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LA VOLUNTAD DEL MOLLE Y LOS TRABAJOS DE LA MEMORIA

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Carlos Arturo Caballero Medina
Universidad Nacional de San Agustín
ccaballerome@unsa.edu.pe

Aunque se advierte un declive en la producción de la narrativa de la violencia política en el Perú y un ascenso de la autoficción y el relato fantástico, La voluntad del molle (Lima, FCE, 2006) de Karina Pacheco, novela reeditada en 2016, aporta reflexiones sobre el trabajo de la memoria en torno al conflicto armado interno (1980-2000).

El argumento de esta novela desarrolla una de las explicaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) acerca de las causas del conflicto armado interno: las profundas desigualdades sociales, económicas, políticas y culturales generaron un enorme resentimiento en la población más excluida, el cual fue aprovechado por Sendero Luminoso para captar a cientos de jóvenes en las zonas altoandinas a favor de la lucha armada. No obstante, no es una novela propiamente sobre el conflicto armado interno sino sobre el ejercicio de la memoria desplegado por las protagonistas.

Jelin denomina trabajo de la memoria a la acción transformadora que los sujetos realizan sobre sí mismos y sobre su entorno a partir de las memorias del pasado. Lo contrario es la invasión de la memoria pasada en el presente quizá de manera violenta y recurrente, pero si sobre esos materiales no se actúa críticamente, si no se plantea la necesidad de resignificarlos, no se podría hablar de un trabajo de la memoria (2002, p. 14).

A diferencia de la historia (history), la memoria emplea materiales considerados intrascendentes para una investigación documental sobre el pasado. Elisa y Elena son dos hermanas que descubren los secretos de su madre recién fallecida en unas cartas guardadas en un baúl, a partir de las cuales reconstruyen una parte medular de la historia de su familia materna. Las cartas contienen duras revelaciones sobre su padre, madre, abuelos maternos y demás miembros de la familia quienes impidieron a su madre sostener una relación con un joven profesor Alejandro Ramírez Carhuarupay al que despreciaban por su apellido andino y a la que arrebataron al hijo producto de esa relación apenas  nacido.

Las cartas componen un intertexto que determina el curso de la historia (story), es decir, su descubrimiento influyó decisivamente en las acciones de las personajes. De no haberlas hallado, Elisa y Elena habrían continuado con su rutina laboral y afectiva. En cambio, su hallazgo produjo en ellas una transformación vital por cuanto se abocaron a nuevas indagaciones para constatar sus especulaciones o avanzar en otros descubrimientos. De este modo, las cartas son un documento importante en esta novela, pero no suficiente para comprender el pasado, puesto que las protagonistas acudieron a otras fuentes para completar los vacíos de las cartas.

El valor de los testimonios fue relativizado e incluso subestimado por los estudios históricos tradicionales. La subjetividad del testimoniante, el componente emocional, la distancia temporal entre el hecho y la manifestación del testimonio, y la ausencia de documentos oficiales que corroboren los testimonios son algunas de las objeciones contra los testimonios. Sin embargo, en La voluntad del molle, el trabajo de la memoria se fundamenta en la búsqueda de testimonios tanto de sujetos dominantes como de sujetos subalternos. El discurso testimonial impacta porque ofrece una versión alternativa a la versión oficial de los hechos. Con frecuencia, el testimonio subvierte el relato oficial, lo discute en cuanto tiene la oportunidad de ser enunciado y confrontarlo. Puede ser que el testimoniante encuentre por sí mismo el modo de confrontar el discurso oficial que lo relega; o también que exista un intermediario con mayor agencia (agency) que se haga cargo de las demandas del o los testimoniantes.

Esto último es lo que sucede en la novela de Karina Pacheco. Elisa y Elena incorporan el testimonio de Florinda y Otilia, las criadas indígenas; Matilde Carhuarupay, la anciana madre de Alejandro, Julia, mejor amiga y cuñada de Elena, discriminada por su ascendencia negra; y el del mismo Alejandro en persona. Sin embargo, nunca pudieron obtener el testimonio de su medio hermano Javier, ejecutado por las fuerzas del orden y en quien se concentraron los peores maltratos, ni de su madre. Estos testimonios conservaron en silencio la memoria familiar hasta que fueron requeridos por Elisa y Elena, quienes los emplearon para elaborar un gran relato familiar resultado de la incorporación de otras subjetividades y otros discursos anteriormente silenciados por la versión familiar oficial controlada por la abuela Gema. Elisa y Elena son artífices de la irrupción de esas subjetividades y discursos alternativos al poder.

En la distinción entre memoria e historia, Pierre Nora señala que la memoria enfatiza lo afectivo, las deformaciones sucesivas, es portada por grupos sociales que recuerdan lo vivido, por lo cual es un fenómeno colectivo, vital y experimentada desde un presente, mientras que la historia es intelectual, analítica, crítica y totalizante, una “reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es” (2008, p. 21). Cartas personales y testimonios de sujetos marginales han sido fuentes documentales relegadas por los estudios históricos; en cambio, sí son relevantes para los estudios de la memoria. En tal sentido, el trabajo de la memoria emprendido por Elisa y Elena se basa en una investigación del pasado familiar rememorado por quienes lo vivieron y aún padecen sus secuelas en el presente. Estas hermanas no se detienen en el sufrimiento de la revelación ni en la decepción ante las figuras familiares que admiraban o en un prolongado duelo por la muerte de la madre o una ruptura amorosa, sino que luego de concluir la elaboración de un gran relato basado en la memoria viva de los sujetos, ellas resignifican su propio lugar dentro de la historia familiar y la nacional: adquirieron consciencia de las injusticias y padecimientos de los sujetos más vulnerables a la violencia estructural (pobreza, racismo, autoritarismo) y, además, escucharon sus voces y les aseguraron un lugar en ese gran relato.

La cuestión del género adquiere importancia desde que son dos mujeres las emprendedoras de la memoria; una mujer, la matriarca que controla qué y cómo se debe recordar; y mujeres las que aportan los testimonios más reveladores. Asimismo, respecto al género, Jelin anota que varones y mujeres recuerdan de manera diferente: las mujeres tienden a recordar detalles, los varones ofrecen narrativas más sintéticas; las mujeres destacan aspectos afectivos y emocionales; los varones relatan más en clave política (2002, p. 108). Al dar voz a las mujeres que no la tenían, Elisa y Elena transforman el significado del pasado propio y el de estas mujeres. Sus voces no solo complementaran las voces masculinas o femeninas dominantes, sino que desafían el modo como se les estableció que debían recordar el pasado.

Otro aspecto del género es la sororidad (sisterhood). Marcela Lagarde la define como una experiencia de las mujeres que conduce a la alianza existencial y política  para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr empoderamiento vital de las mujeres (2006, p. 126). La fraternidad entre Elisa y Elena se traduce en fraternidad simbólica entre las mujeres sufrientes para enfrentar el abuso de poder ejercido incluso por otras mujeres como la abuela Gema y las tías Isabel y Charo. La sororidad entre Julia y Elena (amigas), entre Elisa y Elena (hermanas), entre Otilia y Florinda (criadas) y entre todas ellas (mujeres) les permite entender la situación de las mujeres víctimas de alguna forma de violencia. Son mujeres que se escuchan, sufren, lloran y ríen.

Referencias bibliográficas

Comisión de la Verdad y Reconciliación (2008).  Hatun Willakuy. Versión abreviada del Informe    Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima, Perú: Comisión de la Verdad y Reconciliación.
Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid, España: Siglo XXI.
Lagarde, M. (2006). Pacto entre mujeres. Sororidad. Aportes para el debate, 123-135.
Nora, P. (2002). Los lugares de la memoria. Montevideo, Uruguay: Trilce.
Pacheco, K. (2016). La voluntad del molle. Lima, Perú: Fondo de Cultura Económica.

LAS MÚLTIPLES VIOLENCIAS

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Publicado en Correo, 22 de febrero de 2015

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Un amplio sector de la crítica literaria peruana simplifica excesivamente la noción de violencia política en la literatura: Fuerzas Armadas vs. subversivos; terroristas y militares crueles; Ayacucho y Lima como escenarios exclusivos y referencias explícitas al conflicto armado interno (1980-2000).

La obra de Yuri Vásquez (Arequipa, 1963) discute estos tópicos. Témpanos y kamikazes (Tribal, 2014), su último libro de relatos, añade nuevos puntos de inflexión a las interpretaciones sobre la violencia del conflicto armado interno. La nota introductoria del autor descorre la génesis de sus libros. Vásquez anota que los escribió entre los ochenta y mediados de los noventa, es decir, durante casi las dos décadas que tuvo lugar el conflicto armado, circunstancia que no se debería soslayar, puesto que el desfase temporal entre su escritura y publicación suscita interrogantes sobre posibles enmiendas a las versiones preliminares, lo cual explicaría en parte su peculiar representación de la violencia: concretamente, Yuri Vásquez narra los intersticios de la violencia de los años ochenta y noventa, explorando sus múltiples facetas o lo que convengo llamar las violencias-otras: violencia simbólica, violencia sexual, violencia familiar, etc., son todas manifestaciones de la violencia política. Asimismo, explora ya no la macroviolencia de dimensiones colectivas y generacionales sino la microviolencia, es decir, las tragedias individuales y cotidianas de personajes que estuvieron ausentes en la denominada «literatura de la violencia política».

En tal sentido, Tempanos y kamikazes nos persuade de que toda violencia es política. 

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LA CRUZ Y LA ESPADA

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Publicado en El Búho digital, 19 de diciembre de 2014
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El estudio del conflicto armado interno ha suscitado el interés de las ciencias sociales y la crítica literaria. Sin embargo, desde la novela también se ha explorado este periodo de la historia reciente del Perú, por ejemplo,  representando al sujeto subversivo como un ser que emerge de la irracionalidad, el desencuentro cultural o el mal absoluto —Historia de Mayta (1984) y Lituma en los Andes (1997), de Mario Vargas Llosa; La hora azul (2005), de Alonso Cueto; Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo—; enfatizando la necesidad de comprender antes de juzgar —Rosa Cuchillo (1997), de Óscar Colchado; Retablo (2004) y Criba (2014), de Julián Pérez; o como en El nido de la tempestad (2012), de Yuri Vásquez, trazando la genealogía de la violencia.
En este contexto, El rincón de los muertos (2014) de Alfredo Pita (Celendín, 1948) narra cómo en el marco de un conflicto armado la unidad de intereses entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas extiende la supervivencia de la colonialidad del poder. La novela nos sitúa en abril de 1991 cuando la guerra interna venía resolviéndose a favor de las Fuerzas Armadas y los senderistas perdían el equilibrio estratégico en Ayacucho. Vicente Blanco Aguilar —un periodista bilbaíno con amplia experiencia como corresponsal en zonas de conflicto— viaja a Huamanga para iniciar un reportaje sobre la capitulación de Ayacucho, la cual, según la historia oficial, habría puesto fin a la dominación española en América. Conforme avanza en sus indagaciones, Vicente reorienta su interés hacia la comprensión de la violencia que lo rodea sin perder totalmente los vínculos con su proyecto inicial; por el contrario, irá estableciendo paralelos muy reveladores.
Blanco va entendiendo que la capitulación de Ayacucho no significó en absoluto la clausura de la dominación colonial sino la garantía de su continuidad, es decir, de un «colonialismo supérstite», como sentenció José Carlos Mariátegui, pero bajo otras condiciones. En tal sentido, la capitulación de Ayacucho negoció la independencia asegurando la continuidad de nuevos mecanismos de dominación liderados por la sociedad entre la cruz y la espada. Pues del mismo modo que la conquista de América fue una empresa compartida por la Iglesia católica y el imperio español, en un horizonte postcolonial la lucha contra sus enemigos comunes pondría en evidencia esta alianza estratégica. El giro en la investigación de Vicente hace visible el aparato ideológico conducido por Juan Carlos Crispín, siniestro obispo del Opus Dei que refrenda y bendice la violencia utilizada por las Fuerzas Armadas contra los enemigos de Dios y de la patria: Sendero Luminoso, quien le disputa el dominio ideológico-espiritual sobre la población; campesinos acorralados entre dos fuegos, cuya indefinición ante el enemigo es suficiente para dudar de su fidelidad; y periodistas de investigación, quienes desentierran verdades incómodas.
En la historia de la violencia política de los estados-nación imperial y colonial también hallamos esa continuidad. Por ello en El rincón de los muertos España y Perú, Madrid y Lima, Bilbao y Ayacucho están más cerca de lo que parece. Por un lado, el Opus Dei dejó una huella tan profunda en la memoria de Vicente que el encuentro con el monseñor Crispín reactivó el recuerdo de sí mismo resistiendo a sus ocho años el acoso del padre Jacinto, cuya apariencia y la de Crispín evocan a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador de la Obra. Por otro lado, el correlato entre la guerra civil española y el conflicto armado interno peruano es bastante elocuente. Ambas tuvieron lugar en momentos críticos: de transición hacia una fallida república, en el caso español; y de transición hacia una endeble democracia en el caso peruano.  En ambos conflictos combatieron milicias civiles organizadas en torno a una idea política de izquierda contra fuerzas armadas leales al Estado-nación. Al respecto, Vicente se va enterando cómo las luchas intestinas en la izquierda peruana allanaron el camino a Sendero Luminoso, en contraste con la unidad de los poderes fácticos como la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Y así como el Opus Dei se consolidó en España durante el franquismo, la novela de Pita coloca a esta institución católica liderando una doble ofensiva en el Perú al inicio del fujimorismo: aprovechando el amparo del Papa peregrino, la Obra eligió esta ex colonia del imperio español, último bastión realista en América del sur, para librar su propia batalla contra la Teología de la Liberación y, paralelamente, brindar al régimen de Fujimori el mismo apoyo que ofrecieron al general Franco. De este modo, la novela narra el papel activo y militante del Opus Dei dentro de la articulación político-religiosa del fascismo.
Asimismo, las intervenciones del viejo abogado Feliciano Oblitas y Villavicencio reiteran la presencia del racismo como elemento constituyente de la colonialidad: convencido de que solo una élite criolla, la de los españoles americanos, era la única que podría conducir a la naciente república, Oblitas y Villavicencio lamenta que en el Perú no se haya controlado con suficiente rigor a la población indígena como sucedió en Estados Unidos y Argentina. De igual modo, está seguro de que los campesinos muertos en medio de la guerra que enfrenta a senderistas y fuerzas del orden son aliados de los subversivos. La simple condición de campesinos indígenas es suficiente para que Oblitas y Villavicencio los excluya de todo esfuerzo por condenar la violencia que padecen a manos de los militares. Así, se va deslizando la hipótesis de que el alzamiento de los subversivos no es más que una versión actualizada de las insurrecciones indígenas contra el poder imperial. De lo expuesto por este abogado ayacuchano a Vicente, se infiere que en un horizonte postcolonial al nuevo Estado-nación emancipado le habría correspondido ejercer un férreo control sobre la población indígena que el imperio no culminó a fin de garantizar una paz duradera, sin sublevaciones. En otras palabras, para Oblitas y Villavicencio en Ayacucho se libraba un conflicto étnico, donde el poder criollo, heredero del poder colonial, tenía la oportunidad de refrendar su autoridad sobre la población sublevada. En consecuencia, el discurso de la pureza de sangre, que estableció fronteras raciales en la sociedad colonial, subsiste en aquella región donde se dio por terminado el dominio imperial de España en América del sur, y además configura un rígido marco de interpretación acerca de los roles asignados al sujeto subversivo (bárbaro, irracional), al campesino indígena (a priori un combatiente ganado por la subversión, cuya existencia es prescindible), al militar (un patriota), al clero conservador (defensores de la fe) y al periodista extranjero (un advenedizo que magnifica una realidad que no comprende porque es europeo).
Si, como sostuvo Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios, los conflictos armados motivados por el consorcio Iglesia-Estado y el modo cómo se resuelven lo confirma. Luego entrevistar a Oblitas y Villavicencio, y al obispo Crispín, Vicente constató que la capitulación de Ayacucho facilitó una salida política para los vencidos quienes impusieron las condiciones de su rendición a los vencedores. Entonces ¿Cómo clausurar un conflicto aún activo a nivel ideológico-político a pesar de la derrota militar de Sendero Luminoso? ¿Cuál sería la salida política al conflicto armado interno en el Perú? En este punto la novela de Pita advierte en la capitulación de Ayacucho un antecedente cuya actualización reinterpretaría el fin de la guerra interna: una victoria pírrica para el Estado y las Fuerzas Armadas, renuentes a admitir una derrota política ante Sendero Luminoso.
Los vínculos entre historia, periodismo y literatura; la teoría de los dos demonios; la insoslayable impronta de la masacre de Uchuraccay; la perspectiva «externa» sobre la guerra interna en el corazón de Ayacucho a inicios de los noventa; y la vigencia de la colonialidad del poder componen un discurso que añade otro punto de inflexión a la trajinada narrativa del conflicto armado interno. En suma, El rincón de los muertos es un sentido homenaje a los periodistas de investigación que en medio del horror se las ingeniaron para reír y amar.

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LA ARROGANCIA DE LA REPRESENTACIÓN

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Sasachakuy Tiempo. Memoria y Pervivencia (2010), editado por Mark R. Cox, reúne un conjunto de ensayos sobre la literatura de la violencia política en el Perú distribuidos en tres grupos: perspectivas de escritores andinos, de escritores ex insurgentes y de críticos académicos.

En otros artículos de la primera sección, Dante Castro y Ricardo Vírhuez comentan la novela Abril rojo de Santiago Roncagliolo, además de mostrar sus concepciones acerca de la literatura de la violencia política y sus apreciaciones sobre escritores como Roncagliolo y Alonso Cueto. Castro y Vírhuez descalifican Abril rojo porque hallan en ella varios «errores», ya que lo narrado no coincide con la realidad, y porque representan ofensivamente al hombre andino, por lo cual concluyen que su autor, y los que conforman esa élite, desconocen el tema de la violencia política, según Castro; escriben mal, son racistas y expresan en sus obras una posición de clase burguesa y colonial, según Vírhuez. Es decir, sobre la base de lo leído en Abril rojo y La hora azul atribuyen a Roncagliolo y Cueto las cualidades del narrador y de los personajes. En esta breve nota, me ocuparé de los comentarios del escritor Dante Castro.

En «¿Narrativa de la violencia política o disparate absoluto?», Castro contempla como errores son las divergencias entre la realidad narrada y la realidad histórica y social; por ejemplo, el que Santiago Roncagliolo no se haya informado sobre la estructura del Poder Judicial en lo que toca a los cargos y funciones de los fiscales, pues, por un lado, en relación con el personaje principal, Félix Chacaltana Saldívar, no existen fiscales distritales, sino provinciales: «Si el autor se hubiera dedicado más a investigar la materia de su novela, habría puesto a Félix Chacaltana Saldívar como fiscal provincial adjunto bajo las órdenes de un fiscal provincial titular»; y, por el otro, estos funcionarios no resuelven asuntos de interés privado sino público, por lo cual la mención del narrador sobre el conocimiento del Código Civil es errada, en cambio, lo que debería conocer más es «el Código de Procedimientos Penales, la Constitución y —principalmente— el Código Penal».

Luego, agrega la confusión de instituciones y de épocas. En la novela se dice que el lema de la policía en su escudo es «el honor es su divisa». Sin embargo, aclara, que este lema le pertenece en realidad a la Guardia Civil (GC) creada en 1922. En 1988 durante el primer gobierno de Alan García, se creó la Policía Nacional del Perú (PNP) cuyo lema es «Dios, Patria y Ley», institución que unificó a la Guardia Civil (GC), la Guardia Republicana (GR) y la Policía de Investigaciones del Perú (PIP), por lo cual aquel lema mencionado en la novela «no corresponde con la época ni el espacio tiempo narrado», puesto que la novela se ambienta hacia inicios de la primera década del 2000.

En esta misma línea, observa que Roncagliolo confundió las fuerzas armadas que combatieron la subversión: en la novela se cuenta que el Perro Cáceres era un «sinchi». «Los sinchis […] son miembros de un cuerpo de la antigua Guardia Civil especializado en lucha antisubversiva». Pero luego «se le hace figurar como el teniente EP Alfredo Cáceres Salazar, o sea como un oficial del Ejército Peruano (EP) […] Por lo tanto, el teniente Cáceres no puede figurar primero como oficial del Ejército (EP) y luego ser descrito como un sinchi». Aparte de ello, Castro anota que cuando se narra la trayectoria de Cáceres se dice que los sinchis fueron traídos de la selva para combatir la subversión en Ayacucho, cuando en realidad, «los sinchis combatieron la subversión en Ayacucho, dos antes de que entrase a tallar el Ejército y la Marina».

Castro dice que «Para ser una gran novela [en referencia a Abril rojo], le faltan ingredientes que son exigibles en el tema de la violencia política que vivió el Perú. Necesita verismo, investigación del tema y de los detalles que enriquezcan el universo narrado». Más adelante intenta fortalecer su postura apoyándose en una apretada explicación narratológica de la verosimilitud: «La primera ley que reconocen para la novela los teóricos de la narratología es la ley de verosimilitud. […] La verosimilitud consiste en mantener el equilibrio entre ambos extremos, realidad y ficción, máxime si se escribe de hechos históricos o de un contenido histórico significativo». De acuerdo a su explicación, lo verosímil no tiene lugar en la ficción, o dicho de otra manera, lo verosímil no debería abusar de la ficción sino mantenerse equidistante entre realidad y ficción, con mayor razón si se trata de hechos históricos. Castro entiende que la verosimilitud se apoya en un referente real, objetivo, verdadero, contrastable, o sea, que tenga como correlato la realidad material, la verdad histórica, porque, de lo contrario, la novela y su autor incurren, siguiendo a Castro, en un tratamiento ligero y falto de rigor de un tema que merecería ser abordado con acuerdo a los hechos históricos.

En «Los Andes en llamas» expresa en relación a la novela Historia de Mayta (1984), de Mario Vargas Llosa, que la generación del 50 en el Perú fracasó en su intento de representar la violencia política, si se le concibe a esta como una expresión realista de la lucha de clases en un periodo determinado y agrega que «fueron intentos que no reflejaron con veracidad las condiciones en que los referentes históricos se desenvuelven». Es decir, lo que Dante Castro sugiere es que los escritores de aquella generación no contaron la verdad en sus obras, porque no hubo correspondencia entre el relato literario y el histórico, como si ello fuera condición necesaria para la creación literaria.

Roland Barthes en «El efecto de realidad», anota, en relación a la función de las descripciones en la novela realista, que su sentido «depende de la conformidad, no al modelo, sino a las reglas culturales de la representación», es decir, no con arreglo a la realidad material sino al contexto donde circula. Esto significa que aunque lo narrado difiera de la realidad, ello no afecta el sentido del texto; en otras palabras, la literatura no precisa de la validación de la historia para asegurar la comprensión de su discurso. Barthes concluye que todo realismo en el relato literario es parcelario y errático, por lo cual habla de una «ilusión referencial»: «La verdad de esta ilusión es la siguiente: suprimido de la enunciación realista a título de significado de denotación, lo “real” reaparece a título de significado de connotación; pues en el momento mismo en que se considera que estos detalles denotan directamente lo real, no hacen otra cosa, sin decirlo, que significarlo». Umberto Eco define la «falacia referencial» como el «suponer que el significado de un significante tiene que ver con el objeto correspondiente».

En Las palabras y las cosas (1996), Michel Foucault destaca el tránsito de la teoría de la representación en el lenguaje —fundamento de todos los órdenes del discurso— hacia la historicidad; «el quiebre definitivo de la teoría mimética» que veía en el lenguaje una «tabla espontánea y cuadrícula primera de las cosas», el «enlace indispensable entre la representación y los seres» es reemplazado por una «historicidad profunda» que «las aísla y las define en su coherencia propia, les impone aquellas formas del orden implícitas en la continuidad del tiempo». En suma, «el lenguaje pierde su lugar de privilegio y se convierte, a su vez, en una figura de la historia coherente con la densidad de su pasado. […] a medida que las cosas se enrollan sobre sí mismas, sólo piden a su devenir el principio de su inteligibilidad».

Lo expuesto por Barthes y Foucault se complementa con los aportes de la teoría de la recepción. El lector toma contacto con el texto literario acompañado de un bagaje experiencias y conocimientos previos, propios y compartidos con su espacio y su época. La estética de la recepción remarca la cualidad inconclusa del texto literario, cuyo sentido es completado durante la lectura, y reconociendo la polisemia del discurso literario evita las interpretaciones unívocas o unilaterales. En «El proceso de lectura: enfoque fenomenológico», Wolfgang Iser advierte que «La obra es más que el texto, pues el texto solamente toma vida cuando es concretizado, y además la concretización no es de ningún modo independiente de la disposición individual del lector […]». Y luego añade que es el lector quien pone en marcha una obra. Iser sostiene que el significado no está exclusivamente en el texto sino que se genera durante el proceso de lectura; que el significado no es totalmente textual ni depende arbitrariamente del lector, sino que es resultado de una interacción; y además, que el lector participa en la producción de significados al completar una estructura abierta de sentido que es el texto literario, «al llenar vacíos o indeterminaciones en su estructura, completa la obra literaria».

Por estas razones, el listado de errores hallados por Castro en Abril rojo no revisten mayor dificultad para la comprensión de esta novela. Los diversos sentidos que proyecta la novela, en tanto discurso literario no están determinados por su correspondencia con el referente real, por el contrario, imprime nuevas connotaciones a los referentes reales, refractando aún más la gama de sentidos posibles. A través de Barthes se comprende que la ingenua confianza en que la calidad de una obra literaria se mide por su grado de correspondencia con la verdad histórica solo podría conducir a una interpretación reduccionista y dogmática de una novela, interpretación elaborada a priori, antes de que el texto sea escrito o leído, ya que si la verdad histórica contiene el modelo a reflejar a través de la literatura, solo le correspondería a la novela ratificar esa verdad o esperar que la historia admita como válido el tema, el argumento, la representación de los personajes, etc. Si fuera de este modo, no tendría sentido escribir ni ejercer la crítica literaria, pues ¿para qué hacerlo si ya existe previamente «un sentido» que establece qué y cómo se debe escribir y apreciar la literatura? A semejante actitud crítica la denomino arrogancia de la representación, figura inscrita en el paradigma que opone realidad/ficción dentro del discurso crítico del escritor Dante Castro.

No habría que analizar e interpretar la literatura con la historia como juez, sino indagar en cómo la literatura, en este caso la novela subvierte, discute, interroga o apoya, difunde, apuntala algún modelo de mundo cuyas implicancias pudieran ser liberadoras o nefastas, a lo cual no se llega cotejando realidad ficcional con verdad histórica ni atribuyendo al autor los actos o pensamientos de sus personajes, sino examinando cuan dócil o disidente es el discurso de la novela respecto a los poderes imperantes, y visibilizando cuál es el modelo performativo que propone, es decir, qué acciones suscita su discurso.

Y es que a pesar de que los «errores» que percibió en Abril rojo lo son en la medida que se siga como obligatoria la correspondencia unilateral y determinista de la realidad y la historia sobre la literatura, el desconocimiento de la realidad que Castro atribuye a Roncagliolo no impiden que el lector comprenda el mundo novelado. La «falsedad» producto de la divergencia entre realidad novelada y verdad histórica no provoca que una novela sea inverosímil. Esos datos «errados», minuciosamente observados por Dante Castro, son funcionales al relato, no perjudican la coherencia del argumento ni afectan la maquinaria textual, que es, en suma, lo que interesa al lector. No olvidemos tampoco que «la verdad» de la verdad histórica es un discurso construido desde el poder, variable en el tiempo, y no un depósito estable de hechos objetivos.

La doxa para Barthes «es la Opinión Pública, el Espíritu mayoritario […], la Voz de lo Natural, la Violencia del Prejuicio»; «es la opinión corriente, el sentido repetido […]»; «lo natural, la evidencia, el sentido común, el “esto es así”». Más que prohibir, impone deseos, obliga a su satisfacción. La naturalización de un sentido que debería asumirse cierto por ser evidente es una cualidad de la arrogancia de la doxa. En consecuencia, examinar exclusivamente en una novela cuánto conoce el autor del tema o la realidad que este relata es, una arrogancia de la representación, puesto que coloca a la realidad y la historia como modelos ineludibles para la creación y la crítica literaria. Escribir o criticar una novela a contraluz de la historia para satisfacer esa arrogancia solo causaría que ninguna novela, salvo las más panfletarias, supere sus dictámenes. Sigue leyendo

EL REVÉS DE LA CRÍTICA

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Mark Cox (EEUU, 1959) es un crítico peruanista quien, a partir de sus investigaciones sobre la literatura andina y la narrativa del conflicto armado interno, colocó en la agenda de la crítica literaria peruana el tema de la literatura de la violencia política. No es que Cox haya sido el primero en indagar este corpus de textos desde la crítica literaria, pero sí le cabe el mérito de haber impulsado posteriores estudios sobre este periodo tan complejo de nuestra historia reciente, estudios que amplían o en otros casos discuten sus conclusiones. Cox recibió el doctorado de la Universidad de Florida en 1995 con una tesis sobre la violencia y las relaciones de poder en la narrativa andina desde 1980. Ha editado Pachaticray (El mundo al revés): Ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980 (2004), Cincuenta años de narrativa peruana en los Andes (2004), El cuento peruano en los años de violencia (2000) y este año publicó La verdad y la memoria: controversias sobre la imagen de Hildebrando Pérez Huarancca (2012). Actualmente, es profesor de literatura latinoamericana y de literatura peruana en Presbyterian College, Carolina del Sur, Estados Unidos.

Pachaticray (El mundo al revés): Ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980 es una de las primeras compilaciones de testimonios y ensayos sobre la violencia política en el Perú, estos últimos formulados desde los estudios literarios. En este sentido, los científicos sociales llevaban la delantera de las investigaciones acerca de la violencia y el conflicto armado en el Perú desde los ochentas. Las aproximaciones de la crítica literaria peruana de manera sostenida fueron muy posteriores, es decir, hacia inicios de la década del 2000.

La primera parte de este libro reúne testimonios de escritores que presenciaron la violencia de aquellos años, por lo cual ofrecen en retrospectiva una evocación de sus experiencias. Breves pinceladas anecdóticas, pero muy reveladoras de lo que significó ser testigo de un proceso y de su resultado: el ascenso de un movimiento como el PCP-SL conducido por Abimael Guzmán desde la Universidad de Huamanga y el consecuente estallido demencial de violencia que parecía nunca acabar. Juan Alberto Osorio no solo cuenta su paso por la Universidad de Huamanga y la zozobra en la que vivía la población, sino que nos recuerda que esa universidad acogió en sus aulas a muchos escritores e intelectuales nacionales de renombre (Julio Ramón Ribeyro, Miguel Gutiérrez, Manuel J. Baquerizo, Marco Martos, Oswaldo Reynoso, Luis Nieto Degregori, entre otros). Luis Nieto Degregori ofrece una semblanza de Hildebrando Pérez Huarancca, escritor y militante del PCP-SL —a quien la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) atribuye la ejecución de la masacre de Lucanamarca— que sirve para introducir su apreciación sobre la impronta que la violencia política ejerce sobre los escritores indigenistas, además de su propio derrotero como escritor que abordó ese tema. Ricardo Vírhuez considera que el informe de la CVR trastoca la verdad histórica de lo acontecido durante los años de la violencia. Su testimonio narra su experiencia estudiantil en la convulsionada Universidad Nacional Mayor de San Marcos de los ochenta y su trabajo teatral vinculado a obras que recogían el ánimo de la época.

La sección de los ensayos es la más importante de este libro, aunque no todos por igual aporten reflexiones sólidas, siendo este el principal reparo que mantengo con esta publicación: el desnivel en la profundidad analítica entre algunos ensayos, que propiamente no lo son, sino más bien crónicas autobiográficas, notas o digresiones personales, pero que mejor ubicadas estarían en la primera parte. El ensayo de Efraín Kristal traza sucintamente una línea de novelas peruanas que trataron el tema de la violencia desde El padre Horán de Narciso Aréstegui y Aves sin nido de Clorinda Matto, pasando por El Tungsteno de Vallejo, Todas las sangres de Arguedas, hasta Lituma en los andes de Mario Vargas Llosa. Es una acertada panorámica en lo que concierne a las ideas que la articulan: la violencia como medio de explotación, como instrumento para alcanzar metas políticas y como síntoma de una crisis social. Sin embargo, no menciona El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría o Redoble por Rancas de Manuel Scorza.

El texto de Mark R. Cox analiza someramente, a manera de apuntes, cómo el discurso literario y las instituciones culturales representaron la violencia política en el Perú. La intervención de Cox dista mucho de ser un ensayo en estricto sentido, pues no sustenta una opinión particular, sino que se limita a exponer antecedentes, debates y estadísticas que resultan infructuosas, por ejemplo, el extenso detalle de la procedencia regional de escritores «criollos» y «andinos», (con lo discutible que son ambas categorías), el porcentaje de mujeres que publicaron sobre la violencia política o la distribución porcentual de publicaciones sobre este tema en el interior del país. Infructuosa porque no se vislumbra en ningún momento la utilidad de toda esa gran masa de información estadística. Cox en ningún momento explica qué conclusión obtiene de ello, además de repetir afirmaciones que ya vertió en artículos similares. Siembra atractivas interrogantes pero no se anima a responderlas.

El artículo más inocuo sobre las novelas que Mario Vargas Llosa publicó acerca de la violencia política es el de Carlos Arroyo Reyes, otro texto que está en la antípoda del ensayo y que, por el contrario, funcionaría bien como resumen del argumento de Historia de Mayta y Lituma en los andes. Pero el más delirante es el de Ulises Zevallos Aguilar. El suyo es un buen ejemplo de cómo un crítico literario debería sopesar los límites entre el artículo de opinión, la semblanza y el ensayo académico, que el autor confunde flagrantemente. La respuesta del Movimiento Kloaka a la crisis económica, política y social de los ochenta fue artísticamente fértil, pero políticamente intrascendente. La postura del chico malo incomprendido que se muda al barrio y se junta con otros para tumbarse el sistema está demasiado manida. Agraviar a poetas a través de un manifiesto difícilmente hará mella alguna en el canon literario. La poesía de Kloaka está muy por encima de su postura política o de sus biografías individuales. Pero Zevallos Aguilar los apadrina y celebra su malacrianza, además de ver con desconfianza la diversidad informativa de los medios de comunicación, que hubiera preferido no sean devueltos a sus propietarios a fin de hacer frente al «vendaval neoliberal». El problema no es la diversidad informativa sino la univocidad de la información. Asimismo comete el grosero desliz de reunir en un mismo saco a sindicatos, al PCP-SL y al MRTA, cuyas primeras acciones, afirma «gozaron del apoyo de la mayoría de la población peruana […]» (119).

Zevallos Aguilar ignora el Informe Final de la CVR acerca de los procedimientos indudablemente diferenciados entre sindicatos, Sendero Luminoso (SL) y MRTA para manifestarse contra el Estado, y las valiosas investigaciones de Carlos Iván Degregori, quien enfatiza que SL fue un antimovimiento social. Además, ignora que los sindicatos y los movimientos sociales surgidos en los ochenta fueron el mayor frente de contención contra SL. La mejor lección que se puede obtener de su artículo es la precaución que debería tomar un crítico literario antes de intervenir en asuntos de ciencias sociales o ciencias políticas, no porque sean espacios inexpugnables, sino por la solidez de las afirmaciones vertidas.

El resto de textos abordan la poesía (José A. Mazzotti), el teatro (Carlos Vargas), el cine (Lucía Galleno), los retablos como representación de la memoria colectiva (Ernesto Toledo Brückmann), hasta finalizar con una remembranza (nuevamente, no un ensayo) de Miguel Rubio Zapata, director de Yuyachkani, a propósito de la representación teatral de Antígona, versión de José Watanabe, y la adaptación al teatro de Rosa cuchillo, novela de Óscar Colchado.

Esta compilación de testimonios y ensayos sobre la violencia política en el Perú habría ganado en profundidad si el editor hubiese distribuido mejor algunos de los artículos en razón de lo que proponían. La mayor debilidad de esta publicación está, precisamente, en la desigualdad analítica que ofrecen algunos de los textos que he comentado: algunos con suma rigurosidad y otros sobrevolando el tema, compensando la falta de análisis con digresiones autobiográficas, es decir, el revés de la crítica. Sigue leyendo

LA HERENCIA DE LA CULPA

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La hora azul
Alonso Cueto
2005. Lima. Peisa / Anagrama

La hora azul (2005) y Abril rojo (2006) y son, sin temor a equivocarme, las novelas de la violencia política que han recibido las críticas más lapidarias, provenientes de un amplio sector de los escritores denominados andinos, provincianos o telúricos. Su mayor objeción es la falta de adecuación de las novelas a la realidad histórica producto del desconocimiento del tema relatado tanto documental como vivencial. Efectivamente, una de las deficiencias que señalan es que Santiago Roncagliolo y Alonso Cueto carecen de una experiencia directa de la violencia política, lo cual les dificulta escribir sobre estos acontecimientos, en contraste con los escritores que sí fueron testigos directos o posiblemente protagonistas de la violencia. En relación a esto, añaden que los autores de ambas novelas escriben de una posición de clase, en el sentido marxista del término, que los condiciona a un punto de vista burgués que, indefectiblemente, se vuelca en sus novelas, perspectiva a la que a priori consideran deleznable en sí misma porque no daría cuenta, nuevamente, de la realidad de aquellos sujetos cuya historia se pretende relatar. Además, manifiestan que son novelas de baja calidad literaria, pero que gozan de una amplia cobertura mediática y editorial que los posiciona en un lugar privilegiado del circuito de consumo, ventaja con la que, insisten, no cuentan, los mencionados escritores andinos. Personalmente, discrepo de estas afirmaciones porque no permiten indagar en una cuestión primordial. Se detienen en la interpretación del texto y luego lo ubican en una escala de valor en tanto se acerca o distancia del modelo de buena o mala literatura que poseen, pero no se preguntan por las condiciones que hacen posible estas novelas yendo más allá de los autores que las escribieron.

Sin embargo, a todos los que hemos transitado por las vías de la crítica literaria, de alguna forma, nos cuesta desvincular al autor de su texto y más aún, repartir censuras o aprobaciones. La primera vez que leí La hora azul me dejó la sensación de una novela cumplidora, óptima, de una tarea bien hecha aunque no sobresaliente. La misma impresión tuve de El tigre blanco (1985), El vuelo de la ceniza (1995), Grandes miradas (2003); en cambio, fue mucho más gratificante leer Demonio del mediodía (1999), una muestra del modus vivendi de la clase media limeña de fines de los ochentas. Me exasperaba la serena frialdad de los narradores diseñados por Alonso Cueto; el lenguaje ponderado y nada vibrante de sus relatos me hacía pensar que al autor le faltaba osadía para conmover a su hipotético lector. Algunos años después me siento en el deber de reelaborar estas apreciaciones.

Discutir sobre los modelos de mundo que favorecen la reproducción de ciertos discursos que pugnan por ser hegemónicos en un espacio-tiempo es más relevante que insistir en la grandeza o pequeñez del autor y de sus obras. Por ello los términos «buena» o «mala» literatura son tan elusivos y opacos que pretendiendo abarcar la totalidad de una obra literaria terminan diluyéndose en el vacío de la amplitud que desean comprender. Si fuera inevitable para la teoría y la crítica literaria asignar valores a un texto literario, estos tendrían que provenir no de la elección de uno de los tantos sentidos elegidos por el crítico sino por la magnitud del impacto del o los discursos comprendidos en el texto literario que por su performatividad inciten a la consecución de acciones, algunas de ellas posiblemente conducentes a la hegemonía de un grupo en perjuicio de otros. Y aún así una «gran novela» o «mala novela» nada tiene que ver con el potencial de reproducción de modelos de mundo opresores. Una novela considerada «deficiente» podría ser mucho más reveladora de una ideología hegemónica que las más consagradas por la historiografía literaria. En tal sentido, me interesan más las implicancias ideológicas del discurso que propone la novela de Alonso Cueto y los aparatos sociales que la sostienen.

En La hora azul, la violencia política es un acontecimiento narrado desde la clase social más privilegiada de la metrópoli limeña. Adrián Ormache, narrador protagonista, es un exitoso abogado propietario en sociedad de un exclusivo estudio de abogados. Posee una familia ejemplar y una vida confortable, donde la imagen proyectada es mucho más gravitante que lo vivido interiormente. Al igual que Adrián, su madre Beatriz también fue partícipe de esa performance social. La ruptura de ese mundo aparentemente estable y perfecto ocurre en dos momentos: primero cuando Beatriz sufre una decepción matrimonial poco después de casarse, que la instala en una realidad más áspera y menos idílica (enfrentarse con el divorcio y el estigma social que ello representa); segundo, cuando Adrián se entera de los crímenes cometidos por Alberto, su padre, cuando este estuvo destacado en Ayacucho, y de la amante y el hijo que tuvo con esta. La irrupción de la violencia desestabilizó la burbuja en la que Beatriz y Adrián se encontraban cómodamente instalados. En el caso de Beatriz, el impacto público de la violencia conyugal, causa de su divorcio, fue atenuado con éxito, pues ella se reubicó estratégicamente ante su nueva situación: compensa el fracaso matrimonial y su soledad con actividades de caridad, las amigas, el club, sus hijos y el confort de una vida económicamente resuelta. Todo ello contribuyó en conjunto con su reubicación. Adrián no tuvo la misma suerte, porque en su caso la violencia involucraba a otros sujetos sobre cuyas reacciones no se podía tener control.

El estruendo de la violencia pasada resuena en el presente hasta quebrar la burbuja social en que la vive Adrián Ormache; y de esa clase social que se sentía al margen de la violencia, invulnerable o intocable, a la que le bastaba mirar hacia otro lado para evitarse la molestia de observar algo desagradable que les recordara que también son parte de esa realidad violenta. La hora azul confronta a esa clase social contra las secuelas de la violencia armada, de la cual no fue directa responsable, pero que por su indiferencia está condenada a padecerla, aunque bajo otro registro. Un aspecto a tomar en cuenta aquí es la imposibilidad de evadir y silenciar la violencia. Tanto Adrián como su madre evadían el pasado desagradable cuando este se manifestaba en el presente. En ambos se trata de una postura frente a la violencia de un mismo sujeto, padre o marido según la relación. Adrián continúa rechazando a su padre en el presente pero a través de la figura de su hermano Rubén, con quien, paradójicamente se siente unido. (La continuidad del parentesco es una razón por la cual rechaza en este otro una cualidad tal vez latente en sí mismo. ¿Pese al rechazo de la imagen paterna podría Adrián emular al padre en el presente? Ese temor se advierte en los capítulos iniciales). Adrián siente repugnancia ante su hermano alguien que le recuerda a un ser desagradable, su padre. Así, la violencia adquiere fisonomía humana: las descripciones de personajes como Rubén, Alberto y sus compañeros de armas, Chacho y Guayo —obesos, repulsivos, procaces, rudimentarios, agresivos, machistas— refrenda la idea de que existen sujetos más proclives a la violencia o, de otro modo, que la violencia modela el cuerpo de los sujetos, donde deja sus huellas.

Yo no apoyaría una lectura de La hora azul como una novela de clase que refuerza la hegemonía de la burguesía nacional ni como un relato sobre la frivolidad de la clase alta limeña, tampoco como una novela superficial sobre el conflicto armado interno. Todo lo contrario. Esta novela procede con la alta sociedad de un modo análogo al de Un mundo para Julius (1970), Conversación en La Catedral (1969) o No se lo digas a nadie (1994), es decir, saboteando el modelo de una clase social libre de aflicciones, influyente en la vida pública y líder en la construcción de una idea de nación. La hora azul nos coloca, aunque de una manera distinta a Retablo de Julián Pérez, ante el dilema de sentenciar o comprender. El interés de Adrián por conocer la verdad acerca de lo hecho por su padre lo lleva, una vez enterado de los detalles, a intentar comprender el contexto; el análisis de las circunstancias deviene como marco para juzgar las acciones de los victimarios. Este aspecto merece un desarrollo posterior, pero dejo constancia de que La hora azul propone una relectura del discurso de los victimarios en función de las circunstancias en las que ejercieron la violencia. De este modo se sitúa en el otro extremo de la novela de Julián Pérez que sugiere lo mismo, pero desde el lado de los insurgentes.

Si las víctimas de la violencia tienen legítimas razones para exigir que se escuchen sus testimonios, el discurso de los victimarios también merece audiencia. La hora azul nos invita a preguntarnos por un nuevo lugar de enunciación para comprender integralmente el proceso de la violencia política. Sigue leyendo

CANDELA QUEMA LUCEROS. TESTIMONIO, MEMORIA Y VIOLENCIA

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Arturo Caballero

Félix Huamán Cabrera (Pariamarca, Canta, 1943), al igual que muchos escritores en nuestro país, comparte la creación literaria con la docencia universitaria. Su labor novelística no es reciente. Así lo demuestran Por la nieve habían venido (1972), El pedregal de Yaname (1974), Agua encanta (1978), El toro que se perdió en la lluvia (1984), Candela quema luceros (1989), Noche de relámpagos (1994), Sierpe de acero y soles de oro (2000), En las espigas de junio (2001) y Ladraviento (2002). Su obra literaria es parte de un proceso de emergencia que desde el margen de la metrópoli limeña y provinciana revela un lamentable ninguneo hacia las publicaciones que no satisfacen a la crítica oficial, a las editoriales transnacionales, a los medios de comunicación y a los escritores consagrados, más aún si provienen, como acabo de señalar, de los márgenes del circuito oficial.

Candela quema luceros va por su cuarta edición (San Marcos, 2009) y según testimonio de su autor ha superado los 12.000 ejemplares. Marcel Velásquez, en su análisis sobre el centro y los márgenes en la narrativa peruana contemporánea, comenta que fue gracias a la investigación de Mark R. Cox sobre la novela peruana de la violencia política que esta novela capturó el interés de críticos en los Estados Unidos antes que en el Perú. Y así como ella, muchas otras novelas son verdaderos éxitos editoriales en sus regiones o en circuitos reducidos de la capital, pero invisibles para el gran público hasta que tengan la fortuna de ser descubiertas por la crítica especializada o los medios de comunicación hegemónicos.

Esta novela cuenta, a modo de un extenso monólogo en segunda persona, la historia de la masacre de la comunidad de Yawarhuaita cometida por la acción represiva de las fuerzas del orden. Cirilo, único sobreviviente y testigo de la devastación de su pueblo, se niega a aceptar la muerte de sus compoblanos, por lo cual se empeña en reanimarlos exigiendo a sus cuerpos yacentes que se levanten para retomar sus labores cotidianas. Este monólogo es alternado con la narración en tercera persona de sucesos previos y posteriores a la masacre y por el relato en primera persona del testimonio de Gelacho, un abigeo que profanó el altar de la niña Sarapalacha al interior de una cueva, a quien la comunidad de Yawarhuaita le rendía especial veneración. El resultado de esta ofensa según los comuneros será el advenimiento de tragedias para el pueblo, por lo que acuerdan castigar al culpable recurriendo en primera instancia a las autoridades de la localidad.

Ante la falta de interés del juez y la policía, la comunidad decidió hacer justicia por sus propias manos de acuerdo a sus tradiciones, para lo cual aprehendieron al culpable luego de que fuera liberado. Los principales de la comunidad se quejaron ante el juez por este hecho, pero solo provocaron su disgusto, pues la supuesta niña asesinada por Gelacho para las autoridades no era más que unos pedruscos mal apilados al interior de una cueva. Los principales fueron arrestados y después liberados a la fuerza por una indignada turba de comuneros. La respuesta fue una violenta incursión armada contra Yawarhuaita para «sofocar la desobediencia, y controlar la situación y hacer respetar las leyes». Al término de la refriega, Cirilo sale de su refugio y contempla la comunidad devastada: no quedó sobreviviente alguno. Una comisión investigadora lo encuentra en el preciso instante en que inútilmente conmina a los comuneros asesinados a que se reincorporen, por lo cual es tomado como un demente incapaz de informar sobre lo acontecido en el lugar.

El animismo y el pensamiento mítico están muy presentes en esta novela. La estrecha relación entre el hombre andino y la naturaleza es una constante desde las palabras iniciales dirigidas a José María Arguedas. Más adelante, Cirilo y el narrador en segunda persona que lo interpela evocan la veneración de los comuneros hacia los animales y la tierra, los cuales son dotados de humanidad, pues son susceptibles de padecer las desgracias que afectan a los hombres. De igual modo, las cualidades más despreciables se transfieren a las serpientes, los pumas y los cuervos para reforzar su semejanza con los autores de la masacre. De otro lado, las montañas y los cerros cumplen deseos pero a cambio exigen respeto, de lo contrario causan desastres. Asimismo, hay una explicación mítica sobre el origen de la violencia: la profanación del altar de la niña Sarapalacha por parte de Gelacho. La violenta represión armada contra el pueblo se explica como consecuencia de esa profanación. Esto evidencia que la cosmovisión andina racionaliza míticamente la realidad del momento de acuerdo a cómo se presenta, planteando una explicación-interpretación propia, alterna a la que se construye desde la ciudad letrada.

El valor de lo testimonial para la conservación de la memoria y la construcción de una verdad histórica es un aspecto muy importante en esta novela. Gelacho muerto explica cuál fue la verdad de los hechos que lo involucran como causante de las desgracias que sobrevinieron contra Yawarhuaita. Es un muerto que da testimonio, desea que le crean; por eso brinda detalles. Gelacho comparte con Cirilo su testimonio para que se conozca «su» verdad. Necesita de una voz intermediaria que acredite su discurso. Detrás de la imposibilidad de comunicarse, pues aquel está muerto y este vivo, y del empeño de Cirilo por reanimar a los muertos hay dos demandas que luchan conjuntamente por revelarse: la verdad y la memoria. Por ello es que para reanimarlos Cirilo les recuerda qué hacían, cómo eran cada uno, y lo grato de la vida comunal en el pasado. Los trata como si estuvieran vivos y les exige volver a trabajar. En su condición de sobreviviente, siente que le corresponde desenterrar los cadáveres de quienes no descansarán hasta que se escuchen o descubran sus testimonios con el fin que complementen las versiones predominantes en el presente, o las modifiquen radicalmente.

Cirilo es la voz de los muertos: habla y recuerda por ellos. En otros apartados lo hace el narrador en segunda persona que se dirige a él. Por otro lado, Cirilo y Gelacho mantienen un diálogo trunco en el que existe simultaneidad, pero no interacción. Cirilo no obtiene respuesta de los muertos y Gelacho tampoco logra ser escuchado por Cirilo. Pese a ello, se interrogan y reclaman mutuamente, se lamentan y arrepienten y no se dan por vencidos en sus propósitos: mantener vivo el recuerdo de los comuneros y revelar su propia versión de los hechos. Aquí es muy importante evaluar la actitud de Gelacho en su afán de trascender su verdad más allá de la muerte, lo cual junto al esfuerzo de Cirilo hacen de esta historia una metáfora de la lucha contra el olvido.

Lo anterior tiene relación con que las víctimas sean testimonio silencioso de un pasado violento. Aun muertos, revelan información que complementa la versión que de su historia trágica predomina en el presente. Quieren ser escuchados, que no se los olvide. Están muertos pero existen en tanto tienen mucho que decir. Lo único que los haría desaparecer es el olvido y con ello sus testimonios. El esfuerzo de Cirilo es el de mantenerlos vivos mediante la evocación de la memoria personal y colectiva: hablándoles sobre cómo eran cada uno de los muertos reconstruye la historia de la comunidad hasta las vísperas de la masacre. En buena cuenta, su memoria es lo que mantiene vivos a los comuneros masacrados.

Al igual que en Retablo hay un desencanto por lo que ofrece la ciudad: el progreso y el conocimiento no compensan la decadencia moral en la cual la urbe sumerge al migrante andino, a quien corrompe, o en el mejor de los casos, lo estabiliza económicamente pero a costa del desarraigo. Gelacho no solo se aculturó en la ciudad sino que sus defectos se acentuaron; prueba de ello es su degradación moral y la falta de respeto a las creencias de la comunidad que posteriormente desestima, ya que considera estar fuera del alcance del castigo de las divinidades porque ya conoció otras realidades donde ello no funciona así. Si bien su experiencia con la urbe fue marginal, pues solo llegó a los linderos, bastó ese leve contacto para «contagiarse» de su influjo.

Otro aspecto importante es la relación entre las instituciones y la comunidad. Gelacho fue forzado mediante tortura a confesar que mató a una «niña». De nada le sirvió explicar el mito, porque no le creyeron. Al tomarle declaración, solo quedó claro que confesó un crimen, cuyos detalles o aclaraciones sobre el mito de la Sarapalacha fueron irrelevantes para las autoridades hasta el momento en que verificaron que Gelacho no asesinó a una niña real sino que profanó la cueva de Quipani donde para los comuneros de Yawarhuaita habitaba una divinidad benefactora de la comunidad. Las autoridades menospreciaron el valor de ese lugar sagrado al no mostrarse dispuestos a comprender la importancia que tenía para los comuneros ni la gravedad del acto cometido por Gelacho. El agresor fue liberado luego que las autoridades desestimaran la acusación, ya que para el juez se trató de una burla. El desprecio por la causa de la comunidad manifestado por los representantes de las instituciones del Estado encargados de impartir justicia evidencia que la cultura hegemónica amparada en la institucionalidad solo hace extensivos sus alcances a los sujetos que comparten una idea excluyente de nación donde respeto mutuo de los valores culturales no tiene lugar sino la jerarquización de la diferencia cultural es desmedro de los más vulnerables.

Esta situación determinó que la ley de la comunidad entre en confrontación con la ley del Estado al igual que las instituciones comunales respecto a las judiciales y policiales. Para la comunidad de Yawarhuaita las instituciones del Estado perdieron legitimidad en el momento que restaron importancia a su demanda de justicia. Mientras el juez no vio en el acto de Gelacho una falta que ameritara su detención, los comuneros exigían un castigo ejemplar que al no poder obtenerlo dentro del sistema previsto por las instituciones del Estado, no les quedó más remedio que recurrir a sus propias instituciones comunales por una cuestión de representatividad real.

En este punto es muy nítida la impronta del caso Uchuraccay. La interpretación de la comisión que tuvo a su cargo la investigación de la masacre de los periodistas fue que se trató de un malentendido producto del atraso cultural en el que subsistían algunas comunidades de los andes respecto al resto de la nación. Se sostuvo que los periodistas fueron asesinados de acuerdo a un ritual ancestral destinado para combatir a seres demoníacos. El abandono en el que estas comunidades permanecieron, visible por el desconocimiento de las leyes e instituciones del Estado y, por el contrario, su fidelidad a prácticas ancestrales para la regulación de la vida social también se expusieron como explicaciones de la conducta violenta atribuida a los comuneros de Uchuraccay. Por esta razón es muy significativo que al final del relato una comisión se haga presente, interrogue a Cirilo y luego concluya que en Yawarhuaita no ha quedado nadie sino un demente incapaz de informar algo.

A pesar que el sujeto andino queda fijado dentro de un estereotipo muy trajinado en la narrativa indigenista —el colectivismo, el animismo y el aislamiento cultural— el mayor acierto de Candela quema luceros está en el valor que le otorga al testimonio, como una demanda que trasciende el silencio y que es consecuencia de la necesidad de las víctimas por compartir su verdad. También destaca por la reflexión que suscita acerca de la dificultad de construir una memoria colectiva dentro de una nación heterogénea, socioculturalmente jerarquizada y consecuentemente plena de tensiones entre el Estado y las identidades culturales, y entre las instituciones nacionales y las instituciones marginales no reconocidas por el establishment pero que son más significativas para sus miembros que las primeras. Y finalmente por constituirse en un relato que simboliza la lucha contra el olvido, el mayor asesino de la memoria.

Arequipa, 9 de marzo de 2012 Sigue leyendo

LOS ASESINOS DE LA MEMORIA

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En diciembre del año pasado, poco antes de regresar al Perú, visité el «D2», un centro clandestino de detención donde se torturaba y encerraba a sospechosos de terrorismo; en realidad, a cualquier ciudadano que tuviera la desdicha de ser secuestrado por agentes militares y policiales sin mediar explicación o derecho a ejercer la legítima defensa. Durante la década del 70 funcionó como Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio (CCDTE). Lo sorprendente es que este centro de detención haya operado sin mayores dificultades en el pasaje Santa Catalina, entre la Catedral y el Cabildo, y a 50 metros de la Plaza San Martín, es decir, en pleno corazón de la ciudad. Hoy es un Museo de Sitio y Archivo Provincial de la Memoria, uno de los lugares de la memoria más emblemáticos de Córdoba, cuyo gobierno provincial se encarga desde 2006 del mantenimiento de las instalaciones que albergan una muestra permanente de documentos, imágenes y ambientes que evocan el horror infligido a las víctimas sobre todo en la etapa más oscura de esta dependencia durante el gobierno de la Junta Militar en la Argentina (1976-1983). El análisis de los documentos de las fuerzas de seguridad indica que por aquí pasaron aproximadamente 20.000 personas entre 1971 y 1982.

El D2 ocupó un lugar especial dentro de la estructura de la Policía Provincial. Fue creado para combatir un tipo de delito difusamente tipificado como «subversión», ya que toda manifestación social, política o cultural interpretada como peligrosa por los agentes de seguridad del Estado podía ser calificada como subversiva a tal punto que varios libros de literatura infantil, entre ellos algunos de la escritora María Elena Walsh fueron censurados y sacados de circulación por considerar que inculcaban ideas radicales a los niños. Los militares se sentían en la obligación moral de preservar a la niñez de aquellos libros que —a su entender— ponían en cuestión valores sagrados como la familia, la religión o la patria. La Torre de Cubos, de la escritora cordobesa Laura Devetach, y un Elefante ocupa demasiado espacio, de Elsa Bornemann integran la extensa lista de libros infantiles censurados por la dictadura. Ni siquiera los adolescentes estuvieron libres del acoso de los agentes de seguridad destacados en el D2. En una de las salas del museo hay una muestra permanente con fotografías de los estudiantes desaparecidos de la Escuela Alejandro Carbó. Un episodio similar ocurrió en la ciudad de La Plata cuando un grupo de estudiantes secundarios que luchaban por la reincorporación del boleto escolar gratuito fueron brutalmente secuestrados y torturados durante meses en un centro clandestino de detención. La edad de estos jóvenes oscilaba entre los 14 y 18 años.

La persecución ideológica organizada desde el Estado tiene una larga tradición en la Argentina. A principios del siglo XX, la «Ley de residencia» fue aplicada contra inmigrantes anarquistas, socialistas y cualquier grupo político considerado peligroso. La policía fue la cara visible de la represión a huelgas dirigidas por movimientos obreros y estudiantiles; sin embargo, también existieron divisiones parapoliciales que actuaban en la clandestinidad y gozaban de impunidad y de la complacencia del poder político que eventualmente recurría a ellos para combatir la subversión de manera «más efectiva y silenciosa».

La Junta Militar utilizó los recursos del Estado para sostener su persecución ideológico-política a estudiantes, activistas sociales, sindicalistas, militantes de partidos de izquierda, miembros de grupos armados y a todo aquel sospechoso de participar en actividades subversivas. El secuestro, la tortura, el encierro, la desaparición y el asesinato fueron los principales métodos utilizados por los agentes asignados al D2, quienes en diferentes ocasiones actuaron conjuntamente con las Fuerzas Armadas y grupos paramilitares como el Comando Libertadores de América (CLA) y la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A).

En 1972 el Departamento de Informaciones de Córdoba recibió mayor presupuesto y personal con la finalidad de incrementar las tareas espionaje, organización de la información obtenida, detenciones, secuestros, interrogatorios y torturas de personas consideradas como una amenaza para el orden social. Los periodos de mayor represión y crímenes ocurrieron entre 1974 y 1979 cuando el D2 estuvo a cargo de ese departamento policial. Durante esos años, estuvieron al mando el Insp. Mayor Ernesto Julio Ledesma (1974-1975), el Crio. Insp. Pedro Raúl Telleldín (1975-1977) y el Crio. Juan Fernando Esteban (1977-1979). Los vínculos de la Policía Provincial con la política eran de tal dimensión que en febrero del 74 el Tte. Cnel. Domingo Navarro, jefe de la Policía de Córdoba, lideró un alzamiento conocido como el «Navarrazo» cuyo desenlace fue la destitución del gobernador electo y la intervención federal en el gobierno provincial.

En marzo de 2006, en el contexto de los 30 años del golpe de Estado que llevó a los militares al poder, los legisladores provinciales de Córdoba aprobaron unánimemente la ley 9286, conocida como «Ley de la Memoria», la cual dispone la implementación de la Comisión Provincial de la Memoria, la creación del Archivo Provincial de la Memoria y la ubicación de ambas instituciones en las antiguas instalaciones del Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba, más conocido como «D2». La cesión de este lugar a la Comisión Provincial de la Memoria fue un hecho histórico dentro del proceso de lucha de los organismos de Derechos Humanos por la construcción de Memoria, Verdad Histórica, Justicia y Reparación Social frente a las graves violaciones a los Derechos Humanos.

Un elemento que le brinda representatividad a la Comisión son las organizaciones de la sociedad civil y las instituciones estatales que la conforman como la filial de Abuelas de Plaza de Mayo, la Universidad Nacional de Córdoba, la Asociación de Ex Presos Políticos, H.I.J.O.S. y Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, además de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la provincia. De este modo, el Museo de Sitio, ex D2, se integra más eficientemente a la vida de la comunidad que lo rodea superando la idea tradicional que se tiene acerca de los lugares de la memoria como simples espacios monumentales, exhibición descarnada del horror o recuerdo sin reflexión.

Al respecto, la gestión Kirchner asumió una postura totalmente opuesta a la política del olvido de sus predecesores, derogando la ley de punto final promulgada durante el gobierno de Carlos Menem, a través de la cual se amnistió a los militares que unos años antes fueron sentenciados culpables por los crímenes cometidos durante la dictadura lo que permitió que se les juzgue en la Argentina y no en España como lo había solicitado el juez Baltazar Garzón por los delitos cometidos contra ciudadanos españoles. El gobierno de Néstor Kirchner derogó la amnistía, rechazó la extradición, pero reabrió los juicios que culminaron en la encarcelación de los artífices de la violencia de Estado. Asimismo, cada 24 de marzo desde 2006 se celebra en toda la nación el Día de la Memoria, como recuerdo de la fecha en que se produjo el golpe de Estado que inició la dictadura militar más sangrienta de la historia argentina. En Córdoba, todos los jueves, a lo largo del pasaje de Santa Catalina, se muestran las fotografías de los desaparecidos en el D2. Las imágenes van acompañadas de sus datos personales, la fecha de su desaparición y su profesión u oficio.

Un lugar de la memoria no se reduce a una edificación o monumento que periódicamente se convierta en un espacio de conmemoración o una mera exposición de testimonios e imágenes. La exhibición del horror en sí mismo no es suficiente para reflexionar acerca de lo que allí vivieron las víctimas. Los lugares de la memoria tienen una labor más activa: la capacidad de integrar las memorias personales dentro de un gran relato que trascienda la suma de las partes mediante el contraste de versiones particulares, de lo público y lo privado. Por ello la construcción de un gran relato sobre la memoria es una tarea que se realiza desde el presente y es el mejor antídoto contra el olvido y el mejor recurso para mantener a raya a los asesinos de la memoria. Sigue leyendo

ENTREVISTA A JULIÁN PÉREZ, AUTOR DE RETABLO (2004)

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Por Arturo Caballero

AC: En los últimos años, se observa un creciente interés de narradores, críticos y editoriales en el discurso del conflicto armado interno o violencia política. ¿En tu opinión, se trata de un interés espontáneo o está condicionado por otras variables?

De hecho que está condicionado por diversas variables. Supongo que cualquier motivación es válida para escribir una obra con una referencia tan llamativa; pero es preciso señalar que cada interés trae a colación una obra. Creo yo que hay tres variables importantes entre otras que pueden señalarse: el afán por vender el tema y pretender acceder al canon de la literatura peruana por esa vía; responder a la preocupación por negar toda posibilidad de razón estructural al tema de la violencia habida en las décadas del 80 y del 90, que estaría atada a un afán de lanzamiento editorial; y, finalmente, por reflexionar y explicar las motivaciones históricas y estructurales de hechos tan dramáticos que costó tantas vidas y marcó a toda una generación. Aunque es posible que las fronteras no sean tan rígidas entre una y otra variable.

AC: De acuerdo a ello, entonces, ¿podemos hablar de una narrativa de la violencia política en el Perú o se trata de un condicionamiento editorial y/o de la crítica especializada como manifestó Miguel Ángel Huamán en su polémica con Gustavo Faverón?

Creo que se trata de ambas cosas. No tengo la suerte de conocer a Faverón ni he leído sus opiniones; pero sí a Miguel Ángel Huamán, un académico especializado en los estudios literarios y del discurso en general que va renovando su aparato teórico de modo permanente; me parece que sus afirmaciones al respeto del tema de la violencia son acertadas e importantes, aun cuando decir que la aparición de tantas obras que tematizan la violencia política se debe sólo a la exigencia editorial o de la crítica no es del todo acertado.

AC: De las diversas investigaciones o antologías de relatos sobre la violencia política, ¿cuáles son las que te parecen más reveladoras y frente a cuáles tienes tus mayores reparos?

Creo yo que el estudio más importante es el de Miguel Gutiérrez; también son importantes los estudios de Miguel Ángel Huamán, de Santiago López Maguiña, de Juan Carlos Ubilluz y de Víctor Vich; así como los trabajos críticos de Ricardo González Vigil, sobre todo por la amplitud de su mirada en la incorporación de textos de diversas perspectivas en cuanto a la referencia de la violencia política. Lo de Gutiérrez tiene la particularidad de proponer aspectos reflexivos en los que no necesita arrojar al territorio del mal puro al sujeto subversivo para explicar sus excesos y su performance; ni se deja avasallar, en mi concepto, con la abrumadora parafernalia discursiva construida por los medios de comunicación de la hegemonía, en los que al sujeto subversivo se le ha vaciado de toda capacidad humana en un afán de convertirlo en un mero homo sacer y dejarlo sin ningún argumento. Además, articula sus propuestas en las márgenes de la intelectualidad académica, desde espacios más o menos libres de control y manipulación mental.

AC: Acerca de Retablo. Es una novela que ha obtenido muy buenos comentarios tanto del público lector como de la crítica. Particularmente, me parece muy sólida en varios aspectos: el enfoque narrativo, las líneas argumentales, el lenguaje y el amplio repertorio de variables sociales, culturales, políticas, ideológicas y económicas que permiten comprender más que sentenciar el proceso de la violencia política en el Perú. ¿Algún propósito en especial orientó la escritura de Retablo?

No puedo afirmar de una motivación expresa. Tal vez podría hablarse de una necesidad. Tuve una idea que me perturbaba antes de iniciar la escritura de Retablo: comprender y explicarme el porqué de los acontecimientos tan dramáticos que a fin de cuentas es lo que abunda en la historia de los hombres aunque queramos usar la estrategia del avestruz y pretendamos engañarnos con que la violencia social y política es el invento de un loco, que las violentas diferencias jerárquicas entre los grupos humanos es un invento del marxismo, que todo aquel que se atreve contra la mansedumbre es un totalitario. Leer novelas u otras obras literarias es, en la mayoría de los casos, sumergirse en un mar de violencia a veces inusitada y tan dramática que perturba y desafía la razón; leer La Biblia, por muy sagrada que parezca, la Iliada, Guerra y Paz, incluso la carnavalesca Gargantúa y Pantagruel, Los miserables, hasta saltarnos a Las benévolas, por citar ejemplos cumbres, es atravesar un campo sembrado de violencia, dramatismo y dolor que proviene del enfrentamiento de grupos humanos que no tienen nada que envidiar a los animales salvajes. Creo que Retablo intenta dar una respuesta a esta necesidad existencial de su autor.

AC: ¿Lo autobiográfico fue el insumo principal para escribir esta novela?

No tanto, pero sí, como en la ejecución de cualquier obra novelística siempre hay algún aprovechamiento de aspectos autobiográficos. Hay en la novela modelos reales, pero hay más la existencia de seres ficticios, de espacios inventados aunque todo eso esté teñido por lo vivido y lo amado o lo sufrido. Aun cuando puede haber ese insumo lo fundamental es que mi trabajo se orienta a la reflexión y la búsqueda de una explicación de la vida de los personajes; de sus posturas, de su performance frente a lo que le plantea la sociedad peruana.

AC: Un elemento que adquiere mucha importancia en la novela es el empeño de Néstor y Escola, padres de Manuel Jesús, porque sus hijos estudien en la escuela y la universidad, así como la influencia ejercida por el saber letrado en la expansión de la ideología de los alzados en armas, sobre todo en los jóvenes estudiantes hijos de campesinos. También se observa que el grado de apasionamiento por el saber fue en algunos casos proporcional a la intensidad con la cual jóvenes como Grimaldo se plegaron a la lucha armada ¿Acaso las humanidades y las ciencias sociales en vez de humanizar deshumanizaron a quienes buscaban una explicación racional de la realidad y de su propia historia?

Más allá de las fantasías culturales que gobiernan la vida de los hombres, la verdad es una para todos. Ocurre que, en efecto, hay un saber letrado opuesto, de algún modo, al saber letrado hegemónico, que a veces se tiñe de ciertos aspectos acontecimentales, articula un suplemento en la situación y desgarra las fantasías que años de dominio cultural hegemónico nos hicieron (y nos hacen) creer como verdades indubitables. Cuando los jóvenes alto andinos se apropiaron del saber letrado articulado por la cultura de la resistencia, comprendieron que, por ejemplo, las grandes diferencias sociales no son una disposición de Dios sino un producto meramente histórico; de manera que la supuesta búsqueda de humanización del saber letrado hegemónico (Peter Sloterdijk afirma que las ciencias humanas no son sino un recurso para domesticar a los hombres) sólo busca hacer del hombre un tranquilo animal sufriente y resignado; en cambio el saber letrado de la resistencia desestabiliza lo anterior, de manera que los jóvenes andinos, como los personajes de Retablo, al racionalizar la historia de los hombres y su propia historia se convirtieron en sujetos “deshumanizados”.

AC: En Retablo no se encuentra un lenguaje pleno de quechuismos, salvo los que identifican la toponimia o a personajes de la región; tampoco hay una supervaloración de lo indígena andino ni extensas evocaciones de lo mágico-mítico-religioso del pensamiento andino. Observo, más bien, que se expone el mundo andino bastante permeable —y no menos conflictivo— con la modernidad, lo cual me parece un punto de quiebre respecto a otras novelas que abordan la violencia política. ¿Cuál es tu apreciación al respecto?

Creo que Retablo observa el mundo andino atravesado de modernidad; no lo ancla en un instante pre-moderno, atrapado por el fantasma de la nación cercada como sí lo hacen otras novelas según afirma Juan Carlos Ubilluz en su valioso estudio Contra el sueño de los justos. Creo que Retablo toma en cuenta el desenvolvimiento del mundo andino dentro de la dinámica de las relaciones culturales del mundo actual. Quisiera hacer aquí una atingencia: si validamos una obra supuestamente andina por la referencia que trae no podemos perder esta perspectiva; muchas de las novelas supuestamente andinas y que traen el tema de la violencia presentan un referente andino en los niveles culturales, sociales y económicos esencialmente premodernos, donde los cholitos y las cholitas siguen, por decir, vistiendo poncho y pollera cuando observamos que aun en los puntos más lejanos de las zonas andinas el poblador de la actualidad usa vaquero y gorro, además de llevar sus bultos ya no en llikllas y costalillos sino en mochilas. Leo con asombro cómo obras supuestamente andinas lo que crean es la imagen del poblador andino como lo quiere el otro cultural occidentalizado, que casi nada ha cambiado con respecto al “indio que asoma de su rústica mansión”. Pero no sólo eso, sino que hay “críticos” que sobrevaloran dichas obras porque según ellos nos hablan del Ande, de su cultura, de sus mitos y representa su “racionalidad”; sospecho que lo que quieren estos críticos es también vender la imagen del sujeto andino como lo quiere la hegemonía cultural a cambio de su autoafirmación como intelectuales y la aceptación de sí mismos por la cultura hegemónica. En este afán, estos últimos, se han reinventado la importancia de Churata o de Arguedas y lo han convertido en tótems sagrados, en dioses de la “racionalidad” del “runa”.

AC: En el enfoque notablemente realista de tu narrativa debieron influir algunos autores que te formaron como lector. ¿A qué escritores sueles retornar regularmente o consideras que influyeron decisivamente en tu oficio de novelista?

De hecho que hay una implícita o explícita relación intertextual con obras diversas que han sido parte de mi formación literaria. Admiro incluso hasta ahora a Guy de Maupassant, el gran cuentista francés del siglo XIX, a los grandes clásicos Como Cervantes, Proust, Joyce o Kafka; a los latinoamericanos como Rulfo, Guimaraes Rosa, Roa Bastos, Onetti; a los nuestros como Vallejo, Alegría, Arguedas entre otros. Con ellos me inicié en el ejercicio de la lectura y de la escritura literaria y, desde luego, tuvieron que ver en mí como escritor y como sujeto cultural. No puedo dejar de mencionar el papel que jugaron mis padres en mi formación literaria, como agentes que me incorporaron al maravilloso mundo de la tradición oral. Recuerdo que con ellos teníamos asegurado el deleite de asistir a los relatos orales, en nuestra lejana niñez y en las noches mágicas y algo góticas del pueblito ayacuchano de Espite. Cada uno de ellos tenía un repertorio inacabable de relatos orales que me hacía pensar que esa afición y no otra fue la que les unió hasta la tumba.

AC: ¿Cuál fue el mayor desafío que enfrentaste al escribir Retablo?

Instalar una voz marginal, periférica, que de alguna manera articule una perspectiva nueva, diversa o distinta al tomar como referente principalmente los eventos dramáticos de la década del 80. Pero no sólo eso sino darle voz al verdadero sujeto singular; sin embargo, una cosa son los buenos deseos y otra muy distinta es haber logrado lo que se ha querido.

AC: Diferentes científicos sociales han señalado la violencia estructural, resultante de la pobreza, discriminación, aislamiento y abandono históricos a lo que estuvo expuesta la región de Ayacucho, como la causa de que la ideología del PCP-SL tuviera acogida en algunos sectores de la población. Desde la literatura, ¿opinas que Retablo apoyaría esta explicación?

Creo que va por allí, en tanto que diversos críticos apuntan logros en la novela que van más allá de la simple representación de una referencia.

AC: El indigenismo dominó gran parte de las investigaciones en ciencias sociales y humanidades, así como la creación en artes y letras. ¿Tienes alguna lectura particular del indigenismo hoy en el contexto del centenario de Arguedas y del auge de la narrativa de la violencia política?

Mira, a mi no me interesa mucho la paja; seguramente hay mucha razón en lo que dicen de Arguedas pero yo lo que tengo claro es que sus personajes no son sujetos que atraviesan el desafío del acto ético como sí lo hacen, por ejemplo, los personajes de Ciro Alegría. Lo del indigenismo me interesó más bien como propuesta política y cultural en un momento dado de la historia del Perú; pero, andando los años, se ha convertido en una suerte de discurso anacrónico aun en muchos de los escritores andinos actuales. No sólo me importa el dolor de los habitantes de las pequeñas aldeas andinos sino también lo que pasa en la aldea global.

AC: En lo personal, cada vez me convenzo más de que la novela es un género en el cual se demuestran hipótesis acerca de la realidad, pero bajo un registro diferente al académico. En ciertos casos, esta cualidad es más evidente que en otras. Incluso, es posible que el autor no sea consciente de tal hipótesis novelística. Si tuvieras que enunciarlo de alguna manera, ¿Existe tal cosa en tu novela? ¿Cuál sería la “tesis” que sostiene Retablo?

No tengo duda con respecto a que la literatura y el arte, en general, son formas de conocimiento especiales. El discurso literario no sólo es deleite, ejercicio lúdico, trabajo de la forma, elección de contenidos, sino reflexión, sugerencias y propuestas no sólo para comprender la historia sino la subjetividad y la intersubjetividad humana. Escritores como Palma, Vallejo, Arguedas, Alegría, entre los más notables, expresan en sus obras incluso un implícito proyecto de nación peruana.

AC: ¿En tus próximos proyectos de novela seguirás explorando el tema de la violencia política? ¿Podrías adelantarnos algo de tu próximo trabajo?

Tengo dos novelas casi concluidas; estoy por definir el título de cada una de ellas. Aunque el referente ya no es específicamente la década del 80, estas novelas siguen indagando por otros temas afines a las relaciones humanas.

Pueblo Libre, Lima, 7 de febrero de 2012 Sigue leyendo

RETABLO Y LAS COORDENADAS DE LA VIOLENCIA

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Novela escrita bajo un registro testimonial, narrada a manera de una indagación en la memoria personal y colectiva de una comunidad, cuyos individuos constituyen una red fundamental en la historia de Manuel Jesús Medina, protagonista principal. El regreso a Pumaranra lo confronta con su pasado, su historia y su memoria. Este viaje hacia su pueblo inicia un proceso de reactivación de la memoria que implica desentrañar, hallar y revelar una explicación acerca de su tragedia personal y la de sus compoblanos. Todo apunta hacia la violencia armada que asoló la región en los 80, cuyos orígenes, sin embargo, se remontan mucho tiempo atrás. Esta búsqueda en el pasado determinará el momento en que se inició la violencia, las causas y circunstancias en que se produjo, y las secuelas que aún se prolongan hasta el presente. De este modo, la vuelta al pasado se propone como un medio para la reparación del presente, un presente insatisfactorio, incompleto, carente de sentido. La comprensión del porqué, cuándo y cómo sucedieron los hechos de la violencia le permitirán a Manuel Jesús evaluar con mayor perspectiva su propio presente y el accionar de los actores: victimarios, víctimas y cómplices.

Retablo (Lima, 2004) sitúa las coordenadas del origen de la violencia en las confrontaciones entre los «uquis» notables de Pumaranra, terratenientes y autoridades, y los indios «chutos», pobladores desclasados y desposeídos, en particular entre el linaje de los Amorín y el clan de los Medina. También, en la rivalidad histórica entre las comunidades de Lucanamarca y Pumaranra. La perdurabilidad de esta violencia subsistente a lo largo del tiempo fue acumulando una reserva de resentimiento en las víctimas, pues muchos jóvenes de la región, así como Grimaldo, el hermano de Manuel Jesús enrolado en las huestes de los subversivos, hallaron en su propia historia familiar y comunal las justificaciones para revertir esta situación mediante una lucha armada contra el poder que los oprimía: el de los notables de Pumaranra y Lucanamarca, y el de las autoridades políticas que los apoyaban. En ese preciso momento, la violencia social de alcance cotidiano (odios personales, venganzas, asesinatos, agravios y abusos reiterados, y la ambición de los lucanamarquinos por las minas de sal de Pumaranra) desbordó cuando lo ideológico-político apuntaló una respuesta violenta contra una historia de agresiones igualmente violentas. En consecuencia, cuando la cotidianeidad de la violencia social se institucionalizó, es decir, cuando formó parte de las prácticas que regulan las relaciones entre los miembros de una comunidad, donde un grupo social actúa en perjuicio de otro sin posibilidad de cambio para los más vulnerables, debido a que el poder político es cómplice de tal situación, dicha violencia acumulada explicaría el origen y desarrollo de la violencia política.

De este modo, el discurso de la lucha armada contra el Estado, sus instituciones y autoridades surgió como reacción ante el abuso de poder cometido por quienes se coludieron («uquis» de Pumaranra y Lucanamarca) contra una población a la cual no se consideró como ciudadanos sino como siervos. El resentimiento acumulado en las generaciones posteriores se articuló con la ideología revolucionaria del marxismo-leninismo-maoísmo que ofrecía a los desposeídos un camino de liberación y reivindicación. La falsa promesa del progreso y su materialización excluyente acentuó más esta reacción violenta.

La indagación en el origen de la violencia, línea argumental que articula la novela, se sostiene, en buena parte, en la historia de Grimaldo Medina desde su infancia hasta su abatimiento por las fuerzas de orden. En el presente, durante la búsqueda del cuerpo, Manuel Jesús ensaya una explicación para el desenlace fatal de su hermano a partir del legado paterno de rebeldía y de su inquietud intelectual. Grimaldo creció viendo a su padre como un hombre siempre dispuesto a dirigir a la comunidad para resistir los embates de quienes deseaban someterlos. El ejemplo de su padre Néstor fue el de un líder opuesto al poder opresor pero que carecía de la solvencia del saber letrado y la educación superior. Por esta razón, Néstor se empeñó en que sus hijos sepan leer, escribir, estudien en la escuela y sigan una carrera universitaria, pues consideró que de esa manera podrían defender mejor sus derechos, es decir, que serían menos vulnerables que quienes permanecen iletrados. La confianza de Néstor en el saber letrado como herramienta para defender sus derechos tuvo como contraparte la tendencia a la crítica de lo establecido que a Grimaldo lo condujo hacia la lucha armada. Esta violencia tuvo como uno de sus pilares la difusión ideológica a través del discurso letrado en las aulas universitarias. El saber letrado no necesariamente nos inmuniza contra la violencia, eventualmente, puede ser su motivador.

Si bien la memoria permite el reencuentro con el pasado, en el caso de Retablo no se trata solo de una evocación psíquica sino que exige al protagonista reinstalarse en los lugares de la memoria, de manera análoga al trabajo documental del cronista o del historiador para recabar fuentes que corroboren o desmientan una versión predominante de la historia. Manuel Jesús se siente inconforme con la lectura que tiene de su vida hasta ese momento. Esta es la principal motivación que posee para emprender el viaje de regreso en búsqueda de una explicación si bien no más satisfactoria que la actual, al menos diferente y sobre todo esclarecedora. Esta necesidad de reinterpretar su historia personal mediante la reconstrucción del pasado hace necesario reinstalarse en el lugar donde aconteció la violencia y buscar a los sujetos de la memoria, quienes también poseen distintas versiones de la historia colectiva y de la historia del protagonista. El contraste entre estos relatos y la versión inicial que trae Manuel Jesús contribuirá a la elaboración de un relato integral que dará cuenta de aspectos complementarios ausentes en los relatos previos. La permanencia de relatos fragmentados y dispersos impide que los individuos y la colectividad comprendan las secuelas de la violencia en el otro. En cambio, la elaboración de un gran relato sobre la violencia a partir de los relatos aislados que se van recogiendo en el lugar de los hechos demuestra la existencia de una compleja red donde se articula lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo. Al evocar la memoria colectiva, también se es portavoz de los otros, se sienta un precedente para que los demás inicien su proceso de recuperación de la memoria personal y lo contrasten entre sí. En este sentido, el emprendimiento de Manuel Jesús constituye un acto ejemplar para todos los sujetos de la memoria.

Esta novela representa un esfuerzo por la recuperación de la memoria personal a partir de hechos cotidianos de diversa índole. Durante el proceso de reconstrucción de su memoria, Manuel Jesús hallará las claves para explicarse el presente. Por eso regresa a su pueblo natal, para ubicar el momento en que se echó a perder su vida. Manuel Jesús descubre que la clave de su tragedia personal está en la violenta historia de Pumaranra, en la historia de agresiones contra su familia y su padre, y en el desenlace fatal de su hermano Grimaldo, quien lideró una columna de subversivos. La reconstrucción, en un solo relato de la memoria, de estas historias dispersas es posible gracias a que su evocación les da continuidad y sentido integral. Ello se evidencia en el tono usado por el personaje principal y los narradores complementarios en algunos capítulos: no hay un ánimo de sentenciar, sino un esfuerzo por comprender.

Solo de esta manera, y luego de un balance del pasado, podría situar ese momento crítico y trabajar en su reparación después de comprender las circunstancias que lo produjeron. La reparación se realiza en el presente pero hurgando con transparencia en el pasado. Entiéndase el término «reparación» como un giro de sentido, una reinterpretación de los acontecimientos, una relectura de la historia o una sustitución de significados, todo ello producto del enjuiciamiento de los relatos que sobre la violencia ha logrado conocer y que han modificado su relato personal.

Es también la recuperación de la memoria colectiva de otros sujetos de la comunidad, a través de los recuerdos del protagonista principal. Así, un solo hombre encierra la historia de muchos hombres, lo cual destaca nuevamente los vínculos entre lo individual y lo colectivo. Retablo nos demuestra que «no solo se vive una vez» porque la memoria actualiza infinitamente el pasado, como refugio y evasión, pero también como un medio para iniciar un proceso de reparación del presente.
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