Veníamos de vivir y trabajar en Cajamarca, en el campo, en el bello Instituto de Educación Rural del Obispado, donde morábamos Susana y yo recién casados, trabajábamos con un extraordinario amigo, Monseñor José Dammert Bellido, en la promoción social de liderazgos campesinos, mujeres y varones.
Luego de esa maravillosa experiencia rural, retornamos a Lima y nos fuimos a vivir a Caja de Agua, nuestra hija Soledad nació y la comenzamos a criar allí, Susana trabajaba de maestra de escuela y yo de obrero de construcción civil, el espíritu que nos animaba se podría manifestar en esa bella expresión de Guamán Poma de Ayala: “en busca de los pobres de Jesucristo”, fue muy valiosa experiencia que camino entre la cálida y la dura luz (expresiones muy hondas de Albert Camus).
Experiencia paradojal. contraindicada, como tematiza Mirko Lauer, en el prólogo a mi libro, La edad de la utopía (2001): “casi no hay explotación que no nos corresponda, exclusión que no nos alcance ni esperanza que no nos quede grande”.
Se nos abrió un mundo que desconocíamos, el del pobre, el del olvidado, veníamos desde el otro lado de la pobreza y la desigualdad, mundo que apreciamos mucho también, nuestros orígenes ¿Cómo no amar a nuestros padres y madres? ¿Cómo no apreciar a nuestros ancestros como Manuel Piqueras Cotolí y Manuel Pardo y Lavalle? Ser personas de todos los mundos es una experiencia humana muy rica, te amplía la mirada hacia un principio de humanidad universal. Luego de dos años partimos a la Universidad Católica de Chile a estudiar, lo hicimos muy en serio.
Muchos años después vino el proyecto de vida en el Rímac, desde ese barrio fui elegido congresista, ya habían nacido nuestros dos hijos, Emmanuel e Ignacio. Éramos una pareja muy joven, con hijos muy pequeños.
Este breve relato surge de la vida de la memoria, acicateado por una amiga que me lo recordó. Escribiré sobre está andadura en busca de los pobre de Jesucristo, en su paradoja, en su contraindicación, en su tragedia y esperanza, algún día.