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A propósito de un artículo de César Hildebrandt
Arturo Caballero Medina
acaballerom@pucp.edu.pe
www.naufragoaqp.blogspot.com
El periodista antiliberal y el comentarista fiel
Gracias a los comentarios desinteresados de un amigo y ex condiscípulo de la secundaria, Lucho Juárez, es que recientemente me veo más obligado a escribir sobre ciertos temas cuya discusión considero importante. De no ser por este fiel comentarista, difícilmente hubiera leído el artículo que César Hildedrandt escribió sobre el libre mercado en agosto de 2007 (el cual sugiero leer antes de esta nota, puede consultarlo en http://cesarhildebrandt.wordpress.com/2007/08/17/economia-de-mercado/; fiel a su estilo incisivo y mordaz, este connotado periodista odiado y admirado a la vez, de seguro que es extrañado por un gran sector de los televidentes, agotados por las moralejas de Cecilia Valenzuela o nostálgicos por los mejores momentos de Rosa María Palacios: “La ventana indiscreta” parece cada vez más un recetario sobre lo políticamente correcto mientras que “Prensa libre” padece de un ritmo por momentos cansino). En el mencionado artículo, su autor arremete contra el libre mercado, el capitalismo salvaje y el liberalismo con mucho hígado pero sin distinguir el trigo de la paja: solo se regodea con la paja. A continuación, procuraré “despajarizar” lo vertido acerca del libre mercado para completar la otra parte ausente en el texto de Hildebrandt.
La fuente desconocida
Tanto los que defienden a muerte como los que critican el liberalismo político y/o económico cometen el error de no consultar las fuentes sino que reciclan la crítica de la crítica. Dudo que Hildebrandt haya leído La riqueza de las naciones de Adam Smith además de su Teoría de los sentimientos morales los cuales muchos liberales económicos acérrimos y antiliberales también deberían revisar. En La riqueza de las naciones Smith afirma que el mercado debe regular la economía mediante la oferta y la demanda (la mano invisible), pero en ningún momento dice que el Estado deba desaparecer, más bien dice que este debe garantizar el bienestar individual del ciudadano permitiéndole acceder a los requerimientos mínimos para su realización, a partir de lo cual, cada uno podrá escoger su destino. Esto lo complementa en Teoría de los sentimientos morales un tratado acerca de los valores éticos sostenidos por el liberalismo clásico. El desconocimiento de ambos textos induce al error generalizado, en la actualidad, de confundir liberalismo con neoliberalismo y liberalismo político con económico. Obviamente, el ciudadano de a pie no tiene la obligación de conocer estos detalles; sin embargo, aquellos que expresan opiniones favorables o adversas sobre el libre mercado —y por extensión, sobre el liberalismo— o cualquier tema de actualidad no deberían cometer un desliz como este, sobre todo cuando se trata de líderes de opinión como periodistas o políticos (no incluyo a los intelectuales ya que ellos están, lamentablemente, cada vez más lejos de la gente) cuya responsabilidad compartida es hacer pedagogía política.
El liberalismo clásico, en su vertiente política, tiene muchos puntos de coincidencia con el anarquismo (rechazo a la limitación de la libertad) y con el socialismo utópico (bienestar social). Por otro lado, derechos humanos, contrato social, instituciones legales supranacionales, tolerancia con las diferencias, estado de bienestar, etc., son conquistas liberales no socialistas, marxistas ni comunistas. La lucha contra el poder despótico y absolutista de las monarquías europeas la inició el liberalismo, no el marxismo. Estos principios liberales fueron distorsionados en el siglo XX por los ideólogos del capitalismo salvaje (neoliberales) para quienes el mercado está por encima del individuo y lo ético no es más que una molestia a enfrentar.
Hildebrandt enfiló sus baterías contra el libre mercado (con las cuales coincido en parte) pero le faltó pedagogía política para no confundir al lector: todo ello que menciona no es culpa de Adam Smith sino de las tergiversaciones, según algunos expertos, de Milton Friedman y Frederick von Hayek, economistas ultraneoliberales del siglo XX.
Chomsky desarrolla de manera profunda las coincidencias entre liberalismo clásico y socialismo libertario en El gobierno del futuro, conferencia dictada en el Perry Center de Nueva York en 1970. Ahí señala que en el futuro no quedará otra opción que conciliar lo mejor del liberalismo con lo mejor del socialismo para construir un liberalismo de izquierda (posibilidad viable para algunos y para otros un disparate porque se trataría de una contradicción insuperable. Acerca del liberalismo de izquierda sugiero revisar el blog del filósofo Gonzalo Gamio (www.gonzalogamio.blogspot.com) y el del politólogo Martín Tanaka (www.virtuefortuna.blogspot.com). Ambos analizan las posibilidades y obstáculos, respectivamente, que enfrentaría esta síntesis en el Perú).
Chomsky señala que “las ideas liberales clásicas, en su esencia, aunque no en la manera como se desarrollaron, son profundamente anticapitalistas” (15). Critica al libre mercado pero deja en claro que la deshumanización de la sociedad industrial no fue responsabilidad del liberalismo sino del capitalismo industrial de fines del siglo XIX hacia adelante. Este capitalismo solo puso énfasis en la reducción del Estado y en la exacerbación del individualismo el cual no es avalado en su totalidad por el liberalismo clásico ya que busca establecer una comunidad de libre asociación acentuando los vínculos sociales entre sus miembros. Vale la pena citar un fragmento de la conferencia de Chomsky:
“(…) el punto de vista liberal clásico se desarrolla a partir de una determinada idea de la naturaleza humana que hace hincapié en la importancia de la diversidad y la libertad de creación; por lo tanto, ese punto de vista se opone de un modo fundamental al capitalismo industrial con su esclavitud de los salarios, su trabajo alienante y sus principios jerárquicos y autoritarios de organización social y económica (…) el pensamiento liberal clásico se opone a los conceptos del individualismo posesivo, que son inherentes a la ideología capitalista”.
En relación a las limitaciones del libre mercado, Karl Polanyi afirma que el mercado “no podría existir durante un periodo de tiempo prolongado sin arruinar la sustancia humana y natural de la sociedad; aniquilaría físicamente al hombre y destruiría su entorno por completo”. En conclusión, el capitalismo moderno manipuló las tesis del liberalismo clásico; este es el sello del neoliberalismo: capitalismo deshumanizado.
Mercaderes, indiferentes y excluidos
Hildebrandt explota muy bien la pluma ácida, el ejemplo certero y la frase efectista, recursos con los que en dos trazos diseña una estrategia de argumentación práctica para la comprensión del lector pero poco sustancial para el análisis. Los perjuicios del libre mercado deben interpretarse en oposición a sus beneficios. ¿Por qué después de tantos años tenemos tarifa plana de Internet, cable y telefonía? ¿Por qué se reducen las tarifas de llamada a celular y a teléfonos fijos? Por la tremenda oferta que existe de estos servicios en el mercado. Y esta tardía pero beneficiosa reacción de Telefónica no se debe a que el Estado patee el tablero y desconozca los contratos ni a cruzadas sociales contra la inversión española ni a los debates en el congreso sobre la eliminación de la renta básica. Aquello es resultado del esfuerzo de miles de peruanos cuya necesidad los llevó a idear una manera de sacarle la vuelta al sistema aprovechando las ventajas del libre mercado. Me refiero a las cabinas de Internet, los locutorios públicos y a los “hombrecitos celular”. Es a ellos a quienes deberíamos agradecer la rebaja de las tarifas telefónicas porque vienen cubriendo una demanda creciente a precios muy bajos. En 1997, la Universidad Nacional de San Agustín ofrecía el servicio de Internet al público los domingos de 8 a 12 a un precio de 3.50 soles por dos horas. Recuerdo que en el verano de 2000 pagué 4 soles por hora en una cabina ubicada en la avenida Benavides de Miraflores en Lima. Mientras en toda Latinoamérica Telefónica ofrecía tarifa plana de Internet, en el Perú se pagaba por tiempo de conexión en el caso de usuarios domésticos y una tarifa plana solo para distribuidores. ¿Qué sucedió durante los siguientes ocho años? Proliferaron las cabinas públicas de Internet de una manera vertiginosa al punto de que en Arequipa una hora cuesta 0.70 céntimos. (Según estadísticas, el Perú es el país que posee mayores niveles de acceso masivo (cabinas públicas, no doméstico) a Internet en Latinoamérica. Este fue solo el primer paso para que las tarifas de telefonía descendieran puesto que las llamadas por Internet pusieron en sobreaviso a las compañías de telefonía fija y celular: progresivamente, redujeron el precio de la línea fija y de los aparatos y tarifas celulares (los primeros armatostes que llegaron al Perú en 1992 costaban desde 1 000 dólares hacia arriba). Lo curioso es que las campañas de promociones no desalentaron el negocio de las llamadas por Internet sino que, aparte de ello, incentivaron el aprovechamiento de los minutos libres: tal es así que, dependiendo del criterio del “hombrecito celular”, una llamada local cuesta igual que una nacional. (“Los usuarios de telefonía móvil descubrieron que los planes más ventajosos de las empresas del mercado permitían tener minutos más baratos. Así empezó el negocio de vender minutos para llamar a celulares. La ganancia promedio es de 100%”. Fuente: Diario La República.http://www.larepublica.com.pe/content/view/171464/)
Además de la creatividad criolla de los locutorios públicos, no perdamos de vista que gracias al libre mercado es que las tarifas de transporte público urbano no se incrementan de manera correlativa al alza de los combustibles, pese a que dicho aumento estaría plenamente justificado de parte de los transportistas (los precios del pasaje urbano llevan un considerable retraso respecto al alza del combustible: entre 1994 y 2008 el precio de la gasolina y el petróleo aumentó en casi 50% mientras que el pasaje urbano lo hizo en 25 a 30%). Tanto en el transporte urbano masivo como en los taxis existe una “dictadura” de los usuarios quienes retrasan las alzas al no pagar más allá de lo acostumbrado. Este es un típico caso de transferencia de los costos al ofertante del servicio y no al consumidor, como sucede la mayor parte de veces. Sin embargo, aunque los usuarios controlen relativamente estos precios, lo cierto es que también la renovación de unidades de transporte y la adquisición de repuestos es más difícil de sostener debido a que los transportistas no pueden solventar estos costos cada vez mayores por la progresiva reducción de sus ganancias. El resultado: buses y combis contaminadores por carencia de mantenimiento. El caso del transporte urbano masivo y particular es ejemplo de que el mercado libre no solo se sitúa del lado de los ofertantes del servicio o del producto sino también del lado de los usuarios, aunque a veces con perjuicio de ellos mismos.
Muchos se sorprenderían de saber que las localidades más capitalistas del Perú son Puno y Juliaca. Paradójicamente, es en estas ciudades —sobre todo en Juliaca— donde se practica el más rabioso capitalismo de libre mercado a pesar de que suelen hacer noticia por protestar contra el “neoliberalismo hambreador” y por concentrar la mayor cantidad de votos a favor de Ollanta Humala, abanderado del nacionalismo; la región en donde Hernán Fuentes lanza diatribas contra el mercado libre. ¿Cómo entender aquellas protestas si su economía gira en torno de lo que combaten? Simplemente porque aún subsiste un gran sector de la población que no se ha beneficiado del mercado libre como sí sucede con los “hombrecitos celular”. Los contrabandistas no son empresarios que se exponen a los campos minados en la frontera con Chile o a enfrentamientos contra la policía por alguna pasión aventurera: son comerciantes —aunque no todos ellos claro está— que no pueden ingresar a la formalidad por las vallas tan altas que le impone el Estado. En el Chicago de los años 20, el contrabando se desmoronó inmediatamente al derogarse la prohibición sobre el consumo de alcohol.
Entonces, zanjemos el malentendido. Lo que no aceptan los neoliberales ortodoxos es que el Estado intervenga para regular el mercado cuando los individuos ven coaccionada su libertad de elección al no poder alcanzar el grado de realización personal (laboral, artística, académica, etc.) no por la falta de capacidades sino por deficiencias estructurales (vivienda, comunicaciones, salud, educación, economía) que el Estado debe garantizar a sus ciudadanos. Ampliar las redes telefónicas en Asia, Chacarilla o La Planicie es lo económicamente correcto para las empresas de telefonía ya que así podrían asegurar el consumo y la consecuente recuperación del capital; en cambio, instalar Internet, cable y telefonía en Huancavelica, Chumbivilcas o Juli no es atractivo porque los pobladores carecen de recursos para pagar esos servicios y, en consecuencia, no se recuperaría lo invertido. Esta mentalidad empresarial siempre será pragmatista y dudo mucho que cambie a pesar de que la responsabilidad social empresarial es el discurso de moda en las empresas modernas. Hasta que el cambio ocurra, el Estado tiene el legítimo derecho de intervenir en situaciones como el alza indiscriminada de pasajes interprovinciales y alimentos pero no a través del control de precios que genera mayor especulación sino mediante la información y el establecimiento de infraestructura básica. Los alimentos se encarecen por el incremento de los combustibles pero, además, por el flete que agregan los transportistas cuando transitan por carreteras de trocha carrozable. Un maestro rural además de una remuneración digna necesita contar con servicios básicos en la comunidad donde labora, lo mismo que un médico o un abogado. El mercado por sí solo no puede asegurar el progreso de una sociedad si es que no incluye a la mayor parte de sus miembros. Por el contrario, si es excluyente, generará descontento en las mayorías desplazadas. En este sentido, afirmar que la exclusión es implícita al mercado —“Eso es Adam Smith con su Tirifilo más, Milton Friedman con su Lastenio al costado, la mano invisible y el dedo medio en ristre”— según César Hildebrandt, significa caer en inexactitudes.
A lo anterior se agrega que nuestros mercados son imperfectos ya que en lugar de alentar la formación de precios en base a la oferta y la demanda, se fomenta el oligopolio de los reyes de la papa, el camote y la cebolla, y de los intermediarios. Mejores carreteras permitirían a los agricultores primarios (escasa o nulamente tecnificados) a ofrecer sus productos directamente en los mercados sin intermediarios, con el consecuente incremento de sus ganancias, lo cual a mediano o largo plazo deberían invertir en la tecnificación de sus productos tal como viene sucediendo en Ica con la exportación de espárragos a los EEUU; Piura y Tumbes con el mango; y Cajamarca con los lácteos. El alza mundial en el precio de los alimentos bien podría beneficiar a los más necesitados: aquel vasto sector de comunidades empobrecidas debido a los mercados imperfectos y a la ineficiencia del Estado y los gobiernos regionales cuyas arcas están repletas de dinero pero carentes de proyectos de inversión. Para los agricultores de la sierra, el mercado libre dejará de ser “el monstruo detrás de los cerros” cuando comprueben que mejora su nivel de vida tanto por el incremento de sus ingresos como por la calidad de los servicios públicos (salud, educación y vivienda).
De esta manera, nos damos cuenta de que, en realidad, algunos de los vicios atribuidos al libre mercado (desigualdad, exclusión, alza de precios) son corresponsabilidad de las políticas económicas de los estados que dejan al mercado en piloto automático.
En resumen, para que el mercado libre funcione allí donde es excluyente el Estado debe intervenir como promotor de la inversión privada a la vez que asegura la infraestructura básica para el desarrollo de los ciudadanos. Por lo tanto, suele suceder que las deficiencias del libre mercado no sean responsabilidad total de los capitalistas sino también del Estado que abandona a su suerte el bienestar social.
Libertad económica y libertad política
En Alaska, EEUU, una empresa minera fue sancionada severamente al comprobarse que contaminaba el medio ambiente; en Uruguay, sucesivos gobiernos han convocado a plebiscito la cuestión de la privatización del servicio de agua potable y, hasta ahora, siempre ha perdido la privatización. Ambos ejemplos demuestran que salvaguardar los intereses de los ciudadanos no implica atentar contra el libre mercado: se sanciona a los que infringen la ley y se consulta a los directamente afectados sobre decisiones trascendentales como la administración del agua.
Si antes mencioné que la exclusión no es implícita al libre mercado sino que determinadas condiciones estructurales no permiten la inclusión de las mayorías en su circuito, no es menos cierto que los gobiernos son los responsables de los términos en que se negocian los contratos de privatización. Si la negociación es perjudicial para los intereses nacionales, se debe diseñar mecanismos jurídicos que permitan su revisión, lo cual no equivale a patear el tablero y desconocer los acuerdos. El libre mercado no es el culpable de los estropicios o de la ineptitud de los gobiernos que celebran acuerdos sin tomar en cuenta el costo-beneficio para sus ciudadanos. Si a Telefónica se le entregó en bandeja el mercado de las telecomunicaciones en el Perú y no reditúa los beneficios al Estado en los términos estipulados, iluso es creer que por “buena fe” lo harán más adelante. ¿Quién y bajo qué condiciones privatizó las empresas públicas? ¿A dónde fue a parar todo ese dinero? Aquellos sujetos tienen nombre y apellido y son los que deben responder, pero de ahí a satanizar al libre mercado endilgándole la depredación de la riqueza nacional existe un trecho muy largo. No debemos confundir el clientelismo, la prebenda, el favoritismo político con el libre mercado. Mercantilismo no es igual a mercado libre sino que es su distorsión y junto con los anteriores, los causantes de la desconfianza popular ante la libre competencia en el mercado.
Otro aspecto que los neoliberales dogmáticos proclaman a los cuatro vientos es que las libertades económicas generan por añadidura, libertades políticas; es decir, si saturásemos Irak de franquicias de comida rápida entonces ello ayudaría a que los fundamentalistas islámicos se democraticen. La historia ha demostrado lo contrario: que las libertades económicas carentes de libertades políticas han servido para sostener dictaduras en el poder bajo el pretexto del crecimiento económico. En Taiwán, uno de los tigres asiáticos, la dictadura del Kuomintang duró hasta 1991; en Singapur, el sistema de gobierno se aproximaba más al autoritarismo que a una democracia multipartidista: Lee Kuan Yew fue el único primer ministro desde 1959 hasta 1990, cuando por su propia voluntad decidió dejar el cargo; desde 1953, en Corea del Sur las dictaduras militares se sucedieron el poder hasta los años 80; ¿sería necesario abundar sobre el capitalismo neoliberal planificado por el Partido Comunista Chino?; en Chile, los resultados obtenidos por los Chicago boys solventaron ante el mundo la imagen de país en vías de desarrollo, pero Pinochet concentró el poder desde 1973 hasta 1990 (contrariamente a lo que se cree, el despegue económico de Chile se dio en democracia y no en dictadura). En conclusión, la aplicación del neoliberalismo tuvo a las dictaduras militares como soporte para aplacar la resistencia social.
El artículo de César Hildebrandt es reflejo sintomático de la frustración que siente la gran mayoría de peruanos que no percibe los beneficios del libre mercado debido a la corrupción del empresariado clientelista y a la exclusión generada por la falta de infraestructura adecuada (responsabilidad estatal). Los conceptos vertidos por el autor no contribuyen a la elucidación de conceptos frecuentemente utilizados por los medios de comunicación y por la ciudadanía tales como libre mercado, liberalismo, neoliberalismo, libertad económica o libertad política; al contrario, acrecientan la confusión ya que, por un lado, el desarrollo de los mismos es de un alcance limitado (frases efectistas, ejemplos contrastantes, afirmaciones radicales pero sin argumentación coherente) y por otro, desconoce las fuentes básicas de los temas que discute lo cual redunda en una secuela de imprecisiones. Mediante este artículo, espero haber contribuido en algo al conocimiento de lo que significa, a grandes trazos, el libre mercado.
Una sucinta memoria del imaginario social de la economía
Durante la década de los ochenta, el Perú atravesó un creciente proceso inflacionario sin precedentes en la historia económica nacional. Las medidas adoptadas por el gobierno de Alan García (1985-1990) se insertaron dentro de un contexto latinoamericano de aplicación del Consenso de Washington, como se denomina al acuerdo económico establecido por los organismos multilaterales (FMI, BM y Departamento del Tesoro de los Estados Unidos) para América Latina con la finalidad de conducir la recuperación de las economías de esta región. Sin embargo, los resultados no fueron los previstos, ya que en Brasil, México y Argentina se agudizaron los conflictos sociales debido al masivo rechazo de la población a los paquetes de ajuste económico. Esta situación originó que algunos gobiernos implementaran cambios sustanciales en la receta propuesta por el FMI y que otros emplearan la represión para garantizar el orden social y la consecuente aplicación del neoliberalismo. En el caso peruano, hubo un tránsito desde la explícita renuencia a la aplicación de esta política económica hasta su total aceptación sin cuestionamientos.
Un asunto de suma importancia para la opinión pública fue la inflación. Este término se refiere al incremento constante de precios de bienes y servicios, y el paralelo descenso de la capacidad adquisitiva. Este concepto estaba tan instalado en el imaginario latinoamericano que era habitual tema de conversación y debate en los medios de comunicación y en la esfera pública en general. Los candidatos a la presidencia no podían rehuir este tema, de modo que, de acuerdo al contexto de cada nación, se colocaban a favor o en contra de una solución progresiva o radical para la crisis económica. A mediados de los ochenta, el sentir de la población peruana ante la crisis era optimista, debido a que entre 1985 y 1987 el índice inflacionario descendió. Ello significó un aval para el discurso radical contra el FMI sostenido por Alan García. No obstante, la estatización de la banca, anunciada durante el mensaje a la nación en julio de 1987, constituyó el final de esa etapa. La inflación de 1989 llegó a 2000 % anual, lo cual nos brinda una idea de la crisis en aquella década.
La aplicación del modelo neoliberal a partir del gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) disminuyó, aunque de manera drástica y sin paliativos, la hiperinflación. En 2001, la economía nacional ingresó a un breve proceso deflacionario, debido a la sobreoferta de productos agrícolas y la caída del precio internacional del petróleo. La deflación consiste en el descenso de los precios de bienes y servicios. A pesar que ello aparente ser muy positivo, es tan perjudicial como la inflación, puesto que la deflación origina una caída de la demanda así como de los salarios, las empresas producen menos, reducen costos y también personal. El consumidor deja de comprar porque estima que no amerita comprar un producto que pronto bajará de precio. A diferencia de la inflación, en la cual el consumidor se apresura a adquirir productos para que su dinero no se devalúe y anticiparse ante futuros aumentos de precio.
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