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Publicado en Revista Latinoamericana de Ensayo Critica.cl
La narrativa de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956), escritora radicada hace varios años en Colonia, Alemania, ha obtenido reconocimientos en importantes certámenes internacionales como la final del Premio Herralde 1994 para su primera novela, El copista (Anagrama, 1995) y el Premio Juan Rulfo en 1999 para su relato Detrás de la calle Toledo (Antares, 2004). Posteriormente, El retrato te ha deslumbrado (Free Penn, 2005), publicado en español y alemán, reunió su producción cuentística. Con La falaz prosperidad (San Marcos, 2007) y La mujer cambiada (San Marcos, 2008), la escritora arequipeña retornó a la novela hasta llegar a su más reciente publicación de largo aliento, Nada que declarar (Tribal, 2013).
Silvia Olazábal Ligur —personaje que en La falaz prosperidad evoca su experiencia europea y las penurias que ha atravesado desde entonces— reaparece en la última novela de Teresa Ruiz Rosas. Ahora se narra un momento un tanto más confortable de su vida, aunque no exento de situaciones igualmente penosas para esta joven traductora arequipeña residente en Alemania hace un par de décadas. Nada que declarar cuenta, por un lado, la historia de Silvia Olazábal, embarcada en la tarea de escribir el testimonio de Diana Postigo (Dianette Pöstges), una muchacha limeña que, bajo la promesa de una vida mejor, viajó a Alemania donde fue obligada a ejercer la prostitución en la ciudad de Düsseldorf. Por otro lado, la novela contrasta la experiencia europea de ambas mujeres, en lo concerniente al hecho de ser mujer y latinoamericana en Europa, así como un sutil contrapunto entre los avatares de la traducción y el meretricio. Otros relatos que alternan con los anteriores tratan sobre el erudito arequipeño Gastón Solís —conocido como «El Hombre de los Libros Rojos», famoso por haber publicado numerosas ediciones piratas de importantes pensadores alemanes, entre ellos las de Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y Max Horkheimer— cuya vida Silvia también está interesada en narrar; y aparte, las esporádicas apariciones del escritor Rogelio La Mar, entrañable amigo de Silvia Olazábal, personaje que nos remite en seguida a Edmundo de los Ríos, autor de Los juegos verdaderos. No obstante, las vicisitudes de Silvia estructuran todas las líneas argumentales de la novela.
Las mujeres han cobrado especial protagonismo en la narrativa de Teresa Ruiz Rosas: la bella Marisa Mantilla, amante del copista de partituras musicales Amancio Castro en El copista; Dora Bakarel, hija del cineasta búlgaro Slatan Dudow y de Silvia Olazábal en La falaz prosperidad; y la ayacuchana Elvira Peña de La mujer cambiada. Nada que declarar prolonga esta atención situándola en una problemática social de alcance global como es la esclavitud sexual vinculada a la prostitución y otras circunstancias en las cuales se muestra las peculiaridades de la condición subalterna de una mujer.
El escrutinio de los matices que definen la subalternidad del «ser-mujer» es un elemento central en la relación que entablan Diana y Silvia, ya que la novela evidencia la distancia sociocultural que media entre ambas. El ser mujer, negra, latina, pobre, indocumentada, monolingüe y sin profesión configura una condición subalterna que no es equiparable a la de una mujer latinoamericana blanca, de clase media, trilingüe, becada y traductora; del mismo modo que las mujeres de Europa oriental respecto a sus pares alemanas, o de cualquier mujer en la sociedad islámica respecto a las europeas. Sea en América Latina, Europa o el Islam, la novela enfatiza una condición subalterna en la mujer que tiende a esencializarse: la mirada masculina que subestima toda posibilidad de autonomía o emancipación para la mujer. De este modo, pese a la distancia sociocultural, se explica por qué Diana y Silvia padecieron situaciones en las que el ser mujer significó una condición suficiente para ser vulneradas en su dignidad.
El cosmopolitismo es otra cualidad que se advierte en esta novela. Arequipa, Lima, Düsseldorf, Berlín, Barcelona, Marruecos son los escenarios por donde transita Silvia Olazábal, de ascendencia vasca e italiana; culturas, lenguas, modos de vida y saberes diversos integran su experiencia global acumulada, en contraste con los estereotipos homogenizantes de la mirada eurocéntrica, particularmente, alemana, ante la cual toda la periferia latinoamericana o árabe es la misma. (No en vano, la actual idea de Europa proviene en gran parte del pensamiento de Kant, Hegel y los románticos alemanes). Sin embargo, la protagonista se las arregla para evocar Arequipa a lo largo de su variada travesía cosmopolita. En este sentido, Nada que declarar se suma a la extensa tradición de novelas que narran la experiencia de los latinoamericanos en Europa, en las cuales el leitmotiv sigue siendo la desmitificación de cierta idea sobre el Viejo Continente, la asunción del regreso como un fracaso y el sufrimiento, una escala obligatoria en el camino hacia la felicidad.
En relación a lo anterior destaca el motivo del exilio voluntario, ese desarraigo que atormenta a los individuos que buscan en otra nación o en otra lengua a la patria que sienten les ha sido negada en su origen. Silvia, Diana y el excéntrico Gastón Solís son personajes extraterritoriales, quienes, con éxito en algunos casos y con no menos padecimientos en otros, intentaron crearse una patria personal fuera del Perú: una económicamente próspera para Diana, otra refinada y erudita para Gastón, y otra lingüística y culturalmente más diversa para Silvia.
Diana es la mujer subalterna que procura hablar a través de otra mujer subalterna pero mejor situada. La indagación de Silvia en el testimonio de Diana Postigo revela el entramado del comercio sexual en la vida social donde se articulan sexo, raza, nacionalidad, clase social, profesión y lengua, y donde el cuerpo de la mujer constituye un territorio a dominar, primero, y a explotar, después, hasta doblegar toda posibilidad de resistencia. Diana carece de la competencia necesaria para escribir su propia historia, por ello solamente ofrece su testimonio oral a Silvia quien sí posee el control del discurso escrito. En la decisión de contar una historia de vida y en la de escribirla, el lenguaje se perfila como un recurso liberador que confronta la violencia sexual volcada sobre el cuerpo de la mujer —histórico territorio de disputas por su emancipación— y paradójicamente la confronta narrando sus episodios más dolorosos.
Así, la célebre pregunta de Gayatri Spivak, «¿Puede el subalterno hablar?», obtiene una respuesta parcialmente positiva en la reciente novela de Teresa Ruiz Rosas, en tanto la condición subalterna de una mujer como Diana solo alcanza a ser voz mediada por otra mujer, Silvia, situada en una posición menos oprimida y con mayores posibilidades de expresión para su discurso.
Nada que declarar representa un punto de quiebre en la novelística de Teresa Ruiz Rosas, no solo porque se trata de una obra notablemente más extensa que sus precedentes sino por la ambición del proyecto narrativo que la orienta: una voz narrativa muy versátil en cuanto al punto de vista —del narrador-personaje a la tercera persona omnisciente y la combinación simultánea del estilo directo e indirecto— narraciones alternadas, retrospecciones, largas y por momentos extenuantes digresiones, y un constante diálogo intertextual entre literatura y experiencia vital, pero sobre todo, un afán totalizante en el cual espacios, culturas y lenguas se superponen en una narración que les confiere simultaneidad, como ha sido propio de la novela posmoderna, configurando una novela total no porque exhiba una minuciosa descripción de la realidad sino porque condensa aspectos contrastantes de realidades diversas.
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