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LA IDEA DE BELLAS ARTES: UN RECORRIDO

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Etimológicamente hablando, y en oposición al sentido común actual, cultura deriva de naturaleza. Francis Bacon se refirió al «cultivo del espíritu» empleando un uso figurado de la idea de  cultura, basado en el cultivo agrícola. La raíz latina de cultura es colere, que significa cultivar, habitar —el cual se extiende a colonus— y venerar (cultus) reconocible en «culto religioso». Al posterior uso figurado de cultivo del saber, le sucedió el sentido del gusto refinado, la educación y los valores morales deseables por una comunidad que se sabe distinta a otras, hasta la concepción romántica que la definía como el «alma de la nación» (Volkgeist).

La genealogía del concepto «bellas artes» no es menos contrastante. Su génesis eurocéntrica habla de su posicionamiento geocultural, del prestigio y de la rentabilidad discursiva que supone la invocación de las bellas artes para dirimir un debate en torno a la crisis o el desarrollo de la cultura. Las artes liberales del mundo clásico  —gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música— eran las artes cultivadas por los hombres libres, a diferencia de las artes serviles y mecánicas realizadas por siervos. En la Edad Media se abandonó un tanto la enseñanza de las ars liberalis otorgando mayor importancia a la exégesis de los textos bíblicos, pero se identificó otro grupo, las «malas artes», vinculadas a la hechicería. Los modernos profundizaron la diferencia entre artes liberales y serviles reforzando la idea de la superioridad de aquellas ante estas. Entiéndase que la superioridad de fondo no residía solo en el arte en cuestión (por ejemplo, literatura vs. alfarería), sino en el sujeto que las practicaba. Así, no debe extrañar que la movilidad social en la Europa renacentista estuviera caracterizada por migración de sujetos provenientes de los oficios hacia las artes liberales mucho antes de que el ascenso social estuviera vinculado estrictamente a la acumulación de capital, justamente, proveniente de la riqueza generada por las artes mecánicas. Y es que durante mucho tiempo la simpatía por la cultura del Volk (elevada, estable, ancestral, pura, no comerciable) estuvo acompañada de un singular desprecio por las expresiones del Bürguer (baja, cosmopolita, híbrida, comercial, transgresora).

Durante la modernidad se afianzó la institucionalización de las artes. Los institutos de bellas artes reemplazaron a la academia de artes clásica. A partir de ese momento, el Instituto de Bellas Artes, además de impartir conocimientos, ejercerá vigilancia sobre la apreciación artística y  formará subjetividades artísticas convenientes a la idea hegemónica, la de las bellas artes en oposición radical al arte popular. De este modo, «las artes más honorables» a finales de siglo XIX serán las bellas artes. Por supuesto, honorable es una valoración sobre el arte que se hizo extensible al individuo que la ejerce, pues el trato que la cultura popular y sus agentes recibieron de parte de los guardianes de la alta cultura no cambiaría sustancialmente en los últimos dos siglos.

En el siglo XIX el término «bellas artes» adquirió forma definida. Si bien el museo como establecimiento existe desde la antigüedad, fue después de la Revolución Francesa que se consolidó la musealización del arte tal como se conoce hoy. Qué era digno de ser conservado y exhibido, cómo debía ser el lugar que lo albergara, quiénes tendrían acceso y quiénes no son preguntas que nos remiten a una idea del arte cuyo correlato fue una estructura social jerárquica. Los museos, administrados por los florecientes estados europeos a resultas de su expansión colonial, ofrecieron la oportunidad de contrastar históricamente su propia idea de progreso y de ubicarse geoculturalmente frente a sus pares occidentales y, en especial, por encima de otras «culturas» según la concepción alemana, o de otras «civilizaciones», según la francesa.  

El museo de bellas artes transformó a la obra de arte en una pieza con valor histórico-político —botines de guerra fueron y siguen siendo exhibidos en algunos museos—; le imprimió un sentido de culto, en tanto veneración, a las obras exhibidas —el significado de  «templos de las musas» guarda relación con el diseño arquitectónico que caracteriza a los museos más emblemáticos de las principales ciudades europeas—; y tradujo las expectativas sociales de las clases dominantes—colecciones donadas por mandatarios, dictadores o aristócratas aficionados al arte, incorporación del erudito a la administración pública y revalorización de la ciudad dentro del panorama artístico mundial.

La administración del saber artístico tuvo la función de relatar una nación homogénea. En tal sentido, el museo, en general, y el museo de bellas artes, en particular, está directamente vinculado a la consolidación de los Estados-nación, ya que los museos poseerían, acumularían y exhibirían aquello que mereciera conservarse como sello distintivo de la nación, en realidad, de la elite que se arrogara tal condición. Lo mismo ocurrió con las bellas letras. La influencia que ejerció la novela en la conformación de un imaginario nacional se aprecia en las obras fundacionales de las literaturas nacionales en América Latina escritas en la lengua dominante e incluidas no antojadizamente en currículas escolares.

Esta sucinta travesía da cuenta de cómo el concepto de bellas artes no fue inmotivado, desinteresado, apolítico o desideologizado, sino resultado de apropiaciones y expropiaciones, inserciones, exclusiones y correlato de la desigualdad social.  Lo falso es que solo sea el arte el superior o el inferior, pues pasa desapercibido que allí el mecanismo de exclusión consistió en justificar una superioridad o inferioridad de los sujetos del arte: el principio no fue tanto el talento artístico como el acceso o restricción para cultivar ese talento, es decir, el móvil fue social, económico y notablemente político.  Los mismos que lamentan que un palacio de bellas artes sea escenario de ferias gastronómicas, espectáculos de masas, etc. podrían ser los mismos que estiman que una lengua es superior a otra, implícitamente porque desean justificar que hay hombres, culturas, sociedades superiores a otras en función de sus prácticas culturales, o sea, por la idea de arte que manifiestan.

«Palacio de Bellas Artes» sugiere un entramado de jerarquías sociales que se quieren fijas, no dinámicas. Los palacios eran la vivienda de la realeza, emblema arquitectónico del poder político. De ningún modo, el palacio fue un espacio de encuentro entre el pueblo y la nobleza o entre la sociedad y el Estado, más bien fue un lugar de disputas por el poder entre grupos que se sabían diferentes, desiguales y desconectados, incluso cuando estos edificios se asignaron como sedes del poder judicial u otras dependencias estatales. Combinado con bellas artes, obtenemos un término que refuerza la distancia entre una comunidad que comparte cierta idea del arte y otra que supuestamente la desconoce o rechaza.

En lugar de lamentar que Arequipa no disponga de un edificio donde se realicen exposiciones de arte a la manera de los más importantes museos o palacios de bellas artes del mundo, haríamos mejor dislocando esa idea rectora en la asignación de espacios públicos para la cultura, por ejemplo, desligando la inversión en cultura como inversión en edificaciones, promoción de concursos o distinciones a personalidades del ámbito artístico. Ello no es deleznable, pero si las personas de carne y hueso, las de a pie, no son tomadas en cuenta, poco se hace realmente por la cultura. La cultura importa si es que importan los sujetos de la cultura. Si la idea de cultura no conduce a una sociedad más igualitaria, la promoción de las bellas artes no será más que otra forma de dominación ideológica. 

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