Archivo por meses: septiembre 2010

Bicentenario de México


El Ángel de la Independencia en Ciudad de México
(foto de Juan Luis Orrego)

Hoy los mexicanos deben celebrar los 200 años del “Grito de Dolores”, el inicio de la guerra por su Independencia, que recién se cristalizaría en 1821. Hay muchas voces en México que se preguntan si hay algo que justifique la celebración. Dos centurias después del levantamiento de Hidalgo, el país tiene 108 millones de habitantes, de los que la mitad siguen pacediendo la pobreza. Si a esto le sumamos la violencia extrema de los carteles de la droga, el panorama es aún más sombrío; tan es así que muchas autoridades han suspendido los festejos y pedido a la población que lo haga en familia, por miedo al crimen organizado.

El México independiente tenía muchas semejanzas con el Perú de la república inicial. Había sido una de las colonias más explotadas por España y una de las más reconocidas por su enorme riqueza. Los valores coloniales, en consecuencia, estaban bien arraigados y se mantuvieron casi intactos luego de 1821. La Independencia no fue declarada por un libertador venido de fuera (como aquí lo fueron San Martín y Bolívar), un republicano o un líder revolucionario (como lo fueron allá Hidalgo y Morelos), sino por un general realista, Agustín de Iturbide, quien, además, implantó un gobierno monárquico que rápidamente colapsó . Como es natural -y esto sí, al igual que el Perú- se trataba de una población diversa y fragmentada y no había consenso sobre la nueva identidad del país. Muchos de los líderes de la independencia habían combatido en el bando realista y la nueva elite del país se encontraba muy dividida por su cambio continuo de lealtades antes y después de su separación de la Metrópoli.

Otro elemento común es que la lucha por la Independencia dejó al antiguo país de los aztecas sumido en el desorden y la decadencia. Aquí la guerra, a diferencia de Argentina o Brasil, fue mucho más extensa. La economía había colapsado y los peninsulares se habían llevado su capital a España. Las minas de oro y plata, en su tiempo orgullo del Imperio español en Ultramar, requerían todo tipo de reparaciones. Los obrajes habían caído, los caminos estaban casi desiertos y la agricultura sobrevivía a duras penas. Unos 300 mil hombres, que en su mayoría habían combatido en las luchas separatistas, estaban sin trabajo y sin ingresos. Representaban casi el 30% de toda la población adulta masculina. Se trataba de un segmento social irritado y casi siempre armado. No eran solo un problema económico sino también social: alimentaban la violencia cotidiana (Skidmore y Smith 1996). Pueblos y viviendas devastados completaban el triste panorama. No hay duda que, al igual que el caso peruano, el siglo XIX es incomprensible en México sin tomar en cuenta el trauma dejado por la independencia.

Dos instituciones eran ahora las dueñas del país: la Iglesia y el ejército. La Iglesia sobrevivió a la Independencia con su estructura y riqueza casi intactas. Los cálculos apuntan a que poseía cerca de la mitad de la tierra. El clero gozaba de rentas constantes por el alquiler de sus numerosos bienes, sus inversiones estaban en todo el territorio y era el mayor operador bancario del nuevo país. Sus generosos créditos a los hacendados no solo le garantizaban ingresos regulares sino también le facilitaban una estratégica alianza con los estratos más poderosos de la pirámide social. Esto sin mencionar sus ingresos por diezmos y capellanías. No es sorprendente, pues, que la Iglesia terminara convirtiéndose en el blanco de la oposición de los liberales, por cuestiones ideológicas, y por aquellos grupos que no se beneficiaban de su riqueza. En el caso mexicano, entonces, es imposible entender su siglo XIX sin el tema clerical, clave en el tortuoso camino para establecer la reforma liberal.

Los militares, por su lado, dominaron la política toda la centuria. Hasta el advenimiento de Benito Juárez, el castigado país tuvo cerca de 50 gobiernos, 35 de ellos presididos por oficiales del ejército los que, cuándo no, recurrían al golpe de estado para ocupar el cargo presidencial. Los caudillos no se molestaban en gobernar. Este “complicado” arte era dejado a un grupo de abogados e intelectuales, casi todos de Ciudad de México, quienes ocupaban las vicepresidencias y llenaban los ministerios. De todos estos caudillos, el más famoso y tragicómico fue Antonio López de Santa Anna: ocupó la presidencia 9 veces y puso en el cargo a sus títeres en otras ocasiones.

A continuación, reproducidos las reflexiones que publica hoy el historiador mexicano Enrique Krauze en el diario El País de España a propósito de esta importante efeméride.

EL GRITO DE MÉXICO

Pareciera que cada 100 años México tiene una cita con la violencia. Si bien el denominador común de nuestra historia nacional ha sido la convivencia social, étnica y religiosa, la construcción pacífica de ciudades, pueblos, comunidades y la creación de un rico mosaico cultural, la memoria colectiva se ha concentrado en dos fechas míticas: 1810 y 1910. En ambas, estallaron las revoluciones que forman parte central de nuestra identidad histórica. Los mexicanos veneran a sus grandes protagonistas justicieros, todos muertos violentamente: Hidalgo, Morelos, Guerrero, Madero, Zapata, Villa, Carranza. Pero, por otra parte, ambas guerras dejaron una estela profunda de destrucción, tardaron 10 años en amainar, y el país esperó muchos años más para reestablecer los niveles anteriores de paz y progreso.

En 2010, México no confronta una nueva revolución ni una insurgencia guerrillera como la colombiana. Tampoco la geografía de la violencia abarca el espacio de aquellas guerras ni los niveles que ha alcanzado se acercan, en lo absoluto, a los de 1810 o 1910. Pero la violencia que padecemos, a pesar de ser predominantemente intestina entre las bandas criminales, es inocultable y opresiva. Se trata, hay que subrayar, de una violencia muy distinta de la de 1810 y 1910: aquellas fueron violencias de ideas e ideales; esta es la violencia más innoble y ciega, la violencia criminal por el dinero.

Tras la primera revolución (que costó quizá 300.000 vidas, de un total aproximado de seis millones), las rentas públicas, la producción agrícola, industrial y minera y, sobre todo, el capital, no recobraron los niveles anteriores a 1810, sino hasta la década de 1880. A la desolación material siguieron casi cinco décadas de inseguridad en los caminos, inestabilidad política, onerosísimas guerras civiles e internacionales, tras las cuales el país separó la Iglesia del Estado y encontró finalmente una forma política estable (méritos ambos de Benito Juárez y su generación liberal) y alcanzó, bajo el largo régimen autoritario de Porfirio Díaz, un notable progreso material.

La segunda revolución resultó aún más devastadora: por muerte violenta, hambre o enfermedad desaparecieron cerca de 700.000 personas (de un total de 15 millones); otras 300.000 emigraron a Estados Unidos; se destruyó buena parte de la infraestructura, cayó verticalmente la minería, el comercio y la industria, se arrasaron ranchos, haciendas y ciudades, y en el Estado ganadero de Chihuahua desaparecieron todas las reses.

Por si fuera poco, entre 1926 y 1929 sobrevino la guerra de los campesinos “Cristeros”, que costó 70.000 vidas. Pero desde 1929 el país volvió a encontrar una forma política estable aunque, de nuevo, no democrática (la hegemonía del PRI) que llevó a cabo una vasta reforma agraria, mejoró sustancialmente la condición de los obreros, estableció instituciones públicas de bienestar social que aún funcionan y propició décadas de crecimiento y estabilidad.

Ambas revoluciones -y esto es lo esencial- presentaron a la historia buenas cartas de legitimidad. En 1810, un sector de la población no tuvo más remedio que recurrir a la violencia para conquistar la independencia. Su recurso a las armas no se inspiró en Rousseau ni en la Revolución Francesa. Tres agravios (la invasión napoleónica a España que había dejado el reino sin cabeza, el antiguo resentimiento de los criollos contra la dominación de los “peninsulares” y la excesiva dependencia de la Corona con respecto a la plata novohispana para financiar sus guerras finiseculares) parecían cumplir las doctrinas de “soberanía popular” elaboradas por una brillante constelación de teólogos neoescolásticos del siglo XVI como el jesuita Francisco Suárez. A juicio de sus líderes, la rebelión era lícita.

Además, era inevitable, porque la corona española -a diferencia de la de Portugal- desatendió los consejos y oportunidades de desanudar sin romper sus lazos con los dominios de ultramar enviando, como ocurrió con Brasil en 1822, un vástago de la casa real para gobernarlos.

En 1910, un amplio sector de la población, agraviado por la permanencia de 36 años en el poder del dictador Porfirio Díaz, consideró que no tenía más opción que la de recurrir a la legítima violencia para destronarlo. Al lograr su propósito, esta breve revolución puramente democrática dio paso a un gobierno legalmente electo que al poco tiempo fue derribado por un golpe militar con el apoyo de la embajada americana. Este nuevo agravio se aunó a muchos otros acumulados (de campesinos, de obreros y clases medias nacionalistas) que desembocaron propiamente en la primera revolución social del siglo XX. Las grandes reformas sociales que se hicieron posteriormente han justificado a los ojos de la mayoría de historiadores la década de violencia revolucionaria que, sin embargo, vista a la distancia, parece haber sido menos inevitable que la de 1810.

En 2010, un puñado de poderosos grupos criminales ha desatado una violencia sangrienta, ilegal y, por supuesto, ilegítima contra la sociedad y el gobierno. Esta guerra ha desembocado, en algunos municipios y Estados del país, en una situación verdaderamente hobbesiana frente a la cual el Estado no tiene más opción que actuar para recobrar el monopolio de la violencia legítima que es característica esencial de todo Estado de derecho.

El clima de inseguridad de 2010 ha ensombrecido la celebración del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Desde hace casi 200 años, en la medianoche del 15 de septiembre los mexicanos se han reunido en las plazas del país, hasta en los pueblos más remotos y pequeños, para dar el Grito, una réplica simbólica del llamamiento a las armas que dio el “Padre de la Patria”, el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla, la madrugada del 16 de septiembre de 1810. En unos cuantos días, una inmensa cauda indígena armada de ondas, piedras y palos lo siguió por varias capitales del reino y estuvo a punto de tomar la capital. A su aprehensión y muerte en 1811 siguió una etapa más estructurada y lúcida de la guerra a cargo de otro sacerdote, José María Morelos. La Independencia se conquistó finalmente en septiembre de 1821.

Han pasado exactamente 200 años desde aquel Grito. Hoy, México ha encontrado en la democracia su forma política definitiva. El drama consiste en que la reciente transición a la democracia tuvo un efecto centrífugo en el poder que favoreció los poderes locales y, en particular, el poder de los carteles y grupos criminales. Ya no hay (ni habrá, como en tiempos de Porfirio Díaz o del PRI) un poder central absoluto que pueda negociar con los bandoleros. Habrá que ganar esa guerra (y reanudar el crecimiento económico) dentro de las reglas de la democracia, con avances diversos, fragmentarios, difíciles. Costará más dolor y llevará tiempo.

El ánimo general es sombrío, porque a despecho de sus violentas mitologías, el mexicano es un pueblo suave, pacífico y trabajador. Muchos quisieran creer que vivimos una pesadilla de la que despertaremos mañana, aliviados. No es así. Pero se trata de una realidad generada, en gran medida, por el mercado de drogas y armas en Estados Unidos y tolerada por muchos norteamericanos que rehúsan a ver su responsabilidad en la tragedia y se alzan los hombros con exasperante hipocresía.

Esa es nuestra solitaria realidad. Y, sin embargo, la noche de hoy las plazas en todo el país se llenarán de luz, música y color. La gente verá los fuegos artificiales y los desfiles, escuchará al presidente tañir la vieja campana del cura Miguel Hidalgo, y gritará con júbilo “¡Viva México!”.

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Plazuela de Santa Rosa de Lima


(SkyscraperCity.com)

Ubicada al final de la avenida Tacna, su origen no es colonial, como muchos pensarían, sino republicano, de la segunda mitad del siglo XX. La plazoleta fue inaugurada el 29 de agosto de 1974 por la Municipalidad de Lima y la estatua de la Santa limeña fue develada por el entonces Alcalde interino, Gonzalo Raffo. A la ceremonia asistió la señora Anita Fernandini de Naranjo, quien fuera alcaldesa de Lima 1963, quién donó parte del terreno donde está ubicada la plazoleta. La escultura de Santa Rosa de Lima es de bronce, mide unos 4 metros de alto y fue bendecida por el monseñor Javier Irízar. Podemos observar que la escultura está sobre un semicírculo, que representa al mundo; la Santa de América aparece sosteniendo una cruz con la mano izquierda y su mirada está dirigida hacia el suelo en actitud de humildad.

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Plazuela de Las Nazarenas


(blog Lima de Siempre)

El primer rastro de esta plazuela, ubicada entre la avenida Tacna y el jirón Huancavelica, la encontramos en el plano de Lima de Amédée Frezier de 1716, cuando las Nazarenas era un beaterio. Ahora forma parte del atrio de la iglesia de las Nazarenas. Tiene piso de lajas, está enrejada y presenta dos puertas de ingreso donde se aprecia la Iglesia de Santo Cristo de los Milagros o de las Nazarenas. En el otro extremo hay diversas tiendas de objetos religiosos vinculados a la adoración del Cristo Morado. Artísticamente hablando, en realidad, como bien dice Pedro Benvenuto, la modesta plazuela de las Nazarenas está rodeada de edificios cuyas fábricas no llaman la atención y aun la misma iglesia no tiene valor arquitectónico alguno. Su celebridad le viene de poseer el más preciado tesoro religioso de nuestra ciudad: la venerada imagen de nuestro Amo y Señor de los Milagros. Naturalmente, esta plazoleta cobra trascendencia durante el mes de octubre de cada año, cuando sobre su explanada el anda del Señor de los Milagros y miles de fieles lo aguardan, apiñados y con gran devoción, en sus inmediaciones.

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Plazuela Federico Elguera


(skyscrapercity.com)

Esta plazuela, ubicada entre la avenida Wilson y el jirón Quilca, tiene una antiquísima historia. Según antiguos testimonios, era punto de intercambio comercial el Callao y Lima, ya que los pescadores acudían aquí, luego de entrar por la puerta de San Jacinto (una de los ingresos de la antigua Muralla), a intercambiar sus productos. Esta función, que se remonta a los tiempos del Virreinato, casi no se alteró en los años republicanos. En una esquina de la plazuela hay una cruz de madera que recuerda a los limeños fusilados durante la ocupación chilena. Con la trasformación de la ciudad en los años de la República Aristocrática, la plazuela (llamada “Plaza de la Salud” por estar ubicada aquí la Estación de la Salud del ferrocarril al Callao) se refaccionó y, a principios de la década de 1950, cuando era alcalde de nuestra ciudad Luis T. Larco, se inauguró el monumento en homenaje a Federico Elguera, burgomaestre de Lima entre 1901 y 1908. Hoy, esta pequeña plazuela, está adornada con flores y se encuentra rodeada por enormes edificios.

Según Pedro Benvenuto, en la esquina de la cruz había antiguamente una pulpería, propiedad de un genovés, don Bartolo, quien decoró su local con dos óleos, uno de Garibaldi y el otro del rey Víctor Manuel, artífices de la Unificación Italiana. Prosigue Benvenuto: la plazuela –de trágicos recuerdos en los días de la ocupación chilena –tiene la forma de un triángulo y está rodeada de casas de un solo piso, salvo la estación de la Salud del F.C. Inglés de Lima al Callao. Durante la invasión chilena ciertos barrios como los de San Isidro y la Cruz se hicieron célebres por la encarnizada persecución que hacían sus vecinos a todo soldado chileno que caía por allí en tardes horas de la noche. Habiéndose repetido los asesinatos el Gobernador militar Patricio Lynch quiso suprimir esas manifestaciones de la indignación popular contra los invasores, de una manera radical; para esto se apresó a varios sospechosos de estos barrios, se les quintó y fueron fusilados junto a la tontería de don Carlos el alemán, y otros en la pared fronteriza, ya para entrar en la calle de Bravo. Clavadas en al pared dos cruces –que empéñanse los pintores ramplones en cubrir con pintura al temple, color amarillo del rey-recuerdan tan luctuosos sucesos.

El busto de bronce, con pedestal de granito, de Elguera, ubicado en la parte central de la plazuela, fue obra es el escultor peruano don Luis F. Agurto. Recordemos que durante Elguera, durante su administración, hizo su gran “esfuerzo civilizador” en la ciudad. Entre sus obras más importantes, figuran:

1. La modernización de la Plaza de Armas
2. La inauguración del monumento a Bolognesi
3. La construcción del mercado de la Aurora y del Baratillo
4. La pavimentación y el asfaltado de las calles de Lima.
5. La iluminación eléctrica de la capital.
6. La promoción del transporte con tranvías eléctricos.
7. En el aspecto sanitario, canalizó las aguas servidas, inauguró baños públicos, dotó de agua potable al Parque de la Exposición, creó el instituto de bacteriología y el lazareto para leprosos.
8. En el ámbito cultural, inauguró la pinacoteca Ignacio Merino e impulsó la construcción del hoy Teatro Segura, inaugurado como teatro municipal el 14 de febrero de 1909.


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Plazuela de San Marcelo


(limadeayer.com)

Ubicada en una esquina del cruce de Emancipación con Rufino Torrico, esta bella plazuela encuentra su origen en el sigo XVI, en el Monasterio de la Santísima Trinidad, que estuvo ubicado junto al terreno donde se construyó la iglesia de San Marcelo. Por ello, ya en 1610 aparece en los documentos “la plazuela de la Santísima Trinidad”, según Juan Bromley. Asimismo, se sabe que, en 1612, el escribano Alonso Carrión pidió que la pila de agua que estaba al centro de la plazoleta se moviera a un lado de ella pues era un estorbo: “la plazuela que de mi voluntad y de mi sitio y solar he dejado para el ornato de la iglesia y mis casas en medio de ellas”, dijo el escribano. Hoy esta rodeada por casonas republicanas, muy maltrechas y que requieren urgente recuperación, y por la iglesia de San Marcelo, cuya fachada fue reconstruida entre 1925 y 1933. También presenta algunas áreas verdes, con sardineles de concreto, y piso de laja de piedra y bancas de mármol con base de concreto. Sus elegantes arcos son de fierro forjado, pintados de color verde oscuro y, al centro, tiene un monumento de bronce con base de mármol, en homenaje a María Laos de Miro Quesada, muerta en un atentado junto a su esposo, Antonio Miro Quesada, director de El Comercio, el 15 de mayo de 1935, cuando salían del Club Nacional. La escultura es obra de Carlos Pazos y fue inaugurada el 29 de julio de 1952. Hasta principios de la década de 1970, frente a este bucólico rincón limeño estaba la casona Beltrán, que tenía los balcones republicanos más bellos y prolongados de la ciudad (este inmueble fue demolido para dar paso a la avenida Emancipación).

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Plazuela de Santo Domingo


Plazuela e iglesia de Santo Domingo

Esta plazuela es una de las más antiguas de Lima. Aquí tenía su casa una dama española, María de Escobar, quien llegó al Perú en al expedición de Pedro de Alvarado en 1534. Fue una de las primeras españolas que pisó la nueva ciudad y su vida fue muy polémica, pues no gozaba de buena reputación. Vino casada con el capitán Martín de Astete, de quien enviudó para casarse con el capitán Francisco de Chávez; éste también murió asesinado en el asalto de los almagristas a la Casa de Pizarro, por lo que casó, por tercera vez, ahora con el capitán Pedro Portocarrero. Cuentan que en su casa también estuvo prisionero Blasco Núñez de Vela, primer virrey del Perú. Por ello, esta plazuela fue conocida, inicialmente, con el nombre “María de Escobar”. Posteriormente, según Juan Bromley, en 1563, los frailes dominicos reclamaron al Cabildo este espacio, diciendo que les pertenecía y que era necesario que se conserve para el ornato de la ciudad. Por ello, para formalizar la adquisición de la plazoleta, el Cabildo eligió al alcalde Jerónimo de Silva como su representante, y, los dominicos, al licenciado Diego de Pineda. Finalmente, en 1576 ya aparece en los documentos la plazuela como propiedad de la orden de Santo Domingo, por sentencia de la Real Audiencia. Pero la historia no queda allí. Luego, el Cabildo se la compra a los dominicos, por 1000 pesos, para realizar en ella un mercado de ganado, como existía en las ciudades españolas.

Después de la Guerra con Chile, en esta plazuela funcionó uno de los primeros hoteles modernos que tuvo nuestra ciudad, el “Hotel de Francia e Inglaterra”. El médico alemán, Ernst W. Middendorf, de paso por Lima en la década de 1880, dejó sus impresiones: (el Hotel de France et d’Anglterre) está situado también, muy cerca de la Plaza de Armas, en la Plazuela delante del convento de Santo Domingo, en una zona que aunque sin gran movimiento comercial, está cerca del Correo y de las dos estaciones de ferrocarril. Hace pocos años que existe, y por esta razón las instalaciones de los cuartos, especialmente las alfombras, son relativamente nuevas y de calidad. Por esto y porque se puede comer a cualquier hora a la carta, la mayoría de los viajeros prefieren este hotel. Nosotros también quisimos seguir el dictado de la moda y lo elegimos para nuestra residencia. El edificio no fue construido para hotel, sino para una casa corriente, con un segundo piso, en el que los cuartos interiores dan sobre dos pequeños patios. El primer patio ha sido convertido en un agradable jardín, donde en pequeñas divisiones rodeadas de plantas, se encuentran puestas las mesas, que los huéspedes pueden elegir a voluntad. Los cuartos del segundo piso tienen balcones techados que dan a ala calle y a la plazuela y son utilizados como vestíbulos para los cuartos adyacentes. La casa está bastante bien cuidada por el hotelero y dueño, un francés cojo y con una inteligencia algo torpe, pero con una esposa que posee agilidad y humor por ambos: una mujer pequeña, fortachona, con rostro rojizo y pelo blanco encrespado, que había sido antes lavandera y cuyos salientes pómulos, fuerte y pequeña dentadura y labios ligeramente contraídos anuncian un grado de inteligencia poco común. En la casa, se le oye renegar sin cesar para mantener en orden y en actividad a los perezosos mozos morenos. Sin embargo, el servicio es malo, pero se le puede mejorar en alguna forma, como ocurre también en cualquier otra parte, si se da a entender oportunamente a los criados que el monto de la esperada propina depende de su celo en el servicio, y se les estimula con un pequeño pago adelantado. Un inconveniente del hotel, es la proximidad al convento de los dominicos, que está al frente, y en el que el repique de las campanas es incesante; sobre todo en las mañanas en que se celebran generalmente las exequias, el quejido de las campanas pequeñas, que no armonizan entre sí, es una gran molestia hasta para los nervios menos sensibles. Sin embargo, con el tiempo uno llega a acostumbrarse, del mismo modo que se acostumbra a otras molestias. No es lo peor el sonido discordante de las campanas, que en Lima ofende el oído civilizado, sino las voces de los vendedores ambulantes y sus pregones, tan hirientes que es imposible habituarse a ellos, y que según el estado de ánimo en que uno se encuentra llevan, por momentos, a la desesperación o a la rabia.

Hoy la plazuela tiene estilo republicano, con balcones de cajón. Es cuadrada, está decorada con faroles, bancas de madera y hierro y tiene grandes ficus que dan sombra y buen ambiente este rincón de la ciudad, punto de encuentro de muchos lustrabotas. Por ello, en el centro hay, desde 1984, un pequeño monumento en bronce que muestra a un niño “lustrabotas”, obra del escultor Humberto Hoyos Guevara. También hay, a un lado, el busto en bronce de Augusto E. Pérez Araníbar, protector de la infancia y promotor de la asistencia social (fue inaugurado por el alcalde Luis Bedoya Reyes en los años sesenta).

Mañana, la plazuela de San Marcelo

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Plazuela de San Francisco


Una imagen de la plazuela en el siglo XVII

Esta tradicional plazuela, casi de las dimensiones de una plaza, está debidamente documentada. Ya el padre Bernabé Cobo, quien llegó a Lima en 1598, escribió que la iglesia de San Francisco era muy grande, con un cementerio y una plazuela adelante. También tenemos noticias que, en 1602, el guardián del convento de los franciscanos, fray Benito de Huertas, pidió licencia al Cabildo para ampliar el cementerio y así convertir la placeta en un lugar más vistoso para la ciudad. Sin embargo, las peticiones de los franciscanos tropezaron con las protestas del capitán Juan de Vargas y Venegas (casado con Elvira de Ribera y Alconchel, hija del primer alcalde de Lima, Nicolás de Ribera) quien, según Juan Bromley, “manifestó que la plazuela fue hecha a costa de la hacienda de su abuelo y del padre de dicho capitán. Agregó que en ella se solían hacer fiestas, juegos de cañas u de toros y que por caridad se les permitió a los religiosos franciscanos que tomaran parte de la plazuela para formar el cementerio; y que con lo que se pretendía ejecutar desaparecería la plaza con perjuicio público”. Al final, se impusieron los intereses de los franciscanos y el cabido cedió. Más adelante, en 1670, la plazuela, que ya contaba con su pila al centro, fue empedrada para mejorar su limpieza y el ornato de aquel sector de la ciudad. También sabemos que este lugar sirvió para presenciar los autos sacramentales escenificados en el atrio de la iglesia; aquí funcionó, finalmente, no solo un mercado de abastos sino también el más importante mercado de venta de esclavos negros durante el Virreinato (los vendedores de esclavos levantaban un tabladillo para “exhibir” a los negros bozales o ladinos). Es la única plaza o plazuela de la ciudad que tiene tres iglesias: San Francisco, la Soledad y el Milagro. Últimamente, la Pontificia Universidad Católica exhibió “El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, en el atrio de San Francisco”.

Según los recuerdos de Pedro Benvenuto, La vida de la plazuela es animada y alegre. Temprano la despiertan el toque monacal de los maitines y los militares sones de la diana cuartelera. Más tarde, después del matinal saludo a la bandera, van llegando las carretas que tienen aquí sentada su estación… Casi ningún hombre escapa a su observación picante, ninguna moza a su requiebro… A eso de las nueve desfila por aquí el cortejo de los presos de las comisarías de los barrios altos, que van ala diaria calificación del Intendente. Ante las miradas de las devotas que salen de misa y de los carreteros que aguardan marchantes, pasan los presos entre dos filas de celadores… Asiduas concurrentes de la plazuela son también muchas viudas que acuden ala casa de préstamo de García en al calle del Milagro. Infaltable es la cotidiana presencia de una tal misia Panchita, que vive entre la Plaza de Armas y la peña, donde quien no cae, resbala… Por cierto que a toda hora pasan militares del cercano cuartel del Callejón de San Francisco, frailes del convento, clérigos del Seminario y señoras asiladas del Hospicio… Con el crepúsculo llega la calma. Idas las carretas, cerradas las tiendas de muebles, concluidas las novenas u otras distribuciones, cuando las hay, la plazuela entra en completa paz. El postrer reducto del movimiento y de la bulla es la pulpería de los esposos Corvetto, cuyo saloncito se llena de alegres parroquianos.


Otra imagen de la plazuela en el siglo XIX

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Plazuela de San Pedro


Plazuela de San Pedro a inicios del siglo XX

La historia de esta plazoleta se remonta, según Juan Bromley, a 1626, cuando el procurador de la orden de los jesuitas, fray Cristóbal Garcés, se presentó al Cabildo diciendo que ya había tratado con el vecino Juan Esteban de Montiel la compra de unas casas frente a la iglesia de la Compañía; sin embargo, otro vecino, Pedro de Villarroel se las había apropiado y había empezado a derribarlas. Agregó el fraile que la Compañía quería esas casas para crear una plaza pública que sirviera de ornato a la ciudad pero también como lugar de prédica del Evangelio y adoctrinamiento de niños negros e indios sin interferir con los oficios que se celebraban dentro del templo; asimismo, la nueva plazuela serviría para dejar a los negros y criados y a los caballos y carruajes de los vecinos que concurrían a la iglesia. El tema ya se estaba viendo en la Real Audiencia, pero el padre Garcés acudió al cabildo para que apoyase también la causa. Al final, todo resultó como lo quiso la Compañía: Villarreal vendió las casas a los jesuitas con la expresa condición de que no se edificaría ningún inmueble para dar paso a la plazuela. Cabe destacar que, durante los años del Virreinato, también se le llamó “plaza de los coloquios”, porque en ella los jesuitas montaban sus funciones teatrales de tipo religioso; asimismo, desde la plazuela también podía observar el público lo que se escenificaba en el atrio de la iglesia. También fue llamada “plazuela del gato”, aunque no sabemos el porqué de este nombre. Desde 1986, se encuentra en esta plazuela el monumento al ensayista y diplomático peruano Víctor Andrés Belaunde, cuya escultura en bronce es obra Humberto Hoyos Guevara; el que fuera presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, está de cuerpo entero y dando cátedra.

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Plazuela de San Agustín


Detalle de la plazuela de San Agustín y de la iglesia, cuando aún conservaba una de sus torres

El lugar que ocupa esta plazoleta fue el solar de Francisco Velásquez de Talavera, alcalde de Lima en 1553 y 1566. Su residencia fue heredada por su hija, Inés de Sosa, quien se casó con Francisco de Cárdenas y Mendoza, también alcalde de Lima en 1595. Luego, en 1612, en este espacio se construyó un “corral de comedias”, propiedad de Alonso de Ávila y su esposa, María del Castillo. Según Juan Bromley, es posible que delante de este teatro se dejara un espacio libre para el público, lo que habría originado la plazoleta. Cabe añadir que para esa época, ya los agustinos habían construido tu templo y su convento en la manzana de al lado.

¿Qué hubo antes en esta plazuela? Antiguas fotografías demuestran que en su perímetro existía una casona con un espectacular mirador de corte gótico. Luego, en ese mismo lugar, se construyó, en 1955, el edificio de oficinas de la compañía “Peruano-Suiza”, donde funcionó, hasta inicios de la década de 1970, la sede de la embajada suiza. El inmueble fue diseñado por el arquitecto suizo Teodoro Cron, quien le prestó mucha importancia al peatón, a quien le dio un pasaje debajo del edificio, que permite ver la hermosa fachada barroca de la iglesia de San Agustín; actualmente, es el local principal del SAT, Servicio de Administración Tributaria. Asimismo, en esta plazoleta estuvo el monumento a Eduardo de Habich, fundador de la Escuela de ingeniero, por lo que se le llamó “Plazuela Polonia” (el monumento se trasladó luego a Jesús María). También estuvo aquí un obelisco en honor de Jaime Bausate y Mesa, fundador de la Gazeta de Lima, primer periódico del Perú y de América del Sur (luego se ubicó el monolito en el Campo de Marte). Actualmente, podemos admirar, al centro, una estela en homenaje al poeta César Vallejo, inaugurada en 1961. Esta obra del escultor vasco Jorge Oteiza es, quizá, la escultura más valiosa que hoy adorna Lima por la fama de su autor. Fue el primer monumento abstracto levantado en nuestra ciudad, en un lugar de tradición barroca, que significa la ruptura con la figuración y la exaltación romántica del personaje. Sin embargo, a pesar de todos estos cambios, la plazuela perduró con su viejo nombre de San Agustín.

Mañana, la plazuela de San Pedro

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Plazuela de La Merced


Postal de Lima (hacia 1910) en la que se aprecia la plazuela de La Merced

Ubicada en el jirón de la Unión, frente a la iglesia de La Merced, durante los primeros años del Virreinato fue ocupada por las casas del licenciado Álvaro de Torres y del Castillo, alcalde de Lima (1568) y protomédico de la ciudad. A finales del siglo XVI, el Cabildo compró los terrenos y, parte de ellos, los adquirió Pedro Sánchez de Paredes, quien los cedió para uso del Tribunal del Santo Oficio. El 28 de julio de 1821, el libertador San Martín proclamó, en este lugar, la independencia del Perú, luego de hacerlo en la Plaza de Armas (hay una placa conmemorativa).

Hasta 1915, es este espacio se encontraba la escultura en bronce de las “Tres Gracias”, hoy frente al Hotel Bolívar, en cruce con la Avenida Nicolás de Piérola (La Colmena). Actualmente, en cambio, apreciamos un pequeño monumento al mariscal Ramón Castilla. Este homenaje a Castilla se hizo esperar, pues el estado mandó erigir, en 1868 (un año después de su muerte), el suntuoso monumento fúnebre al célebre personaje en el cementerio Presbítero Maestro, pero en la ciudad no se le había dado un lugar preferencial. El monumento fue inaugurado en 1915 y fue obra de David Lozano. La imagen muestra a Castilla en una actitud sencilla. También en esta plaza podemos apreciar el edificio del Interbank, construido en 1942 y declarado monumento histórico por el INC. Finalmente, se observa una placa que recuerda la marcha que el 1 de junio de 1956 realizó el arquitecto Fernando Belaúnde Terry como protesta ante la negativa del Jurado Nacional de Elecciones en inscribir su candidatura a 16 días de las elecciones de aquel año.

Mañana, plazuela de San Agustín
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