Archivo del Autor: Carlos Arturo Caballero Medina (Charlie)

Acerca de Carlos Arturo Caballero Medina (Charlie)

Magíster en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Aspirante al Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Nacional de Córdoba Integrante del equipo de investigación "Cartografías literarias del Cono Sur" y del Centro de Investigaciones de la Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba

RETABLO Y LAS COORDENADAS DE LA VIOLENCIA

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Novela escrita bajo un registro testimonial, narrada a manera de una indagación en la memoria personal y colectiva de una comunidad, cuyos individuos constituyen una red fundamental en la historia de Manuel Jesús Medina, protagonista principal. El regreso a Pumaranra lo confronta con su pasado, su historia y su memoria. Este viaje hacia su pueblo inicia un proceso de reactivación de la memoria que implica desentrañar, hallar y revelar una explicación acerca de su tragedia personal y la de sus compoblanos. Todo apunta hacia la violencia armada que asoló la región en los 80, cuyos orígenes, sin embargo, se remontan mucho tiempo atrás. Esta búsqueda en el pasado determinará el momento en que se inició la violencia, las causas y circunstancias en que se produjo, y las secuelas que aún se prolongan hasta el presente. De este modo, la vuelta al pasado se propone como un medio para la reparación del presente, un presente insatisfactorio, incompleto, carente de sentido. La comprensión del porqué, cuándo y cómo sucedieron los hechos de la violencia le permitirán a Manuel Jesús evaluar con mayor perspectiva su propio presente y el accionar de los actores: victimarios, víctimas y cómplices.

Retablo (Lima, 2004) sitúa las coordenadas del origen de la violencia en las confrontaciones entre los «uquis» notables de Pumaranra, terratenientes y autoridades, y los indios «chutos», pobladores desclasados y desposeídos, en particular entre el linaje de los Amorín y el clan de los Medina. También, en la rivalidad histórica entre las comunidades de Lucanamarca y Pumaranra. La perdurabilidad de esta violencia subsistente a lo largo del tiempo fue acumulando una reserva de resentimiento en las víctimas, pues muchos jóvenes de la región, así como Grimaldo, el hermano de Manuel Jesús enrolado en las huestes de los subversivos, hallaron en su propia historia familiar y comunal las justificaciones para revertir esta situación mediante una lucha armada contra el poder que los oprimía: el de los notables de Pumaranra y Lucanamarca, y el de las autoridades políticas que los apoyaban. En ese preciso momento, la violencia social de alcance cotidiano (odios personales, venganzas, asesinatos, agravios y abusos reiterados, y la ambición de los lucanamarquinos por las minas de sal de Pumaranra) desbordó cuando lo ideológico-político apuntaló una respuesta violenta contra una historia de agresiones igualmente violentas. En consecuencia, cuando la cotidianeidad de la violencia social se institucionalizó, es decir, cuando formó parte de las prácticas que regulan las relaciones entre los miembros de una comunidad, donde un grupo social actúa en perjuicio de otro sin posibilidad de cambio para los más vulnerables, debido a que el poder político es cómplice de tal situación, dicha violencia acumulada explicaría el origen y desarrollo de la violencia política.

De este modo, el discurso de la lucha armada contra el Estado, sus instituciones y autoridades surgió como reacción ante el abuso de poder cometido por quienes se coludieron («uquis» de Pumaranra y Lucanamarca) contra una población a la cual no se consideró como ciudadanos sino como siervos. El resentimiento acumulado en las generaciones posteriores se articuló con la ideología revolucionaria del marxismo-leninismo-maoísmo que ofrecía a los desposeídos un camino de liberación y reivindicación. La falsa promesa del progreso y su materialización excluyente acentuó más esta reacción violenta.

La indagación en el origen de la violencia, línea argumental que articula la novela, se sostiene, en buena parte, en la historia de Grimaldo Medina desde su infancia hasta su abatimiento por las fuerzas de orden. En el presente, durante la búsqueda del cuerpo, Manuel Jesús ensaya una explicación para el desenlace fatal de su hermano a partir del legado paterno de rebeldía y de su inquietud intelectual. Grimaldo creció viendo a su padre como un hombre siempre dispuesto a dirigir a la comunidad para resistir los embates de quienes deseaban someterlos. El ejemplo de su padre Néstor fue el de un líder opuesto al poder opresor pero que carecía de la solvencia del saber letrado y la educación superior. Por esta razón, Néstor se empeñó en que sus hijos sepan leer, escribir, estudien en la escuela y sigan una carrera universitaria, pues consideró que de esa manera podrían defender mejor sus derechos, es decir, que serían menos vulnerables que quienes permanecen iletrados. La confianza de Néstor en el saber letrado como herramienta para defender sus derechos tuvo como contraparte la tendencia a la crítica de lo establecido que a Grimaldo lo condujo hacia la lucha armada. Esta violencia tuvo como uno de sus pilares la difusión ideológica a través del discurso letrado en las aulas universitarias. El saber letrado no necesariamente nos inmuniza contra la violencia, eventualmente, puede ser su motivador.

Si bien la memoria permite el reencuentro con el pasado, en el caso de Retablo no se trata solo de una evocación psíquica sino que exige al protagonista reinstalarse en los lugares de la memoria, de manera análoga al trabajo documental del cronista o del historiador para recabar fuentes que corroboren o desmientan una versión predominante de la historia. Manuel Jesús se siente inconforme con la lectura que tiene de su vida hasta ese momento. Esta es la principal motivación que posee para emprender el viaje de regreso en búsqueda de una explicación si bien no más satisfactoria que la actual, al menos diferente y sobre todo esclarecedora. Esta necesidad de reinterpretar su historia personal mediante la reconstrucción del pasado hace necesario reinstalarse en el lugar donde aconteció la violencia y buscar a los sujetos de la memoria, quienes también poseen distintas versiones de la historia colectiva y de la historia del protagonista. El contraste entre estos relatos y la versión inicial que trae Manuel Jesús contribuirá a la elaboración de un relato integral que dará cuenta de aspectos complementarios ausentes en los relatos previos. La permanencia de relatos fragmentados y dispersos impide que los individuos y la colectividad comprendan las secuelas de la violencia en el otro. En cambio, la elaboración de un gran relato sobre la violencia a partir de los relatos aislados que se van recogiendo en el lugar de los hechos demuestra la existencia de una compleja red donde se articula lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo. Al evocar la memoria colectiva, también se es portavoz de los otros, se sienta un precedente para que los demás inicien su proceso de recuperación de la memoria personal y lo contrasten entre sí. En este sentido, el emprendimiento de Manuel Jesús constituye un acto ejemplar para todos los sujetos de la memoria.

Esta novela representa un esfuerzo por la recuperación de la memoria personal a partir de hechos cotidianos de diversa índole. Durante el proceso de reconstrucción de su memoria, Manuel Jesús hallará las claves para explicarse el presente. Por eso regresa a su pueblo natal, para ubicar el momento en que se echó a perder su vida. Manuel Jesús descubre que la clave de su tragedia personal está en la violenta historia de Pumaranra, en la historia de agresiones contra su familia y su padre, y en el desenlace fatal de su hermano Grimaldo, quien lideró una columna de subversivos. La reconstrucción, en un solo relato de la memoria, de estas historias dispersas es posible gracias a que su evocación les da continuidad y sentido integral. Ello se evidencia en el tono usado por el personaje principal y los narradores complementarios en algunos capítulos: no hay un ánimo de sentenciar, sino un esfuerzo por comprender.

Solo de esta manera, y luego de un balance del pasado, podría situar ese momento crítico y trabajar en su reparación después de comprender las circunstancias que lo produjeron. La reparación se realiza en el presente pero hurgando con transparencia en el pasado. Entiéndase el término «reparación» como un giro de sentido, una reinterpretación de los acontecimientos, una relectura de la historia o una sustitución de significados, todo ello producto del enjuiciamiento de los relatos que sobre la violencia ha logrado conocer y que han modificado su relato personal.

Es también la recuperación de la memoria colectiva de otros sujetos de la comunidad, a través de los recuerdos del protagonista principal. Así, un solo hombre encierra la historia de muchos hombres, lo cual destaca nuevamente los vínculos entre lo individual y lo colectivo. Retablo nos demuestra que «no solo se vive una vez» porque la memoria actualiza infinitamente el pasado, como refugio y evasión, pero también como un medio para iniciar un proceso de reparación del presente.
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REFLEJOS DE NOVELISTA

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A diferencia de la poesía, la novela en Arequipa ha sido históricamente un género muy poco cultivado. Si bien hay varios escritores arequipeños dedicados a la narrativa, dentro y fuera de la Ciudad Blanca, aún no tenemos una novela que dé cuenta de nuestra cotidianeidad, que recoja los relatos fundacionales o contemporáneos que hasta el presente subsisten en el imaginario colectivo local y regional. Sin embargo, el boom editorial de la última década contiene varias propuestas orientadas hacia los relatos de largo aliento. La editorial arequipeña Cascahuesos, a mi modo de ver, la que posee el catálogo más amplio de publicaciones literarias de los últimos diez años en Arequipa y la región sur, publicó en diciembre de 2010 la novela Espejos de humo de Gregorio Torres Santillana dentro de una serie dedicada a la narrativa.

Tuve la oportunidad de conocer al autor durante mis años de estudiante de Literatura en San Agustín y aunque no llegué a cursar ninguna materia con él, la impresión que me dejó fue la de un crítico e investigador muy agudo. Goyo, como le decíamos en confianza, había regresado de Lima luego de culminar la maestría en Literatura Latinoamericana en San Marcos y se incorporó como docente en la Escuela de Literatura de la UNSA. Los comentarios de los estudiantes siempre fueron favorables. Goyo le imprimió una saludable dosis de energía y motivación a quienes veían los estudios literarios como un objetivo académico posible, a pesar de que el grueso de los estudiantes de la escuela se empeñaba en mostrar al mundo entero que su destino era convertirse en poetas malditos, por lo cual veían la crítica literaria como quien observa un páramo agreste e infértil.

Goyo ha alternado la docencia con la creación y la crítica literaria. Su primer libro de cuentos El amor después del amor (2002) y el ensayo Polifonía del silencio (2006), del cual es coautor, me parecen lo más logrado de su producción. Su último libro, Espejos de humo no solo agrega una nueva publicación a su trayectoria como escritor de ficciones, sino que aporta a la literatura local y nacional una incursión en la novela, género que al menos en los linderos de Arequipa, no ha capturado la atención de los escritores como sí ocurre con la poesía y el cuento.

La novela está dividida en tres secciones. La primera “El equipo de la biblioteca” presenta el marco referencial de la historia, a través del narrador protagonista, el profesor Alonso, un catedrático de historia cuyo tren de vida es alterado cuando se le encomienda la restauración de la biblioteca del Convento de la Recoleta. Lo más destacado de los primeros capítulos es el ritmo de la prosa y los recursos del estilo como las descripciones algunas objetivas y detalladas propias de un cronista de oficio (“El edificio del convento es una bella pieza arquitectónica de sillar, madera y tejas de color ocre. La capilla del complejo tiene una sola torre de tres niveles que acaba en aguja como todas las de su género; las campanas ocupan el primer nivel; en el segundo destaca una reloj que siempre marca las tres en punto”), y otras metafóricas, más cercanas al artesano de las palabras (“Un moscardón azul vuela dejando una línea etérea con el zumbido. Se posa en el cristal de la ventana. Camina. Se mueve a control remoto”). Muestra también a los integrantes que conforman el equipo de restauración. Estudiantes universitarios con los que el profesor Alonso mantiene regular contacto fuera de las aulas y a los que eligió en virtud de sus cualidades académicas y por la confianza de una amistad fluida. Lo esencial de esta parte es que se anticipa el motivo de la caída en desgracia de todo el equipo de investigación: el hallazgo de un legajo cuyos documentos demuestran que en Arequipa se urdió una conspiración para asesinar al libertador Simón Bolívar.

En la siguiente sección, “El legajo encontrado”, se exponen los documentos en mención: el diario íntimo de la ejecutora del magnicidio, correspondencia entre los conspiradores y una serie de documentos oficiales (testimonios, declaraciones, comunicados, resoluciones, etc.) que ratifican y a la vez niegan la veracidad de la conspiración con la finalidad de proteger la institucionalidad de la naciente república. Es la parte más extensa de la novela donde se revelan los entretelones de la conspiración para asesinar a Bolívar y otros aspectos de la intimidad de Eva Medina San Miguel, quien llevaría a cabo la misión. La lectura de los documentos permite suplir la narración de todos los detalles históricos y cotidianos de la época que de otra manera habría sido muy complejo de contar desde una focalización narrativa presente, siguiendo el tiempo predominante en la primera parte. Por ese lado, la decisión de colocar los documentos para que estos hablen por sí mismo fue acertada. Sin embargo, el registro textual de los diarios de Eva Medina San Miguel no resulta verosímil, como sí lo son el estilo de las cartas dirigidas a los conspiradores y el de los documentos oficiales. El estilo de los diarios de la señora San Miguel (o señor según la identidad asumida para la misión) es demasiado contemporáneo y carente de los giros estilísticos y tópicos característicos de las memorias personales, sobre todo cuando se trata de los sujetos femeninos. Sus pasajes cautivan y refrescan el tedio de la revisión documental sobre todo cuando le añade cierta dosis de realismo maravilloso a sus confesiones de diario: la construcción de un barco en el río Chili, ordenada por el prefecto de Arequipa, Antonio Gutiérrez, para ganarse las buena fe de Bolívar; el éxtasis sexual en el que cayeron los hombres ante los aromas excitantes e irresistibles de una adolescente; y la aventura aérea de su hijo Paquito, quien desapareciera al pie de las montañas sin saberse nunca más de él.

Mis mayores reparos con la novela los encuentro en “Esquizofrenia”, la parte final. Me da la sensación que la historia hubiera sido recortada por lo apretado y sucinto de la narración. Noto una inusitada prisa por explicar de inmediato las terribles secuelas del hallazgo y difusión del legajo. Aquí la novela pierde en profundidad. Los protagonistas caen en desgracia mucho más rápido de lo que se explican los hechos. La brevedad de los capítulos juega en contra del desarrollo de la historia. La existencia de la Sociedad Sin Rostro no convence, no cuaja como elemento determinante en el desenlace de los personajes. Más allá de señalar que posee una gran red de poder e influencias, entre su aparición y el deterioro del equipo hay un trecho que de haberse narrado con mayor amplitud habría mantenido las expectativas del inicio: una novela histórica con trazos de narrativa policial.

Espejos de humo es una novela bien escrita, en una prosa funcional a la historia y a la caracterización de sus personajes; posee un despliegue acertado de técnicas narrativas y muestra un interesante trabajo de documentación que aporta verosimilitud al argumento. No obstante, lo ganado en el aspecto formal, particularmente la narración alternada, no favorece el desarrollo de la trama sino que más bien la diluye y fragmenta. La historia del descubrimiento de un legajo de documentos que revelan una conspiración para asesinar al libertador Simón Bolívar en Arequipa, de una oscura organización que protege ese secreto y del equipo de restauradores que lo halló es prometedora en tanto el narrador protagonista focaliza la historia o cuando se descentraliza en la perspectiva de otros personajes. Pero cuando el desarrollo ingresa a la tediosa revisión del legajo — la sección más extensa y por momentos más árida de todo la novela— la promesa de una novela policial plena de intrigas y conspiraciones se transforma en un relato que termina apurando su ritmo para dar coherencia a la historia. Los integrantes del equipo dirigido por el profesor Alonso no llegan a tomar vuelo propio. Su progresivo deterioro es demasiado abrupto. Merecían mayor protagonismo en función de las virtudes que los llevaron a conformar el equipo. El argumento exigía en el presente un desarrollo más detallado de las implicancias del revelador hallazgo. El giro final levanta las expectativas. Siembra dudas acerca de la veracidad de todo lo leído, por lo cual nos lleva a interrogarnos como lectores si es que el entusiasmo inicial de estar frente a una novela que se planteó el reto de contar la historia de una conspiración y sus secuelas doscientos años después no se cayó de las manos hacia final cuando nos enteramos que podría ser la elucubración de un insano mental.

Hay que reconocer el esfuerzo por ficcionalizar la Arequipa contemporánea alejándose de los tópicos recurrentes del sexo, drogas, licor y rock and roll. Me entusiasmaron los pasajes en los que se noveló la ciudad y sus espacios, y el trabajo de organización de la información histórica entremezclada con cierta dosis de ficción.

Espejos de humo prometía ser una lograda novela histórico-policial, pero al final se quedó como el juego escritural de un paciente internado en una clínica de rehabilitación mental. Pese a ello, su autor ha sentado un precedente que nos coloca ante el desafío de la novela en Arequipa: una novela de mayor aliento, sólida, amparada no sólo en la técnica sino también en la profundidad narrativa.

Lima, 22 de enero de 2012 Sigue leyendo

EL ALIENISTA DE LA CASA VERDE

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Las letras brasileras también tienen su «Casa Verde». El responsable de esta coincidencia es el escritor Machado de Assis. Sin embargo, a diferencia de la noctámbula, itinerante y endeble casa de don Anselmo y la Chunga, que congregaba a los Inconquistables y todo tipo de vagos y vividores, la Casa Verde del Dr. Simão Bacamarte no desborda de sensualidad, placer ni bullicio y muchos menos recibe de buen grado a parroquianos de ocasión. Todo lo contrario: nadie en su sano juicio iría por voluntad propia a su Casa Verde. Asimismo, los escenarios son distintos. No es el árido desierto piurano bañado por las cálidas aguas del Pacífico ecuatorial sino la densa floresta atlántica de Itaguaí en el estado de Río de Janeiro; y también la época, pues del Perú republicano de los años 40, nos trasladamos al periodo imperial del Brasil a mediados del siglo XIX. De igual modo, las personalidades de los protagonistas son absolutamente disímiles. El oportunismo picaresco de don Anselmo contrasta con la pasión intelectual del Dr. Bacamarte, por lo cual aquel sería recluido sin duda alguna en la Casa Verde el eminente médico de Itaguaí. Comparten, sí, el rechazo del pueblo donde se ubican y un estado de constante zozobra ante las amenazas de quienes desean desaparecerlas. Pero las que se ciernen sobre esta casa no son de índole religiosa, mas no por ello, menos fanáticas. Esta es la realidad que rodea la Casa Verde de El alienista (1882), tal como la concibió su autor.

Joaquin Maria Machado de Assis nació en el Morro do Livramento, en Río de Janeiro, el 21 de junio de 1839. Vivió sus primeros años en una modesta vivienda de una granja propiedad de su madrina, doña Maria José de Mendonça Barroso. Su infancia estuvo marcada por una frágil salud y un carácter tímido, a consecuencia de los periódicos ataques de epilepsia que padecía. En la adolescencia, trabajó como tipógrafo aprendiz en la Imprenta Nacional donde su amistad con el director Manuel Antônio de Almeida fue fundamental para su formación e ingreso a la escena literaria local. A partir de la publicación de sus poemas en «La Marmota», adquirió reconocimiento y frecuentó círculos literarios y periodísticos. Posteriormente, su trabajo como servidor público en el Ministerio de Viacão y su matrimonio con Carolina Augusta Xavier de Iovais —una cultivada señora portuguesa quien le brindó la estabilidad de una vida conyugal apacible y afectuosa, evitando que la epilepsia frustrase su carrera literaria— aseguraron que pudiera dedicarse plenamente a escribir. Ello explica el porqué la muerte de su esposa lo sumió en tan profunda depresión al punto que contaba los días para reencontrarse. Su deseo se cumplió en 1908 cuando el «Brujo de Cosme Velho», llamado así porque residía en el barrio de Cosme Velho, partió al encuentro de Carolina.

Es autor de Memórias Póstumas de Brás Cubas (1881), quizá su obra más famosa, Quincas Borba (1891) y Dom Casmurro (1899), entre una variedad de piezas narrativas, poéticas y teatrales. El alienista es un relato muy peculiar. Este cuento largo, casi una novela plantea una interrogación sobre la frontera entre la normalidad y la locura, colocándonos ante una cuestión desafiante: ¿quién está loco?, lo que, a su vez, implica una crítica al cientificismo positivista de fines de siglo XIX. Es una magnífica obra humorística sobre la locura y la sanidad. La trama pone de relieve la cuestión del poder. Se le considera el primer cuento realista de la literatura brasilera.

Cuenta la historia del eminente Dr. Simão Bacamarte, médico dedicado al estudio de la mente humana, quien decide construir la «Casa Verde», un hospicio para tratar a enfermos mentales en la pequeña ciudad de Itaguaí. En un estilo realista y fantástico al mismo tiempo, Machado de Assis desarrolla una historia sorprendente en la que se muestra al lector que todo es relativo, que la normalidad no siempre es aquello que la ciencia y los hechos pueden revelar de forma absoluta. El mayor acierto del relato es la combinación armónica entre humor, realismo y subjetividad.

En El alienista está muy presente el espíritu de la época, la total confianza en que la ciencia y la razón explicarían y solucionarían todos los problemas humanos, y la observación como método científico predilecto capaz de desentrañar los fenómenos más complejos de la naturaleza y la mente humana. Las ciencias humanas, en particular la psicología, no escaparon a este influjo. La idea de nación en las jóvenes repúblicas americanas estuvo apoyada fuertemente en el cientificismo positivista: progreso, desarrollo, civilización, ilustración, modernidad, racionalidad, etc. Este proyecto inclusive es posible rastrearlo en el caso del Brasil, desde el periodo imperial.

Machado de Assis le tomó el pulso al pensamiento ilustrado de la época con especial énfasis en el impacto que tuvo en las sociedades urbanas periféricas a las metrópolis coloniales como lo es Itaguaí respecto a Río de Janeiro a mediados del siglo XIX. En aquel momento, el cientificismo se presentó como un discurso posicionado en un grado cero de observación desde el cual cualquier sujeto adecuadamente formado en tal o cual disciplina lograría imponer una explicación precisa de los fenómenos de la naturaleza en virtud del prestigio que gozaba el saber científico y las credenciales académicas obtenidas en las mejores escuelas y universidades de la Colonia o de Europa. De esta manera, la explicación científica de los fenómenos físicos se trasladó sin más al estudio de los fenómenos de la mente humana, de modo que el margen de la interpretación propio de las ciencias del espíritu como las llamó Dilthey, fue tomado como una señal que inducía a indeterminaciones y subjetividades espúreas condenadas a eliminarse de toda investigación rigurosa que aspirase a ser considerada científica. El alienista retrata muy bien esta situación a través del Dr. Bacamarte y su obsesión por descubrir las causas de la locura, de su minuciosa observación de la conducta de los habitantes de Itaguaí y en las grandes facilidades que obtuvo por parte de las autoridades imperiales para proceder con sus investigaciones.

En la segunda mitad del siglo XIX, Europa atravesaba por una serie de transformaciones económicas, científicas e ideológicas que determinaron el surgimiento de una estética antirromántica. La nueva revolución industrial, animada por el cambio tecnológico y el progreso científico, no sólo modificó los procesos de producción, sino también la estructura económica, haciendo surgir una rica burguesía urbana, lujosa, poderosa y muy interesada en sintonizar con el espíritu de la época, es decir, con la modernidad y su punta de lanza, la ciencia, motor del progreso. Machado de Assis procedió a analizar su realidad a la luz de las nuevas teorías y corrientes filosóficas. Y es que el Realismo era una tendencia que respondía a esa necesidad, caracterizándose por la objetividad, impersonalidad, realismo, racionalismo, análisis psicológico de los individuos, verosimilitud, contemporaneidad y pesimismo al abordar la complejidad de la vida humana.

En este sentido, el aspecto más logrado de El alienista es el enfoque del narrador. Dispuesto como una voz en off neutral, externa, distante, pero a la vez objetiva y omnisciente, dosifica poco a poco la trama de la historia sin mayores requiebros ni artificios técnicos deslumbrantes. Este cuento-novela está diseñado con la precisión de un mecanismo que se echa a andar solo una vez que se activa. El narrador funge como un cronista que ha obtenido información sobre los sucesos que acontecieron en Itaguaí tiempo atrás y de la figura del Dr. Bacamarte y sus allegados mediante fuentes y documentos sobre los cuales manifiesta al lector que no puede garantizar su absoluta fidelidad y además que existen pasajes no muy claros que complementa con información oral, pero que hará el esfuerzo por estructurar una versión lo más fidedigna a los hechos reales. Esta confesión de parte del narrador es muy significativa porque sugiere la idea de que la fidelidad histórica es un ideal inalcanzable pese a la existencia de documentos, ya que las fuentes dan cuenta de datos contradictorios y diversos. La literatura, concretamente la novela, se ubica, por consiguiente, en una posición desde la cual subvierte la propuesta cientificista de que la realidad, en este caso un hecho histórico, pueda revelarse en toda su complejidad y, además, de que la magnitud del acontecimiento deba necesariamente justificar su narratividad. La obsesión científica del Dr. Bacamarte deja el plano individual para convertirse en un asunto de interés social por cuanto altera el curso de la cotidianeidad de la gente de Itaguaí, un pequeño poblado marginal en contraste a la metrópoli de Río de Janeiro.

¿Acaso la obsesión científica no es también pasible de calificarse como insania mental? ¿Es la razón es único medio para lograr la comprensión de la realidad y la explicación a todos los problemas humanos? La lectura de El alienista nos confronta con esta y otras interrogantes dentro de las cuales la más evidente es: ¿quién es el loco de Itaguaí? Sigue leyendo

TRAVESÍA LIBRESCA

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Salí en busca de un café para darme tiempo de organizar las notas que tomé sobre Río de Janeiro durante las últimas tres semanas y de una librería para adquirir las crónicas de Carlos Drummond de Andrade, últimamente reeditadas por la editorial Cosac Naify: Confissões de Minas (1974) y Passeios na ilha (1975). Esta pesquisa me condujo a la librería Travessa de Ipanema. Este local y el de Shopping Leblon son amplios, bien organizados y muy surtidos de libros. El de Ipanema es más pequeño, pero no menos acogedor y atractivo. De todas sus sucursales en Río, ambas merecen una visita obligatoria si nos animamos a una incursión libresca poco convencional. Luego de comprar los libros de Drummond (el poeta y cronista itabirano se está convirtiendo en una obsesión literaria como lo fueron César Moro y Mario Vargas Llosa) subí al Bazzar y no resistí la tentación de escribir una nota sobre el lugar, pese a que inicialmente vine con otros propósitos.

Travessa se ubica en la quinta cuadra de la Rua Visconde de Pirajá, una avenida que discurre por el sector más comercial y noctámbulo de Ipanema (la avenida Larco sería su equivalente miraflorino). Las áreas temáticas son diversas y están bien clasificadas, el catálogo virtual está a disposición de los visitantes y el personal de sala es atento y cordial. Cualquier lector interesado puede tomar un libro y leerlo tranquilamente en los confortables sofás cercanos a las estanterías sin mayor compromiso que cuidarlo y devolverlo a su lugar de origen. El que los libros no estén sellados por una cubierta plástica facilita su acceso a quien desee leerlos o simplemente darles una hojeada. En este sentido, lo más cercano a esta librería en Lima es El Virrey de Miguel Dasso en San Isidro. En contraste con El Crisol de Lima, la propuesta de Travessa es de lejos superior y mucho más interesante, ya que, a pesar que lo intenta reiteradamente, aquella sigue un modelo convencional de librería: solo vende libros u otros productos similares. Ofrece lo que le gusta a la gente, lo que circula en el mercado comercial limitado a unas cuantas editoriales, títulos y autores taquilleros que aseguren una venta fija.

Por el contrario, el concepto de Travessa va más allá de la venta de libros, pues fusiona las letras, la música, las artes visuales y la gastronomía. Y es que esta simpática librería es tanto o más visitada por el Bazzar Café que está en el segundo nivel, que por sus libros, CDs y películas. Si se nos antojara un despertar intelectual se puede desayunar un café da manhã, mientras se lee el diario o un libro, o disfrutar de una gustosa merienda a media tarde. El tiempo no apremia: las sucursales de Leblon e Ipanema atienden hasta las 23 horas. El nivel de la música ambiental no perturba, sino más bien complementa agradablemente la conversación y la lectura. Y no se piense que sólo se escucha bossanova, MPB, samba o pagode. En el preciso instante que trazo estas líneas, acaban de pasar de João Gilberto a Motown. En general, el ambiente es muy agradable y propicio para charlar a cualquier hora del día.

En el local principal del restaurante Bazzar en la Rua Barão da Torre se ha iniciado un proyecto que fusiona la gastronomía y las diversas formas de arte explorando los puntos de encuentro entre estas representaciones culturales. Para ello se ha montado la muestra «Bazzar em foto», donde diferentes artistas que utilizan la fotografía como lenguaje transportaron sus obras a un enorme panel localizado en la entrada del restaurante.

Los libros en promedio son caros. Pero también hay librerías de anticuarios que ofrecen una alternativa más económica con el agregado de una experiencia más íntima y retrospectiva. Si se gusta de los libros viejos y primeras ediciones hay que visitar Mar de Histórias en la calle Francisco Sá, Copacabana. Hace unos meses compré ediciones antiguas de las crónicas y poesías de Drummond y los cuentos completos de Rubem Fonseca. En esta ocasión, encontré Seleta en prosa e verso una edición crítica que reúne crónicas y poesía seleccionadas por el autor. El dueño me mostró la primera edición de Fazendeiro do Ar (1955) editada por José Olympio, agotada y aun no reeditada, y otra edición príncipe autografiada de Contos de aprendiz (1951). Ambos ejemplares se vendían a casi el doble de lo que cuestan otras reediciones de Drummond en las librerías. El librero me comentó que los nietos de Drummond, quienes viven a un par de cuadras en el departamento que habitara el poeta a la altura del puesto 6 de Copacabana, visitan a menudo su librería.

Ahora me dispongo a terminar las tareas pendientes, me quedan unos cuantos días más en Río para redondear notas, artículos y crónicas, y con ello doy fin a mis travesías en la «Ciudad Maravillosa» temporalmente. La próxima semana nos vemos desde la «Ciudad de la Furia»: Buenos Aires.

Ipanema, 3 de enero de 2012 Sigue leyendo

ENCANTO DE GENTE

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Carlos Arturo Caballero

El carioca no gusta de la lluvia ni del frío ni de los días nublados. El carioca gusta del sol, la playa, la samba, el fútbol y los placeres de una vida despreocupada. Y es que Río de Janeiro lleva impregnada la personalidad de un clima propicio para el placer; por ello no es raro que a sus habitantes les entre la melancolía ante la llegada de las lluvias que en marzo anuncian el final del verano. Mientras en Lima la humedad cala hasta los huesos, aquí es posible disfrutar de un sol esplendoroso a 30 grados a la sombra entre fines de julio y principios de agosto. Pero no hay que confiarse, pues así como sale un sol radiante, al día siguiente o durante algunos días más, podría llover y no habrá más remedio que decirle adiós a la playa y sus placeres. En verdad es muy triste caminar por Copacabana e Ipanema en un día nublado y lluvioso, sin garotas ni calor. Esta gris combinación es lo único que puede doblegar la voluntad de los cientos de veraneantes que a diario resisten gustosos el asedio de un sol ardiente.

El circuito de playas más representativo de Río de Janeiro comprende las playas de Leme, Copacabana, Arpoador, Ipanema y Leblon. Es posible recorrerlo a pie, en bicicleta o en auto. La ventaja de hacerlo a pie es que se goza de la vista poco a poco, gradualmente, como quien saborea un buen vino. La playa y la tradicional calzada de ondas blancas y negras, diseñadas por el paisajista brasileño Roberto Burle Marx, corren en paralelo junto a la ciclovía y a la Av. Atlántica en Copacabana. La vista que se aprecia en casi todas las postales de Río corresponde a la que se observa desde la margen izquierda de la playa de Copacabana —una pequeña bahía en forma de una herradura abierta hacia los lados, circundada por enormes edificios, cafés, restaurantes, bares y hoteles—. También en el otro extremo, desde lo alto del Fuerte de Copacabana, se logran buenas tomas de Copacabana. Para el lado de Ipanema, la mejor vista hacia la playa se consigue desde la Pedra do Arpoador, donde se disfruta una magnífica puesta del sol tras el morro “Dois Irmãos”.

Copacabana luce igual prácticamente todos los meses del año: vóley, fútbol, joggers, skaters, ciclistas, turistas, músicos, vendedores ambulantes, paseantes con sus mascotas y los infaltables kioskos que ofrecen agua de coco, cerveza, cachaça y caipirinha para aliviar el calor. Mayormente, es frecuentada por parejas con hijos, jubilados y familias. En cambio, a Ipanema van los jóvenes, generalmente. Los puestos de la prefectura, que se extienden por todo lo largo del circuito de playas, sirven como buen punto de referencia. El puesto 1 comienza en Leme y llega hasta el 5 en Copacabana; del 6 al 12 continúan en Ipanema hasta terminar en Leblon. Entre cada puesto media una distancia de 1 km. aproximadamente. La zona del puesto 8 es mundialmente conocida por ser la preferida de la comunidad gay. En el puesto 9 predomina la gente joven y es la zona más concurrida de la playa de Ipanema. Mucho más reposada y algo más desierta es la playa de Leblon, próxima a la favela Vidigal y al hotel Sheraton.

Salvo que la lluvia eche a perder la rutina carioca, es frecuente ver a jóvenes y adultos trotar a lo largo de la amplia calzada que bordea la playa desde Leme, pasando por Copacabana e Ipanema, hasta culminar en Leblon. No solo las mujeres se preocupan por lucir una figura perfecta, cuyos resultados saltan a la vista, sino que también los jóvenes y adultos mayores se esmeran por verse bien fit. No hay pretexto que valga para no lograrlo, pues cada cierto tramo disponen de módulos para hacer ejercicios a todo lo largo del circuito de playas. A ello se agregan las escuelas de fútbol y vóley playa, y las áreas destinadas a la paleta playa y fútbol net. Sin embargo, aquellos y aquellas que no lucen una esbelta figura tampoco se esfuerzan por ocultarlo. Asimismo, los deportes para los cariocas no conocen de fronteras de género. Mujeres que bien podrían estar bordeando o superando los 40 no desentonan en destreza al jugar una partida de fútbol net, del mismo modo que los muchachos y hombres maduros disfrutan sin prejuicios del vóley playa. Por estos lares, el sol, la arena, la playa y el calor vencen todo prejuicio estético y son el antídoto perfecto contra la mojigatería moralista. La autocensura no está en el libreto cotidiano de las garotas.

Conforme nos adentremos un poco en la playa, seremos testigos privilegiados de la belleza de la mujer carioca, gustosa, exuberante y nada mezquina consigo misma ni con quienes tuvieran el placer de mirarlas y admirarlas. Y es que el secreto de las chicas de Ipanema y Copacabana es sentirse bellas, primero, y luego, como lógica consecuencia, verse así para los demás sin esperar su aprobación. Desde que caminan o bailan, que al final es lo mismo, hasta cuando conversan en esa melodiosa y sibilante candencia vocal que adquiere el portugués en sus labios, las garotas llevan la seducción à flor da pele. Los cariocas gustan de la piel bronceada todo el año. Esta es la pista que de inmediato les facilita identificar a los turistas. «¿Você não é de aquí, né?», me pregunta la mesera del kiosko, el vendedor del puesto del puesto de diarios y el ascensorista del edificio.

Los cariocas también adoran a sus mascotas. Los dueños de mascotas por esta zona no escatiman en precios si de brindar confort y cuidados a sus engreídos se trata, lo que hace de la veterinaria una profesión muy rentable (un tratamiento dental a un cachorro cuesta aproximadamente 200 dólares). Una extraña proyección de la personalidad del dueño hacia la mascota se aprecia en las viejecitas que prefieren las razas pequeñas como los schnauzer, chihuahas, salchichas o puddle; en las parejas de enamorados con los labradores; o en los fisiculturistas con los rottweiller. Me dicen que una señal inequívoca de soledad es tener un perro. Si esto es cierto, entonces esta es la ciudad de los corazones solitarios más densamente poblada del mundo. Tal vez las mascotas están más dispuestas a una relación estable y duradera que la mayor parte de los habitantes de la Ciudad Maravillosa suele rehuir.

Mi deuda con Río de Janeiro aún no está saldada. Queda mucho más por descubrir de su gente y sus costumbres. El tiempo está a mi favor, por lo cual seguiré disfrutando de la sensualidad carioca mientras tomo las últimas notas en esta soleada tarde de navidad en Ipanema.

Río de Janeiro, 25 de diciembre de 2011
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EL REY DE LAS FLORES

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Carlos Arturo Caballero

Yo quiero ser a la zurda más que diestro

Casi una hora demoré en llegar al Orfeo Superdomo de Córdoba. No tanto por la distancia como por el tránsito. El único puente de acceso estaba atestado de gente, pero avanzaba. El ingreso y la ubicación fueron rápidos. El concierto estaba programado para las 21.30 pero ni bien se llenaron las tribunas, el público comenzó a calentar el ambiente con aplausos y cánticos para aplacar de alguna forma la infame tortura de esperar. Once años de ausencia justificaban plenamente las ansias de oírlo cantar. Hasta que Silvio apareció luciendo una remera negra y tejanos, casi tal cual al día anterior que recibió el Honoris Causa en la Sala de las Américas. Lo acompañaban Niurka González (flauta traversa, clarinete y oboe), Oliver Valdez (percusión) y el trío de cuerdas Trovarroco integrado por Rachid López (guitarra), Maikel Elizarde (tres cubano) y César Bacaró (bajo).

Abrió el concierto con “En el claro de la luna”, de su primer álbum, Días y Flores (1975). Luego interpretó algunos temas de su último trabajo Segunda cita (2010), como “Carta a Violeta Parra”, “Sea señora” y “Tonada del albedrío”, alternándolos con las canciones que los convirtieron en la voz más visible de la Nueva Trova cubana. Presentó algunos inéditos como “Cuentan” y “Virgen de Occidente”. En el intermedio, Silvio invitó a Amaury Pérez a cantar juntos “Amigos como tú y yo” y mientras aquel y su grupo se tomaban un respiro, Amaury interpretó dos sus clásicos: “Si yo pudiera” y “Abril” que mantuvieron la emoción de un público que prometía quedarse y pedir más de lo previsto.

Al reaparecer, fue recibido con la misma intensidad que al inicio: todo el recinto aplaudía de pie dando vivas a Cuba, a Fidel y al Che. Pero Silvio no la puso fácil. Los más fanáticos vacilábamos al descifrar los nuevos arreglos que lucían sus canciones más emblemáticas. “Escaramujo” adquirió un particular significado para quienes consideramos la educación como un derecho y no un privilegio: “Yo vivo de preguntar, saber no puede ser lujo”, pues “si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”. El momento cumbre del concierto llegó con “El necio”, metáfora de la persistencia y la lucha por no decaer cuando todos creen que la Historia terminó y que las revoluciones son inútiles: “me vienen a convidar a arrepentirme,/ me vienen a convidar a que no pierda,/ mi vienen a convidar a indefinirme,/ me vienen a convidar a tanta mierda. Dicen que me arrastrarán por sobre rocas / cuando la Revolución se venga abajo”. No fue hasta que escuchamos las primeras líneas que pudimos reconocer “Quien fuera”, “Gaviota”, “El reparador de sueños” y una irreconocible pero amena versión de “Óleo de una mujer con sombrero” a ritmo de country texano. Y así una tras otra desfilaba la trova ardiente de este cubano universal que le canta al amor, a la patria y a la revolución con poesía hecha música.

¿Qué reservaría para el final? ¿Unicornio, Ojalá? Nos sorprendió una prolongada y virtuosa introducción a la “Maza”. Una dulce y minimalista versión al estilo bossanova de “Pequeña serenata diurna” nos anticipaba el fin. Y se levantó. Después de una venia desapareció tras el escenario secundado por sus músicos, pero el público no le dio tregua. Nuevamente de pie, coreábamos su vuelta y aplaudíamos a rabiar. Y volvieron. Antes que sus músicos empezaran Silvio dijo “al final”. Se detuvieron y cantó “Historia de las sillas” y luego caímos en la cuenta que reservó “Ojalá” para el final. Saludó, se fue, pero la gente no cesaba de aplaudir. Segundo retorno. La euforia era tal que amablemente pidió tregua para afinar la guitarra. Era “Paula”, melancólica canción interpretada tal cual lo hiciera muchos años atrás, a voz y guitarra, en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de La Habana. “Paula, yo pudiera darte un inmenso jardín / si pudiera darte todo mi país / todo mi país”. Parecía que esta vez era definitivo, pero no. Los aplausos y las vivas no cesaban. Silvio nos comprendió, sabía que no terminaría así y tomó la guitarra para despedirse con “Te doy una canción”. Vaya que sí fue generoso y tolerante con este público que volvería al día siguiente a abarrotar las tribunas del Orfeo Superdomo si este cubano maravilloso se animara a una tocada más.

Y así se fue entre los aplausos y cánticos que cesaron al mismo tiempo que las luces se encendían y se retiraban los equipos. Señales del fin. No extrañé al “Unicornio”, pero sí “En estos días”, “Desnuda y con sombrilla” y “Qué hago ahora contigo”. Pero no tiene importancia. Ninguna en comparación al placer de verlo tan cerca y a la emoción compartida con cientos de silviófilos. ¡Larga vida al Rey de las Flores!

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SILVIO EN MI MEMORIA

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Carlos Arturo Caballero

A Elena Di Marco

Volver a los 17

Posiblemente a mis 12 o 13 fue la primera vez que oí «Unicornio». Recuerdo que me sobrecogieron la letra y música de esa canción cuyo autor desconocía y que a pesar de mis frecuentes preguntas a cuanta persona creyera yo me daría la respuesta no fue sino hasta mis 17 que, gracias al hermano Juan José, el Loco, trovero impenitente, contestatario y rebelde hermano de La Salle, por fin supe que el autor de aquella melodía que me cautivó hacia finales de mi pubertad era cubano y se llamaba Silvio Rodríguez Domínguez.

Juan Ojeda, un condiscípulo de la escuela, gustaba de la Nueva Trova Cubana y de los cantautores latinoamericanos de la Nueva Canción, al igual que Randy Machuca con quienes integrábamos la estudiantina del colegio. Solíamos reunirnos en la acogedora salita de la casa de Juan en calle Nueva los sábados para ensayar e intercambiar cintas o copiarlas. Poco o nada importaba la fidelidad del sonido; lo esencial era reunir la mayor cantidad posible de temas de aquellos compositores que nos acompañaron durante la adolescencia. Tanta fue mi devoción por la música de Silvio que abandoné las lecciones de piano y me dediqué durante las vacaciones de ese verano de 1992 a tocar desaforadamente la guitarra en vez de prepararme diligentemente para ingresar a la universidad. Y esa efervescencia se la debo a mi fiel Rosita, mi nana de toda la vida, quien luego que llegué de mis fatigantes clases de la academia, me sorprendió una tarde con un regalo cuya imagen guardo hasta hoy gratamente en mi memoria: había enviado a reparar la guitarra que mi hermano mayor compró como 10 años antes, emocionado por emular la destreza del gran Paco de Lucía.

Guitarra en mano, mañana, tarde y noche, me sumergí en el universo poético de Silvio y de la Nueva Trova. Por aquellos años, no éramos muchos en Arequipa los que oíamos este género. Podían contarse con los dedos de la mano. O tal vez me equivoco y eran muchos, pero no nos conocíamos. Lo cierto es que se trataba de un círculo muy cerrado y cada vez que conocía a un trovero sentía una gran emoción al compartir la misma afición y mucho más si tocaba la guitarra. Esas fueron mis mejores lecciones musicales: escuchar, ver y conversar con quienes disfrutaban la trova intensamente como yo la disfrutaba. Alguna vez alguien aparecía con una cinta original prestada por corto tiempo —la mayoría se grababan en Chile y Argentina— por lo cual aprovechábamos de inmediato para copiarla o el menor descuido para apropiarnos del preciado material. (Si mi querido Juan Ojeda llega a leer estas líneas, quiero recordarle que durante varios meses estuve disgustado porque prestó mi cassette original de Días y Flores ¡sin autorización! A Ramiro Damiani, arquitecto, músico y trovero como nosotros. No te culpo, Juan, yo también hubiera hecho lo mismo sin en aquellos años llegaba a mis manos ese álbum). Si tenía la suerte de que un conocido viajara por esos andurriales, imploraba porque me trajeran cintas de Silvio. No disponía de un centavo, así que apelaba a su amistad e incluso al cariño que me dispensaran.

Mi querida Lenny Zevallos, a quien injustamente hice padecer por amores durante un breve tiempo, me dio otra de las sorpresas troveras que marcaron mi admiración por Silvio. Como quien no quiere la cosa, le pedí que aprovechando su viaje de promoción a Santiago de Chile, me trajera un par de cintas, las que hallase, todas eran bienvenidas. No recuerdo muy bien en qué circunstancias fue, pero me parece que me visitó en el locutorio telefónico propiedad de mi hermano Antonio, un sábado por la tarde o domingo por la mañana. Yo había olvidado por completo mi petición cuando de pronto me mostró tres cassettes originales editados en Chile por el sello Alerce: Tríptico 1, 2 y 3. Si la vida está hecha de momentos, como dice el supuesto poema atribuido a Borges, ese momento cuenta como uno de los más felices de mi vida. Nunca nadie antes se dio la molestia de cumplir su promesa, pero Lenny, mi adorada Lenny, sí. Los Trípticos pasaron a engrosar y a darle distinción a mi, hasta ese momento, modesta colección de cintas que comenzaban a poblar los cajones de mi mesa de noche.

Pero la generosidad de Lenny tuvo como precedente otro acontecimiento menos abnegado y más mercantil. César Navarro, compañero de aulas, de música y de trasnochados ensayos a ritmo de heavy metal, si algo detestaba más que las visitas los domingos, era escuchar a Silvio Rodríguez y REM, en ese orden. “Salvo Días y flores y Causas y azares, el resto es para el olvido”, me parece escucharlo a la distancia. Justamente los álbumes que menos me gustaban, él los apreciaba. Mi culto por la trova era solo equiparable a su devoción por Metallica, ACDC, Megadeth y Pink Floyd. No he conocido hasta ahora a alguien más obsesionado hasta la posesión por conservar celosamente intacta su colección de discos y cassettes. Lograr que nos preste uno era toda una Odisea, al punto que de insistir corríamos el riesgo de perder su amistad sin mayor remordimiento. El hecho es que su hermano Oscar, conocido guitarrista y fundador de unos de los grupos de rock pesado más emblemáticos de Arequipa, Cuarto Cerrado, había viajado a Santiago con su promoción de La Salle en 1987 y ¡comprado varias cintas de Silvio! Concentrado más en su banda, Oscar legó estos cassettes a César y de vez en cuando se los pedía para escucharlos. Al enterarse de mi gusto por la trova, no dudó en ofrecérmelos a un módico precio. Se los compré todos, por partes, pero los adquirí todos. (Actualmente, Oscar vive en Bélgica hace varios años y no sé si llegue a leer esto, pero de ser así, estimado, quédate tranquilo que tu colección permanece en buenas manos. César nunca te dijo la verdad, pero fue por una noble causa).

Sinfonía para adolescentes

Posteriormente, poco a poco fui dejando de grabar y regrabar cintas y ahorraba lo que podía para comprar originales en la discoteca Internacional, la única, por decírselo de algún modo, tienda de discos de la ciudad. Siempre esperaba con ansiedad la llegada de un nuevo álbum. Cuántas tardes habré caminado desde casa hasta el centro o desde el instituto y bajo cualquier pretexto acercarme a los mostradores y pedido que me alcancen “el último álbum de Silvio Rodríguez”. Solo tenerlo en mis manos y oír algunas pistas en las cabinas privadas fueron para mí, en aquellos años de mi primera juventud, un placer que hasta hoy no he hallado, excepto cuando alguna novela descomunal me devuelve la fe en la escritura. Si por fin lograba comprarlo, escuchar ese cassette así como cualquier otro que me fascinara, era toda una experiencia ceremonial, de aquellas que solo un adolescente podría vivenciar cuando, como dice la canción de Eduardo Gatti, «nos dijeron que la vida se muestra entera».

La recesión postraumática del fujishock hizo estragos en los comercios locales y varias tiendas emblemáticas de la ciudad remataron sus existencias y si no alquilaron sus locales, cambiaron radicalmente de giro. La discoteca Internacional desapareció y con ella el pretexto de acudir semanalmente a sus mostradores para oír, aunque fuera solo unos minutos, las canciones de las bandas y solistas que construían nuestro universo musical. Los vendedores ambulantes tomaron por asalto las calles y si teníamos suerte, alguno de ellos vendía nueva trova. Hacia 1995, había logrado conformar una respetable colección de cintas en mi superpoblada mesa de noche. Las que destacaban por su «originalidad» eran las de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, León Gieco, Sui Géneris, entre otros. Buena parte de ellos fueron obtenidos como «saldos de ocasión» cordialmente rematados por mi principal proveedor: César Navarro. También armé a trancas y barrancas un selecto dossier de letras y canciones de Silvio, unos fotocopiados y otros cuidadosamente hurtados. Ello se reflejo en mi progreso con la guitarra. Tocando trova aprendí complejos acordes y desarrollé una habilidad extra que predispuso mi oído musical a otros géneros como el bossanova o el jazz.

Sin embargo, la universidad me condujo durante los siguientes cinco años por caminos alternos a la música. Las letras ocuparon el lugar de las melodías, los libros reemplazaron a los discos y cassettes. Un día, sin saber cómo ni cuándo, colgué la guitarra y con ella cerré momentáneamente mi etapa de trovador adolescente, descarriado y mala cabeza que en los años previos había martirizado a mi madre por abandonar la informática y ocupar el tiempo nada más que en tocar guitarra, cantar, jugar frontón y cantar desaforadamente embebido de licor con los cómplices de mi primera juventud.

El acontecimiento que marcaría definitivamente el cierre de esta época fue mi abrupta salida del Instituto del Sur donde ilusamente creí que le sacaría la vuelta al tiempo para luego retomar los estudios de música. Abrupta por cuanto no tuve más remedio que irme antes que me echaran por mis vergonzosas notas. No obstante, allí conocí a Herbert, un entusiasta y díscolo trovero que me presentó a mucha gente que tocaba trova y géneros afines. Hacia mediados de los 90 era visible que la trova venía ganando adeptos cada vez más. Lo noté cuando junto con Herbert improvisamos un concierto en las afueras de El Búho, el nostálgico café noventero ubicado en los altos del Complejo Chávez de la Rosa de la Universidad de San Agustín. Todo ocurrió como jugando. Acordamos con Herbert vernos como todos los viernes a las 7 y llevar nuestras guitarras. Cada uno tocaba una canción alternando la velada con cigarrillos y pisco. Pocos días antes, Juancito Ojeda me avisó de «un recital de trova en El Búho». Atiné a confirmar mi presencia con alegría y grandes expectativas por escuchar al fin a un grupo formal o a cantantes de trova fuera de una «chupa» de parque y al son de unas viejas y maltrechas guitarras (aparte de Raúl Huerta y Américo Martínez, quienes esporádicamente tocaban en algún local, no conocía a nadie más). La collera del Isur se había enterado de nuestras semanales veladas y también confirmaron su asistencia. Grande fue mi sorpresa cuando al llegar toda la explanada exterior al café estaba colmada de curiosos ansiando escuchar el recital de trova. Los misteriosos troveros que darían el recital éramos nosotros. Me sentí turbado y defraudado de mí mismo y a la vez muy emocionado. En una década años-luz del Facebook y Twitter, un nutrido grupo de fanáticos troveros se había congregado de oídas para escucharnos. Herbert lucía impasible cual si no pasara nada. Los asistentes se miraban entre sí y los que me conocían insistían en saber a qué hora empezaría el concierto, inquietud que transmití de inmediato a Herbert. Debió verme tan nervioso que tomó la guitarra y soltó los primeros acordes de canciones de Gieco y Sui Géneris. Luego tomé la posta con Silvio y el resto del grupo hizo lo propio. No sé si estuvimos a la altura de lo que se esperaba, pero tengo impresa en mi memoria la fachada de El Búho, la blancura del sillar, la tenue iluminación lunar y los aplausos y peticiones de quienes nos acompañaron en ese concierto que sin proponérnoslo, cerró una época maravillosa, al menos para mí.

Cuando digo futuro

En adelante, volví a Silvio por cortas temporadas intermediadas por viajes a Lima donde redescubrí una escena trovera mucho mayor que la arequipeña. El boulevard del jirón Quilca reunía lo más selecto no solo de la música trova, sino del rock en todos sus géneros y a precios muy accesibles. Tuve conocimiento del grupo Silvio a la carta, un proyecto que reunía a solistas, dúos, tríos y pequeños grupos que intercambiaban integrantes de acuerdo al tema en sus presentaciones. Los escuché en el café del Centro Cultural de la Universidad Católica. Su dinámica consistía en repartir una especie de menú musical, a manera de repertorio, de lo que tocarían en esa sesión, de modo que los asistentes tuvieran de donde elegir. Fue muy grato conocer a Miriam Quiñones, quien empezaba a hacerse conocida en el circuito interpretando temas de Silvio, Pablo, y demás cantautores de la nueva canción latinoamericana.

A diferencia de los años anteriores, perdí el rastro de la discografía de Silvio y recién me enteré que al menos 3 o 4 álbumes había grabado entre el 95 y el 2000. Me puse al día pero ya no con el entusiasmo de los albores de mi primera juventud. Al terminar la universidad, cogí nuevamente la guitarra acusando una notable pérdida de habilidad y un avanzado deterioro en mi voz producto del cigarrillo. Animado por Elena, mi novia, intenté volver por mis fueros y me inscribí en un concurso de solistas y grupos de Nueva Trova organizado por el propietario del Apeyrom, uno de los últimos locales donde a inicios del 2000 se tocaba trova para un público interesado y atento, algo que en los 90 estaba limitado a encuentros furtivos o a la eventuales presentaciones de Raúl y Américo.

Fue un retorno lamentable, triste, para el olvido. Esa noche me odié por no haber desistido a tiempo y le mostré a Elena mi fastidio y mi rabia por el papelón que hice al presentarme. Ella no tuvo la culpa, pero sin quererlo, y aunque con el mejor ánimo del mundo, me hizo entrar en pánico llamando al celular cuando estaba por iniciar mi turno para cantar. Fue anecdótico. Tenía el micrófono frente a mí y de pronto sonó el celular y contesté al aire. No solo se escuchó mi voz sino también los mensajes de afecto y la buena vibra que enviaba mi novia, artífice de mi retorno a la música. Los espontáneos aplausos de la asistencia, conmovidos seguramente por el gesto de mi novia, me animaron a continuar, pero fue poco lo que pude ofrecer aquella noche. Terminada la primera ronda, no me quedé a escuchar el resultado y opté por una retirada decorosa sin imaginar que uno de los jurados, 10 años después, me provocaría una decepción mucho más profunda. Pero esa es otra historia.

Expedición

En 2007, Silvio Rodríguez vino al Perú luego de 20 años de ausencia. La última vez había sido en 1987 con motivo del CICLA, festival de integración cultural latinoamericana que tuvo lugar en Lima. No volvió después, no me consta, pero es muy posible que sea verdad, como protesta contra el gobierno de Alberto Fujimori. El hecho es que, por primera vez y «a mitad del camino recorrido» de mi vida, tenía la oportunidad de ver a Silvio en Lima donde yo radicaba hacía un par de años. La facilidad es una debilidad de la fuerza, escuché alguna vez. Debe ser cierto, pues aquello que damos por descontado termina siendo postergado o relevado de nuestros planes, precisamente por darlo como un hecho y no ponerle empeño. Así fue que no asistí a la ceremonia de entrega del doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos ni al concierto que ofreció en el estadio de la misma casa de estudios. Mi consuelo fue sacarme el clavo de todas esas caminatas a la discoteca Internacional y actualicé toda mi colección de álbumes en CDs originales, salvo aquellos que no forman parte de la discografía oficial y no era posible hallar en el Perú, sino que era ediciones especiales o agotadas.

A un mes de mi llegada a Córdoba, donde curso el doctorado en Literatura Latinoamericana, una tarde mientras leía el diario, me enteré de que Silvio ofrecerá un concierto luego de 10 años de ausencia. «Nunca más», dije, como titula el Informe Sábato. No iba permitir que transcurrieran 25 años más para saldar una deuda pendiente con esa parte de mi historia personal que fue la adolescencia y mi primera juventud. Así que pronto compre mi entrada preferencial, de las últimas que quedaban. La mañana de hoy en que escribo esta memoria supe por una colega que la Universidad de Córdoba distinguiría a Silvio como doctor Honoris Causa en el auditorio principal del Pabellón Argentina en Ciudad Universitaria. El ingreso era libre, pero las invitaciones se habían agotado hace tres días. De todos modos, fui; formé fila probando suerte, tal vez a alguien por allí le sobraran algunas entradas. Y así ocurrió. Gracias a la generosidad de una joven estudiante de odontología que me obsequió una invitación, logré presenciar la emotiva ceremonia en la que Silvio agradeció a la concurrencia por esos honores y aplausos, según él inmerecidos, pues «por cada hombre que logra algo, hay millones que nada tienen».

Pronto amanecerá. Cierro esta memoria a horas vista del concierto de Silvio en Córdoba. Ojalá que la lluvia no nos haga pedazos. Ayer cayó un aguacero feroz, pero aunque el cielo se nos caiga encima, mañana veré a Silvio a como dé lugar. 25 años no han pasado en vano. Sigue leyendo

PIGLIA Y LA NOVELA HOY

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Carlos Arturo Caballero

Ricardo Piglia es uno de los escritores latinoamericanos más influyentes en la actualidad, y reconocido además por la crítica como uno de los más notables cultores del género policial en la Argentina y Latinoamérica. Respiración artificial (1980), La ciudad ausente (1992), Plata quemada (1997) y Blanco nocturno (2010) figuran entre sus novelas más destacadas. Dentro de su producción ensayística, Crítica y ficción (1986), La Argentina en pedazos (1993) y El último lector (2005) resaltan por sus originales apreciaciones acerca de la crítica literaria, el oficio de escribir y la política.

Piglia ha sido merecidamente distinguido por la Universidad Nacional de Córdoba con el Premio Universitario de Cultura 400 años. Ante un auditorio repleto de estudiantes, profesores, periodistas y sobre todo de sus entusiastas lectores, manifestó que hacía muchos años no visitaba la ciudad, pero que tenía muy presente la tradición de la primera casa de estudios de la Argentina, donde en 1918 tuvo lugar la Reforma Universitaria, cuya influencia se extendió por todas las universidades del país y el continente. La intelectualidad argentina, precisó, se formó en la educación pública, una educación libre, laica y gratuita.

Su conferencia tuvo como tema central la situación de la novela hoy. Según Piglia, la novela fundamenta su existencia sobre la base de la tensión entre la realidad y la ficción, la verdad y la falsedad. Estas dualidades o dicotomías serían las que definieron durante mucho tiempo la novela. Por ejemplo, el protagonista de la primera novela moderna, El Quijote, se encuentra atrapado entre una realidad hostil y la ficción de los libros de caballería. Madame Bovary quisiera rendirse ante un amante real que estuviera a la altura de los que habitan en las novelas románticas que lee con denodada pasión. Y para Balzac la novela es la historia privada de las naciones. Verdad/falsedad, realidad/ficción: la dicotomía constituyente de la novela.

Otra característica que Piglia atribuye a la novela es su historicidad. La novela sería una forma histórica de narración que no existió siempre, pese a que existían narraciones. La vida está hecha de relatos que contamos y que nos cuentan. Por ello, relatar es una actividad cotidiana. De algún modo u otro, afirma Piglia, todos somos expertos narradores. En este sentido, la novela trabaja con una realidad ya narrada, ya que los novelistas capturan las narraciones que circulan en la realidad. Por ende, siempre hay un testigo de las historias, las cuales muestran algo sin decirlo abiertamente. Esto convierte a la novela en un archivo de las narraciones que circulan o circularon dentro de una sociedad, un «registro de la memoria social». De acuerdo a esto, se desprende que la novela encierra un discurso paralelo y metafórico al de la historia oficial, por lo cual sería posible abordarla como un documento de la época.
Pero ¿qué es una buena historia para Piglia? Es un relato que interese a quien lo cuenta como a quien lo escucha. En consecuencia, aquel que aspira a ser novelista debe plantearse la siguiente cuestión: ¿soy capaz de transmitir a mi lector la emoción que la historia produjo en mí? ¿Puedo narrarle con la misma intensidad esa historia a mi lector? Por los temas e historia no habría que preocuparse. La realidad está repleta de ellas, circulan continuamente alrededor de nosotros.

No obstante, si lo anterior ha caracterizado a la novela moderna ¿no nos encontramos próximos a su fin? La dicotomía que hoy define a la novela es la oposición entre texto vs. imagen, acuñada dentro de la frase «una imagen vale más que mil palabras». Piglia reconoce que la temporalidad ha sido un factor fundamental en el desplazamiento de las tensiones constituyentes de la novela. El tiempo de la interpretación de la imagen es instantáneo, mientras que en la lectura está mucho más mediatizado. El lenguaje exige mayor temporalidad para descifrarlo. Piglia acierta al señalar que el desafío de la novela hoy es la falta de tiempo y la sobreabundancia de imágenes. No es que haya menos lectores, es todo lo contrario, lo que ocurre es que no hay tiempo para leer como antes, es decir con la pausa necesaria para procesar el relato, interiorizarlo y convertirlo en una experiencia personal inigualable como otras que nos suceden en la vida real. Prueba de ello es que cada vez más la lectura masiva se concentra en objetivos utilitarios, lo cual el mercado satisface con creces a través de manuales de autoayuda o de introducción básica a temas de actualidad mundial.

Piglia rastrea el giro de esta tensión novelística frente a la modernidad desde Kafka y Joyce. Ambos son los paradigmas mediante los que explica el modelo de novelista tradicional y el moderno. Los kafkianos requieren de y aislamiento. Su receta para crear es no ser interrumpido. Sin embargo, hoy luchamos contra la invasión de nuestra privacidad y seguidamente, contra la interrupción. Ambas han socavado el modelo de novelista kafkiano sobre todo durante las últimas tres décadas. De otro lado, los joyceanos se mueven leyendo por la ciudad. Incorporan la interrupción a su habitus, conviven con ella. Leen en el autobús, en el metro, en el avión, con un Ipod, en un bar o en el ordenador a la vez que navegan por Internet o revisan sus correos electrónicos.

Si este es el panorama actual, no es muy auspicioso para el tipo de novela contemplada por Piglia: una novela testimonial que le tome el pulso a la historia y que registre la memoria social. La imagen seduce, manipula e influye mucho más que la palabra oral o escrita. La experiencia lectora en la actualidad se ha fragmentado y reducido a un ámbito de costo-beneficio (¿cuánto me sirve?). La novela no ha permanecido inmune al mercado ni a las nuevas exigencias de la sociedad posmoderna, en la cual lo efímero y lo liviano son cualidades muy apreciadas.

La conclusión que Piglia no llegó a señalar fue que, si bien la novela podrá persistir como una forma de conocimiento alterno de la realidad, está transformándose del mismo modo que la pintura frente al cine, el cine frente a la televisión o la televisión frente a Internet. La distancia que el cine independiente mundial y el europeo en particular tomaron de Hollywood sirvió para cultivar una esteticidad de culto autónoma frente al gusto popular y al de las grandes corporaciones cinematográficas. El desafío de la novela es el de los novelistas: conservar su autonomía creadora sin perjuicio de lo que la época le exija. La atemporalidad histórica es un derecho conquistado por los creadores de ficciones que vale la pena defender.

Córdoba, Argentina, 9 de noviembre de 2011
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CUESTION DE UBICACIÓN

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Carlos Arturo Caballero

Recientemente leí una nota en el portal de la PUCP, “La PUCP y los Rankings universitarios” en el que se explican algunos los criterios utilizados por los organismos que periódicamente publican el listado de las mejores universidades a nivel mundial. Lo revisé con la expectativa de saber en qué puesto se ubica la Católica del Perú en América Latina y en el mundo, pero lo que hallé fueron solo afirmaciones generales, de sentido común, verdades de perogrullo, más de lo mismo, es decir, nada revelador. Los comentarios del Ing. Jorge Solís, docente del Departamento de Ingeniería, asesor técnico del Rectorado y miembro del comité asesor que plantea y ejecuta recomendaciones a la PUCP para ascender en los rankings internacionales, giran en torno a lo que ya se sabe que debe hacer una universidad para situarse en un lugar apreciable respecto a sus pares: fomentar la investigación, internacionalizar la Universidad, “nuevo repositorio de tesis digitales, rediseño de la página web de la Universidad y de las diferentes unidades, creación de un repositorio con el acervo cultural de la Universidad e inclusión de nuestras publicaciones en las bases de datos indexadas de prestigio regional y mundial”. Se trata de cuestiones prácticas que se resuelven a través de una gestión administrativa eficiente en combinación con las cualidades académicas del cuerpo docente y estudiantil.

Lo que no profundizan tanto el entrevistado como María Paz de la Cruz, autora de la nota, son las razones por las cuales la PUCP no se halla en una ubicación expectante o por qué está en el lugar actual, el cual se ignora pues no se ofrece ningún dato para contrastar con los ya existentes. Mencionar la dispersión de criterios, la subjetividad y el prestigio cuestionable o no de la institución evaluadora como causas de posibles distorsiones en las mediciones no explica por qué la PUCP brilla en solitario en el Perú, pero aparece muy relegada en el contexto latinoamericano y mucho más en el mundial. Lo más rescatable, a mi modo de ver, es que el Ing. Solís haya tomado distancia de la elaboración de un ranking regional para intentar aparecer “entre los primeros de los últimos”. Al respecto solo apunta que “nuestra relación entre investigación y docencia aún es muy baja, a pesar de los grandes esfuerzos que estamos haciendo para mejorarla (prueba de ello es la creación del Vicerrectorado de Investigación). Esto aún nos impide aparecer en los puestos de vanguardia de los rankings internacionales, aunque muchas mediciones a escala regional nos colocan como la mejor universidad del Perú y una de las mejores de Latinoamérica”.

De acuerdo con lo primero: la gran mayoría de profesores universitarios en nuestro país y en Latinoamérica solo dictan por horas, tienen dedicación parcial y para compensar ello completan su horario en otras universidades, institutos y a veces colegios. Así no se puede investigar ni desarrollar conocimiento y menos preparar una buena clase, pues el docente estará abrumado por trabajo administrativo y por la corrección de evaluaciones. La plana docente a tiempo completo es muy baja en comparación a los profesores a tiempo parcial, lo cual se agrava con la burocracia y la poca transparencia en los concursos de ascenso, problema específico de cada universidad. Y no bastaría solo con incrementar la cantidad de profesores full-time, sino, además, establecer una nítida diferencia entre la dedicación a la docencia y a la investigación. De nada serviría tener una enorme población de profesores a tiempo completo para que asuman labores administrativas, que, lamentablemente, es el criterio imperante y decisivo en muchas universidades-empresa de reciente creación en nuestro país, si es que no se orienta su actividad hacia aquello en donde más se le necesita y pueda ser útil. Lo segundo confirma mis dudas iniciales: ¿cuál es el puesto que le corresponde a la PUCP en el Perú, Latinoamérica y en el mundo? ¿Se ignora cuál es? ¿Es razonable prudencia o temor de herir susceptibilidades? No se ofrece referencia alguna a la fuente que acredite la afirmación del Ing. Solís de que “muchas mediciones a escala regional nos colocan como la mejor universidad del Perú y una de las mejores de Latinoamérica”.

Asimismo, pese a que hay una referencia a una de las listas publicadas por la Times Higher Education, no se comentan los criterios que esta organización aplica: “la calidad de la enseñanza, la cantidad de citas que tienen los trabajos de investigación de cada entidad, innovación, cantidad de investigaciones, número de estudiantes por profesor, cantidad de estudiantes con doctorado y la mixtura internacional entre estudiantes y profesores”. Me consta que en la PUCP existe una preocupación por acreditarse mediante la incorporación de profesores con posgrados tanto en Facultad como en Estudios Generales y que muchos de los que actualmente enseñan provengan de prestigiosas universidades de Europa y EEUU. No obstante, también me consta que en determinadas carreras existen círculos de poder que determinan quién dicta o no tal o cual curso ignorando la trayectoria académica del aspirante y prefiriendo elegir por cuestiones de camaradería o afinidad intelectual. Prueba de ello es que, ahora en menor grado, pero hay, se promueve a egresados con bachillerato para que dicten algunos cursos remediales en Estudios Generales. Si se indaga un poco más, nos daremos cuenta que durante muchos años algunos cursos fueron dictados por profesores que solo poseían el bachillerato y ante la arremetida de jóvenes que sí lo poseían, fueran de la PUCP o no, se les concedió a los docentes-bachiller un tiempo de gracia para regularizar su situación. ¿Cómo una universidad de desea acreditarse académicamente a nivel mundial puede permitir que existan profesores en su plana que cuenten solo con bachillerato?

De otro lado, la PUCP ha acusado el impacto de las emergentes universidades-empresa, cuyos procesos de admisión son académicamente deficientes y solo sirven para maquillar el deseo de capturar un mercado estudiantil que todavía ve a la universidad como un medio de realización personal y distinción social. Por ello es que en los últimos años ha incrementado y modificado sus canales de admisión y reformado la currícula de los Estudios Generales, aspecto que no se menciona ni de soslayo en la nota de María Paz de la Cruz, es decir, el nivel académico actual de los estudiantes de la PUCP en contraste con generaciones precedentes, es la sensación no solo mía sino de egresados, estudiantes de ciclos superiores y docentes, ha descendido a tal punto que se han implementado nuevos canales de admisión para facilitar el ingreso de estudiantes y competir con las universidades que literalmente lo regalan. Años atrás, quien quisiera postular a la PUCP debía rendir examen de admisión general que evaluaba los saberes básicos del colegio o prepararse en el Centro Preuniversitario y aspirar luego de sucesivos exámenes, a una vacante por ingreso directo. En estas circunstancias, ingresar a la PUCP era un desafío; hoy no lo es tanto si se puede solventar la pensión.

Los recientes cambios curriculares en Estudios Generales han ido en sintonía con el nivel académico de los estudiantes que la universidad viene recibiendo. De este modo, aparecen los llamados cursos remediales que sirven para que el ingresante se nivele en cursos de formación general en los que se matriculará si desaprueba una evaluación complementaria después de aprobar el examen de admisión. Estos cursos aumentan cada vez más porque la necesidad de “nivelar” a los estudiantes es cada vez mayor, pues los canales de admisión no funcionan como un verdadero filtro. En consecuencia, se incrementa la cantidad de profesores eminentemente “enseñantes” o “enseñaderos”, usualmente egresados, quienes, aunque no todos, se sienten cómodos con el dictado de un curso de nivelación y no se hacen problemas con abandonar la investigación o postergar los estudios de posgrado. Estos cursos no son los más apreciados por los ingresantes ni por los docentes que llevan buen tiempo dictando, es más, existe un soterrado desprecio por los mismos: el estudiante que debe cursarlos siente que pierde el tiempo; el profesor experimentado procura evitarlos porque lo alejan de sus objetivos o porque prefiere a un público más maduro y no tan colegial. El resultado es que no se coloquen muchos reparos al momento de decidir si un bachiller puede dictar cursos introductorios o remediales.

En lo personal, la orientación humanística y la deliberación en los asuntos de la política nacional como los derechos humanos, y la participación directa de algunos de sus autoridades y docentes en la elaboración del Informe Final de la CVR es el capital más importante que posee la PUCP en la actualidad. Sin embargo, si integramos todas las variables antes indicadas, tendremos un panorama más claro para explicarnos por qué la PUCP solo juega de local, pero no de visitante. Cuestión de ubicación. Sigue leyendo

Sobre la teoría y los críticos literarios

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A Laura Fandiño por la charla

Carlos Arturo Caballero

En diversas oportunidades, desde mi época de estudiante universitario hasta el presente, he observado con frecuencia a ponentes demotrar que conocían muy bien el marco teórico que sustentaba su investigación; pero, paralelamente, evidenciar muy poca capacidad de análisis e interpretación del objeto de estudio planteado para la ocasión. En los casos más extremos, se exhibía una profunda erudición teórica de conceptos y categorías que desfilaban de principio a fin pero que no justificaban su evocación. A ello se agregaba un manejo riguroso y malabaresco de cierta jerga particular que revestía de autoridad al ponente, quien bien podría denominarse o ser denominado “especialista” luego de sucesivas presentaciones, ya que pocos podrían, como él, comprender en su total dimensión lo vertido en la ponencia. Ese lenguaje especializado utilizado ante un auditorio no necesariamente de especialistas sino de entusiastas, curiosos, interesados y demás individuos ávidos de claridad y no de oscuridad provee la seguridad de evitarse incómodas réplicas o inoportunas rectificaciones; detrás de ese blindaje verbal cualquier “especialista” puede sentirse seguro.

Otras veces utilizan la teoría como un lente o plantilla aplicable a cualquier objeto de estudio sin mayor dificultad y sin consideración alguna de las particularidades del mismo que exigirían un replanteamiento de los postulados teóricos a aplicar. Es por frecuente oír sobre lecturas feministas de la poesía de Sor Juana, psicoanálisis lacaniano de Guamán Poma de Ayala o deconstrucción de la poesía andina. De este modo, y si hacemos un minucioso seguimiento de tal o cual ponente, nos daremos cuenta que lo único que cambia en sus exposiciones es el autor o la obra analizada, pero la “jerga”, las ideas y las conclusiones suelen ser las mismas. No quiero decir que no sea posible aplicar retroactivamente un enfoque teórico, pues finalmente, siempre interpretamos desde algún lugar y una época; lo que sucede es que se presume que la teoría en sí misma resolverá el misterio de la interpretación con solo aplicarla como quien lo hace con una receta de cocina.

El cuadro se completa cuando a lo anterior se suma la lectura cansona de un texto que alterna la redacción personal con frases del tipo “inicio de cita” y “fin de cita”. La cantidad de veces que esto se repite tiende a extraviar a los asistentes y a concentrarlos en identificar nombres de autores, términos y frases y no en lo que los congregó para la ocasión. En consecuencia, ante la dificultad de comprender, solo queda, por parte de la asistencia, admirar a quien sí lo puede hacer y más aún si es que posee grados y títulos otorgados en el extranjero o labora en alguna institución académica prestigiosa como investigador calificado.

Para el asistente curioso o medianamente interesado en el autor, obra o tema motivo de la ponencia, dicha intervención puede resultar cautivadora, enigmática, estimulante, compleja o profunda, pero nunca clara; no le deja certidumbre alguna sino más dudas de las que poseía; evitará preguntar para no lucir como alguien que no comprendió “lo obvio”. Y si las formula, lo hará con mucha cautela sobre cuestiones generales o tangenciales al tema en discusión. Al final de la sesión, el ponente obtendrá el reconocimiento del auditorio sobre la base de los saberes que eficientemente administra, pero la claridad, comprensión y utilidad de los mismos brillarán por su ausencia. En quienes asistieron con gran expectativa, reinará una profunda desazón.

Yo también en mis inicios seguí el mismo procedimiento. Era comprensible pues actuamos de acuerdo a los referentes que nos rodean y a los hábitos que observamos en quienes admiramos. Sin embargo, hubo una ocasión hace algunos años que me llevó a cambiar la manera de presentar la teoría ante un público variado. Fue en Puno con motivo del II Encuentro Nacional de Escritores Manuel J. Baquerizo. Había leído una ponencia sobre la poesía de César Moro teniendo como marco conceptual al psicoanálisis. Al término de mi ponencia, muchos asistentes se me acercaron para felicitarme e incluso pedirme una copia del texto leído, lo cual fue inmensamente gratificante para mí. No obstante, Federico Latorre Ormachea, poeta y narrador abanquino, me hizo una certera observación que hasta el día de hoy la conservo con mucho aprecio: “lo felicito, su ponencia estuvo muy interesante, pero no entendí nada. Por favor, facilíteme una copia de su trabajo para revisarlo con mis estudiantes”.

En adelante, tuve muy presente este indirecto consejo, manifestado con cordial sinceridad, por lo cual me esforzaba por escribir un texto mediante el cual quien fuera que me leyera o escuche me comprendiera con suficiencia. Procuraba, y aún lo hago, que quien me lea distinga claramente cuál es mi propuesta por más audaz o banal que fuera, pero que sea a mí a quien lea y con quien dialogue posteriormente y no con toda la recatafila de conceptos y autores que me llevaron a tal y cual conclusión. La honestidad intelectual no pasa por exhibir cuanto se sabe, sino cuánto se puede hacer con aquello que se sabe, cómo hacer que otro elabore sus propias ideas sobre la base de algunas ideas adquiridas o compartidas. En ese sentido, la labor de la teoría es desafiarnos a pensar de una manera diferente a la habitual, sin perder autonomía ni distancia crítica, pues nos apropiamos de ella, la digerimos y luego devolvemos un producto original e híbrido a la vez. La honestidad intelectual no solo consiste en consignar con rigurosidad un sistema de citas actualizado a la fecha, también es ser consecuente con el pensamiento de aquellos a quienes invocamos como respaldo de nuestras afirmaciones. No se trata de legitimar un culto intelectual ni de erigirse en el auténtico intérprete de lo que aquel pensador dijo en su momento, sino de someterlo a discusión. En suma, ser menos monográfico y más ensayista; menos sacerdote y más profeta.

Muchos colegas consideran que preparar una ponencia para que sea comprendida por cualquier interesado en el tema implica una pérdida profundidad en el análisis, “bajar el nivel”, porque, según ellos, es responsabilidad del asistente esforzarse por estar a la altura del conocimiento impartido. Confunden groseramente claridad con superficialidad. Asumen que ser claro en una exposición es algo sencillo cuando en realidad es todo un desafío para quienes están acostumbrados a divagar en la estratósfera, a dialogar con mortales de vez en cuando y a navegar en el topus uranus platónico. Percibo en ellos cierta displicencia y menosprecio por el didactismo y la pedagogía intelectual, y mucha admiración por la oscuridad del lenguaje, actitud heredada de aquellos maestros que los formaron y a quienes siguen denodadamente por los pasillos de la universidad, a la cafetería, a su oficina, a su casa y a quienes en algún momento aspiran a reemplazar en alguna cátedra o cargo administrativo. El apelativo de “maestro” les sale a flor de piel, es el espontáneo título que el aprendiz otorga al sujeto en quien se refleja. Lamentablemente, la devoción, el culto, la cuota de poder y el amiguismo son el pan de cada día dentro de nuestra comunidad académica nacional. En lugar de que la teoría y la crítica confronten al poder, sus usuarios más preclaros se están encargando de colocarlas al servicio del poder.

En Después de la teoría, Terry Eagleton señala la crisis de la intelectualidad occidental al contrastar a los grandes intelectuales de los 60 y 70 con sus herederos de las últimas décadas. Mientras aquellos estaban preocupados por articular el pensamiento con la acción, estos suelen satisfacerse con obtener un grado académico en alguna universidad europea o norteamericana y adscribirse a la agenda de la comunidad académica que los acoge y desde allí formular sesudas interpretaciones sobre la realidad de su comunidad de origen. El financiamiento, el tiempo y la información que requiere un investigador están más que cubiertos, de ello no se preocupan. Hoy es más importante instalarse en el medio, acreditarse y participar de la industria intelectual transacadémica que indagar en la agenda local que reclama hace mucho tiempo un espacio de discusión a gran escala. Buena parte de nuestros críticos se dedican a prologar antologías, a compendiar poemas, a reforzar idolatrías literarias o a condenar a quienes no son de su agrado en sus aulas o en sus columnas o conferencias. Muy pocos son los que observan más allá de lo que Lima puede ofrecer. Como lo dijo Miguel Ángel Huamán: “nuestra crítica se ha vuelto acrítica”.

Cuando asisto a un evento académico, escucho atentamente al expositor y me complace en algunas ocasiones, apreciar, aunque haya divergencias, un pensamiento propio reforzado inteligentemente por un aparato teórico al servicio de la interpretación y no exclusivamente como una credencial intelectual. La solvencia intelectual no la certifica una corriente teórica, sino la audacia de sostener una postura personal, la contundencia de los argumentos que la defienden y el nivel de confrontación contra el poder hegemónico. Es un asunto de especialistas, sí, y también de sujetos comprometidos con lo que profesan. La teoría vendría a ser como la ausente presencia de un narrador cinematográfico: todos sabemos que está ahí, pero nadie lo ve. Este es tipo de crítica que modestamente aspiro practicar.
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