La conmemoración del Primer Centenario de la Independencia (1921), al que siguió poco después los 100 años de la victoria de Ayacucho (1924), fueron utilizados por el leguiísmo como medio de propaganda política en el país y el extranjero. Pero fue el primero el que despertó el mayor interés y se celebró con el mayor despliegue posible.
Leguía fue quien personalmente supervisó los detalles del notable acontecimiento. La idea era hacer converger en Lima a representantes de todo el continente americano y de selectos países europeos. La invitación se extendió, en primer lugar, al aliado del régimen, los Estados Unidos, y también a los vecinos “conflictivos” como Brasil, Ecuador, Bolivia y Colombia. Quedó excluido Chile al no haberse resuelto aún el problema del plebiscito de Tacna y Arica. La Cancillería, a cargo de Alberto Salomón, dio a conocer la lista definitiva de invitados en octubre de 1920: confirmaron su asistencia 16 embajadas y 13 misiones especiales de todo el mundo. A España se le asignó un lugar de honor y al Secretario de la embajada del Perú en Madrid, Oscar Barrenechea, se le encomendó la invitación a Su Majestad Alfonso XIII, gestión que finalmente no llegó a buen término; en su lugar vino, presidiendo una nutrida delegación, Cipriano Muñoz y Manzano, Conde de la Viñaza y Grande de España, con la categoría de Embajador Extraordinario.
Con este detalle, Leguía intentaba una “conciliación histórica” entre el Perú y la Madre Patria al pronunciar, por ejemplo, las siguientes palabras en la Casa de Gobierno: Cuando un grupo de soldados españoles, alentado por antecesores gloriosos de Vuestra Majestad, vino a América e inmortalizó con sus épicas hazañas el genio de la raza hispana… A esta voz, que resuena en el inmenso mar centuplicada por el eco de la pétrea cordillera, se une la de mis compatriotas todos para proclamar la indestructibilidad de los lazos con que la tradición y el afecto han ligado para siempre el Perú y a la Madre Patria. Esta voluntad conciliadora se coronaría en 1927 con la inauguración de una capilla en honor del conquistador Francisco Pizarro en la Catedral de Lima.
Regresando al tema de las celebraciones, entre el 24 de julio y el 3 de agosto de 1921, Lima fue, como soñaba Leguía, la gran capital latinoamericana. Las colonias de extranjeros residentes en el Perú no se quedaron atrás y embellecieron la capital con valiosos obsequios: los alemanes regalaron la Torre del Reloj del Parque Universitario; los italianos el Museo de Arte Italiano; los ingleses el antiguo estadio de madera; los franceses una estatua a la Libertad; los españoles un Arco Morisco; los chinos una gran Fuente de Mármol; los belgas el monumento al Trabajo; los japoneses el monumento a Manco Cápac en el barrio de La Victoria; los norteamericanos un monumento a George Washington; y los mexicanos la efigie del Cura Hidalgo.
En 1924, para el Centenario de Ayacucho, se repitieron las invitaciones y llegaron embajadas de 30 países. Las ceremonias oficiales se completaron con actividades lúdicas y culturales. Entre las primeras, tenemos una corrida de toros en la Plaza de Acho con el matador Juan Belmonte como figura estelar; entre las segundas, podemos citar la participación del poeta José Santos Chocano –gran amigo del régimen- que dedicó un poema épico en homenaje a los próceres de la Independencia, y la representación en el Teatro Forero (hoy Municipal) de la obra dramática El Sol de Ayacucho, de Francisco de Villaespesa.
En esta ocasión, se inauguraron los monumentos al almirante Du Petit Thouars y al general Sucre; también el Museo Arqueológico, el Hospital Arzobispo Loayza, las salas Bolívar y San Martín en el Museo Bolivariano (hoy Nacional de Antropología e Historia), el Palacio Arzobispal y el Panteón de los Próceres. Y como si esto fuera poco, en un acto verdaderamente insólito, se plantó el “árbol del Centenario”.