Archivo por meses: febrero 2013

Soledad: fuerza y ternura

Soledad Piqueras Villarán, nuestra hija mayor, alumbrada entre los amores inocentes y apasionados que tuvimos Susana y yo, en nuestras bodas. Luego concebimos a nuestros amados hijos varones, Emmanuel e Ignacio, en medio de los muebles de nuestra biblioteca y los pisos del baño en la desesperación del deseo. Todos fueron producto del amor más maravilloso y lúdico. Años después, vino el desamor, es otra historia, la escribiré algún día en su misterio impenetrable.

Soledad tuvo una andadura pisando entre carbones al fuego vivo, es el enigma de su existencia, que ella atrapara como un haz de luz. Es una guerrera, una gran mujer, de una capacidad y generosidad notable, trabajo con ella con alto honor y con gran gusto.

Soledad tiene tres hijas, mis nietas, Andrea, Alejandra e Isabela, a quienes ama entrañablemente como yo las amo, por esa causa nos hemos embarcado en un proyecto de trabajo común, para que ellas tengan no sólo un gran afecto, sino medios para crecer en cuerpo y alma.

Quién se meta a ejercer violencia o agresividad contra ella, quién la estigmatice por ser mujer y por su pasado, se mete frontalmente conmigo y con Susana. En primer lugar, lo largo de mis amistades y de toda mi vida, después, veremos donde nos encontramos para arreglar cuentas.

Manuel Piqueras.

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El invisible, por Elias Canetti

El bello, hondo y genial escrito de Elías Canetti, El invisible, Premio Nobel de Literatura 1981, nos conduce al misterio, a lo impenetrable: “ Sí, me sentía orgulloso de aquel bulto porque estaba vivo. Nunca sabré qué pensaba al respirar allí abajo en medio de tanta gente. El sentido de su llamada seguía siendo para mi tan oscuro como toda su existencia. Pero vivía y cada día estaba allí a su hora. Jamás lo vi recoger las monedas que le echaban, y eran pocas, nunca más de dos o tres. Quizás no tenía brazos para cogerlas. Quizás no tenía lengua para formar la «l» de «Alá» y el nombre de Dios lo reducía para él a esa «ae – ae-ae-ae-ae-ae-ae- ae». Pero vivía, y con un celo y una obstinación sin igual repetía su único sonido y lo repetía durante horas y horas, hasta que, en aquella inmensa plaza, acababa siendo el único sonido, el sonido que sobrevivía a todos los demás.”.

Leyendo esta magnífica prosa poética durante años, gracias al gran traductor del alemán al español de Elías Canetti, Juan José del Solar, no puedo dejar de evocar a otro gran pensador poético, Walter Benjamin, en su intuición de la interrupción mesiánica de la historia, que irrumpe sorpresivamente en un instante, como una brisa suave, como el invisible de Elias Canetti.

“Al atardecer me dirigía a la plaza mayor del centro de la ciudad, no en busca de su pintoresca animación, que ya resultaba familiar, sino de un pequeño fardo marrón que yacía en el suelo y ni siquiera constaba de una voz, sino a un único sonido. Un sonido vocálico a medio camino en la a y la e, un sonido profundo, prolongado y susurrante «ae – ae – ae – ae – ae – ae – ae – ae». No aumentaba ni disminuía de volumen, pero no cesaba y siempre era perceptible detrás de los miles y miles de gritos y clamores de la gran plaza de Xemaá El Fnáa; era el más invariable de sus sonidos, el que permanecía siempre idéntico al anochecer y de una tarde a otra.

Yo prestaba oído desde lejos, impulsado hacia él por un desasosiego que no consigo explicarme. Hubiera ido a la plaza de todos modos ¡tantas eran las cosas que en ella me atraían!, y jamás puse en duda que volvería a encontrarlo, con todo cuanto le pertenecía. Tan solo aquella voz, reducida a un único sonido, me hacía sentir algo parecido a la angustia. Se hallaba en los límites de lo vivo. La vida que la producía no constaba más que de aquel sonido vocálico. Yo prestaba oído con una mezcla de avidez y de temor y llegaba siempre a un punto, exactamente el mismo, en mi camino, en el que de pronto lo percibía , como el zumbido de un insecto:
«ae-ae-ae-ae-ae-ae-ae- ae».

Sentía que una calma indefinible iba invadiendo mi cuerpo, y s hasta entonces mis pasos habían sido vacilante e inseguros, de pronto echaba a andar con decisión hacia el sonido. Sabía de dónde provenía. Conocía el pequeño bulto marrón en el suelo, un bulto del que no había visto más que un burdo trozo de tela marrón. Jamás había visto la boca de la cual salía aquel «ae – ae – ae – ae – ae – ae – ae – ae», ni el ojo, ni la mejilla, ni parte alguna del rostro. No hubiera podido decir si ese rostro de un ciego o de alguien que veía. La tela marrón y sucia le caía como una capucha y lo ocultaba todo. La criatura —pues alguna tenía que ser— estaba acuclillada en el suelo y con la espalda curvada bajo la tela; era poco lo que había de la criatura misma, parecía ser liviana y débil, y eso era todo lo que podía suponerse. No sabría decir cuánto medía, pues nunca la había visto de pie. El fardo que yacía en el suelo era tan bajo que uno habría podido tropezar con el sin darse cuenta, si el sonido hubiera cesado un momento. Nunca lo vi llegar ni irse. No sé si alguien lo traía y lo dejaba allí, o si andaba con sus propias piernas.

El lugar que había escogido no estaba en protegido en absoluto. Era la zona más abierta de la plaza y un incesante ir y venir de gente rodeaba por todas partes al pequeño bulto marrón. En tardes animadas desaparecía entre las piernas del gentío, y aunque yo sabía dónde estaba exactamente, y siempre oía la voz, me era fácil encontrarlo. Pero luego la gente se dispersaba y el fardo permanecía en su sitio, cuando en torno a él la plaza estaba totalmente vacía. Ahí yacía en la oscuridad como una prenda de vestir vieja y muy sucia, de la que alguien quería desprenderse y dejaba caer a escondidas para que nadie reparase en ella. La gente ya se había retirado y el fardo seguía allí. Yo nunca esperaba a que se levantase o alguien lo recogiera. Me escabullía directamente en la oscuridad con una agobiante sensación de impotencia y orgullo.

La impotencia era un asunto mío: sentía que jamás haría nada para esclarecer el fondo del enigma del fardo. Su apariencia mi inspiraba un temor respetuoso; y como podía darle otra, lo dejaba yacer sobre el suelo. Cuando me acercaba, me cuidaba mucho de de no tropezar con él, como si pudiese herirlo y ponerlo en peligro. Cada tarde estaba allí y cada tarde el corazón apenas me daba un vuelco en cuanto percibía el sonido, y otro vuelco apenas lo divisaba. Su camino de ida y vuelta era para mí más sagrado que el mío propio. Jamás lo seguí y no sé dónde desaparecía el resto de la noche y de día siguiente. Varias veces tuve la tentación de tocar muy suavemente la capucha marrón con mi dedo — la criatura tendría que sentirlo—, y poseyera un segundo sonido con el que hubiera replicado. Pero esta aspiración se desvanecía siempre entre mi impotencia.

Ya he dicho que, mientras me alejaba discretamente, me embargaba otro sentimiento: el orgullo. Sí, me sentía orgulloso de aquel bulto porque estaba vivo. Nunca sabré qué pensaba al respirar allí abajo en medio de tanta gente. El sentido de su llamada seguía siendo para mí tan oscura como toda su existencia. Pero vivía y cada día estaba allí a su hora. Jamás lo vi recoger las monedas que le echaban, y eran pocas, nunca más de dos o tres. Quizás no tenía brazos para cogerlas. Quizás no tenía lengua para formar la «l» de «Alá» y el nombre de Dios lo reducía para él a esa «ae – ae-ae-ae-ae-ae-ae- ae». Pero vivía, y con un celo y una obstinación sin igual repetía su único sonido y lo repetía durante horas y horas, hasta que, en aquella inmensa plaza, acababa siendo el único sonido, el sonido que sobrevivía a todos los demás. “.

Elias Canetti, El invisible, en Las voces de Marrakesch. Apuntes después de un viaje, Galaxia Gutemberg, Edición dirigida por Juan José del Solar, Obras Completas III. Barcelona: 2003.
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La generación del pájaro de fuego

A Javier Diez Canseco, testigo de esta Tierra de nuestros dolores y alegrías.

No hace mucho tiempo, tras un largo viaje atravesando continentes y cielos bellísimos, calmados y tomentosos, el patito feo asistió con su bandada de patos salvajes a una reunión multitudinaria de patos en un lugar de la Costa Oeste de Estados Unidos, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Reservado y amigable, quedó sorprendido desde un rincón de la granja, donde se llevaba a cabo la gran reunión de los patos salvajes, por la maravilla de la música rock, por las vestimentas estrafalarias tan coloridas, por los cabellos largos hasta la cintura, por el amor libre sin barreras; incluso, observó que fumaban yerbas exóticas que probó apenas y vomitó inmediatamente, curándose en salud.

Woodstock, este gran concierto duró tres días, reunió a más de medio millón de patos, pero además de la música magistral de importantes músicos poetas que nunca había visto ni oído, lo que más le llamó la atención fueron los símbolos y mensajes de paz y amor que lo conmovieron como una brisa suave. Le recordaron las huellas sólidas y la estela de arte, que como una “roca de ser” protegían, cuando se desataban las tempestades, a sus hermanos y primos patos pequeños, en el jardín secreto de Malambito.

En su búsqueda, sin medir el riesgo, los patos rebeldes encontraron en el teatro de la generación del 68 del pájaro de fuego, una “iglesia primitiva”. Por primera vez en su existencia de animal humano supo de oídas de la existencia de dos cisnes soberbios y sabios: uno se llamaba Mahatma Gandhi y otro era el papa Juan XXIII. El patito feo comenzó a tomar conciencia de que era un tiempo de grandes cambios, el mensaje era el mismo que en Woodstock, de paz auténtica y amor sin límites, aunque sin amor libre, ni marihuana ni LSD.

Un cisne joven adulto, brillante y bondadoso, amigo del papa Juan XXIII, hizo amistad con el patito feo y con sus amigos patos, se fue transformando en un maestro que lo acogió con una amistad sin límites y le abrió el continente de la sabiduría del amor. El patito feo era agnóstico, pero se volvió creyente en el Dios-Amor.

En el trasfondo, en busca de la tierra del padre, el patito feo comenzó a tomar conciencia de la vida y la obra de gran creador de su abuelo. ¡El abuelo era un magnifico cisne! Para el abuelo cisne, la belleza nos hace libres.

Esta experiencia, con su mensaje de paz y amor, tardaría mucho en llegar al pensamiento del corazón y a las entrañas del patito feo. Tuvo que hacer una terapia universal para cisnes en los rincones enigmáticos de curación de lo más profundo de su intimidad herida. Y ya como cisne emprendió un camino de alta educación, para dirigir un proyecto fundacional de paz y amor que decidió, con método y pasión, que sería el sentido de su existencia: la desmesura del amor por el Rostro del Prójimo, por los olvidados y maltratados de la Tierra y el universo.

Las marchas y contramarchas inconscientes marcaron el itinerario posterior del patito feo, sabía ahora que era un cisne soberbio y humilde a la vez. Fuerza-débil-fuerte. La espina en el alma siempre fue el obstáculo a vencer con valentía y creatividad, como cuenta Hans Christian Andersen en el inspirado relato “El soldadito de plomo”. Simbólica y real, el patito feo, aún guarda su arma secreta de peleador callejero.

Manuel Piqueras, I. Dispuesto a morir, en Las paradojas de la soledad. Librería virtual Amazon. Lima: 2012.

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El sueño de Job

El sueño de Job
Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro
A Ignacio, mi hijo, explorador de la naturaleza.
Job, metáfora viva, histórica y poética de la paradoja de la existencia humana. Job soñaba con plantar un árbol, tener un jo y escribir un libro. Job nunca maldijo a Dios, luchó siempre con Él y al final del combate lo bendijo.

Bendito sea el Dios humilde, por prodigarme el don de plantar un árbol.
La humanidad biengobierna o malgobierna el bosque, el agua y el suelo.
Plantar un árbol se asemeja a cultivar el sentido de la vida.

La soledad y la comunión encuentran su lugar en el bosque de la mística, el suelo de la contemplación y el agua de la ascesis.
La naturaleza es como el silencio de Dios que se escucha.

Bendito sea el Dios inocente, por prodigarme el don de tener un hijo.
La libertad para soplar vida o muerte en la comunidad es facultad humana.

La condición humana es la natalidad y la mortalidad en el presente eterno.
La vida del pensamiento de corazón ama en parejas, funda familias y reúne amigos.

La pareja es la luz solar y lunar de la inocencia, la familia es el capullo de todos y los amigos el perfume que derrama el Dios-Hombre de la amistad.

Bendito sea el Dios pequeño, por prodigarme el don de escribir un libro.
La creación es gracia, la soberbia es laberinto humano.

La angustia se traspone en la obra de un escritor.
El sufrimiento se vuelca en tragedia y utopía.
El placer se torna mirada.
La sazón se trueca en palabras e imágenes.

La belleza del Dios-Niño nos hace libres.
Job bendijo a Dios por prodigarle el don de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. “Y Job respondió a Yahvé: Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos.” (Job, 42, 1 y 5).

Manuel Piqueras, III. La edad de la inocencia, en Las paradojas de la soledad. Biblioteca virtual Amazon. Lima: 2012.
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