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ECHEVERRÍA, EL CAUTIVO

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Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) ha publicado las novelas La pérdida de Laura (1993), El informe (1997), Los cautivos. El exilio de Echeverría (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Ciencias morales (Premio Herralde 2007), Cuentas pendientes (2010), Bahía Blanca (2012); dos libros de cuentos: Muero contento (1994) y Una pena extraordinaria (1998); y los ensayos Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo y política (1998), en colaboración con Paola Cortés Rocca, y Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004). Además es docente de Teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires.

Inscrita dentro de la tradición de la novela histórica argentina, Los cautivos (2000) relata en clave ficcional el exilio del poeta y narrador Esteban Echeverría desde su refugio en la finca «Los Talas» en la pampa bonaerense, hasta su exilio en Montevideo. Lo peculiar es que, diferencia de lo que suele ser norma en las novelas históricas, el protagonista principal está ausente durante toda la narración. No se trata de una novela en la cual Echeverría acapare todas las acciones o una en la cual se pretenda magnificar o desmitificar su figura. El protagonismo de este personaje está en directa relación con lo que su ausencia sugiere, con las huellas que dejó su presencia por donde anduvo. Kohan recurre a la historia pero se toma la licencia de contar a su modo los últimos años de Echeverría desde una intimidad que no consiste en ventilar una vida secreta, oscura o paralela a la imagen histórica del poeta romántico argentino, sino que exhibe mucho más la idealización depositada sobre él. Echeverría no habla, los otros hablan por él.

Ello podría decepcionar al lector de novelas históricas acostumbrado a encontrar en el personaje principal al agente de los grandes acontecimientos o a especular sobre posibles destapes de su vida personal. En ningún sentido, aunque el subtítulo lo sugiera, se trata mucho menos de una novela biográfica. Sin embargo, Los cautivos representa una torsión a la novela sobre el rosismo, por lo mencionado anteriormente y porque propone una lectura contemporánea de la dicotomía entre civilización y barbarie. Así, la mirada del narrador es fundamental para comprender cómo fue descrito el «otro» por los ilustrados romántico-político-liberales argentinos, esa élite intelectual que se vio a sí misma como la que salvaría a la nación de la barbarie atribuida a los federales, la naturaleza y a los indios. Si El Matadero (escrita entre 1838 y 1840, pero publicada en 1871) de Echeverría, como relato fundacional sobre la idea de nación en la Argentina, expuso desde la perspectiva de los ilustrados el horror de la barbarie rosista encarnada en las masas, y Amalia (1851) de José Mármol colocó en primer plano a la juventud unitaria como última esperanza contra la misma amenaza, Los cautivos reescribe la oposición civilización y barbarie mediante la representación de esos otros bárbaros como sujetos conscientes de su marginalidad; animalizados, embrutecidos, instintivos, salvajes, pero no totalmente ingenuos sobre su condición.

Indicio de esto son los títulos y subtítulos de las secciones que conforman la novela. La primera parte, Tierra adentro, comprende el tiempo que Echeverría permaneció oculto en «Los Talas». El bestiario pampeano sirve para nombrar cada una de las secciones de esta primera parte: chajá, moscas, ranas, caranchos, lombriz, perro, ciempiés. El indio también integra este bestiario. En contraste, la segunda parte, El destierro, está organizada cronológicamente a manera de un diario, pero narrado desde la exterioridad del mismo narrador de la primera.

En el lenguaje, el cuerpo y el sexo la barbarie deja su marca distintiva. En la voz del narrador, los gauchos son sujetos rudimentarios en sus costumbres, de hábitos repetitivos, inconscientes del paso del tiempo, con habilidades que él no envidia sino que minimiza o concede muy poco. No es la tortura, como en El Matadero, la escena primordial del relato, sino que aquella se desplaza al sometimiento sexual del cuerpo femenino. El narrador replica la mirada de Echeverría tal como el personaje lo estaría haciendo durante su exilio interior en la finca, donde los paisanos, gauchos y peones una vez enterados de quien es el individuo que está dentro de la casa del patrón creen estar siendo escritos por ese misterioso hombre.

El título hace alusión al poema «La cautiva» de Echeverría, pero invirtiendo la naturaleza de los sujetos cautivos. Mientras en el poema fue un indio malón quien secuestró a una joven mujer blanca y luego a su marido, en la novela de Kohan los cautivos son los gauchos y las huestes federales que merodean la provincia en busca de los traidores unitarios para ejecutarlos. Están presos de su propia barbarie, en la cual una mentalidad ilustrada carece de lugar, por lo cual no queda más que el exilio. De otro lado, los personajes de ambos textos se relacionan simétricamente. En «La cautiva» de Echeverría, María y su esposo Brian mueren en la pampa agreste. Ella posee una personalidad aguerrida, ofrece resistencia y lucha hasta el final para lograr su libertad. Brian es fatalista, resignado ante su destino. Los cautivos presenta a una joven como Luciana Maure dispuesta a dejarlo todo para seguir a Echeverría esperanzada en la promesa del reencuentro, y a un Echeverría más bien distante, agotado y frívolo. Ambos fallecen en Uruguay, lejos de la pampa.

Las referencias intertextuales alcanzan a otra destacada novela sobre el rosismo como Amalia. En un pasaje, se hace intervenir a Daniel Bello, el joven héroe unitario de esa novela. Bello ayuda a Luciana a cruzar el Río de La Plata hacia Uruguay, donde tiene lugar el encuentro con la prostituta Estela Bianco la ciudad de Colonia del Sacramento. Aceptó llevarla cuando supo que el hombre a quien buscaba Luciana era Esteban Echeverría. Ambas, Luciana y Estela, compartieron al mismo hombre, pero mientras la primera desea reencontrarse con él, la segunda lo ve partir impasible, pues comprende que ningún hombre, mucho menos alguien de la talla de Echeverría, podría abandonarlo todo por ella. Sin embargo, Luciana encuentra en Estela los resabios dejados por el paso de Echeverría sobre su cuerpo, al igual que Estela en la joven que acaba de llegar a su vivienda. El intento de hallar en el cuerpo de la otra al amante ausente desencadena una escena que contrasta totalmente con la brutalidad sexual a la que las mujeres son sometidas en tierra adentro en la pampa. Solo alguien que compartió el lecho con Echeverría, ingenua o experta como Luciana o Estela respectivamente, podría explorar sus cuerpos tal como si fuera el propio amante.

Los cautivos no nos propone un relato que pretenda enmendarle la plana a la historia o contribuya a engrosar el chismerío histórico, sino que problematiza los lugares comunes y los supuestos consensos en torno a las perspectivas sobre una de las dicotomías fundacionales de la literatura y la idea de nación en la Argentina como fue la civilización/barbarie. Una novela que nos confirma que la Historia es otra forma de hacer Literatura. Sigue leyendo

EL ARTE DE VIGILAR Y CASTIGAR

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María Teresa es preceptora en el emblemático Colegio Nacional de Buenos Aires, antiguo Colegio de Ciencias Morales, fundado por Bartolomé Mitre, en cuyas aulas se formaron algunas de las personalidades más ilustres de la nación argentina como Manuel Belgrano, creador de la bandera nacional, o el escritor tucumano Juan Alberto Alberdi. Los preceptores tienen el deber de supervisar la conducta de los alumnos, hasta en el más mínimo detalle, dentro y fuera del colegio. María Teresa se esfuerza por hacer bien su trabajo; por ello sigue a pie puntillas el reglamento y está atenta a cualquier transgresión, inclusive sus pesquisas la llevan a indagar en los lugares más insospechados del colegio con la finalidad de atrapar «in fraganti» a quien o quienes se reúnen a fumar en los baños de varones. Confía en que si atrapa al infractor, obtendrá el reconocimiento de sus superiores, en especial del jefe de preceptores Carlos Biasutto. Sin embargo, esta obsesiva persecución la embarca en una experiencia que la hará transgredir sus propias limitaciones morales en un contexto en que la dictadura militar, empeñada en perpetuarse en el poder, apela al nacionalismo para justificar su permanencia.

Martín Kohan obtuvo el Premio Herralde de Novela 2007 con Ciencias morales, una novela cuya temática la sitúa en el cruce de la novela de dictadura y la novela sobre la guerra de Malvinas. Si bien ambos temas no son explorados en profundidad, ofrecen el contexto que permite comprender el modelo de nación que la Junta Militar tenía pensado para la Argentina y el paulatino resquebrajamiento de tal modelo a partir de quienes debían asegurarse de su correcto funcionamiento. Así, el Colegio Nacional de Buenos Aires es una muestra representativa de la nación argentina. Los alumnos y alumnas son sometidos a una férrea disciplina académica, corporal y moral, amparada en el prestigio de las mentes más renombradas que egresaron de sus claustros. Llama la atención que los personajes más sobresalientes de la novela no sean precisamente los profesores, sino las autoridades políticas, por así decirlo, aquellas directamente vinculadas al ejercicio del poder: los preceptores, el jefe de preceptores, el Prefecto y el vicerrector que ha asumido la rectoría del colegio.

Que las autoridades políticas tengan mayor protagonismo que los profesores no es un hecho casual. Es posible que Kohan haya previsto ello para contrastar el discurso disciplinario imperante con el repliegue de cualquier saber transgresor. A diferencia de las autoridades, quienes en sus diferentes niveles son activos porque controlan a otros e incluso en la jerarquía más baja poseen autoridad, iniciativa y cierta autonomía, como los preceptores frente a los alumnos, los profesores son personajes anodinos, parcos, sumisos, en el mejor de los casos, cumplidores, responsables (algunos prefieren asistir a clase a pesar de estar enfermos o a mitad de un duelo familiar), pero no brillan por las inquietudes que podrían sembrar sus saberes. Lo mismo ocurre con los estudiantes. A través del narrador son presentados más como una amenaza en tanto hagan lo que quieran con sus cuerpos, más que por lo que sus ideas pudieran sugerir. En ningún momento se narran sanciones a estudiantes cuyas ideas se salieran de lo aceptable por la institución, tomando en cuenta el momento político que vivía la nación: dictadura militar y guerra de Malvinas. Sí se alude a cierto pasado reciente en el que hubo que tomar drásticas medidas para erradicar la subversión del colegio, tal como hicieron los militares en el resto de la nación.

Kohan insiste en colocar como protagonista principal a personajes atribulados por sus temores. María Teresa antecede a Lito Giménez, de Cuentas pendientes y Mario Novoa, de Bahía Blanca, en lo concerniente al tipo de vida que les tocó vivir. Nada grandioso ni espectacular, nada sobresaliente. Ninguna expectativa de mejora es aprovechada para cambiar su situación y cuando alguna se presenta, fracasan en el intento. En el caso de María Teresa, el narrador la perfila como un personaje al límite de la disciplina, que lucha por mantenerse dentro del encuadre asignado a su función. Lucha en medio de la tensión entre la resistencia y la entrega a lo prohibido, entre el ejercicio de la autoridad y la sumisión silenciosa ante sus superiores a quienes no se atreve a cuestionar en absoluto ni siquiera en el terreno de su moral personal.

Su sobreexposición a la transgresión ha producido en ella un olfato especial a tal punto que se siente atraída por el placer que le provoca detectarla y sancionarla. No obstante, poco a poco, el placer se incrementará solo con la vigilancia, porque así puede contemplar lo prohibido desde un lugar privilegiado de autoridad y ejercer eventual dominio sobre el transgresor. La sanción conduciría al repliegue de lo prohibido, lo cual no desea; por el contrario, desea que se manifieste. La oportunidad de pillar al alumno que fuma en los baños nunca se presentó, en cambio lo que María Teresa encontró allí fue el revés de todo lo que tenía previsto. Se vio posicionada en el lugar del infractor, indefensa, humillada y aparentemente reconocida por su labor, pero a un costo que sí está dispuesta a pagar porque además, lo disfruta.

En algún momento me gustaría preguntarle a Kohan qué tan influyente ha sido Foucault en la elaboración de Ciencias morales, pues pienso que Vigilar y castigar tiene mucha relación con la manera en que se ejerce la biopolítica a nivel del microgrupo, la disciplinariedad sobre los cuerpos, el control sobre las actividades de los sujetos dentro de las instalaciones, las jerarquías de las autoridades políticas, la obsesión por hallar transgresores y castigarlos ejemplarmente, la observación disimulada pero atenta de los preceptores (ese «mirar sin ver» que recuerda al panóptico).

El erotismo es una de las tantas transgresiones que en el colegio se busca disciplinar. Desde el inicio, el narrador muestra a María Teresa concentrada en identificar la menor inconducta siendo que en un colegio mixto se amplían las posibilidades a diferencia de lo que sucede en un colegio solo de varones o de mujeres: «Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional fue solamente de varones (…) Entonces con toda seguridad las actividades transcurrían de manera más sosegada», eso es lo que piensa María Teresa. Las situaciones que el narrador describe con mayor detalle son aquellas relacionadas con el contacto de los cuerpos. La novata preceptora observa e interpreta, pero le falta la evidencia. Hombres y mujeres tienen contactos ocasionales, rutinarios, sin embargo, la línea divisoria entre lo permitido y lo prohibido no siempre es muy nítida. Más cuando la mirada de un alumno la intimida. Su sola presencia la perturba y le hace pensar que intencionalmente ese muchacho busca la oportunidad para mortificarla. Pero no tiene la evidencia.

María Teresa es más eficiente en disciplinar las inconductas de los alumnos que en disciplinar su cuerpo y sus pensamientos. Me atrevería a afirmar que el verdadero protagonista de esta novela es el cuerpo. Ciencias morales nos propone un discurso sobre el cuerpo, sobre los mecanismos que institucionalmente lo disciplinan. De esta manera, queda claro por qué el erotismo es perseguido, pues su materia significante es el cuerpo. Paralelamente, los sujetos se las ingenian para sabotear la disciplina que constriñe sus cuerpos. Los censores, en el fondo, envidian lo que prohíben, quisieran experimentar esa otredad que se afanan por controlar. No les está permitido poseerla sino solo sancionarla, pero la exposición continua produce un relajamiento de la disciplina a favor del placer. Esa es la razón por la cual lo prohibido sabotea la disciplina de los preceptores. María Teresa y su jefe inmediato, Carlos Biasutto, hallan la manera en que sus cuerpos puedan dar cabida a lo que cotidianamente censurarían en sus alumnos, y lo encuentran no fuera sino dentro del colegio, en un espacio como los baños, reservado a la intimidad corporal más solitaria. Los preceptores terminan siendo los mayores transgresores de su propio discurso sobre el cuerpo.

Si el erotismo es un discurso subversivo de enorme poder, lo es entre otras razones porque los sujetos quieren hacer con él lo que les plazca. Constantemente, el narrador contrasta el cuerpo masculino con el femenino; su omnisciencia nos expone las emociones de María Teresa cuando observa el contacto entre varones y mujeres o cuando imagina el sexo masculino de los estudiantes que orinan en los mingitorios mientras ella vigila al interior de un cubículo del baño a la espera de atrapar al supuesto fumador. El baño es el único reducto del colegio en el cual los alumnos y alumnas pueden manipular su cuerpo a su antojo, por lo cual se explica que María Teresa y Biasutto, aunque muy torpemente, hayan elegido tal lugar para emular esa autonomía corporal.

En Ciencias morales, la represión no se dirige a los saberes, sino a los cuerpos y a sus experiencias. Son los cuerpos engenerados, es decir, identificados con un género que asume una correspondencia con el sexo biológico, los que literalmente partieron el colegio en dos, ya que cuando era solo de varones la supervisión era más sencilla. Ahora que hay mujeres, los esfuerzos deben multiplicarse. Paradójicamente, el narrador comenta que la inspección del cuerpo femenino en lo referente a la vestimenta y la presentación personal no es tan compleja como en el caso de los varones, cuya exploración exige una mayor indagación en los cuerpos: cabello, calcetines, posturas, gestos, miradas, todo ello ha de ser disciplinado.

El enfoque del narrador es sobresaliente. Se trata de una voz incisiva, prolija, aséptica y minuciosa en sus descripciones; en especial las más sórdidas y repulsivas o las más erotizadas son atenuadas por los eufemismos de un lenguaje bastante pacato por momentos, pero no por ello inexpresivo. Penetrante y agudo en sus reflexiones, enjuicia el accionar de María Teresa y otros personajes, y transmite acertadamente las sensaciones que ella experimenta en circunstancias de intensa perturbación.
El único reparo que tengo son los finales suspendidos o la falta de un cierre que satisfaga el clímax acumulado durante el desarrollo de la historia, a lo que nos tiene acostumbrados Kohan en sus tres últimas novelas. Me parece que le resta intensidad a la novela de manera muy abrupta. Si bien plantea giros inesperados, desvanecen la trama principal lo cual da la impresión que la novela terminó mucho antes del final de la lectura.

Definitivamente, Martín Kohan es un escritor argentino al cual no debemos perder de vista, por la penetración psicológica y los dramas existenciales de sus personajes, así como por su prosa sencilla, firme y cautivante. Sigue leyendo

LAS CUENTAS DE MARTÍN

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Con Ciencias morales, Premio Herralde de Novela 2007, Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) confirmó una sólida trayectoria como novelista iniciada con La pérdida de Laura (1993), pasando por Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005) Museo de la revolución (2006), Cuentas pendientes (2010) y que se prolonga hasta la muy reciente Bahía Blanca (2012), conjunto de obras que convierten a Kohan en un escritor imprescindible de la literatura argentina actual.

Cuentas pendientes es una historia sobre la desolación individual, sobre la vida penosa y apagada de Lito Giménez, un anciano que vive sin pena ni gloria una vejez decadente en un departamento alquilado. Su mujer, de quien se ha separado años atrás, pero con la cual aún por momentos interpreta el rol matrimonial, vive en un departamento vecino y depende de la exigua pensión que Giménez le proporciona; quien, además, está apremiado por las deudas en especial por el alquiler atrasado de un par de meses. Giménez es un apocado, un tipo a quien la gloria le ha sido esquiva y que tampoco se ha esforzado por perseguirla denodadamente. “Ya no espera más de la vida, se conforma con que no lo jodan”.

Lo primero que como lector se advierte en la novela, y una de sus cualidades más logradas, es la atmósfera del relato: un viejo apartamento en un edificio ruinoso, “y si no fuera por el patiecito, no recibiría nada de luz”, sugieren un escenario sombrío, austero, casi menesteroso, semejante a la vivienda del coronel y su esposa en la célebre novela corta de Gabriel García Márquez, sensaciones reforzadas por la caracterización de los personajes, pues todos se hallan muy lejos de vivir una existencia satisfactoria o brillante, sino que más bien es opaca, apagada y deslucida.

La descripción de la rutina de Giménez y los personajes que lo rodean destacan la monotonía de unas vidas resignadas al curso que les tocó vivir. Lito subsiste consultando oportunidades de negocio en los avisos clasificados que interesan a un amigo suyo quien lo compensa con unos pocos billetes al mes; Elvira, “su señora”, se la pasa atendiendo a su madre, quien está postrada en cama, enferma, casi paralizada; su hija Inés atraviesa una seria crisis matrimonial que se suma a los pesares cotidianos de Giménez y su mujer; y el dueño, quien aparentemente lleva una vida resuelta y sin contratiempos, poco a poco revela sus propias fisuras existenciales.

El enfoque narrativo de los primeros capítulos hasta casi la mitad pareciera ser de un narrador testigo que conoce los hábitos de Giménez al detalle, pero a partir de la intervención directa del dueño, un profesor universitario de lengua que ha publicado algunas novelas, nos percatamos de que este era el narrador que nos introdujo a la historia y que no tuvo piedad al juzgar al protagonista; su ensañamiento desmesurado y las oportunas dosis de humor que vierte sobre ese entorno sórdido contrastan con su propio drama revelado hacia el final.

Lo mejor de la mitad de la novela hacia adelante son los diálogos entre Giménez y el dueño, donde la novela gana en profundidad y matiza la visión decadente del personaje principal, construida por el narrador desde el inicio, con la picardía como estrategia para evadir los emplazamientos del dueño que exige el pago de la renta atrasada. Estos son sin duda los mejores momentos de Giménez, porque el humor lo salva de asumir una responsabilidad que lo aqueja.

Cuentas pendientes nos sumerge en una sordidez amena, cómplice con la cotidianidad de una vida que no espera nada más que una oportunidad para cobrarse una revancha que, posiblemente, nunca llegue.
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