sus existencias y si no alquilaron sus locales, cambiaron radicalmente de giro. La discoteca Internacional desapareció y con ella el pretexto de acudir semanalmente a sus mostradores para oír, aunque fuera solo unos minutos, las canciones de las bandas y solistas que construían nuestro universo musical. Los vendedores ambulantes tomaron por asalto las calles y si teníamos suerte, alguno de ellos vendía nueva trova. Hacia 1995, había logrado conformar una respetable colección de cintas en mi superpoblada mesa de noche. Las que destacaban por su «originalidad» eran las de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, León Gieco, Sui Géneris, entre otros. Buena parte de ellos fueron obtenidos como «saldos de ocasión» cordialmente rematados por mi principal proveedor: César Navarro. También armé a trancas y barrancas un selecto dossier de letras y canciones de Silvio, unos fotocopiados y otros cuidadosamente hurtados. Ello se reflejo en mi progreso con la guitarra. Tocando trova aprendí complejos acordes y desarrollé una habilidad extra que predispuso mi oído musical a otros géneros como el bossanova o el jazz.

Sin embargo, la universidad me condujo durante los siguientes cinco años por caminos alternos a la música. Las letras ocuparon el lugar de las melodías, los libros reemplazaron a los discos y cassettes. Un día, sin saber cómo ni cuándo, colgué la guitarra y con ella cerré momentáneamente mi etapa de trovador adolescente, descarriado y mala cabeza que en los años previos había martirizado a mi madre por abandonar la informática y ocupar el tiempo nada más que en tocar guitarra, cantar, jugar frontón y cantar desaforadamente embebido de licor con los cómplices de mi primera juventud.

El acontecimiento que marcaría definitivamente el cierre de esta época fue mi abrupta salida del Instituto del Sur donde ilusamente creí que le sacaría la vuelta al tiempo para luego retomar los estudios de música. Abrupta por cuanto no tuve más remedio que irme antes que me echaran por mis vergonzosas notas. No obstante, allí conocí a Herbert, un entusiasta y díscolo trovero que me presentó a mucha gente que tocaba trova y géneros afines. Hacia mediados de los 90 era visible que la trova venía ganando adeptos cada vez más. Lo noté cuando junto con Herbert improvisamos un concierto en las afueras de El Búho, el nostálgico café noventero ubicado en los altos del Complejo Chávez de la Rosa de la Universidad de San Agustín. Todo ocurrió como jugando. Acordamos con Herbert vernos como todos los viernes a las 7 y llevar nuestras guitarras. Cada uno tocaba una canción alternando la velada con cigarrillos y pisco. Pocos días antes, Juancito Ojeda me avisó de «un recital de trova en El Búho». Atiné a confirmar mi presencia con alegría y grandes expectativas por escuchar al fin a un grupo formal o a cantantes de trova fuera de una «chupa» de parque y al son de unas viejas y maltrechas guitarras (aparte de Raúl Huerta y Américo Martínez, quienes esporádicamente tocaban en algún local, no conocía a nadie más). La collera del Isur se había enterado de nuestras semanales veladas y también confirmaron su asistencia. Grande fue mi sorpresa cuando al llegar toda la explanada exterior al café estaba colmada de curiosos ansiando escuchar el recital de trova. Los misteriosos troveros que darían el recital éramos nosotros. Me sentí turbado y defraudado de mí mismo y a la vez muy emocionado. En una década años-luz del Facebook y Twitter, un nutrido grupo de fanáticos troveros se había congregado de oídas para escucharnos. Herbert lucía impasible cual si no pasara nada. Los asistentes se miraban entre sí y los que me conocían insistían en saber a qué hora empezaría el concierto, inquietud que transmití de inmediato a Herbert. Debió verme tan nervioso que tomó la guitarra y soltó los primeros acordes de canciones de Gieco y Sui Géneris. Luego tomé la posta con Silvio y el resto del grupo hizo lo propio. No sé si estuvimos a la altura de lo que se esperaba, pero tengo impresa en mi memoria la fachada de El Búho, la blancura del sillar, la tenue iluminación lunar y los aplausos y peticiones de quienes nos acompañaron en ese concierto que sin proponérnoslo, cerró una época maravillosa, al menos para mí.

Cuando digo futuro

En adelante, volví a Silvio por cortas temporadas intermediadas por viajes a Lima donde redescubrí una escena trovera mucho mayor que la arequipeña. El boulevard del jirón Quilca reunía lo más selecto no solo de la música trova, sino del rock en todos sus géneros y a precios muy accesibles. Tuve conocimiento del grupo Silvio a la carta, un proyecto que reunía a solistas, dúos, tríos y pequeños grupos que intercambiaban integrantes de acuerdo al tema en sus presentaciones. Los escuché en el café del Centro Cultural de la Universidad Católica. Su dinámica consistía en repartir una especie de menú musical, a manera de repertorio, de lo que tocarían en esa sesión, de modo que los asistentes tuvieran de donde elegir. Fue muy grato conocer a Miriam Quiñones, quien empezaba a hacerse conocida en el circuito interpretando temas de Silvio, Pablo, y demás cantautores de la nueva canción latinoamericana.

A diferencia de los años anteriores, perdí el rastro de la discografía de Silvio y recién me enteré que al menos 3 o 4 álbumes había grabado entre el 95 y el 2000. Me puse al día pero ya no con el entusiasmo de los albores de mi primera juventud. Al terminar la universidad, cogí nuevamente la guitarra acusando una notable pérdida de habilidad y un avanzado deterioro en mi voz producto del cigarrillo. Animado por Elena, mi novia, intenté volver por mis fueros y me inscribí en un concurso de solistas y grupos de Nueva Trova organizado por el propietario del Apeyrom, uno de los últimos locales donde a inicios del 2000 se tocaba trova para un público interesado y atento, algo que en los 90 estaba limitado a encuentros furtivos o a la eventuales presentaciones de Raúl y Américo.

Fue un retorno lamentable, triste, para el olvido. Esa noche me odié por no haber desistido a tiempo y le mostré a Elena mi fastidio y mi rabia por el papelón que hice al presentarme. Ella no tuvo la culpa, pero sin quererlo, y aunque con el mejor ánimo del mundo, me hizo entrar en pánico llamando al celular cuando estaba por iniciar mi turno para cantar. Fue anecdótico. Tenía el micrófono frente a mí y de pronto sonó el celular y contesté al aire. No solo se escuchó mi voz sino también los mensajes de afecto y la buena vibra que enviaba mi novia, artífice de mi retorno a la música. Los espontáneos aplausos de la asistencia, conmovidos seguramente por el gesto de mi novia, me animaron a continuar, pero fue poco lo que pude ofrecer aquella noche. Terminada la primera ronda, no me quedé a escuchar el resultado y opté por una retirada decorosa sin imaginar que uno de los jurados, 10 años después, me provocaría una decepción mucho más profunda. Pero esa es otra historia.

Expedición

En 2007, Silvio Rodríguez vino al Perú luego de 20 años de ausencia. La última vez había sido en 1987 con motivo del CICLA, festival de integración cultural latinoamericana que tuvo lugar en Lima. No volvió después, no me consta, pero es muy posible que sea verdad, como protesta contra el gobierno de Alberto Fujimori. El hecho es que, por primera vez y «a mitad del camino recorrido» de mi vida, tenía la oportunidad de ver a Silvio en Lima donde yo radicaba hacía un par de años. La facilidad es una debilidad de la fuerza, escuché alguna vez. Debe ser cierto, pues aquello que damos por descontado termina siendo postergado o relevado de nuestros planes, precisamente por darlo como un hecho y no ponerle empeño. Así fue que no asistí a la ceremonia de entrega del doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos ni al concierto que ofreció en el estadio de la misma casa de estudios. Mi consuelo fue sacarme el clavo de todas esas caminatas a la discoteca Internacional y actualicé toda mi colección de álbumes en CDs originales, salvo aquellos que no forman parte de la discografía oficial y no era posible hallar en el Perú, sino que era ediciones especiales o agotadas.

A un mes de mi llegada a Córdoba, donde curso el doctorado en Literatura Latinoamericana, una tarde mientras leía el diario, me enteré de que Silvio ofrecerá un concierto luego de 10 años de ausencia. «Nunca más», dije, como titula el Informe Sábato. No iba permitir que transcurrieran 25 años más para saldar una deuda pendiente con esa parte de mi historia personal que fue la adolescencia y mi primera juventud. Así que pronto compre mi entrada preferencial, de las últimas que quedaban. La mañana de hoy en que escribo esta memoria supe por una colega que la Universidad de Córdoba distinguiría a Silvio como doctor Honoris Causa en el auditorio principal del Pabellón Argentina en Ciudad Universitaria. El ingreso era libre, pero las invitaciones se habían agotado hace tres días. De todos modos, fui; formé fila probando suerte, tal vez a alguien por allí le sobraran algunas entradas. Y así ocurrió. Gracias a la generosidad de una joven estudiante de odontología que me obsequió una invitación, logré presenciar la emotiva ceremonia en la que Silvio agradeció a la concurrencia por esos honores y aplausos, según él inmerecidos, pues «por cada hombre que logra algo, hay millones que nada tienen».

Pronto amanecerá. Cierro esta memoria a horas vista del concierto de Silvio en Córdoba. Ojalá que la lluvia no nos haga pedazos. Ayer cayó un aguacero feroz, pero aunque el cielo se nos caiga encima, mañana veré a Silvio a como dé lugar. 25 años no han pasado en vano. Sigue leyendo

PREZADO BONDINHO

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Hace un año que mantengo una deuda con el Pan de Azúcar y el Bondinho. Esta segunda visita me brinda la ocasión perfecta para saldar cuentas con esta maravilla carioca. Ubicado en el barrio de la Urca, zona de instalaciones y viviendas militares, forma junto con el Cristo Redentor y las playas de Copacabana e Ipanema el circuito turístico más importante de Río de Janeiro. Si se hospeda en la zona sur, le será mucho más fácil llegar; sin embargo, también es posible desde cualquier otro punto de la ciudad, ya que existe una amplia cobertura de transporte público.

El Bondinho, teleférico en español, transporta a los visitantes hacia la cima del Pan de Azúcar, aunque también hay unos pocos que practican escalada de montaña en sus laderas. Durante el ascenso o descenso, es recomendable colocarse en los extremos frontal, posterior o en los laterales para capturar las mejores imágenes. Antes de llegar al destino final, realiza una parada obligatoria en el morro de la Urca, donde durante un tiempo indefinido los visitantes pueden pasear y aprovechar para fotografiar frontalmente al Pan de Azúcar. Desde aquí se observa el Cristo Redentor y se logra una amplia vista de la bahía de Guanabara, Botafogo, el puente que une Río de Janeiro con Niterói, y sobre todo una magnífica panorámica de la playa Copacabana. Además, cada cierto tiempo, y dependiendo de una cantidad mínima de pasajeros, parte un helicóptero que sobrevuela la ciudad. Este paseo brinda una experiencia increíble y una oportunidad inigualable para fotografiar o filmar la «Cidade Maravilhosa».

Esta maravilla de la ingeniería tiene su propia historia. Un pequeño museo exhibe una retrospectiva de su construcción donde se muestran fotografías y la antigua maquinaria que alguna vez puso a andar al Bondinho en sus inicios. El primer teleférico data de 1912. Con cabina proyectada y fabricada por la empresa alemana J. Pohlig especialmente para la Cia. Caminho Aereo Pão de Açucar, entró en operación en 1912 tras su implementación por Augusto Ferreira Ramos y fue el tercer teleférico de pasajeros implantado en el mundo. Anteriormente, se habían implementado el Teleférico de Wellerhorn, en Suiza, en 1908; y el Teleférico del Monte Ulia, España, en 1907.

Los «Camarotes Carril» fueron luego denominados «Bondinhos» (pequeños tranvías) por su semejanza con los tranvías eléctricos que circulaban por las calles de Río de Janeiro y funcionaban en el sistema de ida y vuelta. El tiempo de viaje era de cuatro minutos y medio en el primer techo entre la estación de Praia Vermelha y el morro de la Urca; y de 6 minutos en el segundo, entre la Urca y el propio Pan de Azúcar. Transportaba 22 pasajeros por viaje y aproximadamente 2100 por día. Al completar 60 años de funcionamiento, en 1972, fue desactivado.

El segundo sistema, proyectado e instalado por la Officine Meccaniche Agudio Spa, de Milán, e implementado por el ingeniero brasileño Cristóvão Leite de Castro, fue el equipamiento más moderno existente en la década del 70. El diseño de las cabinas era de absoluta vanguardia para la época: fue presentado y premiado en el 4° Salón de la Montaña, en Turín, en 1971. Su formato de «burbuja», único en el mundo en aquella época tenía una estructura que proporcionaba a los pasajeros una vista de 360 grados. Este segundo teleférico, con dos bondinhos en cada línea, circulando en el sistema ida y vuelta simultánea, aumentó la capacidad de transporte de 115 a 1360 pasajeros por hora. Las nuevas cabinas tenían capacidad para 75 pasajeros por viaje. Además, se redujo el tiempo del trayecto entre cada techo a 3 minutos. Estuvo en funcionamiento desde 1972 hasta el 2008 cuando cedió su lugar los actuales teleféricos.

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Las tomas que se pueden obtener desde el Pan de Azúcar superan ampliamente a las del morro de la Urca. Es cuestión de tomarse el tiempo necesario para explorar las mejores ubicaciones, caminar por los senderos y escaleras que atraviesan la exuberante floresta; o de vez en cuando observar a los ocurrentes «macacos» saltando entre las copas de los árboles; o visitar las «lojas» (tiendas) donde comprar souvenirs, pero a un precio mucho mayor de lo que cuestan en la ciudad, por lo cual es mejor ser paciente y dedicar otro día a las compras turísticas.

A diferencia de los limeños, los cariocas andan muy pendientes del clima, pues de acuerdo a ello planifican sus actividades, lo cual está plenamente justificado, ya que el tiempo en Río de Janeiro durante el invierno es muy variable: así como puede llover durante tres días, luego está soleado durante una semana. Por ello, antes de visitar el Pan de Azúcar, el Cristo Redentor o el Jardín Botánico, revise el pronóstico del clima, pues si está nublado no disfrutará del paisaje como debe ser. Las fotos obtenidas bajo el brillo solar son mucho más vistosas, y con cielo despejado se apreciará la ciudad, las montañas y el mar en todo su esplendor.

Cuenta cancelada, prezado Bondinho. Sigue leyendo