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BLANCA, PERVERSA E IMPASIBLE

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Bahía Blanca
Martín Kohan
Buenos Aires, Anagrama, 2012

Para Antonella Gómez

Los dos novelistas argentinos que en estos instantes han capturado mi atención son Alan Pauls y Martín Kohan. Al primero, llegué gracias a la recomendación de mi buen amigo Wilbert Frisancho, inagotable y acucioso lector de Pauls; al segundo, por esos azares que nos depara la lectura de un libro que no escogemos, sino que nos escoge. En la edición del mes pasado, comenté Cuentas pendientes (2010), de Kohan. Ahora, prosigo con el mismo autor, pues no puedo dejar de compartir la muy grata impresión que me deja su última novela, Bahía Blanca (2012).

Entre las ciudades que me interesaba conocer durante mi permanencia en la Argentina, Bahía Blanca revestía un particular interés. Poco antes de llegar a Córdoba, una amiga de Lima me aconsejó visitarla, pues en algunas temporadas se suele avistar ballenas mar adentro. Lo más curioso es que una de mis primeras amistades al llegar fue una joven bahiense estudiante de radiología. El hecho definitivo que me condujo a Kohan primero y a sus novelas después fue la invitación que la Facultad de Lenguas le hizo para un congreso sobre los lenguajes de la memoria, cuyo equipo de investigación integro. La lista de invitados estaba divida entre escritores y críticos; falsa dicotomía, de alguna manera, porque Kohan es tanto novelista como profesor de teoría literaria. Me interesé de inmediato por saber quiénes eran los escritores invitados para planificar una posible entrevista y tener el tiempo necesario para leer sus obras. Las notas que difundían los principales suplementos culturales señalaban a Kohan como uno de los escritores argentinos imprescindibles de hoy, lo cual terminó por redondear un encuentro inevitable con sus novelas.

Bahía Blanca está narrada a manera de un diario en el que Mario Novoa, profesor universitario, viaja a Bahía Blanca para recopilar datos sobre el escritor Ezequiel Martínez Estrada, motivo de su investigación. El inesperado encuentro con Ernesto Sidi, un amigo del cual se alejó por mutuas desavenencias, reedita viejas rivalidades que desembocan en una tensa atmósfera. La forma en que Ernesto trajo a colación a Patricia -ex esposa de Mario, cuyo marido fuera asesinado meses atrás y a quien introduce en la charla como «el marido de tu mujer»- convence a Mario de que nada entre ellos ha cambiado sustancialmente. El secreto que este confiesa a Ernesto poco antes de despedirse abre una nueva historia que hasta ese momento no se advertía, ya que todas las digresiones de Novoa giran en torno a la ciudad, la gente, y a sus propias manías y prejuicios. Esta confesión supone un giro radical a la historia que se seguía hasta ese momento. Este primer paso fugaz por la ciudad portuaria más importante de Argentina adquiere sentido a aun más cuando luego de un reencuentro con su ex esposa, nada casual sino muy planificado, Mario la conduce en auto hasta allí desde Buenos Aires. Después de las rotundas negativas de Patricia a retomar una relación de pareja con él, a Mario no le queda más que contemplar su partida nada afectada, sin pena ni gloria.

Kohan apuesta por la descripción psicológica de sus personajes a través de los diálogos y de las extensas reflexiones introspectivas del protagonista. Las referencias a Raskólnikov de Crimen y Castigo son más que un guiño intertextual: refuerzan la filiación existente entre Mario Novoa y el emblemático personaje de Dostoievski en lo que concierne a una existencia atribulada por la combinación de obsesiones, desesperación, indolencia y rechazo. Asimismo, en la introspección, la paranoia, la obsesión, el instinto criminal y el gusto por el arte de Mario, asoma la figura de Juan Pablo Castel de El túnel como una presencia constante, pese a que no es mencionado explícitamente. De otra parte, Patricia no reúne el perfil abnegado de Sonia, pero se aproxima más María Iribarne como objeto de deseo que no puede ser poseído, o reposeído en el caso de Mario Novoa.

Entre el dueño del vetusto departamento alquilado a Giménez, de Cuentas pendientes, y el personaje principal de la última novela de Kohan, se mantiene cierta continuidad. Nuevamente, coloca como protagonista a un profesor universitario de letras. En cierto sentido, en la segunda mitad de Cuentas pendientes -focalizada en el profesor de castellano que publica novelas, su esposa Luciana y el deterioro de su relación- se advierte el pasado de Mario y Patricia, y la tendencia a la introspección analítica. La acertada elección del formato de diario facilita una mayor penetración en la intimidad de Mario Novoa.

Bahía Blanca es el lugar donde la esperanza y la desesperanza, el miedo y el arrojo, la memoria y el olvido, el resentimiento y el perdón luchan por imponerse, lucha que atormenta al protagonista y lo obliga a una resolución definitiva pero brutal que no lo aqueja, sino, muestra su lado más impasible y a la vez, perverso. Sigue leyendo

LAS CUENTAS DE MARTÍN

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Con Ciencias morales, Premio Herralde de Novela 2007, Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) confirmó una sólida trayectoria como novelista iniciada con La pérdida de Laura (1993), pasando por Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005) Museo de la revolución (2006), Cuentas pendientes (2010) y que se prolonga hasta la muy reciente Bahía Blanca (2012), conjunto de obras que convierten a Kohan en un escritor imprescindible de la literatura argentina actual.

Cuentas pendientes es una historia sobre la desolación individual, sobre la vida penosa y apagada de Lito Giménez, un anciano que vive sin pena ni gloria una vejez decadente en un departamento alquilado. Su mujer, de quien se ha separado años atrás, pero con la cual aún por momentos interpreta el rol matrimonial, vive en un departamento vecino y depende de la exigua pensión que Giménez le proporciona; quien, además, está apremiado por las deudas en especial por el alquiler atrasado de un par de meses. Giménez es un apocado, un tipo a quien la gloria le ha sido esquiva y que tampoco se ha esforzado por perseguirla denodadamente. “Ya no espera más de la vida, se conforma con que no lo jodan”.

Lo primero que como lector se advierte en la novela, y una de sus cualidades más logradas, es la atmósfera del relato: un viejo apartamento en un edificio ruinoso, “y si no fuera por el patiecito, no recibiría nada de luz”, sugieren un escenario sombrío, austero, casi menesteroso, semejante a la vivienda del coronel y su esposa en la célebre novela corta de Gabriel García Márquez, sensaciones reforzadas por la caracterización de los personajes, pues todos se hallan muy lejos de vivir una existencia satisfactoria o brillante, sino que más bien es opaca, apagada y deslucida.

La descripción de la rutina de Giménez y los personajes que lo rodean destacan la monotonía de unas vidas resignadas al curso que les tocó vivir. Lito subsiste consultando oportunidades de negocio en los avisos clasificados que interesan a un amigo suyo quien lo compensa con unos pocos billetes al mes; Elvira, “su señora”, se la pasa atendiendo a su madre, quien está postrada en cama, enferma, casi paralizada; su hija Inés atraviesa una seria crisis matrimonial que se suma a los pesares cotidianos de Giménez y su mujer; y el dueño, quien aparentemente lleva una vida resuelta y sin contratiempos, poco a poco revela sus propias fisuras existenciales.

El enfoque narrativo de los primeros capítulos hasta casi la mitad pareciera ser de un narrador testigo que conoce los hábitos de Giménez al detalle, pero a partir de la intervención directa del dueño, un profesor universitario de lengua que ha publicado algunas novelas, nos percatamos de que este era el narrador que nos introdujo a la historia y que no tuvo piedad al juzgar al protagonista; su ensañamiento desmesurado y las oportunas dosis de humor que vierte sobre ese entorno sórdido contrastan con su propio drama revelado hacia el final.

Lo mejor de la mitad de la novela hacia adelante son los diálogos entre Giménez y el dueño, donde la novela gana en profundidad y matiza la visión decadente del personaje principal, construida por el narrador desde el inicio, con la picardía como estrategia para evadir los emplazamientos del dueño que exige el pago de la renta atrasada. Estos son sin duda los mejores momentos de Giménez, porque el humor lo salva de asumir una responsabilidad que lo aqueja.

Cuentas pendientes nos sumerge en una sordidez amena, cómplice con la cotidianidad de una vida que no espera nada más que una oportunidad para cobrarse una revancha que, posiblemente, nunca llegue.
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