Sinesio López Jiménez
García saca “instituciones” de su sesera como el prestidigitador saca conejos de la manga. Este es el caso del pacto social cuyos únicos elementos que se conocen son sus objetivos (el salario mínimo) y los convocados (grandes, medianas y pequeñas empresas, formales e informales), pero nada más. No se conocen ni el más elemental diseño, ni las reglas, ni los procedimientos, ni los incentivos, ni las sanciones ni el señalamiento básico de la estrategia para construirla, ni las relaciones con el complejo institucional (estatal, paraestatal), especialmente con otras similares que ya existen (El Acuerdo Nacional y el Consejo Nacional del Trabajo) con los que duplica sus funciones. Los ministros se enteraron del nacimiento de la criatura en el momento mismo del mensaje presidencial y están haciendo malabares para que termine de nacer. Una de las características de los presidencialismos plebiscitarios y los retóricos de AL. es su total desapego de las instituciones, a diferencia de los presidencialismos que se sientan en vigorosas coaliciones sociales y políticas y que se manejan con instituciones estables y gobernables. ¿Cómo explicar entonces la propuesta “institucional” de García?.
Mi hipótesis es que el pacto social de García no es una propuesta institucional seria sino una maniobra para burlar la presión distributiva que se viene con fuerza. El problema no es sólo el salario mínimo sino toda la estructura salarial que ha quedado brutalmente rezagada con respecto a las utilidades empresariales como lo viene demostrando Humberto Campodónico en su excelente columna diaria de La República: Algunas empresas recuperarán su inversión en el cortísimo período de tres años mientras los salarios no logran salir del abismo en el que los dejó el primer gobierno de García. Más aún: junto a los salarios está el problema del empleo: la calidad del empleo, el subempleo, la precarización y los mal llamados services, esto es, todas las formas laborales (sin derechos) impuestas por el capitalismo salvaje de 1990 en adelante. Enfrentar los problemas de los salarios y del empleo es la mejor manera de atacar los desafíos de la pobreza y la desigualdad. En la historia conflictiva entre el trabajo y el capital se han imaginado diversas fórmulas institucionales que han permitido su coexistencia productiva. De ellas voy a reseñar brevemente las tres más importantes: la autoprotección social del liberalismo del siglo XIX, el compromiso entre el capital y el trabajo de la socialdemocracia del siglo XX y las actuales reformas institucionales que se vienen desarrollando en Europa para aligerar el pesado estado socialdemócrata. Todas las historias sociales cuentan las duras resistencias que ofrecieron los campesinos para transformarse en obreros en los capitalismos originarios después del siglo XVIII. Las causas de esas resistencias no eran económicas (los obreros ganaban más que los campesinos) sino sociales: el abandono de la familia, la ruptura con la localidad de origen y de su cultura, el establecimiento de nuevas formas de disciplinamiento social y laboral, en fin, todo un conjunto de problemas derivados de lo que Karl Polanyi ha llamado el dislocamiento social. Estos problemas se agravaron en el siglo XIX cuando se impusieron en toda la línea la economía liberal y la autorregulación del mercado que buscaban transformar a todos los factores de producción en mercancías, incluidas las que Polanyi denomina ficticias (la fuerza de trabajo, el dinero y los recursos naturales) puesto que devienen tales por una decisión cultural. La resistencia de los trabajadores fue mayúscula y cedió sólo cuando, junto a la autoregulación del mercado, se estableció la autoprotección de la sociedad (jornada de ocho horas, mejores condiciones de trabajo, salarios dignos,etc) gracias a los sindicatos y organizaciones de los trabajadores y a las garantías que ofreció el Estado liberal. El liberalismo del siglo XIX pudo funcionar gracias a la tensión equilibradota entre economía de mercado y autoprotección de la sociedad. Todo eso colapsó con el crack de 1929.
En el siglo XX, gracias al crecimiento sostenido de Europa, a la sólida organización de los obreros, a la existencia de partidos socialdemócratas y liberales, se logró establecer lo que Adam Przeworski ha llamado una política de compromiso entre los obreros y los empresarios bajo el impulso y la garantía del Estado socialdemócrata. Los trabajadores aceptaron que la acumulación capitalista era legítima y los empresarios, a su vez, aceptaron que era asimismo legítima la participación de los trabajadores en la distribución de la riqueza que ellos producían. La fórmula que asumió este compromiso fue una reforma tributaria, el reconocimiento de los derechos sociales y la organización de los aparatos estatales adecuados para garantizarlos. La socialdemocracia llegó a esta fórmula de humanización del capitalismo, luego de amenazar con destruirlo a través de estatizaciones y nacionalizaciones en el siglo XIX, de superar una serie de dilemas que le planteaba la integración institucional al sistema vigente y de aplicar las políticas keynesianas en los años 30. En la década de 1980 apareció un creciente consenso con respecto al fracaso institucional del estado de bienestar y la aceptación del hecho de que, dadas las perspectivas económicas, no había muchas probabilidades de remediar la situación con la asignación de más recursos a la misma red institucional. Se han buscado fórmulas en el Reino Unido y en los países nórdicos para combinar el financiamiento y la asignación de recursos a la educación y la salud por parte del Estado con los mercados o cuasi-mercados (tercerización) y con la sociedad civil (publicización) en la gerencia y gestión de esos servicios. Estas diversas experiencias sugieren que un mayor predominio de las “fuerzas del mercado” puede significar, en realidad, un mayor protagonismo para el Estado, en particular en el terreno de la regulación. ¿En cuál de estas tradiciones se basa la propuesta de García?. Nadie lo sabe ni él mismo.