Los liberales idealizaron la propiedad privada. Su difusión, creían, liberaría a los hombres de la servidumbre, enriquecería el tesoro público y crearía una nación de ciudadanos altamente productivos. Por ello, el derecho de los indios a poseer tierras en comunidad, perpetuaba, en su opinión, una economía primitiva. Si los indios iban a ser ciudadanos plenos, libres e iguales, tanto ante la ley como en las relaciones sociales, tenían que convertirse en propietarios individuales. La idea era crear una sociedad burguesa rural, como la burguesía rural francesa posrevolucionaria o el pequeño propietario agrícola norteamericano antes de la guerra de Secesión.
En otras palabras, la ideología liberal consideraba que los indios eran un obstáculo para la formación de las nuevas nacionalidades. Era preciso destruir la autonomía e identidad que las comunidades campesinas habían heredado desde el siglo XVI a fin de que sus pobladores se integren a la “nación” mediante la participación política y económica. Incluso, cuando en 1825 Bolívar intentaba dar un contenido social y agrario a la Independencia, quiso repartir las tierras comunales entre los indios y los propietarios privados. En el caso peruano, sin embargo, como las grandes haciendas ocupaban ya la mayor parte de las tierras de mejor calidad, los decretos del Libertador no tuvieron otro efecto que hacer más vulnerables a los indios, porque darles tierras sin capital, sin instrumentos de labranza y sin protección era ponerlos en camino de endeudarse con otros propietarios más solventes (poderosos), a los que al final habrían de entregar sus tierras para saldar las deudas contraídas e incluso trabajar para ellos como peones endeudados.
De este modo, el siglo XIX fue testigo de la paulatina desintegración de muchas comunidades indios, mientras que las haciendas se apoderaban de sus tierras y absorbían a sus trabajadores. Similares casos se vieron en México o Colombia, países donde la legislación liberal trató de destruir las identidades comunales con el objeto de poner en circulación las tierras de los indios y obligarlos a salir de su medio original y lanzarlos a la sociedad del laissez faire.
La doctrina liberal, entonces, llevada a la práctica, no trajo la expansión de la propiedad privada sino del latifundio, y profundizó, de esta manera, la división entre pobres y ricos en el mundo rural. Los campesinos indígenas poco pudieron hacer con sus bajos recursos frente a este despojo. Teóricamente podían librar una batalla legal, que con frecuencia resultaba inútil, o emigrar a zonas menos controladas u optar por la rebelión. La mayoría tomó el camino de la resignación; pero hubo quienes se inclinaron por la violencia contribuyendo así a la intranquilidad social que caracterizó a la región durante el siglo XIX.
Pensamos que la situación del indio luego de la Independencia no mejoró, incluso empeoró, con la República. Por lo menos en la época colonial había una legislación que los amparaba, que protegía sus tierras comunales. Ahora, con la idea liberal de homogeneizar a toda la población como “ciudadanos”, los indios quedaron expuestos a las ambiciones de los más poderosos (los terratenientes agrícolas y ganaderos) que, aprovechando estas medidas liberales e “igualitarias”, se apropiaron de las tierras comunales, como sucedió en la sierra sur del Perú. En efecto, como los terratenientes controlaban a los jueces de su localidad, no puede sorprender que la ley resultara en su provecho. Títulos de propiedad fueron también a parar a la clientela política de caudillos y gobernantes en premio a su lealtad. De otro lado, algunos inversionistas extranjeros se beneficiaron de esta legislación “liberal”. Incluso la abolición del tributo, dada por Ramón Castilla en 1854, fue, contradictoriamente a lo que se piensa, una medida contraproducente para los indios. El antiguo tributo los obligaba a producir excedentes y participar en el mercado para conseguir dinero. Ahora, sin el tributo, se refugiaron en una economía de subsistencia, es decir, se volvieron más pobres y, por consiguiente, más vulnerables. Ni siquiera a las poblaciones urbanas benefició la abolición del tributo. Como los indios ya no estaban obligados a producir excedentes muchos alimentos escasearon produciéndose una inflación de precios en las ciudades.
Según los censos republicanos, hasta inicios del siglo XX, más del 80% de la población peruana era rural. En el campo, los indios seguían viviendo en un mundo arcaico y tradicional, y sometidos a la autoridad o al abuso del hacendado y el prefecto del lugar; solo los indios que pudieron bajar a la costa a trabajar en una hacienda azucarera o algodonera pudieron tener contacto con la modernidad al integrarse al llamado “proletariado rural”. Si se quedaban en la sierra podían vivir en una hacienda, en condiciones de trabajo servil, o al interior de sus comunidades.
La hacienda, en efecto, era el eje de la vida social y económica. No contamos con cifras precisas pero es probable que hacia 1900 existieran casi 4 mil haciendas en el país con una población de medio millón de habitantes, en su mayoría indios analfabetos. Las cifras sobre el número de comunidades campesinas también son aproximadas: se calcularon casi 2 mil hacia 1920. Un detractor de estas comunidades fue Francisco Tudela y Varela, quien en su obra Socialismo peruano las condenaba por improductivas, debido a que allí se difundía el alcoholismo, la ociosidad y el fanatismo. Señalaba, además, que en ellas estaba concentrada gran parte de la población indígena y que constituían un germen de retraso en el país. A la postura de Tudela se contrapuso la de Manuel Vicente Villarán, quien sostuvo que la comunidad era la única protección del indio frente al blanco, la única manera de tener su propia organización, prescindiendo des su integración como trabajador en la hacienda del terrateniente.
Como explicamos más arriba, los hacendados o gamonales buscaron expandir sus propiedades con la finalidad de incorporar tierras, rebaños y hombres, siempre a costa de las comunidades. Una familia común de campesinos trabajaba en su comunidad, en las tierras de un hacendado, tenía un pequeño rebaño y, por último, tejía. De preferencia eran las mujeres las que cumplían la tarea de hilado y tejido. Podríamos decir que la vida de los campesinos en la sierra casi no había variado desde la época virreinal; solo sabemos que los campesinos habitantes del Valle del Mantaro gozaron de cierta independencia económica, y de una muy tenue “occidentalización”, gracias al comercio lanero.
Gamonal y gamonalismo han formado parte del habla cotidiana en el Perú. El primero alude a un individuo y el segundo a un sistema. El sistema se basó en una explotación con rasgos feudales de los campesinos ubicados dentro o fuera de las haciendas, especialmente en las ubicadas en los departamentos de la sierra sur.
El perfil de estas haciendas estaba dado por la pobreza y la casi total exclusión cultural de sus peones agrícolas. En este sentido, la hacienda andina se caracterizó por su escasa productividad, baja rentabilidad y derroche de fuerza de trabajo. La explotación del gamonal sobre sus peones era una mezcla de autoritarismo (relaciones de subordinación y servidumbre) con paternalismo. Incluso los propios gamonales -en su mayoría mistis o mestizos- podían hablar quechua y compartir muchas de las costumbres ancestrales andinas.
De este modo, los gamonales terminaron ostentado un apreciable poder local (muchos llegaron a ser senadores o diputados, alcaldes o prefectos) y dirigieron fuerzas “paramilitares” para imponer su dominio sobre los campesinos y aún enfrentar las amenazas del Estado central. Asimismo, trataron de legitimarse siendo exageradamente católicos y piadosos con la Iglesia y sus representantes (el cura o párroco local). Desafiaron el centralismo y en ocasiones apoyaron el federalismo. En todo caso se trató de un fenómeno exclusivamente republicano y criollo gestado a lo largo del siglo XIX.
Indios cargadores (foto Martín Chambi)
Sigue leyendo →