Hola Carlos,
agradezco tu lectura y comentarlo de mi artículo. Escribo epistolarmente para agilizar mi respuesta a tu post.
Lo que no importa del autor para evaluar sus obras son las nimiedades de su vida personal: el atuendo o las actitudes que adopta en público; su carisma, gracia o simpatía no reviste importancia alguna para la crítica literaria. Son anecdóticas, sirven más para la biografía o la prensa de espectáculo. Veo que hasta allí estamos de acuerdo. Esto último de ningún modo resulta relevante para formular una crítica literaria rigurosa. Apreciaciones de este tipo perjudican la comprensión del discurso literario y relegan aún más la discusión de fondo: concentrarse en los textos, no en cuánto nos agradan o desagradan las actitudes públicas de un autor. No obstante, no concuerdo en que la vida o la conducta del autor sean importantes para determinar el sentido de la obra al ser creada. Precisamente, este fue el fundamento de la crítica biográfica.
Esta afirmación acude a un tópico ya abandonado por la teoría y la crítica literaria actual, pero que durante el siglo XIX ocupó el interés de críticos como Charles August Saint-Beauve; por el contrario, tal aseveración recupera la figura del genius. La estética romántica del siglo XVIII utilizaba el concepto de genio para referirse a la capacidad de producción e innovación necesarias para la creación de las obras de arte procedentes de un sujeto creador soberano, autónomo. Este genius tuvo su origen en reflexiones socráticas y platónicas sobre el daimon, las cuales, a su vez, evolucionaron a través de la tradición renacentista-romántica. La crítica biográfica tiene una de sus fuentes en esa estética romántica y otra en el sujeto cartesiano de la Ilustración, pues fundamenta una interpretación sobre la base de la intención del autor y de sus experiencias vitales, confiando plenamente en que es posible acceder racionalmente a la conciencia creadora. «Falacia biográfica», según la cual el texto es un documento que es explicado y explica la vida de su autor, y «falacia intencional», que asocia el sentido de un texto con la intención del escritor.
La historia de la crítica literaria ha oscilado entre perspectivas que enfatizan al autor, al texto, al lector y al contexto; algunas proponen que la crítica literaria se limite al análisis textual, otras se apoyan en las humanidades y las ciencias sociales. Mientras más perspectivas pueda integrar el crítico sobre su objeto de estudio, podrá comprender con mayor amplitud las diferentes dimensiones del texto. Sin embargo, la crítica biográfica parte de presunciones que conducen a graves distorsiones hermenéuticas: que el sentido del texto es posible explicarlo acudiendo a la vida de su autor. Y no es así, porque ello supone que el autor asigna un sentido a su obra susceptible de ser hallado tal cual por sus lectores en cualquier época. El fundamento de la crítica biográfica descansa en la convicción de que el autor es el donador de sentido primordial, que el enigma hermenéutico sería resuelto mediante una entrevista al autor, y de no ser posible, desentrañando los vericuetos de su intimidad. Las perniciosas consecuencias de este tipo de interpretación convirtieron la enseñanza de la literatura en un acopio de biografías y datos históricos, es decir, la literatura como un apéndice de la historia, bajo la ingenua convicción de que hurgando en la vida privada o pública de los escritores o reconstruyendo la época con ayuda de la historia bastaría para descifrar sus textos. La nefasta herencia del biografismo fue que la lectura de la vida de los autores terminó suplantando la lectura de sus obras. Tal es así que la tesis doctoral de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez. Historia de un deicidio bien podría ser leída como una acertada biografía, una suerte de amplia exposición dóxica sobre la obra de un novelista, pero con muy poca sustancia crítica para aproximarnos a la poética del Nobel colombiano, es decir, con notables inconsistencias epistemológicas en su fundamentación. No es casual que esa tesis haya sido acogida durante una etapa en la cual el postestructuralismo era moneda corriente en el resto de Europa, mientras que la academia literaria española persistía obcecadamente en la filología y el biografismo. Difícilmente esa tesis doctoral habría sido acogida en Francia, Reino Unido y mucho menos en los Estados Unidos.
Otra objeción contra el biografismo es que pierde de vista al lector y los modos de lectura dominantes en cada época. Leemos un texto con toda la experiencia acumulada hasta ese momento y mediatizados por modos de lectura imperantes, y a pesar que las vicisitudes de la vida de un autor efectivamente lo hayan conducido a escribir sobre determinados temas (la influencia de la vida en la elección de ciertos temas no la pongo en discusión) los lectores obtienen nuevas y diversas interpretaciones prescindiendo de si Ribeyro contempló los muladares de la Costa Verde, si Vargas Llosa estudió en el Colegio Militar o si Scorza presenció los padecimientos de la comunidad de Rancas. Por ello la ruta para analizar e interpretar, por ejemplo, los versos de Vallejo no pasa por tener su biografía, entrevistas o un anecdotario en una mano y Trilce en otra, sino, primero, por reconocer la dimensión elusiva y opaca del lenguaje, en especial, de la poesía.
Lo expuesto por Barthes y Foucault se complementa con los aportes de la teoría de la recepción: «[…] la literatura y el arte sólo se convierten en proceso histórico concreto cuando interviene la experiencia de los que reciben, disfrutan y juzgan las obras. […] llegando a formar tradiciones que pueden incluso, en no pequeña medida, asumir la función activa de contestar a una tradición, ya que ellos mismos producen nuevas obras». (Jauss, «El lector como instancia de una nueva historia de la literatura», 1987). El lector toma contacto con el texto literario acompañado de un bagaje experiencias y conocimientos previos, propios y compartidos con su espacio y su época. La estética de la recepción remarca la cualidad inconclusa del texto literario, cuyo sentido es completado durante la lectura, y reconociendo la polisemia del discurso literario evita las interpretaciones unívocas o unilaterales. En «El proceso de lectura: enfoque fenomenológico» (1987), Wolfgang Iser advierte que «La convergencia de texto y lector dota a la obra literaria de existencia, y esta convergencia nunca puede ser localizada con precisión, sino que debe permanecer virtual, ya que no ha de identificarse ni con la realidad del texto ni con la disposición individual del lector». Y luego añade que es el lector quien pone en marcha una obra. Iser sostiene que el significado no está exclusivamente en el texto sino que se genera durante el proceso de lectura; que el significado no es totalmente textual ni depende arbitrariamente del lector, sino que es resultado de una interacción; y además, que el lector participa en la producción de significados al completar una estructura abierta de sentido que es el texto literario, «al llenar vacíos o indeterminaciones en su estructura, completa la obra literaria» (Holub, «La teoría de la recepción. La escuela de Constanza», 2010).
Luego, la crítica biográfica parte de la ilusión de que la vida explica al texto, pues aquella contendría las verdaderas motivaciones que desataron la creación. Pero olvida rápidamente que la biografía es una creación discursiva, que ni las autobiografías más polémicas las podemos considerar un documento fiel de lo que aconteció, ni siquiera los diarios. Este tipo de aproximación es deudora del positivismo y el historicismo, para los cuales era fundamental hallar evidencias concretas que permitieran formular leyes estables y predecir acontecimientos, en un momento que las ciencias sociales y las humanidades acogieron con grandes expectativas los métodos de las ciencias exactas para analizar sus objetos de estudio. La crítica literaria no fue la excepción. Poco a poco el autor concitó el interés de la crítica, suponiendo que lo escrito en sus obras depende en buena parte o se origina en la vida del artista.
A la crítica biográfica le resultaba complejo desligar la valoración moral sobre el autor de la apreciación de sus obras (los Retratos literarios de Saint-Beauve son una muestra de ello), ya que si la «gran literatura» es obra de «grandes hombres», su valor radicaría principalmente en que permite el acceso íntimo a su alma, no de cualquier hombre, sino de uno capaz de crear una «gran obra». El problema es que así la literatura se reduce a un tipo de autobiografía encubierta. Novelas, cuentos, poemas y piezas teatrales dejan de leerse como lo que son, literatura, leyéndose como accesorios que permiten conocer a quien las creó. Asimismo, sostener que las obras literarias son manifestaciones de la mente del autor, no ayuda mucho a discutir el sentido de «Los reyes rojos» o «Altazor». Aun en el hipotético caso que dispusiéramos de toda la información biográfica sobre Eguren, Huidobro y Vallejo para determinar el sentido de sus poemas ¿para qué emprender esa pesquisa si su vida está plasmada en sus textos?
Bourdieu es útil para comprender la dinámica de fuerzas que actúan sobre los escritores y que definitivamente estos no pueden ignorar. Al mismo tiempo, tenemos varios ejemplos en los que una tendencia artística marginal transgresora deviene hegemónica. Siguiendo a Bourdieu, aquella no llega a ser hegemónica en virtud solo de su ímpetu subversivo sino en renegociación con el campo intelectual dominante, o sea no es que se imponga y borre del mapa lo precedente, sino que adquiere las prácticas de reproducción del establisment sin las cuales no podría mantenerse en un lugar de hegemonía. El autor importa para Bourdieu, y allí también coincido, en un sentido absolutamente diferente. Con la categoría de campo intelectual Bourdieu va más allá, superando la dicotomía autor/obra —el determinismo de primero sobre la segunda— e instalando el campo intelectual como una interfaz entre autor, obra y sociedad. En consecuencia, de Campo de poder, campo intelectual no se sigue que haya que acudir al autor para establecer el sentido de sus obras antes, durante o después del proceso creativo, sino que a donde hay que acudir es al análisis del campo intelectual, ya que permitirá apreciar cómo se construye la función autor en relación con las obras y con la sociedad. En suma, el autor no es la instancia primordial del sentido para Bourdieu, reitero, ni antes ni durante ni después del proceso creativo. ¿El autor importa? Sí y no. Sí como uno de los elementos que configura el campo intelectual; no como fundamento para interpretar sus obras. Lo que definitivamente sobra, porque no suma, más bien resta, son los desplantes o la egolatría del autor, si bien útiles para semblanzas y perfiles, inservibles para el análisis e interpretación de textos.
También disiento de que una obra de arte sea resultado de una personalidad (¿están siempre los escritores en cabal posesión de lo que quieren expresar?), pues habría que asumir que el genio creador es responsable de una originalidad fundacional obviando que el sujeto creador lo es sobre la base de una tradición precedente; lo más adecuado es afirmar que una obra de arte es resultado de múltiples identidades en conflicto. Desde Marx, Nietzsche, Freud y Lacan, la confianza en un sujeto consciente al modo cartesiano ha cedido lugar a la idea de un sujeto escindido. De otro lado, el paso que dio Julia Kristeva de la intertextualidad a la intersubjetividad explica que el abordaje unilateral del texto desde solo el sujeto autor o solo desde la inmanencia textual descuida que un texto es a la vez muchos textos y que nuestras representaciones de la realidad están mediatizadas por las representaciones de otros sujetos y del lenguaje. Ningún autor es propietario definitivo del discurso creador que vierte en una obra, ni su personalidad el fuero de donde proviene lo nuevo. Las técnicas de la novela moderna no se desplegaron por vez primera en el Ulises de Joyce, están presentes en La Odisea; Edipo Rey anticipó los motivos de la novela policial; y si colocamos los salmos del Antiguo Testamento en una antología de poesía vanguardista no se notaría la diferencia; contra lo que suele afirmar, la renovación de la literatura peruana no se dio con la generación del 50, La casa de cartón es un antecedente de Los cachorros, como lo es Duque respecto a No se lo digas a nadie.
Tampoco la obra de arte es «un acto de liberación que da perfección estética a una realidad imperfecta o que inventa una que no lo sea». Pese a nuestra profunda admiración por las bellas artes y las bellas letras, concuerdo con George Steiner en que las humanidades en sí mismas no humanizan al hombre: los mismos oficiales que escuchaban a Schubert y Wagner de noche amanecían dispuestos a torturar a un ser humano por la mañana. La cultura filosófica, literaria y musical de alta perfección estética no logró impedir el Holocausto. Incluso los cuadros intermedios de Sendero Luminoso eran asiduos lectores de novelas decimonónicas, de aquellas llamadas novelas totales, las cuales eran leídas siempre en clave política. El Grupo Literario Nueva Crónica, que reúne a ex combatientes de Sendero Luminoso, testimonia que durante el presidio leyeron con acuciosidad el Antiguo Testamento en clave marxista-leninista. Hasta el nacionalismo encontró un lugar seguro en la novela, tal es así que Doris Sommer habla de ficciones fundacionales para referirse al modo como la novela en América Latina contribuyó, tanto como las ideas políticas, a la construcción simbólica de los Estados-nación. Así, los modos de lectura terminan siendo decisivos, no lo previsto por los autores.
El retorno al autor hoy dentro de la teoría y la crítica literaria es radicalmente distinto al del biografismo del siglo XIX. Es más bien un retorno a un yo situado dentro de una experiencia, como lo sugiere Seyla Benhabib, que no es simbolizada totalmente a través del lenguaje, pero que deja indicios en los cuerpos. Las reflexiones de Foucault sobre la disciplina y los cuerpos dóciles, Judith Butler y sus cuerpos que importan y la teoría queer dan cuenta de ese retorno.
Nuevamente, te agradezco este intercambio que es mucho más productivo y estimulante que discutir sobre la pose de los poetas arequipeños. Confío que en adelante los debates giren en torno a lo que ellos escriben, pues polemizar sobre cómo se comportan los poetas le compete a la prensa del corazón, no a la crítica literaria.
Charlie