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Recomiendo leer Sobre los intelectuales y la esfera pública de Gonzalo Gamio
En la cinta Sartre: años de pasión, se narra parte de la vida de Jean Paul Sartre y de Simone de Beauvoir, precisamente, sus años intelectualmente más fecundos. Una de las escenas más entrañables fue cuando Sartre y Beauvoir visitan Cuba y el propio Fidel Castro funge de guía en la isla. Cuando de pronto de topan con un ama de casa quien airadamente reclama al comandante por la refrigeradora malograda que hace semana nadie repara, el mismo Fidel en persona decide solucionar el problema ante la mirada escéptica de Simone de Beauvoir y el éxtasis revolucionario de Sartre. Luego de infructuosos intentos, el comandante indicó a la señora que ordenaría a uno de sus ministros para que en persona resuelva el desperfecto de su refrigeradora. Sartre no cabía en sí mismo de la emoción por el accionar del comandante Castro a quién le preguntó “¿y cómo le llama ud. a esto?”, a lo que Castro respondió “se trata de la democracia directa, todo lo que nos piden, se los damos”. Simone de Beauvoir preguntó de inmediato, “pero dígame comandante, ¿y si le piden la luna?”. Castro se detuvo, dio una intensa pitada a su habano y contestó muy orondo, “bueno, si me piden la luna es porque la necesitan”. Ni hablar, ¡al diablo el existencialismo!
Ahora bien, ¿qué hacer cuando la sociedad les pide la luna a los intelectuales? Creo tener algunas certezas al respecto, más concretamente, en lo que la sociedad debiera esperar de sus intelectuales. Si bien no estamos viviendo la euforia de mayo del 68 ni las marchas en protesta contra la guerra de Vietnam y tampoco disponemos de referentes en la cultura de masas como los íconos musicales que se reunieron en las colinas de Woodstock, existe una variedad de acontecimientos que merecen la atención de los intelectuales, aquella especie aparentemente en extinción a partir de 1980 —hecho coincidente con la consolidación del neoliberalismo a lo Reagan y Thatcher, como política económica en el Primer Mundo— . Dejaré pendiente la pregunta inicial para dar paso a otra no menos importante: ¿Qué debemos esperar de un intelectual en una era post muro de Berlín, post Torres Gemelas y, en general, post ideológica?
Si bien los pronunciamientos de un intelectual, o sus ideas, pueden generar acciones concretas, sus intervenciones poseen un carácter eminentemente simbólico (simbólico aquí no significa inocuo, sino referencial, es decir un conjunto de ideas-modelo a seguir). Es por ello que el resultado del accionar intelectual no debe ser evaluado necesariamente en términos prácticos, como el sastre que mide la talla de una prenda o como el despensero que despacha un kilo de arroz, sino mediante la actitud que el pensador asume, la cual puede oscilar entre la acción directa o la manifestación simbólica de sus ideas. Recordemos a Sartre y a Marlon Brando. Muchos de los más notables intelectuales franceses y europeos criticaron denodadamente a Sartre cuando este rechazó el Premio Nobel de Literatura. Estemos o no de acuerdo con esa decisión, lo cierto es que el autor de La náusea actuó por convicción y en estricta correspondencia y, en primer lugar, con sus ideas entre las que destacaba el compromiso del escritor con su sociedad. El caso de Brando fue similar: a pesar del reconocimiento de la crítica especializada, durante un buen tiempo se convirtió en un paria, ya que ninguna productora de Hollywood quería contar con sus servicios debido a sus actitudes díscolas e impredecibles. Rechazó el Oscar en protesta por el acoso que el gobierno norteamericano aplicaba contra los indígenas en sus propias reservas. Brando desafío las barreras que restringían el protagonismo de un actor más allá del estudio de grabación y decidió hacer manifiesta su protesta. En ambos casos, la frontera entre la manifestación simbólica y la acción concreta de un intelectual o de cualquier figura pública puede parecer difusa, ya que, siempre que estos actúen por convicción, el resultado será el mismo: mostrar y demostrar que el cambio comienza con las ideas.
No obstante, el intelectual, el artista, el académico, el político, el comunicador, el ciudadano común, entre otros, poseen distintas formas de manifestar su disconformidad con lo establecido. Un intelectual, a diferencia de un académico, tiene un compromiso moral con su sociedad y con su época, el cual va más allá de los límites de su especialidad profesional. Sin embargo, no se le puede exigir a un intelectual que resuelva todos los problemas sociales al estilo de la democracia directa de Fidel Castro. Para ello existen instancias competentes, las cuales no deberían evadir su responsabilidad en el cambio social: el Estado y las instituciones sociales, aquellas que nacen de iniciativas privadas como las ONG’s, asociaciones civiles sin fines de lucro, partidos políticos, medios de comunicación, frentes regionales, etc. ejercen todos juntos una influencia determinante en la vida nacional. Entonces, ¿el intelectual debe convertirse en un mero espectador de la miseria humana y contemplarla desde su torre de cristal? No. Lo que sucede es que su participación en dicho cambio tiene varias aristas, las cuales no se reducen exclusivamente a la acción o a la militancia partidaria. Gandhi, la madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King y muchos otros sin ser intelectuales o ideólogos en estricto sentido contribuyeron al cambio social desde el lugar donde mejor lo hacían. ¿Deberíamos recriminarles por no haber formulado un cuerpo sólido de ideas? Análogamente, ¿Sería sensato fustigar a Mariátegui como un intelectual incompleto porque no pasó a la acción? ¿Restaremos valor a las ideas de González Prada porque se refugió en su hogar durante la ocupación chilena? A propósito, es pertinente releer “El intelectual y el obrero”, texto en el cual el autor de Horas de Lucha no encuentra conflicto entre la labor de ambos, sino que las entiende como complementarias: cada uno desde su lugar puede aportar al cambio social.
En este sentido, la exigencia de la acción directa a un intelectual o a un artista, a manera de un imperativo impostergable, podría desnaturalizar sus roles y, lo que es peor, quitarles independencia política e ideológica. En todo caso, se trata de una decisión individual, en la que las convicciones personales deben encontrarse por encima de cualquier coacción social, ideológica o política. De ninguna manera estaré de acuerdo con que la agenda individual de un intelectual esté conducida por otra motivación que no sea el convencimiento interior de creer en lo que piensa para luego hacer lo que piensa por una sencilla razón: no creo en los intelectuales ni en los revolucionarios que actúan por reflejo. La solución de los problemas sociales demanda la movilización de una logística que muchas veces excede las facultades de cualquier iniciativa individual por muy bienintencionada o altruista que esta sea. Siempre que un intelectual, un ideólogo o un revolucionario pretendieron llevar a la acción sus ideas, tuvieron que ampararse en el espíritu corporativo de alguna organización lideraba por ellos o que los apoyara.
Entonces ¿qué debemos exigirle a un intelectual? 1) que sea consecuente con sus ideas, es decir que predique con el ejemplo, 2) tomar postura y pronunciarse frente a hechos concretos, 3) colocar la ética por encima de la ideología y de la política (lo cual sea, tal vez, la demanda más difícil de cumplir: no separar la política de la moral). 4) Proponer iniciativas de cambio y convertirse en un formador de opinión, en un referente para su sociedad y su época. Todo ello, a mi modo de ver, es lo que deberíamos esperar de un intelectual. Pero exigirle la solución de la triste realidad de los más necesitados es un propósito que, como indiqué antes, puede exceder sus facultades, aunque indirectamente contribuya con aquello. En consecuencia, no les pidamos la luna, exijámosles, más bien, que tengan bien puestos los pies en la tierra.
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