POÉTICA DEL FRAGMENTO

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Publicado en Correo, 17 de enero de 2014

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En Pazulo el circense (12 Ángulos, 2014), Jimmy Britto (Chiclayo, 1980) exhibe una escritura renovadora e insular dentro de la narrativa recientemente publicada en Arequipa. Britto ataca el lenguaje haciendo del fragmento una unidad autónoma. En general, este libro está estructurado en torno a una poética del fragmento, de un modo semejante a La casa de cartón (1928), de Martín Adán. En ese sentido, no son los temas ni los escenarios los aspectos primordiales de los relatos que integran el libro, sino la posibilidad organizar una visión fragmentaria de la realidad mediante una escritura igualmente fragmentada y dislocando la unidad temática de las historias.

Por fragmento me refiero a unidades mínimas de sentido como escenas, estampas visuales y sonoras, perfiles, etc., que por efecto de acumulación brindan una imagen total de, por ejemplo, individuos, lugares y de la ciudad, pero que, a la vez, no definen de manera unitaria un tema orgánico en el relato. La oralidad, el empleo del monólogo interior, la combinación de puntos de vista narrativos —como la inserción de la narración epistolar— el protagonismo de la marginalidad urbana —calles, distritos, bares, parques, barrios no precisamente representativos de la Arequipa que habita en el imaginario conservador que la ha narrado como impermeable o resistente al cambio histórico— hacen de Pazulo el circense una lectura que discute las representaciones integrales y definitivas de la Arequipa contemporánea.  

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CRIBA Y LOS TRABAJOS DE LA MEMORIA

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Publicado en Noticias, Arequipa, Perú, miércoles 14 de enero de 2015, p.17

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Distante de las tendencias novelísticas que confinaban al sujeto subversivo al reducto del mal puro y del sentido común que exigía condenar sin comprender, en Retablo (2004), Julián Pérez Huarancca hizo visible la violencia estructural, es decir, las razones históricas y endémicas que explican la emergencia de Sendero Luminoso, un «antimovimiento social», en palabras de Carlos Iván Degregori.

Diez años después, en Criba (2014), Premio Copé de Oro de Novela 2013, Pérez Huarancca continúa explorando  el conflicto armado interno. El argumento se desarrolla sobre la base de tres historias: por un lado, el encuentro festivo de un grupo de amigos —los hermanos Laura, Fabián Narváez, Fidencio Molina y Hermenegildo Sulca— quienes la víspera de los carnavales evocan su juventud en una cantina de Huamanga donde asoma el recuerdo de  una bella muchacha, la Musa (Evangelina Delgadillo), enamorada de un pampino (Manuel Bajalqui), quien luego se unió a los alzados en armas y del cual no se supo más nada; por otro lado, las remembranzas de la antropóloga Evangelina Delgadillo, quien a partir del manuscrito incompleto de Manuel Bajalqui, su amor de juventud, rebate, mediante un peculiar trabajo de la memoria, la acusación de una comisión investigadora que atribuyó a su ex pareja la autoría de una masacre; y asimismo, el relato, a modo de Bildungsroman, de Manuel Bajalqui, historia de vida forjada en gran parte por su abuelo Gerardo.

El tono y el registro del lenguaje establecen contrastes entre estas líneas argumentales. Los diálogos de la parte festiva —donde la chanza, el jolgorio y las fanfarronadas sexuales en boca de Hermenegildo Sulca y sus amigos remiten enseguida a la reunión de los Inconquistables en La casa verde (1966) de Vargas Llosa— capturan con verosimilitud los giros musicales del castellano andino y el cariz altisonante de la variedad costeña. En cambio, las reflexiones introspectivas de Evangelina van a tono con la lectura que despliega sobre el manuscrito de Manuel. Aquí las notas  antropológicas, socioculturales y de la crítica poscolonial que acompañan el relato de Evangelina despiertan interés en tanto funcionan como intertexto que suscita relecturas de categorías como «sujeto subalterno» —ampliamente discutida a partir del célebre ensayo de Gayatri Spivak «¿Can the Subaltern speak?»—; u homo saccer —revisitada por Giorgio Agamben—  sobre todo si se aplican al contexto andino. Aparte hay referencias a Paul Ricoeur sobre la memoria, la historia y el olvido, al psicoanálisis lacaniano y los «sublimes objetos» de Slavoj Žižek. La novela gana en profundidad cuando estos apuntes enjuician el discurso que cancela la discusión sobre la naturaleza del sujeto subversivo y del hombre o la mujer andina, pero pierden consistencia cuando llaman la atención al margen de la historia narrada. De otro lado, salvo algunos pasajes donde parece irrumpir un narrador masculino, la voz de Evangelina es coherente con el personaje. En el apartado de Manuel Bajalqui el tono narrativo es nostálgico, confesional y muy emotivo.

El tratamiento del erotismo oscila entre la procacidad machista de cantina; el pudor de Evangelina, quien solo expone una mirada panorámica de su sexualidad; y su progresivo descubrimiento por parte de Manuel, fascinado por las hazañas amatorias de su abuelo Gerardo. En este punto la novela desvirtúa la imagen que tradicionalmente representa a la mujer y el hombre andinos como torpes e inexpertos en el sexo.

Un tema medular es el «trabajo de la memoria» emprendido por los protagonistas en cada relato. Sobre este concepto, Elizabeth Jelin (2002) señala que se basa en incorporar memorias en lugar de revivir y actualizar recuerdos dolorosos con el objetivo de irse desprendiendo de una experiencia traumática rememorada o conmemorada sin contemplar que ello supone un enorme  sufrimiento que es posible evitar sin acudir al olvido. Esto se aprecia en la performance de Hermenegildo Sulca, el cual asegura que la Musa fue su mujer, lo que introduce dudas acerca de su testimonio y la identidad de este sujeto lenguaraz y fanfarrón. Constantemente, Sulca contradice y provoca a sus pares magnificando su versión y desestimando las de ellos, lo cual puede interpretarse como el contrapunto entre el abordaje frívolo de las conmemoraciones colectivas —a veces refrendadas por los mismos sujetos que padecieron la violencia y confían haberla superado— y un discurso aparentemente banal pero en realidad cargado de una gran potencia desestabilizadora, ya que el trabajo de la memoria de Hermenegildo consiste en transformar recuerdos consensuados colectivamente en un relato gozoso que en estimule su evocación. Mientras los hermanos Laura, Fidencio Molina y Fabián Narváez comparan sus recuerdos a fin de reconstruir un gran relato sobre sus años de juventud, Hermenegildo rememora con placer. Si bien los demás también se regodean en sus propias remembranzas, este misterioso amigo de la infancia se deleita con mayor fruición cuando altera de inmediato el tono grave o lastimero introducido por alguno de los presentes, los cuales gozan porque reviven el pasado en y desde el presente; por el contrario, Hermenegildo Sulca goza a través de su propia reelaboración de la memoria mucho más anclada en el ahora. La función discursiva predominante aquí es el hablar.

En la parte de Evangelina, el trabajo de la memoria está organizado por el acto de leer. Ella realiza un trabajo de la memoria que sabotea la versión oficial de la Comisión de la Verdad Verdadera —trasunto literario de la Comisión de la Verdad y Reconciliación— y lo hace añadiendo una interpretación del relato de vida escrito por Manuel que, a diferencia de las cuestionables fuentes empleadas por la comisión, parte de una singular aproximación académica y afectiva que además discute la perspectiva de científicos sociales y escritores que en opinión de Evangelina han usufructuado oportunistamente la cuestión de la guerra interna. No obstante, ello no le alcanza para superar satisfactoriamente el duelo sino que agrava más su ligazón a Manuel, el sublime objeto de su memoria.

En el caso de Manuel, la escritura dispone el orden de sus memorias. En manos de Evangelina, constituye un documento primordial para resarcir la memoria de su amante. Su trabajo de la memoria reescribe el relato convencional del combatiente que solo ofrece justificaciones ideológico-políticas de su incorporación a la guerrilla o que protagoniza heroicas escenas de combate. En lugar de ello, asistimos a un alegato testimonial que historiza la experiencia no del combatiente subversivo, sino del ser humano que ama, sufre y odia, de modo que le restituye la humanidad suspendida por los que definen al sujeto subversivo como un homo saccer, un desecho, alguien con quien no valdría la pena dialogar y mucho menos comprender, y cuya aniquilación no ameritaría discusión alguna.

A pesar que Criba no alcanza la dimensión épica de Retablo, la reciente novela de Julián Pérez manifiesta el carácter opaco y elusivo de la memoria.

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LIBROS DE TEXAO EDITORES

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Pretextos para marcar la cancha
Carlos Rivera (comp.)
Texao Editores
Arequipa, 2014

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Carlos Rivera viene realizando desde 2010 una nutrida actividad  como gestor cultural a través de la Asociación Cultural La casa de cartón de la cual es fundador y presidente. Ha compilado los textos que integran Arequipa y el escribidor. Homenaje a Mario Vargas Llosa Premio Nobel de Literatura 2010 (Cascahuesos, 2012), Eusebio Quiroz Paz Soldán. Entre Arequipa y la historia (Cascahuesos, 2014) y poco antes de terminar este año, Pretextos para marcar la cancha (Texao, 2014), publicación que además significa el debut de Rivera como editor.

Seleccionar y editar los textos que formarán parte de una publicación colectiva, aunque compartan un tema general, no es tarea sencilla para un compilador. No obstante, en comparación con sus predecesoras, Pretextos para marcar la cancha combina una acertada distribución de secciones cuyos textos se aproximan al fútbol como pasión, drama y controversia. Asimismo, se advierte un cuidado de edición más riguroso.

«Disparo inatajable» de Pedro Novoa nos coloca ante un francotirador que ejecuta a un jugador en el preciso instante en que este va a cobrar un penal. El manejo de suspenso es superlativo en este cuento. «Tiempo suplementario» de Goyo Torres narra la historia de un talentoso futbolista que decide clausurar su carrera de una manera dramática. «Tarek y el Real Madrid», de Giovanni Barletti muestra una perspectiva menos localista y más cosmopolita del fútbol como experiencia globalizada y heterogénea. «El misterioso caso de Cuchito Díaz» de Jasson Ticona nos introduce en la trágica existencia que aguarda a un futbolista que se aleja de lo que mejor sabe hacer. «Bravío corazón», de Hélard Fuentes cierra el gramado literario pero sin el gesto técnico ni la consistencia del resto de cuentos que, aparte de los mencionados, son recomendables.

El futbolista como personaje de su propia historia de vida es el eje temático de las crónicas. Carlos Rivera examina críticamente la trayectoria Messi a contrapelo de Pelé, Maradona y otros genios del balón; Eloy Jáuregui presenta una semblanza de Lolo Fernández, un contrapunto entre sus orígenes, gloria y ocaso. Junto a Leandro Fernández, quien reconstruye la llegada del Santos de Pelé a Arequipa, y la Roberto Castro sobre el portero mistiano Jorge Pardón son las más notables de este apartado titulado «Confesiones de fe».

Entre las lecturas críticas, destaco los ensayos de José Luis Ramos y José Luis Vargas. Ramos interpela el fútbol devenido mercancía de consumo en desmedro de la competencia deportiva; no menos confrontacional, Vargas encuadra el fútbol espectáculo dentro del hedonismo posmoderno.

Pretextos para marcar la cancha, segunda publicación de Texao Editores, nos ofrece una variopinta muestra de relatos y ensayos sobre el fútbol desde una mirada pasional y otras veces, justificadamente crítica.

¿Cómo redactar la tesis y el artículo científico
según el estilo APA?
Aspectos prácticos para su aplicación
Dennis Arias Chávez
Julio César Huamaní Cahua
Texao Editores
Arequipa, 2014

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La producción de artículos científicos en la universidad es una exigencia académica que involucra a cualquier profesional de ciencias experimentales o puras, ciencias sociales y humanidades. Sin embargo, en nuestro país, esta exigencia se cumple de manera muy irregular.

¿Cómo redactar la tesis y el artículo científico según el estilo APA? (Texao, 2014) es un manual útil para el estudiante de pregrado, así como para el profesional interesado en la redacción de textos académicos destinados a publicarse en revistas científicas de alto impacto.

Emplear un estilo estandarizado de citación es mucho más que aplicar un formato a un trabajo de investigación; es, además, un modo de organizar la escritura de un tipo de textos que requieren precisión y rigurosidad en la distinción de lo que aporta el investigador y lo que este acopia durante su trabajo. Con frecuencia, muchos estudiantes  incurren involuntariamente en situaciones de plagio debido a que desconocen las normas básicas  de citado y referencias.

Esta primera publicación de Texao Editores brinda una guía sencilla y didáctica que con certeza interesará no solo a estudiantes y profesionales, sino también a instituciones educativas superiores con proyección a la acreditación académica internacional.

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LA CRUZ Y LA ESPADA

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Publicado en El Búho digital, 19 de diciembre de 2014
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El estudio del conflicto armado interno ha suscitado el interés de las ciencias sociales y la crítica literaria. Sin embargo, desde la novela también se ha explorado este periodo de la historia reciente del Perú, por ejemplo,  representando al sujeto subversivo como un ser que emerge de la irracionalidad, el desencuentro cultural o el mal absoluto —Historia de Mayta (1984) y Lituma en los Andes (1997), de Mario Vargas Llosa; La hora azul (2005), de Alonso Cueto; Abril rojo (2006), de Santiago Roncagliolo—; enfatizando la necesidad de comprender antes de juzgar —Rosa Cuchillo (1997), de Óscar Colchado; Retablo (2004) y Criba (2014), de Julián Pérez; o como en El nido de la tempestad (2012), de Yuri Vásquez, trazando la genealogía de la violencia.
En este contexto, El rincón de los muertos (2014) de Alfredo Pita (Celendín, 1948) narra cómo en el marco de un conflicto armado la unidad de intereses entre la Iglesia y las Fuerzas Armadas extiende la supervivencia de la colonialidad del poder. La novela nos sitúa en abril de 1991 cuando la guerra interna venía resolviéndose a favor de las Fuerzas Armadas y los senderistas perdían el equilibrio estratégico en Ayacucho. Vicente Blanco Aguilar —un periodista bilbaíno con amplia experiencia como corresponsal en zonas de conflicto— viaja a Huamanga para iniciar un reportaje sobre la capitulación de Ayacucho, la cual, según la historia oficial, habría puesto fin a la dominación española en América. Conforme avanza en sus indagaciones, Vicente reorienta su interés hacia la comprensión de la violencia que lo rodea sin perder totalmente los vínculos con su proyecto inicial; por el contrario, irá estableciendo paralelos muy reveladores.
Blanco va entendiendo que la capitulación de Ayacucho no significó en absoluto la clausura de la dominación colonial sino la garantía de su continuidad, es decir, de un «colonialismo supérstite», como sentenció José Carlos Mariátegui, pero bajo otras condiciones. En tal sentido, la capitulación de Ayacucho negoció la independencia asegurando la continuidad de nuevos mecanismos de dominación liderados por la sociedad entre la cruz y la espada. Pues del mismo modo que la conquista de América fue una empresa compartida por la Iglesia católica y el imperio español, en un horizonte postcolonial la lucha contra sus enemigos comunes pondría en evidencia esta alianza estratégica. El giro en la investigación de Vicente hace visible el aparato ideológico conducido por Juan Carlos Crispín, siniestro obispo del Opus Dei que refrenda y bendice la violencia utilizada por las Fuerzas Armadas contra los enemigos de Dios y de la patria: Sendero Luminoso, quien le disputa el dominio ideológico-espiritual sobre la población; campesinos acorralados entre dos fuegos, cuya indefinición ante el enemigo es suficiente para dudar de su fidelidad; y periodistas de investigación, quienes desentierran verdades incómodas.
En la historia de la violencia política de los estados-nación imperial y colonial también hallamos esa continuidad. Por ello en El rincón de los muertos España y Perú, Madrid y Lima, Bilbao y Ayacucho están más cerca de lo que parece. Por un lado, el Opus Dei dejó una huella tan profunda en la memoria de Vicente que el encuentro con el monseñor Crispín reactivó el recuerdo de sí mismo resistiendo a sus ocho años el acoso del padre Jacinto, cuya apariencia y la de Crispín evocan a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador de la Obra. Por otro lado, el correlato entre la guerra civil española y el conflicto armado interno peruano es bastante elocuente. Ambas tuvieron lugar en momentos críticos: de transición hacia una fallida república, en el caso español; y de transición hacia una endeble democracia en el caso peruano.  En ambos conflictos combatieron milicias civiles organizadas en torno a una idea política de izquierda contra fuerzas armadas leales al Estado-nación. Al respecto, Vicente se va enterando cómo las luchas intestinas en la izquierda peruana allanaron el camino a Sendero Luminoso, en contraste con la unidad de los poderes fácticos como la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Y así como el Opus Dei se consolidó en España durante el franquismo, la novela de Pita coloca a esta institución católica liderando una doble ofensiva en el Perú al inicio del fujimorismo: aprovechando el amparo del Papa peregrino, la Obra eligió esta ex colonia del imperio español, último bastión realista en América del sur, para librar su propia batalla contra la Teología de la Liberación y, paralelamente, brindar al régimen de Fujimori el mismo apoyo que ofrecieron al general Franco. De este modo, la novela narra el papel activo y militante del Opus Dei dentro de la articulación político-religiosa del fascismo.
Asimismo, las intervenciones del viejo abogado Feliciano Oblitas y Villavicencio reiteran la presencia del racismo como elemento constituyente de la colonialidad: convencido de que solo una élite criolla, la de los españoles americanos, era la única que podría conducir a la naciente república, Oblitas y Villavicencio lamenta que en el Perú no se haya controlado con suficiente rigor a la población indígena como sucedió en Estados Unidos y Argentina. De igual modo, está seguro de que los campesinos muertos en medio de la guerra que enfrenta a senderistas y fuerzas del orden son aliados de los subversivos. La simple condición de campesinos indígenas es suficiente para que Oblitas y Villavicencio los excluya de todo esfuerzo por condenar la violencia que padecen a manos de los militares. Así, se va deslizando la hipótesis de que el alzamiento de los subversivos no es más que una versión actualizada de las insurrecciones indígenas contra el poder imperial. De lo expuesto por este abogado ayacuchano a Vicente, se infiere que en un horizonte postcolonial al nuevo Estado-nación emancipado le habría correspondido ejercer un férreo control sobre la población indígena que el imperio no culminó a fin de garantizar una paz duradera, sin sublevaciones. En otras palabras, para Oblitas y Villavicencio en Ayacucho se libraba un conflicto étnico, donde el poder criollo, heredero del poder colonial, tenía la oportunidad de refrendar su autoridad sobre la población sublevada. En consecuencia, el discurso de la pureza de sangre, que estableció fronteras raciales en la sociedad colonial, subsiste en aquella región donde se dio por terminado el dominio imperial de España en América del sur, y además configura un rígido marco de interpretación acerca de los roles asignados al sujeto subversivo (bárbaro, irracional), al campesino indígena (a priori un combatiente ganado por la subversión, cuya existencia es prescindible), al militar (un patriota), al clero conservador (defensores de la fe) y al periodista extranjero (un advenedizo que magnifica una realidad que no comprende porque es europeo).
Si, como sostuvo Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios, los conflictos armados motivados por el consorcio Iglesia-Estado y el modo cómo se resuelven lo confirma. Luego entrevistar a Oblitas y Villavicencio, y al obispo Crispín, Vicente constató que la capitulación de Ayacucho facilitó una salida política para los vencidos quienes impusieron las condiciones de su rendición a los vencedores. Entonces ¿Cómo clausurar un conflicto aún activo a nivel ideológico-político a pesar de la derrota militar de Sendero Luminoso? ¿Cuál sería la salida política al conflicto armado interno en el Perú? En este punto la novela de Pita advierte en la capitulación de Ayacucho un antecedente cuya actualización reinterpretaría el fin de la guerra interna: una victoria pírrica para el Estado y las Fuerzas Armadas, renuentes a admitir una derrota política ante Sendero Luminoso.
Los vínculos entre historia, periodismo y literatura; la teoría de los dos demonios; la insoslayable impronta de la masacre de Uchuraccay; la perspectiva «externa» sobre la guerra interna en el corazón de Ayacucho a inicios de los noventa; y la vigencia de la colonialidad del poder componen un discurso que añade otro punto de inflexión a la trajinada narrativa del conflicto armado interno. En suma, El rincón de los muertos es un sentido homenaje a los periodistas de investigación que en medio del horror se las ingeniaron para reír y amar.

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LO RACIAL ES LO POLÍTICO

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El rumor de las aguas mansas

Christian Reynoso

Peisa

Lima, 2013

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Durante los últimos años de su gobierno, Alejandro Toledo enfrentó un prolongado desgaste debido a los frecuentes conflictos sociales surgidos en el interior del Perú. En la sierra sur estos reclamos sociales, económicos y políticos adoptaron la forma de reivindicaciones etnoculturales de la nación aymara. El progresivo ascenso de Evo Morales en Bolivia reforzó la idea de que existían otras naciones —confinadas al interior del Estado-nación oficial— no solo a la espera de un histórico reconocimiento político sino además y sobretodo, cultural. 

El linchamiento de Cirilo Robles, alcalde de Ilave —un pequeño distrito ubicado a 50 kilómetros de la ciudad de Puno, ocurrido a fines de abril de 2004— se interpretó como una advertencia de las pretensiones aymaras a todo el país y como ejemplo a seguir por otras comunidades si es que sus reclamos no eran atendidos. El rumor de las aguas mansas (Lima, Peisa, 2013), segunda novela de Christian Reynoso (Puno, 1978), narra las oscuras circunstancias que decidieron la muerte de Robles. 

Una repentina persecución obliga a Bruno Giraldo y Almudena a interrumpir su luna de miel y  huir de la ciudad de Lago Grande. Aquel lleva consigo el manuscrito de la investigación periodística emprendida por su amigo Núñez acerca de lo sucedido en Ilave tres años atrás con el alcalde Fernando Godoy, masacrado en público por una turba enardecida. La pareja se traslada a La Paz, Asunción y finalmente Buenos Aires hasta asegurarse de que la calma volvió a Lago Grande. No obstante, los pasajes más intensos y mejor logrados se relatan en el segundo capítulo donde se detallan los entretelones de la revuelta popular convocada contra el alcalde de Ilave. La extraña confluencia entre radicales aymaras, contrabandistas, autoridades locales y algunos allegados definió la trágica muerte de Fernando Godoy. 

La novela sostiene una hipótesis reveladora: en nombre de la cultura aymara, los rivales políticos de Godoy convencieron a los radicales de que había llegado el momento preciso para ajusticiar a los opresores del pueblo;  sus principales líderes vieron este ofrecimiento como la ocasión para exhibir a gran escala las demandas de la nación aymara; los contrabandistas, la oportunidad para desbloquear sus negocios; y los enemigos personales de Godoy, la hora de ajustar cuentas pendientes. El etnocentrismo de los movimientos pro nación aymara fue inteligentemente aprovechado por dos de los poderes fácticos más influyentes de la región: autoridades corruptas y crimen organizado. Sin embargo, la novela de Reynoso explora una lectura más osada: rencillas personales, líos sentimentales y celos profesionales acumulados contra Godoy  fueron la causa principal de lo sucedido en Ilave. En tal sentido, del mismo modo que el «aleteo de una mariposa puede provocar un huracán al otro lado del mundo», El rumor de las aguas mansas deja entrever que una mínima perturbación personal fue suficiente para desencadenar, en un contexto propicio, una secuela de acontecimientos fatales. El progresivo ascenso académico, económico y político de Godoy —a quien no le perdonaron la arrogancia ni los excesos— lo sitúa ante la mirada de sus enemigos como un aymara «blanqueado»: soberbio, letrado, mujeriego y con una promisoria carrera política; solo restaba construir la imagen del alcalde corrupto para deshacerse de él. 

El relato muestra que lo racial organiza varias dimensiones de la vida social en aquella región. Godoy, cuyo segundo apellido evidenciaba su origen aymara, superó hábilmente la discriminación racial, gracias a la convicción que había lograr el éxito personal, profesional y político; es decir, que el racismo es como una enfermedad que ataca despiadadamente a quien tuviera las defensas bajas, y la mejor defensa contra el racismo sería el éxito. Los líderes del Movimiento Juventud Popular Aymara sostenían una postura etnocéntrica a partir de la cual se asentaría la nación aymara. En lo académico, Godoy, sociólogo y doctor en Ciencias Políticas,  confrontó el discurso fundamentalista que sostenía la superioridad de la cultura aymara frente la raza blanca y mestiza. Al respecto, el apodo de Zorro Blanco es sumamente significativo: para sus enemigos, se trata de un sujeto astuto y con poder, cualidades que combinadas convierten a quien las posea en una amenaza; asimismo, es una referencia al homo politicus, es decir, a la imposibilidad de evadir las relaciones de poder que sitúan a cualquier sujeto dentro la matriz hegemonía/subordinación; y a la triple connotación de la política, como regulación del estado de naturaleza, legitimación del autoritarismo y como rebeldía contra la opresión del poder político. Lo interesante de la novela de Reynoso es que enfatiza las dos versiones más perversas de la política: el autoritarismo y la anomia. Quizá el revolucionario radical, el funcionario corrupto y el delincuente colaboran sin saberlo en la misma causa: la seducción del poder. 

La otra línea argumental cuenta los altibajos de la relación entre Bruno y Almudena, pero no alcanza la intensidad de la trama de Godoy; solo ofrece un marco para identificar a Bruno como un escritor atribulado por hallar tiempo para escribir lo que se perfila más adelante como una novela-reportaje inspirada en las vicisitudes que lo comprometieron con lo sucedido en Ilave. Almudena no adquiere el calibre del personaje que complemente a un escritor angustiado por escribir; es perturbadora por ser demasiado concesiva, no por oponerse deliberadamente a los planes literarios de Bruno, quien tiempo después advierte que tuvo el material de su historia desde el instante que comenzó la aventura del matrimonio, compromiso que implicaba el riesgo de postergar indefinidamente la escritura. Por ello el triunfo de Bruno fue hallar el momento idóneo para escribir. 

Así como los grandes acontecimientos históricos, las revoluciones hiperideologizadas y las luchas políticas y sociales más extremas tienen como detonador situaciones anecdóticas, íntimas, sentimentales, tan menudas como los celos personales, los grandes proyectos literarios se originan en las luchas y renuncias de un escritor. De este modo, la «gran historia» (history) bien podría narrarse a partir de una circunstancia personal (story), pero no por ello menos crucial para quien la escribe. 

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ESCRITURA CREATIVA: UNA APROXIMACIÓN

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El aporte de un taller de escritura creativa a la formación de un escritor es una discusión que suele concentrarse mayormente en el ámbito de la escritura literaria de ficción. Por ello es que muchos de los que se dedican a la creación poética, narrativa o dramática cuestionan estos talleres o, en el caso de que los dirijan, los recomiendan. Sin embargo, cabe preguntarse si la creatividad es un patrimonio de la escritura literaria, entendiendo “literaria” en la acepción más corriente: como ficción. En Confesiones de un joven novelista, Umberto Eco señala que los Escritos de Lacan lucen tan creativos y sugerentes como un relato de aventuras; del mismo modo, la correspondencia de los más grandes genios de la ciencia ha mostrado, una vez revelada, que también disponían de enormes recursos creativos para la expresión escrita. ¿Por qué la obra de Dante, Cervantes, Shakespeare y Góngora se admite sin más como evidencia de escritura creativa y no así los ensayos de Montaigne, Roland Barthes, Maurice Blanchot, Jacques Lacan y Jacques Derrida? Para Eco la creatividad es posible en cualquier manifestación escrita sin perjuicio del saber que lo enuncie. Así, una carta, un ensayo, un cuento, una monografía, etc. podrían apelar a ciertos recursos de expresión escrita que los revistan de un lenguaje creativo, es decir, sugerente, metafórico, pleno de giros, analogías y comparaciones que refuercen, cuando no, amplifiquen la diversidad de significados posibles. En este sentido, un taller de escritura creativa no tiene por qué estar necesariamente dirigido a la formación de cuentistas, novelistas, dramaturgos o guionistas, sino a todo aquel usuario del lenguaje escrito interesado por un cierto tipo de registro textual que considera importante conocer y dominar.

Otro punto que suscita discusión es si realmente se puede enseñar a alguien a escribir creativamente. Para los convencidos de que el talento artístico es resultado de un genio creador, de una musa inspiradora o de alguna entidad sobrenatural externa al escritor es complicado admitir que alguien sin talento pueda lograr mediante el aprendizaje sistemático lo que ellos habrían adquirido de modo “natural”. Lo paradójico es que cuando estos genios de la palabra escrita dan testimonio de su proceso creador insisten en dejar lecciones a los novatos. O sea, si se trata de discutir la validez de un taller de escritura creativa, sostienen que allí de ningún modo se podría aprender a escribir; sin embargo, frente a un auditorio real, imaginario o simbólico ofrecen verdaderas clases magistrales sobre lo que deberían hacer quienes desean ser poetas o cuentistas. Ante cada testimonio semejante, siempre hallaremos un contratestimonio: Picasso era de la idea que la inspiración debe encontrar al artista trabajando; para Faulkner el esfuerzo y la constancia trascendían mucho más que la inspiración. Aunque un taller de escritura creativa lleve tal nombre, su objetivo primordial no debería ser formar escritores creativos sino incentivar el hábito de corregir lo escrito. En Taller de corte y corrección, Marcelo Di Marco advierte la importancia de esta precisión: quizá no sea posible enseñar a escribir, pero sí enseñar a corregir.

¿Y acaso no será que la proliferación de estos talleres obedece fines meramente lucrativos? La profesionalización de la escritura creativa mediante centros de formación académica, cursos de extensión universitaria o talleres en centros culturales demuestra que una institución responsablemente comprometida con la continuidad del taller debe invertir en infraestructura, publicidad, profesores y, eventualmente, en publicaciones. Inversión, si es que no gasto, pues si la rentabilidad no es sostenible en términos económicos, el primero en sufrir las consecuencias es quien ofrece el taller y, al mismo tiempo, los interesados en asistir. Un “taller” de 3 horas impartido sobre la marcha durante dos días, aunque fuera por el más célebre de los escritores actuales, no es en modo alguno un taller: podrá ser una conferencia magistral, un acopio de testimonios o confesiones de parte, una invitación a la escritura (o a la adquisición de su último libro, lo cual en realidad suele ser), pero no un taller, ya que este implica la participación activa del asistente en un hacer, y no la simple escucha. Por un evento así es claro que no habría por qué pagar; sin embargo, si se trata de varias sesiones semanales con frecuencia interdiaria, una plana docente experimentada, materiales de aprendizaje útiles y una certificación, la gratuidad condenaría al taller a la muerte por inanición, salvo que se disponga de un generoso y desinteresado presupuesto e instalaciones; que algún filántropo de las artes y letras lo financie; o que baste con la idea de que el taller es una reunión donde se intercambian conocimientos, anécdotas y libros (no son pocos los que confunden taller con grupo de lectura o club de amigos). Si se lo concibe así, definitivamente, tampoco habría que pagar. En consecuencia, en lugar de exigir gratuidad, convendría exigir que las actividades, materiales, saberes, espacio e idoneidad de quien lo ofrece estén a la altura de la inversión solicitada.

Finalmente, no falta los que desestiman un taller de escritura creativa porque quien lo dicte no sea propiamente un escritor con cierto prestigio, un número regular de publicaciones, premios que avalen la calidad de sus obras y con cierta trayectoria en el medio donde se desenvuelve. Recuerdo que cuando la Universidad Nacional Mayor de San Marcos inauguró la primera y única Maestría en Escritura Creativa en el Perú, anunció que su plana docente contaría con la presencia de Alfredo Bryce Echenique. Es muy posible que buena parte de quienes ingresaron a esta especialidad —que solo se mantuvo vigente durante 4 años— lo hayan hecho esperanzados en ver al autor de Un mundo para Julius frente a frente, charlar con él en los pasillos, tomar un café luego de clases o, armados de valor, compartirle algún escrito propio. Pues ni Bryce se asomó por la maestría, ni esta existe actualmente. Ciertamente, este no es el derrotero de todas las instituciones que anuncian la presencia de un escritor famoso, ya sea como parte de su plana regular o como invitado para una sesión. No obstante, aunque parezca obvio, no es suficiente con que un escritor famoso por la acogida de sus publicaciones dirija un taller de escritura creativa. Sí lo será que escriba, y también que lea críticamente. (Atiéndase con rigor a la siguiente observación que será motivo de otro artículo: escribir y publicar son dos decisiones totalmente distintas). Que sus apreciaciones sobre los escritos que evalúa contribuyan al desarrollo de competencias observables. No basta encandilar a la asistencia con anécdotas sobre escritores que los marcaron en la adolescencia ni sobre aquellos que son sus amigos íntimos, compañeros de aventuras y correrías nocturnas. Hay que retroalimentar con propiedad y rigurosidad.

En suma, un taller de escritura creativa no forma novelistas, cuentistas ni poetas; no enseña a escribir sino a corregir; requiere una inversión económica que lo haga sostenible y ello cuesta dinero; y más que un escritor reconocido, es indispensable un escritor-lector-crítico que nos brinde apuntes claros y precisos sobre nuestros avances en materia de escritura.

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LA RAZÓN AUTORITARIA

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Arequipa viene siendo narrada con más frecuencia según lo mostrado por novelas como Espejos de humo (Cascahuesos, 2010), de Goyo Torres, El nido de la tempestad (Tribal, 2012), de Yuri Vásquez, Babilonia en América (Tribal, 2012), de Aldo Díaz Tejada, y Nada que declarar (Tribal, 2013), de Teresa Ruiz Rosas, entre otras. El viaje de María Hortensia (Altazor, 2014), de Porfirio Mamani Macedo (Arequipa, 1963), se inscribe en esta tendencia reciente que elige Arequipa como escenario contemporáneo, cosmopolita e histórico, en algunos casos, o como sucede con esta novela, un espacio donde tiene lugar una trama policial con ingredientes del realismo mágico. 

El autor acierta en la elección del pueblo como locus narrativo, desplazando el interés precedente de otros escritores locales por narrar la metrópoli hacia una Arequipa que no es la urbana ni la de las gestas heroicas de la ciudad caudillo; tampoco la ciudad post crecimiento económico ni la urbe de las élites que añoran sus años de esplendor. Es más bien la Arequipa de pueblos que rodean la ciudad, por lo cual pareciera que vivieran otro espacio y tiempo propicios para acontecimientos insólitos. 

El argumento combina el relato policial con la narración de sucesos cercanos al realismo mágico: María Hortensia regresa a Arequipa luego de veinte años, concretamente, a un pueblo distante de la ciudad donde vivió de muy niña, con el propósito de descubrir al asesino de su padre. Durante esa búsqueda, se encuentra con personajes insondables como un hombre a caballo que la interroga ni bien llega al pueblo, quien después desaparece sin mayor explicación; un anciano con el don de ver el pasado, quien no le ofrece revelaciones claves; y un capitán autoritario convertido repentinamente en general. La narración alternada permite apreciar distintos momentos en la vida de la protagonista: el presente de María Hortensia empeñada en descubrir al asesino de su padre; sus padecimientos durante la infancia sin padre ni madre y a merced de una mujer que la detestaba; breves instantáneas de su paso por Lima y las vicisitudes experimentadas hasta antes de su regreso a Arequipa. 

La trama policial sumada a las ingentes dosis de misterio aproximan esta novela al thriller. El empleo de distractores para dilatar el suspenso, por ejemplo, tendiendo señuelos al lector para inducirlo a conclusiones apresuradas sobre la posible culpabilidad de un personaje refuerza esta cualidad. Sin embargo, aunque apenas iniciada se vislumbra efectivamente una novela policial, en varios pasajes se suspende las premisas básicas de este género, como la indagación racional, la observación o la intuición del personaje que decide investigar la resolución de un hecho ocurrido en circunstancias no esclarecidas, sobre el que existen diferentes versiones y que sucedió muchos años atrás. María Hortensia no es precisamente una investigadora aguda ni exhibe grandes cualidades analíticas; tampoco posee elaboradas hipótesis o conclusiones acerca del asesinato de su padre. Desde el inicio, y en reiteradas ocasiones, manifiesta el simple deseo de saber quién o quiénes mataron a su padre, pero no revela qué desea hacer con ellos al saberlo. Las acciones que emprende con ese objetivo no dan los resultados esperados, pero tampoco es que haya hecho mucho, más allá de trasladarse a su pueblo natal y realizar algunas preguntas muy generales. Su búsqueda personal es infructuosa, nada relevante halla porque sus indagaciones son erráticas, a tal punto que lo que llega a saber no es resultado de sus propias averiguaciones. Por ello es que María Hortensia es un personaje que no logra la performance que le compete dentro del relato policial estándar. 

Asimismo, tres elementos perjudican el desarrollo del argumento. Primero, la participación de personajes que desaparecen sin más, pero cuya presencia había cautivado la atención desde el inicio y que se anticipaban como piezas claves en el descubrimiento de la verdad. Segundo, la inclusión de secuencias narrativas como la irrupción del excéntrico capitán Carvajal, la cual si bien imprime matices del realismo mágico, en ciertos instantes incurre en una descripción disforzada. En este sentido, no se aprovecharon en toda su dimensión las expectativas sembradas por personajes como el misterioso hombre a caballo, doña Gertrúdez —la cual parecía iba a cobrar un protagonismo fundamental a medida que avanzaba el relato— o el mismo general Carvajal. 

Las referencias espacio-temporales sugieren que la novela se ambienta hacia las tres últimas décadas del siglo XX. La representación del militar como un sujeto permeable al autoritarismo y absolutamente convencido de su función salvadora en la sociedad incluso en un contexto carente de una amenaza flagrante es un rezago de la tradición autoritaria en el Perú. El general Carvajal es un amante desaforado así como un individuo paranoico y autoritario, es decir, congrega los excesos que supuestamente una figura de autoridad debiera mantener bajo control en la esfera pública. De otro lado, la resistencia del pueblo no es contundente, no pasa de leves contravenciones a sus mandatos. Pese a ello, Carvajal es fundamental en el desenlace. 

Si bien El viaje de María Hortensia no es una lograda novela policial, lo más sugerente de su discurso está en el modo cómo representa la lectura del pasado y el juego de relaciones de poder. Por un lado, a pesar que María Hortensia posee motivos más que justificados para emprender una venganza implacable por los maltratos recibidos cuando niña y por la muerte de su padre, no es la venganza el móvil de su regreso sino tan solo saber quién o quiénes mataron a su padre. O sea que lo que estimula su búsqueda es el «saber», pero no se atribuye el «comprender» ni el «juzgar», operaciones que aparentemente la desbordan. Por el contrario, es Carvajal quien se arroga la facultad de juzgar drásticamente, sin mayor análisis ni dilación, a quienes considera responsables de un crimen. La novela sugiere a través de María Hortensia que juzgar es una acción que comporta una gran responsabilidad incluso para aquellos que supuestamente tienen suficientes razones para aplicarla hasta las últimas consecuencias; por consiguiente, la manera más honesta de examinar el pasado consiste en abstenerse de juzgar y en lugar de ello sería mejor saber para después comprender y en una instancia posterior, recién juzgar. 

Por otro lado, en la novela de Porfirio Mamani asistimos a una confrontación de poderes fácticos: la fuerza armada y la oligarquía terrateniente. Los antiguos propietarios que retornaron al pueblo para recuperar sus bienes se encuentran con un panorama totalmente distinto al que dejaron veinte años atrás. Ya no es el contexto en el que la oligarquía tuvo en los militares un aliado incondicional sino a un adversario dispuesto a disputarle espacios de poder. Si vemos en el velascato un régimen que terminó con el Estado oligárquico y que «a trancas y barrancas» emprendió una reforma de la sociedad peruana, adjudicándose para sí el deber de conducir la justicia social, la muerte del padre de Hortensia y el desencanto de esos «extranjeros» ante la imposibilidad de recuperar sus bienes expropiados por el general Carvajal, sugiere una lectura literaria de los trabajos de la memoria y la razón autoritaria en el Perú. 

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FICCIONES FUNDACIONALES

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Belisario Llosa y Rivero
El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa

Mario Rommel Arce Espinoza
Arequipa, 2014
Cascahuesos

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El siglo XIX fue crucial en la formación de la idea de nación en América Latina. El romanticismo latinoamericano en sus vertientes histórica, social y política tuvo en la novela a un género que contribuyó sustancialmente al diseño de estas ideas. Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento; Amalia (1855), de José Mármol; María (1867), de Jorge Isaacs; Clemencia (1869), de Ignacio Manuel Altamirano; Martín Rivas (1892), de Alberto Blest Gana; El matadero (1871), de Esteban Echevarría, entre otras, son algunas de las novelas más emblemáticas de este periodo.

Asimismo, el siglo XIX fue escenario de la confrontación entre las ideas políticas que regirían los destinos de las nacientes repúblicas latinoamericanas en el siglo posterior: liberalismo, conservadurismo, socialismo, anarquismo, indigenismo y nacionalismo fueron el marco ideológico de encendidos debates protagonizados por un creciente sector de ciudadanos ávidos de participar en la opinión pública, esa esfera deliberativa que congregaba a todo aquel que formando parte de la ciudad letrada sentía la necesidad de asociarse libremente con sus pares ideológicos en torno a partidos políticos y círculos literarios principalmente. La intelligentsia más notable de las metrópolis latinoamericanas, desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, fue configurando entre mediados del XIX e inicios del XX una sociedad de opinantes, entre académicos y autodidactos, con gravitante influencia en las masas letradas.

En estas coordenadas se sitúa parte de la genealogía literaria trazada por Mario Rommel Arce (Arequipa, 1971) en su libro Belisario Llosa y Rivero. El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa (Cascahuesos, Arequipa, 2014). El texto tiene dos partes: en la primera, el autor se remonta a los primeros ancestros de Mario Vargas Llosa, quienes procedentes de España se instalaron en Arequipa promediando el siglo XVIII. Rommel Arce anota que distinguidos miembros de la familia Llosa, a lo largo de sucesivas generaciones, ocuparon cargos importantes en la función pública, y en otros casos, se dedicaron a las letras. Justamente, Belisario Llosa —bisabuelo de Mario Vargas Llosa y autor de la novela Sor María— es el motivo central de su investigación. Seguidamente, expone una breve sumilla de la trayectoria de Mario Vargas Llosa. La segunda parte reúne tres textos de Belisario Llosa: un discurso pronunciado en 1881 en la Universidad Nacional de San Agustín con ocasión del inicio del año académico; la novela corta Sor María (1886), premiada en el concurso internacional del Ateneo de Lima; y un ensayo titulado «El genio y el gusto» (1886), leído en una velada literaria realizada en el Ateneo de Lima.

Sor María narra la desventura amorosa de dos jóvenes, Carlos Mare y María Laran. La historia transcurre en París, Lima y Arequipa. Se trata de una novela corta que contiene los motivos centrales de la novela romántica: la mujer virtuosa, ángel del hogar, que deviene monja piadosa luego de una decepción amorosa; el hidalgo caballero que acude al rescate de damas desprotegidas; la separación de los amantes producto de circunstancias fuera de su control; el exilio voluntario del o de la amante que se considera abandonado; el reencuentro en otra ciudad lejana luego de muchos años y peripecias; la fatalidad, ya sea la ruina moral o económica que agobia a los amantes, como digno de un degradación progresiva; el desenlace fatal que los reúne; y el enfoque de un narrador testigo que confiesa haber recibido el relato de primera mano. Es llamativo que los mejores momentos de la pareja hayan tenido lugar en París durante su niñez y albores de juventud y que a medida que maduraban acaecían mayores desgracias, las cuales no cesan sino se incrementan luego del reencuentro; como también es singular que estas circunstancias acontezcan en los márgenes de Europa, es decir, en Lima y Arequipa, en momentos que las nacientes repúblicas latinoamericanas libraban guerras internas por el poder. Y si bien el tópico dominante es el idilio propio de la novela romántica francesa, a diferencia de María, de Jorge Isaacs, la naturaleza americana no adquiere un protagonismo central en el relato de Belisario Llosa; y en contraste con Amalia, de José Mármol, no son las ideas políticas el contexto que rodea a los amantes.

Los capítulos correspondientes a los ancestros de Mario Vargas Llosa —y propiamente a Belisario Llosa— suscitan reflexiones que trascienden el valor histórico de la genealogía de los Llosa. Pues el mayor aporte que encuentro en el libro de Rommel Arce no está en tal genealogía sino en la relación entre literatura y política. Indagar en tales relaciones yendo más allá de la trayectoria de una familia distinguida con la finalidad de examinar cómo se fueron configurando las ideas políticas y las discusiones literarias en la Arequipa del siglo XIX y qué tanto subsisten hoy algunas «ficciones fundacionales» —empleando el término de Doris Summer— sobre la identidad arequipeña y su peculiar idea de nación, es un desafío mayor que no debemos soslayar. No obstante, es significativo el aporte de Rommel Arce en lo concerniente a la publicación de los tres textos de Belisario Llosa que de otra forma no estarían al alcance del público masivo.

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RITUALES EXCLUYENTES

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A lo largo de su historia, las comunidades construyen rituales sociales a través de los cuales representan aquello que consideran lo más significativo de su identidad. En este sentido, los desfiles alegóricos revelan cómo tal o cual sociedad se ve a sí misma y cómo desea ser vista. A diferencia del desfile militar que es un ritual nacional que convoca o pretende convocar a toda la nación suspendiendo sus actividades cotidianas en una fecha establecida anualmente, y cuya organización está a cargo de poderes constituidos y refrendados por leyes, por lo cual el orden es el eje de su estructura; los desfiles alegóricos mantienen una filiación más próxima al carnaval, entendido como suspensión o transgresión del orden. Las procesiones son otro tipo de performance social semejante a los desfiles militares y alegóricos, excepto porque su organización depende del poder eclesiástico. Estos rituales sociales movilizan a las masas de los lugares donde se realizan y requieren de un día feriado para su realización. Son ocasiones donde la communitas despliega todo su abanico de estructuras, jerarquías, poderes, relaciones y transformaciones.

El desfile del Corso de la Amistad de Arequipa es un caso particular, ya que no es propiamente un desfile de carnaval ni un desfile militar, y definitivamente no es una procesión, pero su evolución da cuenta de cambios que convendría analizar hoy para entender la decisión de la actual administración municipal de excluir las danzas altiplánicas de este desfile. En Alcaldes de Arequipa republicana (2012), Mario Rommel Arce señala que en 1963, durante la gestión del alcalde José Luis Velarde Soto, se estableció el corso como parte de las festividades por el aniversario de Arequipa. Por aquellos años era conocida como «Gran Parada Leonística», ya que la organizaba el Club de Leones. En otro artículo, Arce anota que en agosto de 1947 durante la alcaldía de Pedro P. Díaz y a sugerencia del regidor Augusto Valdivia Barrientos, se estableció la Semana de Arequipa para celebrar el aniversario de la Ciudad Blanca. El propósito de esta semana de festejos que ampliaba la celebración de un día central fue extender la fiesta hacia la comunidad, pues en un principio solo se trataba de una actividad protocolar en la municipalidad. El desfile cívico de 1947, según las crónicas de la época, convocó a «representantes de las casas comerciales e instituciones obreras y agrupaciones de toda índole que se sumaron al homenaje de la ciudad». En particular, destacó la participación de la colonia española, cuyo carro alegórico «portaba las banderas de España y Arequipa como símbolo de unión. Una inscripción colocada en la parte delantera del vehículo decía lo siguiente: “Homenaje de la Colonia Española a la Ciudad de Arequipa”». Empresas, industrias, fábricas, homenajes a personajes célebres de la historia de Arequipa —entre ellos a Francisco Mostajo— exposición del libro arequipeño cargo de la Universidad Nacional de San Agustín, configuran una celebración fundacional, o mejor dicho, una refundación simbólica, que ratifica gran parte de los valores que históricamente han servido para apuntalar un núcleo duro que definiría la identidad arequipeña. 

Por ello no debería sorprendernos tanto que hoy la actual gestión municipal haya decidido priorizar los bailes arequipeños excluyendo las danzas altiplánicas, toda vez que la institucionalización original de esta celebración no provino de la sociedad civil (o sea de la sociedad organizada en instituciones no estatales, autónomas y mediadoras entre el Estado y la ciudadanía) ni del margen del poder instituido, sino del gobierno municipal respaldado por los poderes económicos y culturales hegemónicos de la localidad. 

Y aunque la celebración del aniversario de Arequipa haya evolucionado de la solemnidad protocolar hacia la fiesta popular, desde su origen fue regionalista y socialmente excluyente. En las celebraciones de 1947, no fueron los collaguas ni los puquinas —cuya lengua era hablada en el Collao y mayoritariamente en Arequipa— los homenajeados de la vertiente indígena del pasado, sino el «Inca». Fueron precisamente los incas quienes transformaron esta región de monoétnica y biétnica en poliétnica hacia la mediados del siglo XV. En Una ciudad para la historia, una historia para la ciudad: Arequipa en el siglo XX (1997), Guillermo Galdos apunta que como resultado de ese desplazamiento decidido por Huayna Cápac, la actual región de Arequipa fue ocupada además por callapas, yanaguaras, copoatas y yarabayas, entre otras etnias. 

Los rituales reactualizan, sobresignifican y/o recuperan sentidos que para la comunidad son fundamentales. Entender un desfile alegórico como un ritual supone entonces un escenario donde se muestra el estado actual de las aspiraciones, decepciones y transformaciones en y de las relaciones sociales entre los miembros de la comunidad involucrada en la celebración. Las transformaciones en los contenidos del desfile del Corso de la Amistad sucedieron porque progresivamente el espectador masivo fue, además del ciudadano local, el migrante y los descendientes de migrantes de departamentos altiplánicos; y si en anteriores ediciones las danzas altiplánicas tuvieron amplia presencia en el Corso de la Amistad, ello ocurrió «pese a» y no «debido a» la voluntad de las autoridades que lo organizan anualmente.

Los contendientes dentro de las batallas por la cultura han elegido históricamente alguna esencia para materializar lo que consideran exclusivo, propio, intransferible, tradicional u original: raza, lengua, religión, ideología política, nacionalidad, orientación sexual, arte, etc. Así, el otro será siempre una amenaza salvo que se asimile. Para el totalitarismo el todo no es más que la suma de las partes sino la resta de lo diferente a favor de lo homogéneo. Por ello los totalitarismos no son totales sino en realidad reductivos. No es casual que quienes celebran el retorno de lo propio cultural lo hagan en razón de la exclusión de lo foráneo, o sea, no contemplan la posibilidad de la coexistencia sino la necesaria valoración de lo propio en tanto lo diferente no esté presente. El «no soy racista, pero desde que llegaron los migrantes hay más delincuencia y la ciudad está más sucia» y el «no soy racista, pero cada vez se ve menos danzas arequipeñas en el corso» descansan sobre la misma modalidad discriminadora. Nuevamente, la lógica de estos discursos es recuperar el espacio cultural perdido a partir de la erradicación de lo otro. No hay que perder de vista que cuando se subestima una lengua, tradición, etnia, religión, etc. también se está subestimando, cuando no deshumanizando, al sujeto real de esa lengua, tradición, etnia y religión, etc.

Las fronteras políticas crean ficciones, en este caso, la ilusión de que las expresiones culturales detienen su avance al toparse con aquellas, o peor aún, que la música o la danza de regiones colindantes e históricamente vinculadas por desplazamientos poblacionales antes de constituirse la ficción fundacional llamada Arequipa no mantuvieron relación alguna durante siglos. La idea de mestizaje, frecuentemente invocada en estas circunstancias, no resulta útil porque se basa en el supuesto que el conflicto cultural se resolvió mediante un encuentro sin tensiones que arrojó un resultado equilibrado donde convivirían armónicamente lo hispano y lo indígena.

El discurso de la Arequipa blanca y española, conformada por una élite intelectual, política y artística sobresaliente, que a pesar de los siglos conservaría impoluta una identidad, que opta por el mestizaje como recurso conciliador entre un pasado hispánico y otro indígena, pero que se resiste a aceptar el hoy de este último, ha encontrado en el Corso de la Amistad 2014 la oportunidad para revitalizarse. No obstante, si el actual gobierno municipal realmente quisiera honrar las expresiones culturales de esta región tendría que reparar en los lazos históricos que nos vinculan a las poblaciones altiplánicas.

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TESTIMONIOS SUBALTERNOS

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Publicado en Revista Latinoamericana de Ensayo Critica.cl

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La narrativa de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956), escritora radicada hace varios años en Colonia, Alemania, ha obtenido reconocimientos en importantes certámenes internacionales como la final del Premio Herralde 1994 para su primera novela, El copista (Anagrama, 1995) y el Premio Juan Rulfo en 1999 para su relato Detrás de la calle Toledo (Antares, 2004). Posteriormente, El retrato te ha deslumbrado (Free Penn, 2005), publicado en español y alemán, reunió su producción cuentística. Con La falaz prosperidad (San Marcos, 2007) y La mujer cambiada (San Marcos, 2008), la escritora arequipeña retornó a la novela hasta llegar a su más reciente publicación de largo aliento, Nada que declarar (Tribal, 2013).

Silvia Olazábal Ligur —personaje que en La falaz prosperidad evoca su experiencia europea y las penurias que ha atravesado desde entonces— reaparece en la última novela de Teresa Ruiz Rosas. Ahora se narra un momento un tanto más confortable de su vida, aunque no exento de situaciones igualmente penosas para esta joven traductora arequipeña residente en Alemania hace un par de décadas. Nada que declarar cuenta, por un lado, la historia de Silvia Olazábal, embarcada en la tarea de escribir el testimonio de Diana Postigo (Dianette Pöstges), una muchacha limeña que, bajo la promesa de una vida mejor, viajó a Alemania donde fue obligada a ejercer la prostitución en la ciudad de Düsseldorf. Por otro lado, la novela contrasta la experiencia europea de ambas mujeres, en lo concerniente al hecho de ser mujer y latinoamericana en Europa, así como un sutil contrapunto entre los avatares de la traducción y el meretricio. Otros relatos que alternan con los anteriores tratan sobre el erudito arequipeño Gastón Solís —conocido como «El Hombre de los Libros Rojos», famoso por haber publicado numerosas ediciones piratas de importantes pensadores alemanes, entre ellos las de Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y Max Horkheimer— cuya vida Silvia también está interesada en narrar; y aparte, las esporádicas apariciones del escritor Rogelio La Mar, entrañable amigo de Silvia Olazábal, personaje que nos remite en seguida a Edmundo de los Ríos, autor de Los juegos verdaderos. No obstante, las vicisitudes de Silvia estructuran todas las líneas argumentales de la novela.

Las mujeres han cobrado especial protagonismo en la narrativa de Teresa Ruiz Rosas: la bella Marisa Mantilla, amante del copista de partituras musicales Amancio Castro en El copista; Dora Bakarel, hija del cineasta búlgaro Slatan Dudow y de Silvia Olazábal en La falaz prosperidad; y la ayacuchana Elvira Peña de La mujer cambiada. Nada que declarar prolonga esta atención situándola en una problemática social de alcance global como es la esclavitud sexual vinculada a la prostitución y otras circunstancias en las cuales se muestra las peculiaridades de la condición subalterna de una mujer.

El escrutinio de los matices que definen la subalternidad del «ser-mujer» es un elemento central en la relación que entablan Diana y Silvia, ya que la novela evidencia la distancia sociocultural que media entre ambas. El ser mujer, negra, latina, pobre, indocumentada, monolingüe y sin profesión configura una condición subalterna que no es equiparable a la de una mujer latinoamericana blanca, de clase media, trilingüe, becada y traductora; del mismo modo que las mujeres de Europa oriental respecto a sus pares alemanas, o de cualquier mujer en la sociedad islámica respecto a las europeas. Sea en América Latina, Europa o el Islam, la novela enfatiza una condición subalterna en la mujer que tiende a esencializarse: la mirada masculina que subestima toda posibilidad de autonomía o emancipación para la mujer. De este modo, pese a la distancia sociocultural, se explica por qué Diana y Silvia padecieron situaciones en las que el ser mujer significó una condición suficiente para ser vulneradas en su dignidad.

El cosmopolitismo es otra cualidad que se advierte en esta novela. Arequipa, Lima, Düsseldorf, Berlín, Barcelona, Marruecos son los escenarios por donde transita Silvia Olazábal, de ascendencia vasca e italiana; culturas, lenguas, modos de vida y saberes diversos integran su experiencia global acumulada, en contraste con los estereotipos homogenizantes de la mirada eurocéntrica, particularmente, alemana, ante la cual toda la periferia latinoamericana o árabe es la misma. (No en vano, la actual idea de Europa proviene en gran parte del pensamiento de Kant, Hegel y los románticos alemanes). Sin embargo, la protagonista se las arregla para evocar Arequipa a lo largo de su variada travesía cosmopolita. En este sentido, Nada que declarar se suma a la extensa tradición de novelas que narran la experiencia de los latinoamericanos en Europa, en las cuales el leitmotiv sigue siendo la desmitificación de cierta idea sobre el Viejo Continente, la asunción del regreso como un fracaso y el sufrimiento, una escala obligatoria en el camino hacia la felicidad.

En relación a lo anterior destaca el motivo del exilio voluntario, ese desarraigo que atormenta a los individuos que buscan en otra nación o en otra lengua a la patria que sienten les ha sido negada en su origen. Silvia, Diana y el excéntrico Gastón Solís son personajes extraterritoriales, quienes, con éxito en algunos casos y con no menos padecimientos en otros, intentaron crearse una patria personal fuera del Perú: una económicamente próspera para Diana, otra refinada y erudita para Gastón, y otra lingüística y culturalmente más diversa para Silvia.

Diana es la mujer subalterna que procura hablar a través de otra mujer subalterna pero mejor situada. La indagación de Silvia en el testimonio de Diana Postigo revela el entramado del comercio sexual en la vida social donde se articulan sexo, raza, nacionalidad, clase social, profesión y lengua, y donde el cuerpo de la mujer constituye un territorio a dominar, primero, y a explotar, después, hasta doblegar toda posibilidad de resistencia. Diana carece de la competencia necesaria para escribir su propia historia, por ello solamente ofrece su testimonio oral a Silvia quien sí posee el control del discurso escrito. En la decisión de contar una historia de vida y en la de escribirla, el lenguaje se perfila como un recurso liberador que confronta la violencia sexual volcada sobre el cuerpo de la mujer —histórico territorio de disputas por su emancipación— y paradójicamente la confronta narrando sus episodios más dolorosos.

Así, la célebre pregunta de Gayatri Spivak, «¿Puede el subalterno hablar?», obtiene una respuesta parcialmente positiva en la reciente novela de Teresa Ruiz Rosas, en tanto la condición subalterna de una mujer como Diana solo alcanza a ser voz mediada por otra mujer, Silvia, situada en una posición menos oprimida y con mayores posibilidades de expresión para su discurso.

Nada que declarar representa un punto de quiebre en la novelística de Teresa Ruiz Rosas, no solo porque se trata de una obra notablemente más extensa que sus precedentes sino por la ambición del proyecto narrativo que la orienta: una voz narrativa muy versátil en cuanto al punto de vista —del narrador-personaje a la tercera persona omnisciente y la combinación simultánea del estilo directo e indirecto— narraciones alternadas, retrospecciones, largas y por momentos extenuantes digresiones, y un constante diálogo intertextual entre literatura y experiencia vital, pero sobre todo, un afán totalizante en el cual espacios, culturas y lenguas se superponen en una narración que les confiere simultaneidad, como ha sido propio de la novela posmoderna, configurando una novela total no porque exhiba una minuciosa descripción de la realidad sino porque condensa aspectos contrastantes de realidades diversas.

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