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Crítica y sinopsis de películas

Jordán y el “Moqueguazo”

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El presidente García declaró ante los medios de comunicación que el general Jordán se entregó mansamente en Moquegua. Criticó que el contingente dirigido por el general PNP no estuviera provisto de armas disuasivas, lo cual permitió a los agitadores reducir con facilidad a los policías. El presidente tuvo algunas frases muy duras contra el general Jordán a quien, prácticamente y en vivo y en directo a todo el país, calificó de cobarde: “Una persona que tiene miedo físico es mejor que no se meta en estas cosas”.

Diversos analistas se manifestaron acerca de la ineptitud del ministro Alva Castro respecto al “moqueguazo”, lo que no es novedad, ya que en otros conflictos sociales similares (Ayacucho, Chimbote) brilló por su ausencia. Hace mucho tiempo que a Alva Castro el oficialismo y sus eventuales aliados fujimoristas y de Unidad Nacional le arrojan un salvavidas para evitar la vergüenza de la censura a un ministro aprista. Sin embargo, a medida que este blindaje aumenta, también se incrementa el descrédito del Congreso y la aprobación presidencial. Alva Castro representa un lastre muy pesado como para cargar con él gratuitamente, a sabiendas que no suma nada, en absoluto, a los logros económicos que viene obteniendo el Ejecutivo.

Pero lo sustancial aquí son las declaraciones del presidente en torno a las responsabilidades sobre el desborde popular en Moquegua. García volvió a salvar a su correligionario al enfilar sus baterías contra el general Jordán, como si este tuviera a su cargo la estrategia de prevención de conflictos sociales que, como el de Moquegua, eran previsibles. No, señor presidente, Alva Castro ha demostrado con creces que es un inútil en materia de seguridad interna y que está más interesado en otras carteras -publicar artículos sobre economía es una señal muy sutil- puesto que durante los momentos más críticos de la protesta en Moquegua, se escondió y no dio la cara, salvo para referirse a Fernando Rospigliosi con quien sostiene un diferendo de larga data.

Debemos agradecer a la “mansedumbre” del general Jordán que no tengamos muertos que lamentar. ¿Qué hubiera sucedido si, efectivamente, los policías enfrentaban con sus armas a los manifestantes? Simplemente una masacre similar a la del Frontón. Señor presidente, ¿acaso no aprendió usted las lecciones del pasado? ¿Cuál es la deuda que usted o el APRA tienen con Alva Castro? Los dos muertos en Ayacucho levantaron una andanada de críticas al procedimiento de que emplea la policía contra los manifestantes e hizo trastabillar al ministro del Interior, quien supo salir airoso como siempre.

Jordán brindó una lección de sensatez y prudencia a pesar de que el costo profesional para él mismo haya sido elevado. La represión con armas de fuego, los muertos regados a lo largo del puente Montalvo y los policías ajusticiados por la turba jamás podrían ser compensados por algún reconocimiento presidencial al valor. Pero la lección que deja a las fuerzas de orden: nada justifica el atropello a los derechos humanos ni la ley ni la fuerza de las armas. El diálogo debe imponerse hasta agotar todos los recursos. De no haber sido por la que sí fue una fallida intervención de la DINOES quienes dispararon bombas lacrimógenas durante el diálogo con los manifestantes, posiblemente, los policías no hubieran sido secuestrados. Si bien Jordán está asumiendo las consecuencias de su decisión, sabe que puede dormir tranquilo sin cargar en la conciencia con el peso de cientos de muertos, algo que dudamos, pueda hacer el presidente García.
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¿Puede el subalterno hablar?

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Los fines de semana suelo leer “Rincón del autor”, columna de Hugo Guerra en El Comercio, cuyas apreciaciones previas a la del último sábado 7 de junio, se caracterizaban por la precisión y la claridad en la forma que exponía sus ideas. Grande fue mi sorpresa al leer su artículo titulado “La tuerca que debe ajustarse”, en la cual tiene frases nada halagüeñas respecto a Evo Morales. Me recordó a una editorial de Aldo Mariátegui en la que luego calificar a los reservistas etnocaceristas como ignorantes, los conminaba a leer la carta que Miguel Grau escribió a la viuda de Arturo Prat, como ejemplo de respeto al rival caído. Curiosa la persuasión de Aldo: insulta primero y luego sustenta la idea del respeto al adversario.

Similar actitud tuvo Mario Vargas Llosa al comentar la visita de Evo Morales a España poco después de ser elegido presidente de Bolivia: “ardilla trepadora”, “peinado de fraile campanero”, “sus chompas rayadas con todos los colores del arco iris, las casacas de cuero raídas, los vaqueros arrugados y los zapatones de minero se convertirán pronto en el nuevo signo de distinción vestuaria de la progresía occidental. Excelente noticia para los criadores de auquénidos bolivianos y peruanos, y para los fabricantes de chompas de alpaca, llama o vicuña de los países andinos, que así verán incrementarse sus exportaciones ”. Si bien más adelante Vargas Llosa modera sus frases y elabora una argumentación más sólida frente al nacionalismo emergente en América Latina, estas apreciaciones no hacen más que encender la pradera, oscurecer la comprensión del problema y convertir su imagen en blanco de ataques, es decir, el objetivo mayor que consiste en criticar alguna postura totalitaria se desvirtúa cuando se recurre a las mismas estrategias arteras de quienes son criticados.

Esta es la actitud que me sorprendió al leer el artículo de Hugo Guerra: “Quizá esté emulando a su paradigmático Hugo Chávez, o tal vez desde su psicología de subalterno acomplejado pretenda convertirse en una suerte de gorila andino. Y esto no es uso de adjetivos azarosos, porque quien lo haya observado en las reuniones internacionales, advertirá que mezcla la hipocresía formal con el ataque artero”. ¿Acaso esta apelación a complejos de inferioridad y a la fisonomía andina no son “ataques arteros”? Parece que Guerra olvidó las fallidas palabras del padre de Lourdes Flores, a quien la lideresa de Unidad Nacional le debe el no haber llegado a la segunda vuelta electoral en 2002.

Es cierto que los comentarios de Evo Morales sobre la obesidad y el antiimperialismo de Alan García estuvieron fuera de lugar, toda vez que un mandatario invitado a una cumbre debe guardar las formas que corresponden a su investidura. También es cierto que Morales, lamentablemente, no puede zafarse de la impronta bolivariana y pareciera que asumir actitudes desafiantes en los eventos internacionales fuera una manera de imitar a Hugo Chávez. Sin embargo, cuando Guerra plantea su crítica a Morales en los términos citados líneas arriba, difícilmente logrará persuadir a aquellos que consideran a Evo Morales como un modelo de reivindicación de los derechos de las minorías indígenas. A propósito de esto, escribí un extenso ensayo sobre el Arequipazo, en el cual sostengo que más que un reclamo contra la privatización, la protesta popular en la Ciudad Blanca estuvo amparada por la indignación de la ciudadanía frente a los insultos del ministro del Interior, Fernando Rospigliosi.

La hipocresía formal que Guerra adjudica a Evo Morales también la tuvo Alan García en similares circunstancia y ante Hugo Chávez. Luego de que aquel fuera calificado como “ladrón de siete suelas” por el presidente venezolano, en la cumbre de Santa Cruz, ambos de estrecharon la mano para la fotografía. Al ser consultado por la prensa, García declaro que “hay química”. Más integro fue Rafael Correa en Lima, ya que de ninguna manera iba a prestarse a fingir que con Álvaro Uribe podría existir un simple borrón y cuenta nueva.

En otra sección del artículo, Guerra dice: “frente al enfoque radical de Evo Morales sobre la relación con el Perú, es hora de reaccionar con prudencia pero con energía”. Plenamente de acuerdo, señor Guerra, aunque cabe decir que el tono que utiliza en su texto más enérgico que prudente. Revocar las facilidades de acceso de Bolivia al mar de Ilo, militarizar la frontera con Bolivia (ud. critica a Chávez pero propone lo mismo que él frente a Colombia).

Entonces, ¿debemos tolerar los exabruptos de Chávez y Morales? En absoluto; lo que debemos hacer es combatirlos con buenas ideas. Ello significa solidez en los argumentos y desapasionamiento. Impregnar de emotividad a nuestras opiniones es casi inevitable, pero lo que sí podemos —y debemos evitar— es convertirnos en fanáticos del antifanatismo.

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¿Puede el subalterno hablar?

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Los fines de semana suelo leer “Rincón del autor”, columna de Hugo Guerra en El Comercio, cuyas apreciaciones previas a la del último sábado 7 de junio, se caracterizaban por la precisión y la claridad en la forma que exponía sus ideas. Grande fue mi sorpresa al leer su artículo titulado “La tuerca que debe ajustarse”, en la cual tiene frases nada halagüeñas respecto a Evo Morales. Me recordó a una editorial de Aldo Mariátegui en la que luego calificar a los reservistas etnocaceristas como ignorantes, los conminaba a leer la carta que Miguel Grau escribió a la viuda de Arturo Prat, como ejemplo de respeto al rival caído. Curiosa la persuasión de Aldo: insulta primero y luego sustenta la idea del respeto al adversario.

Similar actitud tuvo Mario Vargas Llosa al comentar la visita de Evo Morales a España poco después de ser elegido presidente de Bolivia: “ardilla trepadora”, “peinado de fraile campanero”, “sus chompas rayadas con todos los colores del arco iris, las casacas de cuero raídas, los vaqueros arrugados y los zapatones de minero se convertirán pronto en el nuevo signo de distinción vestuaria de la progresía occidental. Excelente noticia para los criadores de auquénidos bolivianos y peruanos, y para los fabricantes de chompas de alpaca, llama o vicuña de los países andinos, que así verán incrementarse sus exportaciones ”. Si bien más adelante Vargas Llosa modera sus frases y elabora una argumentación más sólida frente al nacionalismo emergente en América Latina, estas apreciaciones no hacen más que encender la pradera, oscurecer la comprensión del problema y convertir su imagen en blanco de ataques, es decir, el objetivo mayor que consiste en criticar alguna postura totalitaria se desvirtúa cuando se recurre a las mismas estrategias arteras de quienes son criticados.

Esta es la actitud que me sorprendió al leer el artículo de Hugo Guerra: “Quizá esté emulando a su paradigmático Hugo Chávez, o tal vez desde su psicología de subalterno acomplejado pretenda convertirse en una suerte de gorila andino. Y esto no es uso de adjetivos azarosos, porque quien lo haya observado en las reuniones internacionales, advertirá que mezcla la hipocresía formal con el ataque artero”. ¿Acaso esta apelación a complejos de inferioridad y a la fisonomía andina no son “ataques arteros”? Parece que Guerra olvidó las fallidas palabras del padre de Lourdes Flores, a quien la lideresa de Unidad Nacional le debe el no haber llegado a la segunda vuelta electoral en 2002.

Es cierto que los comentarios de Evo Morales sobre la obesidad y el antiimperialismo de Alan García estuvieron fuera de lugar, toda vez que un mandatario invitado a una cumbre debe guardar las formas que corresponden a su investidura. También es cierto que Morales, lamentablemente, no puede zafarse de la impronta bolivariana y pareciera que asumir actitudes desafiantes en los eventos internacionales fuera una manera de imitar a Hugo Chávez. Sin embargo, cuando Guerra plantea su crítica a Morales en los términos citados líneas arriba, difícilmente logrará persuadir a aquellos que consideran a Evo Morales como un modelo de reivindicación de los derechos de las minorías indígenas. A propósito de esto, escribí un extenso ensayo sobre el Arequipazo, en el cual sostengo que más que un reclamo contra la privatización, la protesta popular en la Ciudad Blanca estuvo amparada por la indignación de la ciudadanía frente a los insultos del ministro del Interior, Fernando Rospigliosi.

La hipocresía formal que Guerra adjudica a Evo Morales también la tuvo Alan García en similares circunstancia y ante Hugo Chávez. Luego de que aquel fuera calificado como “ladrón de siete suelas” por el presidente venezolano, en la cumbre de Santa Cruz, ambos de estrecharon la mano para la fotografía. Al ser consultado por la prensa, García declaro que “hay química”. Más integro fue Rafael Correa en Lima, ya que de ninguna manera iba a prestarse a fingir que con Álvaro Uribe podría existir un simple borrón y cuenta nueva.

En otra sección del artículo, Guerra dice: “frente al enfoque radical de Evo Morales sobre la relación con el Perú, es hora de reaccionar con prudencia pero con energía”. Plenamente de acuerdo, señor Guerra, aunque cabe decir que el tono que utiliza en su texto más enérgico que prudente. Revocar las facilidades de acceso de Bolivia al mar de Ilo, militarizar la frontera con Bolivia (ud. critica a Chávez pero propone lo mismo que él frente a Colombia).

Entonces, ¿debemos tolerar los exabruptos de Chávez y Morales? En absoluto; lo que debemos hacer es combatirlos con buenas ideas. Ello significa solidez en los argumentos y desapasionamiento. Impregnar de emotividad a nuestras opiniones es casi inevitable, pero lo que sí podemos —y debemos evitar— es convertirnos en fanáticos del antifanatismo.

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Aproximación al pensamiento liberal de Mario Vargas Llosa

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Debate en el CEPS

Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe

Gracias a la invitación de Gonzalo Gamio profesor de filosofía de la PUCP, es que, desde finales del año pasado, asisto mensualmente a las reuniones del Círculo de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) que agrupa a profesionales y estudiantes de ciencias sociales y humanidades. En un principio, las reuniones tenían lugar en la casa de algunos de los miembros; pero, a medida que se iba incrementando el número de participantes, se vio por conveniente realizarlas en la sede de Transparencia. La sesión del sábado 10 de mayo estuvo dedicada al pensamiento liberal del escritor peruano Mario Vargas Llosa en la cual tuve la oportunidad de compartir la mesa de debates con Héctor Ñaupari, ex dirigente del movimiento Libertad y notable activista del liberalismo en el Perú. (Grande fue mi sorpresa, ya que lo conocí dos años antes como poeta en La Noche de Lima y luego en una charla informal en la que debatimos acerca del feminismo).

La discusión fue clara y alturada, salpicada por momentos, con la vehemencia propia de aquellos que defienden sus ideas con la convicción estar en lo cierto. Héctor inició la primera ronda del conversatorio delimitando la noción de liberalismo, en relación a sus diversas tendencias y en contraste con el marxismo. Luego, continuó con la caracterización del pensamiento liberal de Vargas Llosa al cual calificó como “insular”, debido a sus peculiaridades, las cuales condujeron al notable escritor a sostener discrepancias no solo con adversarios conservadores de derecha, sino con aquellos liberales que, supuestamente, compartirían su postura.

Mi intervención giró en torno a los nexos entre la teoría de la novela de Vargas Llosa y su ideología política liberal. Sostuve que en el liberalismo político del autor de La ciudad y los perros tiene sus raíces en la concepción individualista del creador literario, por lo cual se deduce que el giro ideológico socialismo-liberalismo no representó una reformulación estructural de la ideología política vargallosiana, sino una reorientación de las mismas inquietudes pero hacia otro frente.

Las discrepancias afloraron, como era de esperarse, durante la ronda de comentarios y réplicas: ¿Es Vargas Llosa un liberal o un neoliberal? ¿Su noción de libertad es eurocentrista? ¿Su prestigio como novelista lo avala como analista político? ¿Fue acertado su apoyo a la guerra en Irak? ¿Qué significa que en cada vez que se halla en Israel se sienta de izquierda? ¿Por qué el movimiento Libertad se unió a Acción Popular y al PPC y cómo pudo albergar en sus filas a individuos tan reaccionarios y conservadores como Rafael Rey, Manuel D’Ornellas, Patricio Ricketts y Eduardo Calmell del Solar? El análisis de estas y otras cuestiones relativas a la posición política de Vargas Llosa sirvió como punto de entrada para discutir otros temas como el de Cuba, la situación de la izquierda en el Perú, los errores en la campaña presidencial del 90, pluralismo, relativismo cultural y tolerancia, universalidad de los derechos humanos, etc.

Héctor sindicó a la izquierda como la gran responsable de la debacle política y social en el Perú durante la década de los 80 además de cómplice del aprismo y el fujimorismo en la derrota de Vargas Llosa: en el periodo 85-90 la izquierda y el aprismo votaron juntos en el congreso a favor de la estatización de la banca y en el 90 fue la primera vez que la izquierda y el APRA votaron juntos por el mismo candidato para cerrar las filas al “enemigo común”. Lo que no previeron fue la traición de Fujimori: “fujishock” y autogolpe.

En este punto, el consenso es inevitable. La izquierda —si bien hoy no está unida, ya sea por ausencia de líderes o por su desprestigio como opción política— no deslindó posiciones con Sendero Luminoso ni con el MRTA. Pero hablar de la izquierda como un movimiento compacto y sin matices conduce al equívoco. Cierto es que los políticos de izquierda no censuraron todos de la misma manera el accionar de los movimientos terroristas. Sin embargo, como lo mencioné en el debate, en el Perú y en Latinoamérica existen dos izquierdas: la democrática y la autoritaria; la que respeta el estado de derecho y el libre mercado, y la que pretende llegar al poder por el fusil. Por otro lado, recordemos que fue la izquierda —aunque no solo ella— la que colaboró en el diseño de la Constitución del 79, de carácter humanista y social. En síntesis, la gran deuda de la izquierda peruana es recuperar su imagen progresista ante la población, tan venida a menos puesto que se le identifica solo con el violentismo. Por ello, considero que Ñaupari se equivocó al señalar a la izquierda como un todo cuando, en realidad, aglutina a tendencias en conflicto y porque olvidó a la izquierda democrática que, de alguna manera, saldó parte de su deuda con la nación a través del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

La tolerancia y el relativismo cultural también generaron polémica en relación al artículo en el que Vargas Llosa abordó la prohibición del velo islámico a las mujeres musulmanas en Francia. Ñaupari, en la línea de Vargas Llosa y, supongo, de la mayoría de liberales, sostuvo que ciertas prácticas culturales deben ser erradicadas si atentan contra la cultura de la libertad democrática. A propósito de esto, Vargas Llosa considera que la cultura de la libertad es una creación de Occidente y un aporte del mismo a la humanidad. En consecuencia, extenderla hacia otras sociedades siempre será beneficioso para ellas, ya que las conducirá hacia el progreso tal como sucedió en Europa y los Estados Unidos. Pero ¿debe imponerse la democracia liberal a otras sociedades solo en virtud de las ventajas que representó para las sociedades donde se originó? ¿si es racional no importa por la fuerza? Equiparar el uso del velo islámico con la castración femenina puede ser muy útil en términos pragmáticos, pero sería como confundir a un fiel devoto de la beata Melchorita con un fanático religioso quákero: en ambos casos subyace una actitud de rechazo hacia creencias distintas a la propia, pero en grados diferentes. Considero que si el liberalismo desea consolidarse no solo como una forma de gobierno o regulación económica, sino como “actitud vital” del ser humano, debe recurrir a la ética intercultural. De esta manera, podrá dialogar con el sentido común de la gente, con lo que esta piensa, siente y actúa. Para ello, será menester que el liberalismo tome en cuenta las particularidades culturales de las sociedades donde pretende afianzarse (véase el artículo “Liberalismo y ética intercultural: ¿libertad por la razón o por la fuerza?”) debido a que discurso e ideología son modelados por la cultura y el lenguaje; en otras palabras, el liberalismo debe abandonar la actitud soberbia y perdonavidas que caracteriza a buena parte de sus representantes quienes lo impregnan con un manto de suficiencia y superioridad cultural, los cuales dificultan la recepción de sus contenidos y, contrariamente, provocan mayor rechazo. Por lo tanto, Vargas Llosa sobredimensiona las posibilidades de la cultura de la libertad al estilo occidental si se obvia el hecho de que Occidente, más que una región geográfica, es un estilo de vida y la representación de una cultura a la cual le costó “sangre, sudor y lágrimas” forjar un sistema político-económico. ¿Deben correr el resto de culturas la misma suerte que Europa atravesó durante siglos solo para alinearse con ella? No. Cada cultura debe forjar su liberalismo “sin calco ni copia”.

La cuestión de la libertad no estuvo ausente. En contraste con la postura de Ñaupari, manifesté que la libertad negativa (Isaiah Berlin desarrolló este concepto en su célebre ensayo Dos conceptos sobre la libertad) —aquella que consiste en la no interferencia del otro en el ámbito de la autonomía personal, es decir, de no coacción— es incompleta mientras no tienda puentes para establecer lazos solidarios con el otro, o sea, que si el otro es solo visto como una potencial amenaza frente a mi autonomía, este ensalzamiento de la libertad negativa de parte de cierto sector del liberalismo más radical se convertirá en un obstáculo para la formación de una sociedad solidaria, ya que fomentaría el individualismo y la atomización de las relaciones sociales. Por ello, no se debe confundir autonomía con individualismo: la autonomía liberal basada en el principio de la libertad negativa no debe recaer en un simple individualismo egocéntrico sino complementarse con la solidaridad, la cooperación y la justicia social.

Al término del debate, muchas ideas quedaron en el tintero y, por cuestiones de tiempo, algunas preguntas del auditorio no fueron absueltas. Sin embargo, Héctor se comprometió a participar en cualquier otro debate sobre el liberalismo que tuviera lugar en el CEPS. Finalmente, coincidimos en que, a pesar de los exabruptos ocasionales de nuestro laureado escritor, debemos reconocer —como dijera alguna vez— que “la política no se debe separar de la moral” y ello, Vargas Llosa lo ha demostrado a lo largo de su trayectoria como “novelista, ensayista, ciudadano y político”.
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Aproximación al pensamiento liberal de Mario Vargas Llosa

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Debate en el CEPS

Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe

Gracias a la invitación de Gonzalo Gamio profesor de filosofía de la PUCP, es que, desde finales del año pasado, asisto mensualmente a las reuniones del Círculo de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) que agrupa a profesionales y estudiantes de ciencias sociales y humanidades. En un principio, las reuniones tenían lugar en la casa de algunos de los miembros; pero, a medida que se iba incrementando el número de participantes, se vio por conveniente realizarlas en la sede de Transparencia. La sesión del sábado 10 de mayo estuvo dedicada al pensamiento liberal del escritor peruano Mario Vargas Llosa en la cual tuve la oportunidad de compartir la mesa de debates con Héctor Ñaupari, ex dirigente del movimiento Libertad y notable activista del liberalismo en el Perú. (Grande fue mi sorpresa, ya que lo conocí dos años antes como poeta en La Noche de Lima y luego en una charla informal en la que debatimos acerca del feminismo).

La discusión fue clara y alturada, salpicada por momentos, con la vehemencia propia de aquellos que defienden sus ideas con la convicción estar en lo cierto. Héctor inició la primera ronda del conversatorio delimitando la noción de liberalismo, en relación a sus diversas tendencias y en contraste con el marxismo. Luego, continuó con la caracterización del pensamiento liberal de Vargas Llosa al cual calificó como “insular”, debido a sus peculiaridades, las cuales condujeron al notable escritor a sostener discrepancias no solo con adversarios conservadores de derecha, sino con aquellos liberales que, supuestamente, compartirían su postura.

Mi intervención giró en torno a los nexos entre la teoría de la novela de Vargas Llosa y su ideología política liberal. Sostuve que en el liberalismo político del autor de La ciudad y los perros tiene sus raíces en la concepción individualista del creador literario, por lo cual se deduce que el giro ideológico socialismo-liberalismo no representó una reformulación estructural de la ideología política vargallosiana, sino una reorientación de las mismas inquietudes pero hacia otro frente.

Las discrepancias afloraron, como era de esperarse, durante la ronda de comentarios y réplicas: ¿Es Vargas Llosa un liberal o un neoliberal? ¿Su noción de libertad es eurocentrista? ¿Su prestigio como novelista lo avala como analista político? ¿Fue acertado su apoyo a la guerra en Irak? ¿Qué significa que en cada vez que se halla en Israel se sienta de izquierda? ¿Por qué el movimiento Libertad se unió a Acción Popular y al PPC y cómo pudo albergar en sus filas a individuos tan reaccionarios y conservadores como Rafael Rey, Manuel D’Ornellas, Patricio Ricketts y Eduardo Calmell del Solar? El análisis de estas y otras cuestiones relativas a la posición política de Vargas Llosa sirvió como punto de entrada para discutir otros temas como el de Cuba, la situación de la izquierda en el Perú, los errores en la campaña presidencial del 90, pluralismo, relativismo cultural y tolerancia, universalidad de los derechos humanos, etc.

Héctor sindicó a la izquierda como la gran responsable de la debacle política y social en el Perú durante la década de los 80 además de cómplice del aprismo y el fujimorismo en la derrota de Vargas Llosa: en el periodo 85-90 la izquierda y el aprismo votaron juntos en el congreso a favor de la estatización de la banca y en el 90 fue la primera vez que la izquierda y el APRA votaron juntos por el mismo candidato para cerrar las filas al “enemigo común”. Lo que no previeron fue la traición de Fujimori: “fujishock” y autogolpe.

En este punto, el consenso es inevitable. La izquierda —si bien hoy no está unida, ya sea por ausencia de líderes o por su desprestigio como opción política— no deslindó posiciones con Sendero Luminoso ni con el MRTA. Pero hablar de la izquierda como un movimiento compacto y sin matices conduce al equívoco. Cierto es que los políticos de izquierda no censuraron todos de la misma manera el accionar de los movimientos terroristas. Sin embargo, como lo mencioné en el debate, en el Perú y en Latinoamérica existen dos izquierdas: la democrática y la autoritaria; la que respeta el estado de derecho y el libre mercado, y la que pretende llegar al poder por el fusil. Por otro lado, recordemos que fue la izquierda —aunque no solo ella— la que colaboró en el diseño de la Constitución del 79, de carácter humanista y social. En síntesis, la gran deuda de la izquierda peruana es recuperar su imagen progresista ante la población, tan venida a menos puesto que se le identifica solo con el violentismo. Por ello, considero que Ñaupari se equivocó al señalar a la izquierda como un todo cuando, en realidad, aglutina a tendencias en conflicto y porque olvidó a la izquierda democrática que, de alguna manera, saldó parte de su deuda con la nación a través del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

La tolerancia y el relativismo cultural también generaron polémica en relación al artículo en el que Vargas Llosa abordó la prohibición del velo islámico a las mujeres musulmanas en Francia. Ñaupari, en la línea de Vargas Llosa y, supongo, de la mayoría de liberales, sostuvo que ciertas prácticas culturales deben ser erradicadas si atentan contra la cultura de la libertad democrática. A propósito de esto, Vargas Llosa considera que la cultura de la libertad es una creación de Occidente y un aporte del mismo a la humanidad. En consecuencia, extenderla hacia otras sociedades siempre será beneficioso para ellas, ya que las conducirá hacia el progreso tal como sucedió en Europa y los Estados Unidos. Pero ¿debe imponerse la democracia liberal a otras sociedades solo en virtud de las ventajas que representó para las sociedades donde se originó? ¿si es racional no importa por la fuerza? Equiparar el uso del velo islámico con la castración femenina puede ser muy útil en términos pragmáticos, pero sería como confundir a un fiel devoto de la beata Melchorita con un fanático religioso quákero: en ambos casos subyace una actitud de rechazo hacia creencias distintas a la propia, pero en grados diferentes. Considero que si el liberalismo desea consolidarse no solo como una forma de gobierno o regulación económica, sino como “actitud vital” del ser humano, debe recurrir a la ética intercultural. De esta manera, podrá dialogar con el sentido común de la gente, con lo que esta piensa, siente y actúa. Para ello, será menester que el liberalismo tome en cuenta las particularidades culturales de las sociedades donde pretende afianzarse (véase el artículo “Liberalismo y ética intercultural: ¿libertad por la razón o por la fuerza?”) debido a que discurso e ideología son modelados por la cultura y el lenguaje; en otras palabras, el liberalismo debe abandonar la actitud soberbia y perdonavidas que caracteriza a buena parte de sus representantes quienes lo impregnan con un manto de suficiencia y superioridad cultural, los cuales dificultan la recepción de sus contenidos y, contrariamente, provocan mayor rechazo. Por lo tanto, Vargas Llosa sobredimensiona las posibilidades de la cultura de la libertad al estilo occidental si se obvia el hecho de que Occidente, más que una región geográfica, es un estilo de vida y la representación de una cultura a la cual le costó “sangre, sudor y lágrimas” forjar un sistema político-económico. ¿Deben correr el resto de culturas la misma suerte que Europa atravesó durante siglos solo para alinearse con ella? No. Cada cultura debe forjar su liberalismo “sin calco ni copia”.

La cuestión de la libertad no estuvo ausente. En contraste con la postura de Ñaupari, manifesté que la libertad negativa (Isaiah Berlin desarrolló este concepto en su célebre ensayo Dos conceptos sobre la libertad) —aquella que consiste en la no interferencia del otro en el ámbito de la autonomía personal, es decir, de no coacción— es incompleta mientras no tienda puentes para establecer lazos solidarios con el otro, o sea, que si el otro es solo visto como una potencial amenaza frente a mi autonomía, este ensalzamiento de la libertad negativa de parte de cierto sector del liberalismo más radical se convertirá en un obstáculo para la formación de una sociedad solidaria, ya que fomentaría el individualismo y la atomización de las relaciones sociales. Por ello, no se debe confundir autonomía con individualismo: la autonomía liberal basada en el principio de la libertad negativa no debe recaer en un simple individualismo egocéntrico sino complementarse con la solidaridad, la cooperación y la justicia social.

Al término del debate, muchas ideas quedaron en el tintero y, por cuestiones de tiempo, algunas preguntas del auditorio no fueron absueltas. Sin embargo, Héctor se comprometió a participar en cualquier otro debate sobre el liberalismo que tuviera lugar en el CEPS. Finalmente, coincidimos en que, a pesar de los exabruptos ocasionales de nuestro laureado escritor, debemos reconocer —como dijera alguna vez— que “la política no se debe separar de la moral” y ello, Vargas Llosa lo ha demostrado a lo largo de su trayectoria como “novelista, ensayista, ciudadano y político”.
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¿A dónde va el libre mercado?

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A propósito de un artículo de César Hildebrandt

Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe
www.naufragoaqp.blogspot.com

El periodista antiliberal y el comentarista fiel

Gracias a los comentarios desinteresados de un amigo y ex condiscípulo de la secundaria, Lucho Juárez, es que recientemente me veo más obligado a escribir sobre ciertos temas cuya discusión considero importante. De no ser por este fiel comentarista, difícilmente hubiera leído el artículo que César Hildedrandt escribió sobre el libre mercado en agosto de 2007 (el cual sugiero leer antes de esta nota, puede consultarlo en http://cesarhildebrandt.wordpress.com/2007/08/17/economia-de-mercado/; fiel a su estilo incisivo y mordaz, este connotado periodista odiado y admirado a la vez, de seguro que es extrañado por un gran sector de los televidentes, agotados por las moralejas de Cecilia Valenzuela o nostálgicos por los mejores momentos de Rosa María Palacios: “La ventana indiscreta” parece cada vez más un recetario sobre lo políticamente correcto mientras que “Prensa libre” padece de un ritmo por momentos cansino). En el mencionado artículo, su autor arremete contra el libre mercado, el capitalismo salvaje y el liberalismo con mucho hígado pero sin distinguir el trigo de la paja: solo se regodea con la paja. A continuación, procuraré “despajarizar” lo vertido acerca del libre mercado para completar la otra parte ausente en el texto de Hildebrandt.

La fuente desconocida

Tanto los que defienden a muerte como los que critican el liberalismo político y/o económico cometen el error de no consultar las fuentes sino que reciclan la crítica de la crítica. Dudo que Hildebrandt haya leído La riqueza de las naciones de Adam Smith además de su Teoría de los sentimientos morales los cuales muchos liberales económicos acérrimos y antiliberales también deberían revisar. En La riqueza de las naciones Smith afirma que el mercado debe regular la economía mediante la oferta y la demanda (la mano invisible), pero en ningún momento dice que el Estado deba desaparecer, más bien dice que este debe garantizar el bienestar individual del ciudadano permitiéndole acceder a los requerimientos mínimos para su realización, a partir de lo cual, cada uno podrá escoger su destino. Esto lo complementa en Teoría de los sentimientos morales un tratado acerca de los valores éticos sostenidos por el liberalismo clásico. El desconocimiento de ambos textos induce al error generalizado, en la actualidad, de confundir liberalismo con neoliberalismo y liberalismo político con económico. Obviamente, el ciudadano de a pie no tiene la obligación de conocer estos detalles; sin embargo, aquellos que expresan opiniones favorables o adversas sobre el libre mercado —y por extensión, sobre el liberalismo— o cualquier tema de actualidad no deberían cometer un desliz como este, sobre todo cuando se trata de líderes de opinión como periodistas o políticos (no incluyo a los intelectuales ya que ellos están, lamentablemente, cada vez más lejos de la gente) cuya responsabilidad compartida es hacer pedagogía política.

El liberalismo clásico, en su vertiente política, tiene muchos puntos de coincidencia con el anarquismo (rechazo a la limitación de la libertad) y con el socialismo utópico (bienestar social). Por otro lado, derechos humanos, contrato social, instituciones legales supranacionales, tolerancia con las diferencias, estado de bienestar, etc., son conquistas liberales no socialistas, marxistas ni comunistas. La lucha contra el poder despótico y absolutista de las monarquías europeas la inició el liberalismo, no el marxismo. Estos principios liberales fueron distorsionados en el siglo XX por los ideólogos del capitalismo salvaje (neoliberales) para quienes el mercado está por encima del individuo y lo ético no es más que una molestia a enfrentar.

Hildebrandt enfiló sus baterías contra el libre mercado (con las cuales coincido en parte) pero le faltó pedagogía política para no confundir al lector: todo ello que menciona no es culpa de Adam Smith sino de las tergiversaciones, según algunos expertos, de Milton Friedman y Frederick von Hayek, economistas ultraneoliberales del siglo XX.

Chomsky desarrolla de manera profunda las coincidencias entre liberalismo clásico y socialismo libertario en El gobierno del futuro, conferencia dictada en el Perry Center de Nueva York en 1970. Ahí señala que en el futuro no quedará otra opción que conciliar lo mejor del liberalismo con lo mejor del socialismo para construir un liberalismo de izquierda (posibilidad viable para algunos y para otros un disparate porque se trataría de una contradicción insuperable. Acerca del liberalismo de izquierda sugiero revisar el blog del filósofo Gonzalo Gamio (www.gonzalogamio.blogspot.com) y el del politólogo Martín Tanaka (www.virtuefortuna.blogspot.com). Ambos analizan las posibilidades y obstáculos, respectivamente, que enfrentaría esta síntesis en el Perú).

Chomsky señala que “las ideas liberales clásicas, en su esencia, aunque no en la manera como se desarrollaron, son profundamente anticapitalistas” (15). Critica al libre mercado pero deja en claro que la deshumanización de la sociedad industrial no fue responsabilidad del liberalismo sino del capitalismo industrial de fines del siglo XIX hacia adelante. Este capitalismo solo puso énfasis en la reducción del Estado y en la exacerbación del individualismo el cual no es avalado en su totalidad por el liberalismo clásico ya que busca establecer una comunidad de libre asociación acentuando los vínculos sociales entre sus miembros. Vale la pena citar un fragmento de la conferencia de Chomsky:

“(…) el punto de vista liberal clásico se desarrolla a partir de una determinada idea de la naturaleza humana que hace hincapié en la importancia de la diversidad y la libertad de creación; por lo tanto, ese punto de vista se opone de un modo fundamental al capitalismo industrial con su esclavitud de los salarios, su trabajo alienante y sus principios jerárquicos y autoritarios de organización social y económica (…) el pensamiento liberal clásico se opone a los conceptos del individualismo posesivo, que son inherentes a la ideología capitalista”.

En relación a las limitaciones del libre mercado, Karl Polanyi afirma que el mercado “no podría existir durante un periodo de tiempo prolongado sin arruinar la sustancia humana y natural de la sociedad; aniquilaría físicamente al hombre y destruiría su entorno por completo”. En conclusión, el capitalismo moderno manipuló las tesis del liberalismo clásico; este es el sello del neoliberalismo: capitalismo deshumanizado.

Mercaderes, indiferentes y excluidos

Hildebrandt explota muy bien la pluma ácida, el ejemplo certero y la frase efectista, recursos con los que en dos trazos diseña una estrategia de argumentación práctica para la comprensión del lector pero poco sustancial para el análisis. Los perjuicios del libre mercado deben interpretarse en oposición a sus beneficios. ¿Por qué después de tantos años tenemos tarifa plana de Internet, cable y telefonía? ¿Por qué se reducen las tarifas de llamada a celular y a teléfonos fijos? Por la tremenda oferta que existe de estos servicios en el mercado. Y esta tardía pero beneficiosa reacción de Telefónica no se debe a que el Estado patee el tablero y desconozca los contratos ni a cruzadas sociales contra la inversión española ni a los debates en el congreso sobre la eliminación de la renta básica. Aquello es resultado del esfuerzo de miles de peruanos cuya necesidad los llevó a idear una manera de sacarle la vuelta al sistema aprovechando las ventajas del libre mercado. Me refiero a las cabinas de Internet, los locutorios públicos y a los “hombrecitos celular”. Es a ellos a quienes deberíamos agradecer la rebaja de las tarifas telefónicas porque vienen cubriendo una demanda creciente a precios muy bajos. En 1997, la Universidad Nacional de San Agustín ofrecía el servicio de Internet al público los domingos de 8 a 12 a un precio de 3.50 soles por dos horas. Recuerdo que en el verano de 2000 pagué 4 soles por hora en una cabina ubicada en la avenida Benavides de Miraflores en Lima. Mientras en toda Latinoamérica Telefónica ofrecía tarifa plana de Internet, en el Perú se pagaba por tiempo de conexión en el caso de usuarios domésticos y una tarifa plana solo para distribuidores. ¿Qué sucedió durante los siguientes ocho años? Proliferaron las cabinas públicas de Internet de una manera vertiginosa al punto de que en Arequipa una hora cuesta 0.70 céntimos. (Según estadísticas, el Perú es el país que posee mayores niveles de acceso masivo (cabinas públicas, no doméstico) a Internet en Latinoamérica. Este fue solo el primer paso para que las tarifas de telefonía descendieran puesto que las llamadas por Internet pusieron en sobreaviso a las compañías de telefonía fija y celular: progresivamente, redujeron el precio de la línea fija y de los aparatos y tarifas celulares (los primeros armatostes que llegaron al Perú en 1992 costaban desde 1 000 dólares hacia arriba). Lo curioso es que las campañas de promociones no desalentaron el negocio de las llamadas por Internet sino que, aparte de ello, incentivaron el aprovechamiento de los minutos libres: tal es así que, dependiendo del criterio del “hombrecito celular”, una llamada local cuesta igual que una nacional. (“Los usuarios de telefonía móvil descubrieron que los planes más ventajosos de las empresas del mercado permitían tener minutos más baratos. Así empezó el negocio de vender minutos para llamar a celulares. La ganancia promedio es de 100%”. Fuente: Diario La República.http://www.larepublica.com.pe/content/view/171464/)

Además de la creatividad criolla de los locutorios públicos, no perdamos de vista que gracias al libre mercado es que las tarifas de transporte público urbano no se incrementan de manera correlativa al alza de los combustibles, pese a que dicho aumento estaría plenamente justificado de parte de los transportistas (los precios del pasaje urbano llevan un considerable retraso respecto al alza del combustible: entre 1994 y 2008 el precio de la gasolina y el petróleo aumentó en casi 50% mientras que el pasaje urbano lo hizo en 25 a 30%). Tanto en el transporte urbano masivo como en los taxis existe una “dictadura” de los usuarios quienes retrasan las alzas al no pagar más allá de lo acostumbrado. Este es un típico caso de transferencia de los costos al ofertante del servicio y no al consumidor, como sucede la mayor parte de veces. Sin embargo, aunque los usuarios controlen relativamente estos precios, lo cierto es que también la renovación de unidades de transporte y la adquisición de repuestos es más difícil de sostener debido a que los transportistas no pueden solventar estos costos cada vez mayores por la progresiva reducción de sus ganancias. El resultado: buses y combis contaminadores por carencia de mantenimiento. El caso del transporte urbano masivo y particular es ejemplo de que el mercado libre no solo se sitúa del lado de los ofertantes del servicio o del producto sino también del lado de los usuarios, aunque a veces con perjuicio de ellos mismos.

Muchos se sorprenderían de saber que las localidades más capitalistas del Perú son Puno y Juliaca. Paradójicamente, es en estas ciudades —sobre todo en Juliaca— donde se practica el más rabioso capitalismo de libre mercado a pesar de que suelen hacer noticia por protestar contra el “neoliberalismo hambreador” y por concentrar la mayor cantidad de votos a favor de Ollanta Humala, abanderado del nacionalismo; la región en donde Hernán Fuentes lanza diatribas contra el mercado libre. ¿Cómo entender aquellas protestas si su economía gira en torno de lo que combaten? Simplemente porque aún subsiste un gran sector de la población que no se ha beneficiado del mercado libre como sí sucede con los “hombrecitos celular”. Los contrabandistas no son empresarios que se exponen a los campos minados en la frontera con Chile o a enfrentamientos contra la policía por alguna pasión aventurera: son comerciantes —aunque no todos ellos claro está— que no pueden ingresar a la formalidad por las vallas tan altas que le impone el Estado. En el Chicago de los años 20, el contrabando se desmoronó inmediatamente al derogarse la prohibición sobre el consumo de alcohol.

Entonces, zanjemos el malentendido. Lo que no aceptan los neoliberales ortodoxos es que el Estado intervenga para regular el mercado cuando los individuos ven coaccionada su libertad de elección al no poder alcanzar el grado de realización personal (laboral, artística, académica, etc.) no por la falta de capacidades sino por deficiencias estructurales (vivienda, comunicaciones, salud, educación, economía) que el Estado debe garantizar a sus ciudadanos. Ampliar las redes telefónicas en Asia, Chacarilla o La Planicie es lo económicamente correcto para las empresas de telefonía ya que así podrían asegurar el consumo y la consecuente recuperación del capital; en cambio, instalar Internet, cable y telefonía en Huancavelica, Chumbivilcas o Juli no es atractivo porque los pobladores carecen de recursos para pagar esos servicios y, en consecuencia, no se recuperaría lo invertido. Esta mentalidad empresarial siempre será pragmatista y dudo mucho que cambie a pesar de que la responsabilidad social empresarial es el discurso de moda en las empresas modernas. Hasta que el cambio ocurra, el Estado tiene el legítimo derecho de intervenir en situaciones como el alza indiscriminada de pasajes interprovinciales y alimentos pero no a través del control de precios que genera mayor especulación sino mediante la información y el establecimiento de infraestructura básica. Los alimentos se encarecen por el incremento de los combustibles pero, además, por el flete que agregan los transportistas cuando transitan por carreteras de trocha carrozable. Un maestro rural además de una remuneración digna necesita contar con servicios básicos en la comunidad donde labora, lo mismo que un médico o un abogado. El mercado por sí solo no puede asegurar el progreso de una sociedad si es que no incluye a la mayor parte de sus miembros. Por el contrario, si es excluyente, generará descontento en las mayorías desplazadas. En este sentido, afirmar que la exclusión es implícita al mercado —“Eso es Adam Smith con su Tirifilo más, Milton Friedman con su Lastenio al costado, la mano invisible y el dedo medio en ristre”— según César Hildebrandt, significa caer en inexactitudes.

A lo anterior se agrega que nuestros mercados son imperfectos ya que en lugar de alentar la formación de precios en base a la oferta y la demanda, se fomenta el oligopolio de los reyes de la papa, el camote y la cebolla, y de los intermediarios. Mejores carreteras permitirían a los agricultores primarios (escasa o nulamente tecnificados) a ofrecer sus productos directamente en los mercados sin intermediarios, con el consecuente incremento de sus ganancias, lo cual a mediano o largo plazo deberían invertir en la tecnificación de sus productos tal como viene sucediendo en Ica con la exportación de espárragos a los EEUU; Piura y Tumbes con el mango; y Cajamarca con los lácteos. El alza mundial en el precio de los alimentos bien podría beneficiar a los más necesitados: aquel vasto sector de comunidades empobrecidas debido a los mercados imperfectos y a la ineficiencia del Estado y los gobiernos regionales cuyas arcas están repletas de dinero pero carentes de proyectos de inversión. Para los agricultores de la sierra, el mercado libre dejará de ser “el monstruo detrás de los cerros” cuando comprueben que mejora su nivel de vida tanto por el incremento de sus ingresos como por la calidad de los servicios públicos (salud, educación y vivienda).
De esta manera, nos damos cuenta de que, en realidad, algunos de los vicios atribuidos al libre mercado (desigualdad, exclusión, alza de precios) son corresponsabilidad de las políticas económicas de los estados que dejan al mercado en piloto automático.

En resumen, para que el mercado libre funcione allí donde es excluyente el Estado debe intervenir como promotor de la inversión privada a la vez que asegura la infraestructura básica para el desarrollo de los ciudadanos. Por lo tanto, suele suceder que las deficiencias del libre mercado no sean responsabilidad total de los capitalistas sino también del Estado que abandona a su suerte el bienestar social.

Libertad económica y libertad política

En Alaska, EEUU, una empresa minera fue sancionada severamente al comprobarse que contaminaba el medio ambiente; en Uruguay, sucesivos gobiernos han convocado a plebiscito la cuestión de la privatización del servicio de agua potable y, hasta ahora, siempre ha perdido la privatización. Ambos ejemplos demuestran que salvaguardar los intereses de los ciudadanos no implica atentar contra el libre mercado: se sanciona a los que infringen la ley y se consulta a los directamente afectados sobre decisiones trascendentales como la administración del agua.

Si antes mencioné que la exclusión no es implícita al libre mercado sino que determinadas condiciones estructurales no permiten la inclusión de las mayorías en su circuito, no es menos cierto que los gobiernos son los responsables de los términos en que se negocian los contratos de privatización. Si la negociación es perjudicial para los intereses nacionales, se debe diseñar mecanismos jurídicos que permitan su revisión, lo cual no equivale a patear el tablero y desconocer los acuerdos. El libre mercado no es el culpable de los estropicios o de la ineptitud de los gobiernos que celebran acuerdos sin tomar en cuenta el costo-beneficio para sus ciudadanos. Si a Telefónica se le entregó en bandeja el mercado de las telecomunicaciones en el Perú y no reditúa los beneficios al Estado en los términos estipulados, iluso es creer que por “buena fe” lo harán más adelante. ¿Quién y bajo qué condiciones privatizó las empresas públicas? ¿A dónde fue a parar todo ese dinero? Aquellos sujetos tienen nombre y apellido y son los que deben responder, pero de ahí a satanizar al libre mercado endilgándole la depredación de la riqueza nacional existe un trecho muy largo. No debemos confundir el clientelismo, la prebenda, el favoritismo político con el libre mercado. Mercantilismo no es igual a mercado libre sino que es su distorsión y junto con los anteriores, los causantes de la desconfianza popular ante la libre competencia en el mercado.

Otro aspecto que los neoliberales dogmáticos proclaman a los cuatro vientos es que las libertades económicas generan por añadidura, libertades políticas; es decir, si saturásemos Irak de franquicias de comida rápida entonces ello ayudaría a que los fundamentalistas islámicos se democraticen. La historia ha demostrado lo contrario: que las libertades económicas carentes de libertades políticas han servido para sostener dictaduras en el poder bajo el pretexto del crecimiento económico. En Taiwán, uno de los tigres asiáticos, la dictadura del Kuomintang duró hasta 1991; en Singapur, el sistema de gobierno se aproximaba más al autoritarismo que a una democracia multipartidista: Lee Kuan Yew fue el único primer ministro desde 1959 hasta 1990, cuando por su propia voluntad decidió dejar el cargo; desde 1953, en Corea del Sur las dictaduras militares se sucedieron el poder hasta los años 80; ¿sería necesario abundar sobre el capitalismo neoliberal planificado por el Partido Comunista Chino?; en Chile, los resultados obtenidos por los Chicago boys solventaron ante el mundo la imagen de país en vías de desarrollo, pero Pinochet concentró el poder desde 1973 hasta 1990 (contrariamente a lo que se cree, el despegue económico de Chile se dio en democracia y no en dictadura). En conclusión, la aplicación del neoliberalismo tuvo a las dictaduras militares como soporte para aplacar la resistencia social.

El artículo de César Hildebrandt es reflejo sintomático de la frustración que siente la gran mayoría de peruanos que no percibe los beneficios del libre mercado debido a la corrupción del empresariado clientelista y a la exclusión generada por la falta de infraestructura adecuada (responsabilidad estatal). Los conceptos vertidos por el autor no contribuyen a la elucidación de conceptos frecuentemente utilizados por los medios de comunicación y por la ciudadanía tales como libre mercado, liberalismo, neoliberalismo, libertad económica o libertad política; al contrario, acrecientan la confusión ya que, por un lado, el desarrollo de los mismos es de un alcance limitado (frases efectistas, ejemplos contrastantes, afirmaciones radicales pero sin argumentación coherente) y por otro, desconoce las fuentes básicas de los temas que discute lo cual redunda en una secuela de imprecisiones. Mediante este artículo, espero haber contribuido en algo al conocimiento de lo que significa, a grandes trazos, el libre mercado.
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¿A dónde va el libre mercado?

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A propósito de un artículo de César Hildebrandt

Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe
www.naufragoaqp.blogspot.com

El periodista antiliberal y el comentarista fiel

Gracias a los comentarios desinteresados de un amigo y ex condiscípulo de la secundaria, Lucho Juárez, es que recientemente me veo más obligado a escribir sobre ciertos temas cuya discusión considero importante. De no ser por este fiel comentarista, difícilmente hubiera leído el artículo que César Hildedrandt escribió sobre el libre mercado en agosto de 2007 (el cual sugiero leer antes de esta nota, puede consultarlo en http://cesarhildebrandt.wordpress.com/2007/08/17/economia-de-mercado/; fiel a su estilo incisivo y mordaz, este connotado periodista odiado y admirado a la vez, de seguro que es extrañado por un gran sector de los televidentes, agotados por las moralejas de Cecilia Valenzuela o nostálgicos por los mejores momentos de Rosa María Palacios: “La ventana indiscreta” parece cada vez más un recetario sobre lo políticamente correcto mientras que “Prensa libre” padece de un ritmo por momentos cansino). En el mencionado artículo, su autor arremete contra el libre mercado, el capitalismo salvaje y el liberalismo con mucho hígado pero sin distinguir el trigo de la paja: solo se regodea con la paja. A continuación, procuraré “despajarizar” lo vertido acerca del libre mercado para completar la otra parte ausente en el texto de Hildebrandt.

La fuente desconocida

Tanto los que defienden a muerte como los que critican el liberalismo político y/o económico cometen el error de no consultar las fuentes sino que reciclan la crítica de la crítica. Dudo que Hildebrandt haya leído La riqueza de las naciones de Adam Smith además de su Teoría de los sentimientos morales los cuales muchos liberales económicos acérrimos y antiliberales también deberían revisar. En La riqueza de las naciones Smith afirma que el mercado debe regular la economía mediante la oferta y la demanda (la mano invisible), pero en ningún momento dice que el Estado deba desaparecer, más bien dice que este debe garantizar el bienestar individual del ciudadano permitiéndole acceder a los requerimientos mínimos para su realización, a partir de lo cual, cada uno podrá escoger su destino. Esto lo complementa en Teoría de los sentimientos morales un tratado acerca de los valores éticos sostenidos por el liberalismo clásico. El desconocimiento de ambos textos induce al error generalizado, en la actualidad, de confundir liberalismo con neoliberalismo y liberalismo político con económico. Obviamente, el ciudadano de a pie no tiene la obligación de conocer estos detalles; sin embargo, aquellos que expresan opiniones favorables o adversas sobre el libre mercado —y por extensión, sobre el liberalismo— o cualquier tema de actualidad no deberían cometer un desliz como este, sobre todo cuando se trata de líderes de opinión como periodistas o políticos (no incluyo a los intelectuales ya que ellos están, lamentablemente, cada vez más lejos de la gente) cuya responsabilidad compartida es hacer pedagogía política.

El liberalismo clásico, en su vertiente política, tiene muchos puntos de coincidencia con el anarquismo (rechazo a la limitación de la libertad) y con el socialismo utópico (bienestar social). Por otro lado, derechos humanos, contrato social, instituciones legales supranacionales, tolerancia con las diferencias, estado de bienestar, etc., son conquistas liberales no socialistas, marxistas ni comunistas. La lucha contra el poder despótico y absolutista de las monarquías europeas la inició el liberalismo, no el marxismo. Estos principios liberales fueron distorsionados en el siglo XX por los ideólogos del capitalismo salvaje (neoliberales) para quienes el mercado está por encima del individuo y lo ético no es más que una molestia a enfrentar.

Hildebrandt enfiló sus baterías contra el libre mercado (con las cuales coincido en parte) pero le faltó pedagogía política para no confundir al lector: todo ello que menciona no es culpa de Adam Smith sino de las tergiversaciones, según algunos expertos, de Milton Friedman y Frederick von Hayek, economistas ultraneoliberales del siglo XX.

Chomsky desarrolla de manera profunda las coincidencias entre liberalismo clásico y socialismo libertario en El gobierno del futuro, conferencia dictada en el Perry Center de Nueva York en 1970. Ahí señala que en el futuro no quedará otra opción que conciliar lo mejor del liberalismo con lo mejor del socialismo para construir un liberalismo de izquierda (posibilidad viable para algunos y para otros un disparate porque se trataría de una contradicción insuperable. Acerca del liberalismo de izquierda sugiero revisar el blog del filósofo Gonzalo Gamio (www.gonzalogamio.blogspot.com) y el del politólogo Martín Tanaka (www.virtuefortuna.blogspot.com). Ambos analizan las posibilidades y obstáculos, respectivamente, que enfrentaría esta síntesis en el Perú).

Chomsky señala que “las ideas liberales clásicas, en su esencia, aunque no en la manera como se desarrollaron, son profundamente anticapitalistas” (15). Critica al libre mercado pero deja en claro que la deshumanización de la sociedad industrial no fue responsabilidad del liberalismo sino del capitalismo industrial de fines del siglo XIX hacia adelante. Este capitalismo solo puso énfasis en la reducción del Estado y en la exacerbación del individualismo el cual no es avalado en su totalidad por el liberalismo clásico ya que busca establecer una comunidad de libre asociación acentuando los vínculos sociales entre sus miembros. Vale la pena citar un fragmento de la conferencia de Chomsky:

“(…) el punto de vista liberal clásico se desarrolla a partir de una determinada idea de la naturaleza humana que hace hincapié en la importancia de la diversidad y la libertad de creación; por lo tanto, ese punto de vista se opone de un modo fundamental al capitalismo industrial con su esclavitud de los salarios, su trabajo alienante y sus principios jerárquicos y autoritarios de organización social y económica (…) el pensamiento liberal clásico se opone a los conceptos del individualismo posesivo, que son inherentes a la ideología capitalista”.

En relación a las limitaciones del libre mercado, Karl Polanyi afirma que el mercado “no podría existir durante un periodo de tiempo prolongado sin arruinar la sustancia humana y natural de la sociedad; aniquilaría físicamente al hombre y destruiría su entorno por completo”. En conclusión, el capitalismo moderno manipuló las tesis del liberalismo clásico; este es el sello del neoliberalismo: capitalismo deshumanizado.

Mercaderes, indiferentes y excluidos

Hildebrandt explota muy bien la pluma ácida, el ejemplo certero y la frase efectista, recursos con los que en dos trazos diseña una estrategia de argumentación práctica para la comprensión del lector pero poco sustancial para el análisis. Los perjuicios del libre mercado deben interpretarse en oposición a sus beneficios. ¿Por qué después de tantos años tenemos tarifa plana de Internet, cable y telefonía? ¿Por qué se reducen las tarifas de llamada a celular y a teléfonos fijos? Por la tremenda oferta que existe de estos servicios en el mercado. Y esta tardía pero beneficiosa reacción de Telefónica no se debe a que el Estado patee el tablero y desconozca los contratos ni a cruzadas sociales contra la inversión española ni a los debates en el congreso sobre la eliminación de la renta básica. Aquello es resultado del esfuerzo de miles de peruanos cuya necesidad los llevó a idear una manera de sacarle la vuelta al sistema aprovechando las ventajas del libre mercado. Me refiero a las cabinas de Internet, los locutorios públicos y a los “hombrecitos celular”. Es a ellos a quienes deberíamos agradecer la rebaja de las tarifas telefónicas porque vienen cubriendo una demanda creciente a precios muy bajos. En 1997, la Universidad Nacional de San Agustín ofrecía el servicio de Internet al público los domingos de 8 a 12 a un precio de 3.50 soles por dos horas. Recuerdo que en el verano de 2000 pagué 4 soles por hora en una cabina ubicada en la avenida Benavides de Miraflores en Lima. Mientras en toda Latinoamérica Telefónica ofrecía tarifa plana de Internet, en el Perú se pagaba por tiempo de conexión en el caso de usuarios domésticos y una tarifa plana solo para distribuidores. ¿Qué sucedió durante los siguientes ocho años? Proliferaron las cabinas públicas de Internet de una manera vertiginosa al punto de que en Arequipa una hora cuesta 0.70 céntimos. (Según estadísticas, el Perú es el país que posee mayores niveles de acceso masivo (cabinas públicas, no doméstico) a Internet en Latinoamérica. Este fue solo el primer paso para que las tarifas de telefonía descendieran puesto que las llamadas por Internet pusieron en sobreaviso a las compañías de telefonía fija y celular: progresivamente, redujeron el precio de la línea fija y de los aparatos y tarifas celulares (los primeros armatostes que llegaron al Perú en 1992 costaban desde 1 000 dólares hacia arriba). Lo curioso es que las campañas de promociones no desalentaron el negocio de las llamadas por Internet sino que, aparte de ello, incentivaron el aprovechamiento de los minutos libres: tal es así que, dependiendo del criterio del “hombrecito celular”, una llamada local cuesta igual que una nacional. (“Los usuarios de telefonía móvil descubrieron que los planes más ventajosos de las empresas del mercado permitían tener minutos más baratos. Así empezó el negocio de vender minutos para llamar a celulares. La ganancia promedio es de 100%”. Fuente: Diario La República.http://www.larepublica.com.pe/content/view/171464/)

Además de la creatividad criolla de los locutorios públicos, no perdamos de vista que gracias al libre mercado es que las tarifas de transporte público urbano no se incrementan de manera correlativa al alza de los combustibles, pese a que dicho aumento estaría plenamente justificado de parte de los transportistas (los precios del pasaje urbano llevan un considerable retraso respecto al alza del combustible: entre 1994 y 2008 el precio de la gasolina y el petróleo aumentó en casi 50% mientras que el pasaje urbano lo hizo en 25 a 30%). Tanto en el transporte urbano masivo como en los taxis existe una “dictadura” de los usuarios quienes retrasan las alzas al no pagar más allá de lo acostumbrado. Este es un típico caso de transferencia de los costos al ofertante del servicio y no al consumidor, como sucede la mayor parte de veces. Sin embargo, aunque los usuarios controlen relativamente estos precios, lo cierto es que también la renovación de unidades de transporte y la adquisición de repuestos es más difícil de sostener debido a que los transportistas no pueden solventar estos costos cada vez mayores por la progresiva reducción de sus ganancias. El resultado: buses y combis contaminadores por carencia de mantenimiento. El caso del transporte urbano masivo y particular es ejemplo de que el mercado libre no solo se sitúa del lado de los ofertantes del servicio o del producto sino también del lado de los usuarios, aunque a veces con perjuicio de ellos mismos.

Muchos se sorprenderían de saber que las localidades más capitalistas del Perú son Puno y Juliaca. Paradójicamente, es en estas ciudades —sobre todo en Juliaca— donde se practica el más rabioso capitalismo de libre mercado a pesar de que suelen hacer noticia por protestar contra el “neoliberalismo hambreador” y por concentrar la mayor cantidad de votos a favor de Ollanta Humala, abanderado del nacionalismo; la región en donde Hernán Fuentes lanza diatribas contra el mercado libre. ¿Cómo entender aquellas protestas si su economía gira en torno de lo que combaten? Simplemente porque aún subsiste un gran sector de la población que no se ha beneficiado del mercado libre como sí sucede con los “hombrecitos celular”. Los contrabandistas no son empresarios que se exponen a los campos minados en la frontera con Chile o a enfrentamientos contra la policía por alguna pasión aventurera: son comerciantes —aunque no todos ellos claro está— que no pueden ingresar a la formalidad por las vallas tan altas que le impone el Estado. En el Chicago de los años 20, el contrabando se desmoronó inmediatamente al derogarse la prohibición sobre el consumo de alcohol.

Entonces, zanjemos el malentendido. Lo que no aceptan los neoliberales ortodoxos es que el Estado intervenga para regular el mercado cuando los individuos ven coaccionada su libertad de elección al no poder alcanzar el grado de realización personal (laboral, artística, académica, etc.) no por la falta de capacidades sino por deficiencias estructurales (vivienda, comunicaciones, salud, educación, economía) que el Estado debe garantizar a sus ciudadanos. Ampliar las redes telefónicas en Asia, Chacarilla o La Planicie es lo económicamente correcto para las empresas de telefonía ya que así podrían asegurar el consumo y la consecuente recuperación del capital; en cambio, instalar Internet, cable y telefonía en Huancavelica, Chumbivilcas o Juli no es atractivo porque los pobladores carecen de recursos para pagar esos servicios y, en consecuencia, no se recuperaría lo invertido. Esta mentalidad empresarial siempre será pragmatista y dudo mucho que cambie a pesar de que la responsabilidad social empresarial es el discurso de moda en las empresas modernas. Hasta que el cambio ocurra, el Estado tiene el legítimo derecho de intervenir en situaciones como el alza indiscriminada de pasajes interprovinciales y alimentos pero no a través del control de precios que genera mayor especulación sino mediante la información y el establecimiento de infraestructura básica. Los alimentos se encarecen por el incremento de los combustibles pero, además, por el flete que agregan los transportistas cuando transitan por carreteras de trocha carrozable. Un maestro rural además de una remuneración digna necesita contar con servicios básicos en la comunidad donde labora, lo mismo que un médico o un abogado. El mercado por sí solo no puede asegurar el progreso de una sociedad si es que no incluye a la mayor parte de sus miembros. Por el contrario, si es excluyente, generará descontento en las mayorías desplazadas. En este sentido, afirmar que la exclusión es implícita al mercado —“Eso es Adam Smith con su Tirifilo más, Milton Friedman con su Lastenio al costado, la mano invisible y el dedo medio en ristre”— según César Hildebrandt, significa caer en inexactitudes.

A lo anterior se agrega que nuestros mercados son imperfectos ya que en lugar de alentar la formación de precios en base a la oferta y la demanda, se fomenta el oligopolio de los reyes de la papa, el camote y la cebolla, y de los intermediarios. Mejores carreteras permitirían a los agricultores primarios (escasa o nulamente tecnificados) a ofrecer sus productos directamente en los mercados sin intermediarios, con el consecuente incremento de sus ganancias, lo cual a mediano o largo plazo deberían invertir en la tecnificación de sus productos tal como viene sucediendo en Ica con la exportación de espárragos a los EEUU; Piura y Tumbes con el mango; y Cajamarca con los lácteos. El alza mundial en el precio de los alimentos bien podría beneficiar a los más necesitados: aquel vasto sector de comunidades empobrecidas debido a los mercados imperfectos y a la ineficiencia del Estado y los gobiernos regionales cuyas arcas están repletas de dinero pero carentes de proyectos de inversión. Para los agricultores de la sierra, el mercado libre dejará de ser “el monstruo detrás de los cerros” cuando comprueben que mejora su nivel de vida tanto por el incremento de sus ingresos como por la calidad de los servicios públicos (salud, educación y vivienda).
De esta manera, nos damos cuenta de que, en realidad, algunos de los vicios atribuidos al libre mercado (desigualdad, exclusión, alza de precios) son corresponsabilidad de las políticas económicas de los estados que dejan al mercado en piloto automático.

En resumen, para que el mercado libre funcione allí donde es excluyente el Estado debe intervenir como promotor de la inversión privada a la vez que asegura la infraestructura básica para el desarrollo de los ciudadanos. Por lo tanto, suele suceder que las deficiencias del libre mercado no sean responsabilidad total de los capitalistas sino también del Estado que abandona a su suerte el bienestar social.

Libertad económica y libertad política

En Alaska, EEUU, una empresa minera fue sancionada severamente al comprobarse que contaminaba el medio ambiente; en Uruguay, sucesivos gobiernos han convocado a plebiscito la cuestión de la privatización del servicio de agua potable y, hasta ahora, siempre ha perdido la privatización. Ambos ejemplos demuestran que salvaguardar los intereses de los ciudadanos no implica atentar contra el libre mercado: se sanciona a los que infringen la ley y se consulta a los directamente afectados sobre decisiones trascendentales como la administración del agua.

Si antes mencioné que la exclusión no es implícita al libre mercado sino que determinadas condiciones estructurales no permiten la inclusión de las mayorías en su circuito, no es menos cierto que los gobiernos son los responsables de los términos en que se negocian los contratos de privatización. Si la negociación es perjudicial para los intereses nacionales, se debe diseñar mecanismos jurídicos que permitan su revisión, lo cual no equivale a patear el tablero y desconocer los acuerdos. El libre mercado no es el culpable de los estropicios o de la ineptitud de los gobiernos que celebran acuerdos sin tomar en cuenta el costo-beneficio para sus ciudadanos. Si a Telefónica se le entregó en bandeja el mercado de las telecomunicaciones en el Perú y no reditúa los beneficios al Estado en los términos estipulados, iluso es creer que por “buena fe” lo harán más adelante. ¿Quién y bajo qué condiciones privatizó las empresas públicas? ¿A dónde fue a parar todo ese dinero? Aquellos sujetos tienen nombre y apellido y son los que deben responder, pero de ahí a satanizar al libre mercado endilgándole la depredación de la riqueza nacional existe un trecho muy largo. No debemos confundir el clientelismo, la prebenda, el favoritismo político con el libre mercado. Mercantilismo no es igual a mercado libre sino que es su distorsión y junto con los anteriores, los causantes de la desconfianza popular ante la libre competencia en el mercado.

Otro aspecto que los neoliberales dogmáticos proclaman a los cuatro vientos es que las libertades económicas generan por añadidura, libertades políticas; es decir, si saturásemos Irak de franquicias de comida rápida entonces ello ayudaría a que los fundamentalistas islámicos se democraticen. La historia ha demostrado lo contrario: que las libertades económicas carentes de libertades políticas han servido para sostener dictaduras en el poder bajo el pretexto del crecimiento económico. En Taiwán, uno de los tigres asiáticos, la dictadura del Kuomintang duró hasta 1991; en Singapur, el sistema de gobierno se aproximaba más al autoritarismo que a una democracia multipartidista: Lee Kuan Yew fue el único primer ministro desde 1959 hasta 1990, cuando por su propia voluntad decidió dejar el cargo; desde 1953, en Corea del Sur las dictaduras militares se sucedieron el poder hasta los años 80; ¿sería necesario abundar sobre el capitalismo neoliberal planificado por el Partido Comunista Chino?; en Chile, los resultados obtenidos por los Chicago boys solventaron ante el mundo la imagen de país en vías de desarrollo, pero Pinochet concentró el poder desde 1973 hasta 1990 (contrariamente a lo que se cree, el despegue económico de Chile se dio en democracia y no en dictadura). En conclusión, la aplicación del neoliberalismo tuvo a las dictaduras militares como soporte para aplacar la resistencia social.

El artículo de César Hildebrandt es reflejo sintomático de la frustración que siente la gran mayoría de peruanos que no percibe los beneficios del libre mercado debido a la corrupción del empresariado clientelista y a la exclusión generada por la falta de infraestructura adecuada (responsabilidad estatal). Los conceptos vertidos por el autor no contribuyen a la elucidación de conceptos frecuentemente utilizados por los medios de comunicación y por la ciudadanía tales como libre mercado, liberalismo, neoliberalismo, libertad económica o libertad política; al contrario, acrecientan la confusión ya que, por un lado, el desarrollo de los mismos es de un alcance limitado (frases efectistas, ejemplos contrastantes, afirmaciones radicales pero sin argumentación coherente) y por otro, desconoce las fuentes básicas de los temas que discute lo cual redunda en una secuela de imprecisiones. Mediante este artículo, espero haber contribuido en algo al conocimiento de lo que significa, a grandes trazos, el libre mercado.

Una sucinta memoria del imaginario social de la economía

Durante la década de los ochenta, el Perú atravesó un creciente proceso inflacionario sin precedentes en la historia económica nacional. Las medidas adoptadas por el gobierno de Alan García (1985-1990) se insertaron dentro de un contexto latinoamericano de aplicación del Consenso de Washington, como se denomina al acuerdo económico establecido por los organismos multilaterales (FMI, BM y Departamento del Tesoro de los Estados Unidos) para América Latina con la finalidad de conducir la recuperación de las economías de esta región. Sin embargo, los resultados no fueron los previstos, ya que en Brasil, México y Argentina se agudizaron los conflictos sociales debido al masivo rechazo de la población a los paquetes de ajuste económico. Esta situación originó que algunos gobiernos implementaran cambios sustanciales en la receta propuesta por el FMI y que otros emplearan la represión para garantizar el orden social y la consecuente aplicación del neoliberalismo. En el caso peruano, hubo un tránsito desde la explícita renuencia a la aplicación de esta política económica hasta su total aceptación sin cuestionamientos.

Un asunto de suma importancia para la opinión pública fue la inflación. Este término se refiere al incremento constante de precios de bienes y servicios, y el paralelo descenso de la capacidad adquisitiva. Este concepto estaba tan instalado en el imaginario latinoamericano que era habitual tema de conversación y debate en los medios de comunicación y en la esfera pública en general. Los candidatos a la presidencia no podían rehuir este tema, de modo que, de acuerdo al contexto de cada nación, se colocaban a favor o en contra de una solución progresiva o radical para la crisis económica. A mediados de los ochenta, el sentir de la población peruana ante la crisis era optimista, debido a que entre 1985 y 1987 el índice inflacionario descendió. Ello significó un aval para el discurso radical contra el FMI sostenido por Alan García. No obstante, la estatización de la banca, anunciada durante el mensaje a la nación en julio de 1987, constituyó el final de esa etapa. La inflación de 1989 llegó a 2000 % anual, lo cual nos brinda una idea de la crisis en aquella década.

La aplicación del modelo neoliberal a partir del gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) disminuyó, aunque de manera drástica y sin paliativos, la hiperinflación. En 2001, la economía nacional ingresó a un breve proceso deflacionario, debido a la sobreoferta de productos agrícolas y la caída del precio internacional del petróleo.  La deflación consiste en el descenso de los precios de bienes y servicios. A pesar que ello aparente ser muy positivo, es tan perjudicial como la inflación, puesto que la deflación origina una caída de la demanda así como de los salarios, las empresas producen menos, reducen costos y también personal. El consumidor deja de comprar porque estima que no amerita comprar un producto que pronto bajará de precio. A diferencia de la inflación, en la cual el consumidor se apresura a adquirir productos para que su dinero no se devalúe y anticiparse ante futuros aumentos de precio.
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Televisión, género y homofobia

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Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe
naufraggo@hotmail.com
www.naufragoaqp.blogspot.com

La semana pasada Rafael Romero, nuevo conductor de Habla El Pueblo, entrevistó a Luis Alfonso Morey, gerente general de RBC para, entre otros temas, comentar las declaraciones de Jaime Bayly acerca del “canal interactivo”. En artículos anteriores, mencioné que era cuestión de tiempo que Bayly se pronunciara sobre las opiniones de Ricardo Belmont en las que incluía dentro de la categoría de “televisión basura” a los programas conducidos por los “nuevos líderes de opinión” avalados por la “antipática” encuestadora Ibope Time, entre los que destacó al autor de No se lo digas a nadie y a La chola Chabuca. Belmont dijo que los paradigmas del éxito televisivo son ahora “hombres vestidos de mujer” cuya imagen atenta contra la formación de la niñez peruana.

Bayly, fiel a su estilo insustancial e irónico, aprovechó la previa a la entrevista a Miguel Del Castillo para lanzar sus críticas a RBC Televisión. En ellas más que sustentar una postura coherente sobre las declaraciones cuasi-homofóbicas de Belmont, incidió en la situación de los accionistas supuestamente estafados por el “hermanón” y, sarcásticamente, aludió a la aburrida programación del mencionado canal. Hace mucho tiempo que Bayly no se toma nada en serio, por ello, en vano sería plantearle una conversación sensata —salvo que Miguelito Barraza lo visite de nuevo con un par de copas encima (ahí si que Jaime mostrará su rostro más adusto), o que alguien como Rosa María Palacios lo emplace con argumentos claros—. Así que esperar del “francotirador” una sólida refutación equivaldría a pedirle que retome en serio su carrera literaria.

Pero este no es el problema sino que las reivindicaciones de las minorías sexuales (lésbica, gay, transexual y bisexual) carecen de cuadros notables que defiendan de manera sólida sus reclamos. El común de los ciudadanos de nuestro país identifica al homosexual con el “hombre vestido de mujer” sin considerar todas las variantes intergenéricas existentes —ya Alfred Kinsey en su célebre informe sostuvo los grados intermedios entre la homosexualidad absoluta y heterosexualidad absoluta. El primer prejuicio que debieran combatir de manera inteligente aquellos colectivos proderechos de las minorías sexuales es el que considera al individuo despectivamente llamado “marica” como paradigma del homosexual. Judith Butler, connotada intelectual canadiense de la teoría queer, lesbiana y activista política, autora de libros como Cuerpos que importan o El género en disputa, se manifiesta abiertamente en contra de limitar la opción de género a la adopción de una militancia política; sin embargo, considera que dentro de los colectivos proderechos de las minorías sexuales subsisten diferencias respecto a cómo organizar políticamente su lucha, entendiéndose lo “político” no como militancia partidaria sino como estrategia de subversión del poder.

Esta ausencia de voces acreditadas para ilustrar y defender adecuadamente las luchas de las minorías sexuales es proporcional a la desinformación de la ciudadanía sobre temas como derechos laborales para homosexuales o transmisión del VIH. La tan mentada tolerancia no es suficiente ya que esta no contempla por sí sola el posible contacto enriquecedor con el otro que es diferente. Un paso más allá consiste en el reconocimiento de la diferencia y, en tercer lugar, el respeto mutuo. La articulación de estas tres nociones hará viable una sociedad que no sólo admita la presencia del otro (inmigrante, izquierdista, indígena o gay) sino que, además, promueva la interrelación cultural inevitable en tiempos de contacto entre identidades diversas.

Por ello, Rafael Romero debería informarse bien antes de opinar con ligereza sobre la opción sexual de un individuo. El nuevo conductor de Habla El Pueblo difícilmente puede elaborar argumentos coherentes para defender sus ideas. Al no poder replicar a Alejandro Godoy acerca de los contenidos del Informe Final de la CVR (porque simplemente no lo leyó) dejó en suspenso la respuesta del “blogger” acerca del financiamiento recibido por la CVR. En otra ocasión, cuando Patricia Lozada, conductora de “Qué tal raza”, lo entrevistó, Romero respondía con lugares comunes, superficialidades y frases de café nada consistentes. Pero el premio se lo llevó aquella noche al afirmar que no existe una opción sexual ya que se nace hombre o mujer. Evidentemente, confunde sexo con género, conceptos relacionados aunque diferentes. Sexo, señor Romero, alude a la anatomía y fisiología propia de las glándulas sexuales (testículos u ovarios), cromosomas (xx o xy) y hormonal (testosterona y estrógenos), los cuales, por supuesto, están genéticamente predeterminados y, en consecuencia, no existe posibilidad de elegirlos. Lo que vulgarmente se denomina “opción sexual” alude realmente a la orientación de género la cual consiste en la atracción que un individuo siente hacia alguien del mismo sexo (homosexual), del sexo opuesto (heterosexual) o de ambos sexos (bisexual). La orientación sexual así como la identidad de género son construcciones socioculturales que no siempre encuentran un correlato en lo biológico.
Al respecto, existe abundante bibliografía que explica la diferencia entre “sexo” y “género”.

Lo cierto es que intervenciones fallidas como las de Rafael Romero y refutaciones inconsistentes al estilo de Jaime Bayly le hacen un flaco favor a la comprensión del debate en torno al género. Unos por desconocimiento del tema y otros por la falta de argumentos. Sigue leyendo

Televisión, género y homofobia

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Arturo Caballero Medina
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La semana pasada Rafael Romero, nuevo conductor de Habla El Pueblo, entrevistó a Luis Alfonso Morey, gerente general de RBC para, entre otros temas, comentar las declaraciones de Jaime Bayly acerca del “canal interactivo”. En artículos anteriores, mencioné que era cuestión de tiempo que Bayly se pronunciara sobre las opiniones de Ricardo Belmont en las que incluía dentro de la categoría de “televisión basura” a los programas conducidos por los “nuevos líderes de opinión” avalados por la “antipática” encuestadora Ibope Time, entre los que destacó al autor de No se lo digas a nadie y a La chola Chabuca. Belmont dijo que los paradigmas del éxito televisivo son ahora “hombres vestidos de mujer” cuya imagen atenta contra la formación de la niñez peruana.

Bayly, fiel a su estilo insustancial e irónico, aprovechó la previa a la entrevista a Miguel Del Castillo para lanzar sus críticas a RBC Televisión. En ellas más que sustentar una postura coherente sobre las declaraciones cuasi-homofóbicas de Belmont, incidió en la situación de los accionistas supuestamente estafados por el “hermanón” y, sarcásticamente, aludió a la aburrida programación del mencionado canal. Hace mucho tiempo que Bayly no se toma nada en serio, por ello, en vano sería plantearle una conversación sensata —salvo que Miguelito Barraza lo visite de nuevo con un par de copas encima (ahí si que Jaime mostrará su rostro más adusto), o que alguien como Rosa María Palacios lo emplace con argumentos claros—. Así que esperar del “francotirador” una sólida refutación equivaldría a pedirle que retome en serio su carrera literaria.

Pero este no es el problema sino que las reivindicaciones de las minorías sexuales (lésbica, gay, transexual y bisexual) carecen de cuadros notables que defiendan de manera sólida sus reclamos. El común de los ciudadanos de nuestro país identifica al homosexual con el “hombre vestido de mujer” sin considerar todas las variantes intergenéricas existentes —ya Alfred Kinsey en su célebre informe sostuvo los grados intermedios entre la homosexualidad absoluta y heterosexualidad absoluta. El primer prejuicio que debieran combatir de manera inteligente aquellos colectivos proderechos de las minorías sexuales es el que considera al individuo despectivamente llamado “marica” como paradigma del homosexual. Judith Butler, connotada intelectual canadiense de la teoría queer, lesbiana y activista política, autora de libros como Cuerpos que importan o El género en disputa, se manifiesta abiertamente en contra de limitar la opción de género a la adopción de una militancia política; sin embargo, considera que dentro de los colectivos proderechos de las minorías sexuales subsisten diferencias respecto a cómo organizar políticamente su lucha, entendiéndose lo “político” no como militancia partidaria sino como estrategia de subversión del poder.

Esta ausencia de voces acreditadas para ilustrar y defender adecuadamente las luchas de las minorías sexuales es proporcional a la desinformación de la ciudadanía sobre temas como derechos laborales para homosexuales o transmisión del VIH. La tan mentada tolerancia no es suficiente ya que esta no contempla por sí sola el posible contacto enriquecedor con el otro que es diferente. Un paso más allá consiste en el reconocimiento de la diferencia y, en tercer lugar, el respeto mutuo. La articulación de estas tres nociones hará viable una sociedad que no sólo admita la presencia del otro (inmigrante, izquierdista, indígena o gay) sino que, además, promueva la interrelación cultural inevitable en tiempos de contacto entre identidades diversas.

Por ello, Rafael Romero debería informarse bien antes de opinar con ligereza sobre la opción sexual de un individuo. El nuevo conductor de Habla El Pueblo difícilmente puede elaborar argumentos coherentes para defender sus ideas. Al no poder replicar a Alejandro Godoy acerca de los contenidos del Informe Final de la CVR (porque simplemente no lo leyó) dejó en suspenso la respuesta del “blogger” acerca del financiamiento recibido por la CVR. En otra ocasión, cuando Patricia Lozada, conductora de “Qué tal raza”, lo entrevistó, Romero respondía con lugares comunes, superficialidades y frases de café nada consistentes. Pero el premio se lo llevó aquella noche al afirmar que no existe una opción sexual ya que se nace hombre o mujer. Evidentemente, confunde sexo con género, conceptos relacionados aunque diferentes. Sexo, señor Romero, alude a la anatomía y fisiología propia de las glándulas sexuales (testículos u ovarios), cromosomas (xx o xy) y hormonal (testosterona y estrógenos), los cuales, por supuesto, están genéticamente predeterminados y, en consecuencia, no existe posibilidad de elegirlos. Lo que vulgarmente se denomina “opción sexual” alude realmente a la orientación de género la cual consiste en la atracción que un individuo siente hacia alguien del mismo sexo (homosexual), del sexo opuesto (heterosexual) o de ambos sexos (bisexual). La orientación sexual así como la identidad de género son construcciones socioculturales que no siempre encuentran un correlato en lo biológico.
Al respecto, existe abundante bibliografía que explica la diferencia entre “sexo” y “género”.

Lo cierto es que intervenciones fallidas como las de Rafael Romero y refutaciones inconsistentes al estilo de Jaime Bayly le hacen un flaco favor a la comprensión del debate en torno al género. Unos por desconocimiento del tema y otros por la falta de argumentos. Sigue leyendo

Fundamentalismo y violencia de género

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Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe

“Tienes que subir a la combi más seguido Rosa María”

Argumento esgrimido por Gonzalo Núñez ante Rosa María Palacios para sustentar la realidad del machismo peruano.

El incidente que protagonizaron la árbitra Silvia Reyes y el futbolista uruguayo Mario Leguizamón y, por otro lado, la actitud de la Universidad San Martín de Porres frente a Esther Vargas, resultan muy útiles para ejemplificar los prejuicios latentes en el imaginario colectivo nacional, sobre todo dentro de una sociedad como la peruana que se considera muy liberal en algunos aspectos cuando, en realidad, sigue siendo muy conservadora. En ambos casos, las reacciones de la opinión pública confirman que, primero, la defensa de una causa legítima puede distorsionarse si se ampara en el fundamentalismo y, en segundo lugar, que nuestra sociedad aún no está lista para enfrentar al “fantasma” de la verdad.

Fundamentalismo y machismo feministas

Lo primero que evidenció el caso Reyes-Leguizamón fue la hipersensibilidad social frente al tema de los derechos de la mujer. Ministros, congresistas, Defensoría del Pueblo, colectivos feministas y periodistas deportivos denostaron la actitud del jugador de la San Martín; sin embargo estos diferían de aquellos respecto a cuál debía ser la sanción más ejemplar. Si bien los periodistas deportivos no avalaron la reacción de Leguizamón, dejaron sentado que “en un momento de cólera uno no sabe lo que dice” y que si el ofendido hubiera sido un varón nadie se rasgaría las vestiduras. Gonzalo Núñez sugirió a Rosa María Palacios que abordara combis más seguido para verificar que el trato masculino hacia la mujer en el Perú no es el mismo que recibe la princesa de Asturias en su palacio. Efectivamente, a diario comprobamos que lo dicho por Gonzalo Núñez es cierto pero el error en su razonamiento es pretender sostener una postura (en el Perú se trata mal a las mujeres) mediante ejemplos que no explican el maltrato sino que, por el contrario, merecen ser explicados, es decir, el objeto a explicar no puede servir como explicación. Los fenómenos no se interpretan a sí mismos, simplemente suceden; es la actitud racional la que define una postura frente a los hechos. Lo cuantitativo, lo usual, lo frecuente, a veces no es muy útil como criterio de validez.

Aparentemente, nuestra sociedad —o al menos buena parte de ella— habría desarrollado los anticuerpos necesarios para rechazar el machismo aunque viniera del deporte rey, espacio en el que se reivindica, precisamente, la masculinidad. No lo veo así, ya que otros acontecimientos similares no provocaron ni la menor mueca en las agrupaciones que defienden los derechos de la mujer ni en los (las) que hoy encienden hogueras para “incinerar” a Leguizamón. Cuando la ministra Mercedes Aráoz rendía su informe acerca de las negociaciones del TLC con Estados Unidos, el congresista Daniel Abugattás le espetó la siguiente frase: “En EEUU, usted se puso de rodillas y de espaldas a la realidad peruana”, en alusión a que no se defendieron los intereses nacionales. ¿Alguien solicitó una petición de censura al congresista Abugattás? ¿Discutieron los medios estas expresiones de grueso calibre que sugieren, sutilmente, más que una entrega de intereses una grotesca analogía sexual? Por supuesto que no. Bastó con la retracción del congresista y asunto arreglado, lamentablemente.

En los casos Reyes-Leguizamón y USMP-Vargas fuimos testigos del fundamentalismo oportunista de género, o sea, de aquella actitud —loable en su versión moderada— que en defensa de la absoluta igualdad y de los derechos de género deriva en lo contrario ya que bloquea el debate. Un fundamentalista no detecta fisuras en su sistema de creencias, por ello es que las causas legítimas por las que lucha se distorsionan al adquirir para él el estatus de dogma. Leguizamón cometió una imprudencia pero su agresión no es menor a la que cotidianamente nos tienen acostumbrados los diarios “chicha” quienes estereotipan las conductas sexuales. No es más grave porque la agredida haya sido una mujer, lo es porque se atenta contra la dignidad de un ciudadano más allá de su sexo u opción sexual. Aquellos que promovieron una sanción severa a Leguizamón amparados solo en la condición de mujer de la agredida le hacen un flaco favor a las reivindicaciones del feminismo cuya elaboración teórica es mucho más compleja y vasta que un simple ajuste de cuentas contra el macho dominante.

La violencia no tiene género

Los medios de comunicación sensacionalistas y los programas cómicos alientan la violencia de género al reforzar los estereotipos: la vedette es una mujer fácil, el jugador de fútbol es borracho y juerguero, y los homosexuales se visten de mujer y provocan escándalos. La violencia de género no es (no debería serlo) propiedad de ningún género; sus victimarios y víctimas no distinguen opción sexual. Por ello, quienes censuramos todo tipo de violencia tampoco debemos discriminar entre si el agresor y/o agredido es heterosexual u homosexual.

La ridiculización de lo femenino es un hábito nacional, pero si bien se cuestiona a la prensa sensacionalista por exacerbar la frivolidad, el morbo y todo aquello que sabemos, no es frecuente escuchar de parte de los mismos actantes alrededor del incidente Reyes-Leguizamón o USMP-Esther Vargas, alguna crítica de la proporción a la que emitieron hace pocos días. La mayoría de periodistas demostró su tibieza al opinar sobre la reacción de Gisela Valcárcel al defender su derecho a la privacidad cuando un “urraco” la acosaba tomándole fotos: colocaron por encima el espíritu de cuerpo periodístico antes que la dignidad de un ciudadano y le hicieron el juego a la impunidad mediática del escándalo. Ni qué decir de Laura Bozzo quien enarbolaba la bandera del peor feminismo fanático al manipular paródicamente la victimización de la mujer frente a los abusos masculinos. Lo paradójico de esto es que se proyectaba una imagen que daba cuenta de lo opuesto: la mujer asumía el rol de agresor y el hombre, de víctima. Dicha muestra de feminismo fanático consiste en apropiarse del poder que somete con el fin de redireccionarlo en contra del agresor, pero de ninguna manera, en transformar su esencia agresora. Es decir, subsiste la violencia pero en otra dirección.

La reflexión que el caso Reyes-Leguizamón suscita es que cuando la agresión se produce entre sujetos del mismo género se gradúa la censura ante esta debido a una especie de permisibilidad proporcional al trato intragenérico y, en consecuencia, se invisibiliza la agresión: si a un árbitro varón le mentan la madre jugadores, hinchas y público y las sanciones se dan en el marco de las reglas de juego y de la costumbre local (al jugador lo expulsan y el árbitro, si desea, responde el insulto). En contraste, cuando la agresión ocurre entre sujetos de distinto género, el prejuicio sexista, ya sea por exceso o por defecto, nubla por completo una interpretación desapasionada de la violencia. El fundamentalismo machista o feminista finalmente son extremos que coinciden en la intolerancia: el machismo subsiste gracias a que su discurso tiene eco en hombres y mujeres machistas, es decir, por complicidad; el feminismo susbiste por oposición. Los que dicen defender los derechos de las minorías basándose en la minusvalía o incapacidad de estas para autoconducirse suelen ser los mismos que incentivan el sometimiento cultural. El paternalismo y la sobreprotección no siempre resultan medidas adecuadas para salvaguardar los derechos de las minorías porque llevan implícita la semilla del control y de la superioridad moral de quien protege respecto al protegido.

Hace poco una amiga me comentó que fue intervenida por una mujer policía debido a que conducía mientras usaba el celular. Según su testimonio, la policía le sugirió que le pintara “las uñas de las manos y de los pies” (lo que en argot coimero del personal subalterno femenino significa 20 soles y asunto arreglado). A ello se agregó la prepotencia de la señorita policía en expresiones como “usted obtuvo el brevete en una tómbola” a lo que mi amiga, al mejor estilo de Leguizamón, replicó con “estás amargada porque tu marido no te tiró bien en la mañana”. Esto es una muestra de cierto machismo que ya no se apoya solo en los patriarcas de antaño sino en las matronas —y sus potenciales herederas— que ayer y hoy siguen reproduciendo esto que se denomina machismo feminista.

Perdón San Martín, pero soy lesbiana

Si el fundamentalismo es nocivo por bloquear el debate, lo es, además, porque sobredimensiona la verdad y elimina las dudas. ¿Será acaso sintomático que los incidentes comentados aquí hayan tenido como tercer protagonista a la Universidad San Martín?

La sociedad peruana tiene una especial deuda con la verdad y la reconciliación. A las fuerzas armadas les cuesta reconocer que sí hubo excesos en la lucha contra el terrorismo. A los fujimoristas les es imposible sospechar que su líder conocía las actividades del destacamento Colina. En las elecciones del 90, la realidad exigía un ajuste económico drástico, pero elegimos afrontarlo creyendo en Fujimori y no cuando Vargas Llosa nos lo advirtió. Somos reacios contumaces a la verdad. Cuando esta nos viene de golpe, preferimos digerirla a pedacitos. Cuando llega fragmentada, dilatamos su revelación.

La negación de la verdad, a pesar de su evidencia, suele conducir la actuación de los fundamentalistas morales. La USMP procedió de manera totalmente opuesta en los dos casos referidos. A Leguizamón lo despidieron y lo comunicaron públicamente, en cambio a Esther Vargas quisieron despedirla silenciosamente. Con el primero actuaron por exceso; con la segunda, por defecto. El proceder moralmente correcto de una institución educativa era despedir del equipo al jugador de la San Martín por ofender a una mujer; sin embargo, a su entender lo moralmente correcto también consistía en separar a una docente porque es lesbiana. Aquí los fundamentalistas de la moral se guiaron más por la coyuntura que por los principios; más por el “qué dirán los padres de familia y alumnos que no estén de acuerdo” que por la defensa de un derecho laboral sin discriminación por la opción sexual del trabajador.

Cuando lo moralmente correcto se ampara en la voluntad popular es fácil proceder a su aplicación sin remordimientos; pero si, por el contrario, enfrenta resistencias, lo mejor es recurrir al silencio. Precisamente, la razón cínica saca ventaja de la coyuntura justificando su accionar en la necesidad de encontrar “solo una salida” a un problema. Según las circunstancias, el razonar cínico cuestionará lo moralmente correcto para sacar ventaja de la transgresión (como cuando el chofer de combi no recoge escolares ni invidentes o cuando inducimos a un funcionario público a la coima); o aplicará la norma literalmente, sin miramientos ni murmuraciones (el burócrata ineficiente que se ciñe al reglamento). En uno y en otro, la verdad es cuestionada y manipulada.

Esther Vargas ha declarado que nunca ocultó ser lesbiana. En su blog no hace apología al lesbianismo y mucho menos en sus aulas. No es que a la USMP le incomodaba contar en su club con un jugador machista o con una profesora lesbiana: Leguizamón seguirá pensando lo mismo de Silvia Reyes (y de seguro pensaba lo mismo de toda mujer irritada) y Esther Vargas no cambiará su orientación sexual. Lo que realmente guió el accionar de la USMP fue fundamentalismo moral oportunista y la razón cínica, amparados ambos en la negación y la manipulación de la verdad en aras de lo moralmente correcto.

¿Escribiría Ricardo Palma una tradición al respecto? De seguro que el San Martín del siglo XXI compartiría un café con la árbitra, el jugador y la profesora lesbiana.

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