Lima, ciudad Nobel


El callejón de La ciudad y los perros

Tomado del ABC de España (11/10/10)

Con más de ocho millones de habitantes, convertida en una urbe caótica y desenfrenada, Lima es distinta a la ciudad en la que Mario Vargas Llosa descubrió a muchos de sus fantasmas. Pero sus calles y sus esquinas pertenecen ya a la cartografía de la literatura universal. Lugares que emanan hasta hoy el mismo aura de «La ciudad y los perros», de «Conversación en La Catedral» de los cuentos iniciáticos de «Los jefes» y la nostalgia juvenil de «Los cachorros».

Centro de Lima.- Recuperada de la decadencia de los años 80, la plaza San Martín es una encrucijada en la biografía de Vargas Llosa. El lugar donde lanzó su fallida carrera por la presidencia de Perú en 1987 es también un paisaje frecuente de sus años universitarios: en su autobiografía, «El pez en el agua», el escritor recuerda el ambiente sórdido del Negro-Negro,un bar con aires de bohemia parisina en los 50 ubicado en las inmediaciones de la plaza. Cerca está también el hotel Bolívar, en cuyo bar, cuenta la leyenda, Varguitas besó por primera vez a Julia Urquides. La intransigencia de su padre y las dificultades de ese amor complicado en la Lima de mediados de siglo dieron más adelante vida a «La ía Julia y el escribidor» (1977).

No muy lejos deambulaba Santiago Zavala, «Zavalita», sumido en la típica gris llovizna de la capital peruana cuando lanzó la inmortal frase de «¿En qué momento se jodió el Perú?» con la que despega «Conversación en La Catedral» (1969), quizá la mejor novela del flamante Nobel de la lengua española. El propio bar «La Catedral» es ya tan sólo una ruina de la vieja Lima colonial en la avenida Argentina.

El casco antiguo de la ciudad acoge aún a la vieja casona de la universidad de San Marcos, la más antigua de América y refugio de las conspiraciones clandestinas de «Zavalita». En la avenida Tacna, ya totalmente abandonadas, están las antiguas oficinas del diario limeño La Crónica,en las que el escritor trabajó como redactor a mediados del siglo pasado.

Cerca a la plaza Manco Cápac, en el populoso barrio de La Victoria, estaba el jirón Huatica de «La ciudad y los perros», la calle de las prostitutas a la que acudían asiduamente los cadetes del Leoncio Prado en sus días libres. Los prostíbulos ya no existen, pero entre el olor a fritanga de la plaza se puede ver aún la estatua del inca en su pedestal, que, como decía el «negro Vallano», apunta con el índice derecho a la antigua avenida de las meretrices.

El Callao.- Bajando por la avenida Venezuela desde el centro de Lima se llega a la provincia portuaria del Callao, un trayecto que el cadete Vargas Llosa hacía en un tranvía que dejó de funcionar hace muchos años. Los amaneceres siguen siendo densos, lluviosos y grises en la avenida Costanera, con ese particular frío que cala hasta los huesos en la capital peruana. y el colegio militar Leoncio Prado es el mismo «minicosmos» del país descrito con brutalidad por Vargas Llosa en su primera novela, un crisol donde convergían los pobres inmigrantes de la sierra llegados a la capital y los niños de la burguesía miraflorina.

Miraflores.- Más al sur, es el barrio de la clase media limeña en el que pasó su juventud Vargas Llosa. El barrio,como recordaba el propio literato en la Tercera de ABC de ayer, era «una familia paralela, tribu mixta donde se aprendía a fumar, a bailar, a hacer deportes y a declararse a las chicas». En un apacible pasaje conocido como la «Quinta de los Duendes» Vargas Llosa vivió los primeros meses después de casarse de forma clandestina con Julia Urquidi. La casa está ocupada en la actualidad por los músicos Edson León y Carla Aldana, que se enteraron del pasado del lugar sólo cuando empezarona relacionarse con los vecinos de la quinta. «Definitivamente, el ambiente inspira. Acá hay muchos artistas, a los que les gusta este ambiente acogedor, de la Lima tradicional», contó Aldana a Efe.

Barranco.- Por último, no es sólo el barrio más bohemio de la capital peruana estos días, sino también el hogar limeño de los Vargas Llosa. Ahí celebraron el jueves con champán la hija del escritor, Morgana, y su primo, el cineasta Luis Llosa, el anuncio del Nobel. Por las calles del barrio se puede ver aún al escritor paseando por las mañanas con su habitual disciplina flaubertiana, en las largas temporadas que suele pasar hasta ahora en Lima. En la antigua Ciudad de los Reyes, consagrada ya como la ciudad vargasllosiana por excelencia en la literatura universal. Sigue leyendo

Los orígenes de nuestra Marina de Guerra (3)


El monitor Huáscar con bandera chilena

Un balance del poder naval del Perú en el sigo XIX.- Durante este siglo, el poderío peruano en el mar sufrió diversos altibajos: hubo épocas de una clara supremacía naval frente a los países vecinos, como ocurrió durante las administraciones de Ramón Castilla; y hubo periodos en los que prácticamente dejó de existir nuestra escuadra, como luego de la guerra de la Confederación Perú-Boliviana o una vez concluida la Guerra del Pacífico.

En 1836, al iniciarse las guerras de la Confederación, la escuadra peruana estaba compuesta por 12 unidades operativas: 2 corbetas, 4 bergantines, 3 goletas, 1 fragata y 1 barca. La escuadra chilena, en cambio, estaba conformada sólo por 1 bergantín, 1 corbeta y 2 goletas. Junto con ello, la potencia de fuego de la artillería de los buques peruanos era también mucho mayor. Así, materialmente la escuadra peruana era superior, aunque la situación no era similar en lo referente a la preparación de las tripulaciones. Sin embargo, tres años después, concluida la guerra, la escuadra peruana estaba sólo compuesta por un buque operativo.

A fines de la década de 1840 el Perú pudo ver ya de modo notorio la recuperación de su poder naval, e incluso una clara supremacía en el Pacífico Sur. En 1848 llegó al país el primer vapor de guerra con el que contó la Marina, y cuya incorporación fue decisiva en el logro de esa supremacía. A fines de ese año, los buques de guerra con los que se contaba (bien mantenidos y tripulados) eran los siguientes: el vapor Rímac, con 2 cañones de 68 libras y cuatro de 24 libras; el bergantín General Gamarra, con 16 cañones de 18 libras; el bergantín Almirante Guise, con 12 cañones de 12 libras; y la goleta Libertad, con un cañón giratorio de 9 libras. Además, otros dos buques eran utilizados específicamente para el servicio de guardacostas.

Sin embargo, a partir de la década de 1860 el poderío de la escuadra peruana fue paulatinamente decreciendo. Esta situación generó grave preocupación en muchos jefes y oficiales. Lamentablemente, no se dio una coherente política naval, y los gobernantes de entonces no prestaron la debida atención al Marina. La situación adquirió tintes ya dramáticos en la década siguiente: sólo en los años finales de la misma, y cuando ya era inminente el estallido de la guerra con Chile, se quiso enmendar el rumbo, pero era demasiado tarde.

Al iniciarse la guerra, la escuadra peruana contaba con cuatro acorazados (la fragata Independencia y los monitores Huáscar, Manco Cápac y Atahualpa), dos buques de madera (la corbeta Unión y la cañonera Pilcomayo) y cuatro transportes (el Chalaco, el Oroya, el Limeña y el Talismán). La escuadra chilena, por su lado, estaba compuesta por dos acorazados (el Blanco Encalada y el Almirante Cochrane), seis buques de madera (las corbetas O’Higginis, Chacabuco, Abato, Magallanes y Esmeralda, y la cañonera Covadonga) y seis transportes (Angamos, Rímac, Amazonas, Tolte, Loa y Matías Cousiño). Si nos guiamos simplemente por el número de buques, podría parecer que no existía una gran diferencia entre ambas escuadras. Sin embargo, las características generales y la artillería de los acorazados chilenos revelaban una gran superioridad material frente a las fuerzas peruanas. Además, el mantenimiento y las dotaciones de sus buques eran los adecuados, cosa que no ocurría en el caso de la escuadra peruana. En realidad, nuestra supremacía en el Pacífico la perdimos en 1874 cuando Chile adquirió sus dos acorazados. A nosotros nos faltó buques adecuados en un momento de trascendentales avances en al ingeniería naval, cuando se perfeccionaban los blindajes para poder contrarrestar el poderío de los cañones cada vez de mayor calibre y premunidos de proyectiles perforantes.

En realidad, desde mediados del siglo XIX se había acelerado el ritmo del progreso en cuanto a los avances técnicos en materia naval. Y ese desarrollo fue mucho más acelerado a partir de la década de 1870: las últimas tres décadas del siglo presenciaron un gran progreso en ese ámbito, que no pudo ser aprovechado por el Perú. En esos años, sólo Argentina, Brasil y Chile fueron las naciones sudamericanas que se integraron en ese ritmo tan vertiginoso de desarrollo naval. Al iniciarse la década de 1870, el Perú estaba padeciendo una grave crisis fiscal, y en las dos décadas posteriores todos los esfuerzos estuvieron dirigidos hacia la tarea de reconstruir el país tras la derrota con Chile, con lo cual no alcanzaron las fuerzas para lograr una verdadera recuperación del poderío bélico perdido, lo cual sólo se conseguiría ya bien entrado el siglo XX.


Los restos de Miguel Grau son llevados a la Cripta de los Héroes (sus hijos acompañan el féretro)

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Los orígenes de nuestra Marina de Guerra (2)


La fragata “Amazonas”

Un buque de guerra solo tiene una función: trasladar un armamento, de determinado peso, a un lugar también determinado. El vocablo “buque” es genérico y designa a cualquier tipo de embarcación, y fueron muy diversos los tipos de buques que integraron la Marina peruana en el curso del siglo XIX. Pero antes de entrar en los que integraron la Marina, hay que mencionar que el siglo XIX fue testigo, hacia la década de 1840, del triunfo de la de la propulsión a vapor frente a la tradicional navegación a vela. Fue la gran revolución en el ámbito de la navegación; fue el “gran personaje” del transporte junto al ferrocarril: los dos símbolos del progreso.

El primer buque de guerra peruano fue la goleta Sacramento, capturada por los patriotas a los realistas (1821) y denominada Castelli por San Martín. Todavía no se había creado oficialmente la Marina de Guerra del Perú pero fue el primer buque donde flameó la bandera peruana.

A lo largo de 1821, la escuadra patriota fue creciendo con otras capturas de buques realistas, como el bergantín Pezuela (más tarde llamado Balcarce) y las fragatas Protector y Guayas. Creada la Marina, San Martín puso los buques de la escuadra al mando del contralmirante Blanco Encalada y se compró la corbeta Thais, la que bautizó como Limeña. Cuando se termina la independencia, se produjo una reducción de la escuadra peruana. En 1826 sólo había 7 buques: la fragata de guerra Protector, la fragata de transporte Monteagudo; las corbetas Salom y Limeña, el bergantín Congreso, y las goletas Peruviana y Macedonia. El paso de los años, los problemas económicos y sus efectos en el mantenimiento de los buques motivaron que muchos derivaran en inservibles. Así, en 1830, la Marina solo contaba con 4 buques de guerra: la corbeta Libertad, el bergantín Congreso y las goletas Arequipeña y Peruviana. Y dos eran los buques de transporte de la Armada: la fragata Monteagudo y la corbeta Independencia.

Fue Ramón Castilla el que le dio a la Marina la importancia que le correspondía. Dispuso la compra de la fragata Mercedes, los bergantines Guise y Gamarra, las goletas Peruana y Héctor, al igual que el buque de transporte Alayza. Las compras de Castilla respondieron a plan destinado a dotar al país de un gran poderío naval y convertir a la Marina en una institución que desarrollara labores de eficiencia. Esta política lo llevó a disponer el viaje de una comisión de estudios a Inglaterra, y de otra a los Estados Unidos, con el fin de que los miembros de las mismas pudieran profundizar en sus conocimientos navales como a analizar las posibles adquisiciones de buques.

Así, se llegó a la convicción de dotar a la Armada peruana de vapores de guerra. El Rímac fue el primer buque de guerra a vapor adquirido por una Marina de América del Sur. El 27 de julio de 1848 llegó al Callao, dotado de 6 cañones, tras haber recibido en el puerto chileno de Talcahuano a la guarnición militar allí enviada desde el Perú. Su llegada concitó gran expectación y las noticias de su viaje desde Norteamérica causaron enorme interés. Al amanecer del día de llegada, Castilla estaba en el Callao. Esta compra fue el mejor símbolo del desarrollo que por esos años adquirió nuestra Marina. Antes de terminar su primer gobierno, Castilla encomendó otra adquisición: la construcción de la fragata mixta Amazonas. Su propulsión era a vapor y a vela; no era un buque de ruedas, como el Rímac, sino de hélice.

El sucesor de Castilla, José Rufino Echenique, continuó con esta política y dispuso una comisión que viajara a Inglaterra para adquirir más buques para la Armada. Se adquirió uno importante y de gran tonelaje: la fragata mixta Apurímac; y dos goletas cañoneras, también mixtas: la Loa y la Tumbes. Los tres buques llegaron al Callao en 1855. Durante el segundo gobierno de Castilla, se compraron los vapores Noel, Lerzundi y Sachaca.

Pero a lo largo de la década de 1860 nuestra flota fue perdiendo poderío. Los gobiernos no le prestaron a la Marina la atención debida. Por ejemplo, cuando estalló el conflicto con España, se tomaron solo medidas de emergencia: se reflotó la fragata Apurímac, se compró el vapor Chalaco y se puso la quilla al monitor Victoria. También se enviaron comisiones a Europa y los Estados Unidos para comprar armamento y buques, sin embargo, la urgencia de la situación no permitió hacer una sana y ordenada adquisición. En Francia, por ejemplo, había dios corbetas mixtas construidas por encargo de los Estados Unidos para la Guerra de Secesión. Pero como el conflicto ya había culminado, se pusieron a la venta y el Perú las compró. Se trataba de dos embarcaciones gemelas, América y Unión, con posibilidades de desplazar 1,600 toneladas. La América llegó al Callao en 1865 al mando del capitán de corbeta Juan Pardo de Zela; la Unión, en cambio, llegó más adelante comandada por el entonces capitán de corbeta Miguel Grau debido a una complicada travesía.

Los célebres Huáscar e Independencia no llegaron a tomar parte de la Guerra con España. Se trató de dos acorazados que constituirían lo mejor de nuestra escuadra al iniciarse la guerra con Chile. El Huáscar llegó comandado por José María Salcedo; la Independencia por Aurelio García y García. Fueron las dos últimas adquisiciones importantes previas a la Guerra del Pacífico, ya que en la década de 1870 se produjeron algunas compras de buques, pero de significación menor. Así, por ejemplo, en Inglaterra fueron construidas (1872) dos pequeñas barcas de madera, Pilcomayo y Chanchamayo, para servir de guardacostas. Luego, el último barco que se incorporó a la Marina fue el célebre Talismán, capturado a los rebeldes pierolistas en 1874 por el Huáscar, comandado por Miguel Grau. Como sabemos, debido al conflicto con Chile, el Perú se quedó sin escuadra.

Después de la guerra, en 1884, el gobierno de Iglesias adquirió el primer barco para iniciar la reconstrucción de nuestra Marina: se trató del vapor Vilcanota que luego fue entregado a la “Pacific Steam Navigation Company” en parte de pago de un vapor de ruedas que se llamaría Perú; luego se adquirió el pequeño vapor Santa Rosa. Pero fue recién en 1889 cuando se incorporó a nuestra escuadra un buque propiamente de guerra: el crucero Lima. El Lima formó parte de la Armada por más de 40 años y los servicios que prestó fueron muy importantes. Este los más significativos estuvo el viaje que realizó a Valparaíso con el fin de repatriar los restos mortales de Grau, Bolognesi y de otros héroes de la guerra que se encontraban enterrados en Chile. También hizo obras de carácter humanitario. En 1939 fue dado de baja, en la selva, abandonándosele en el río Nanay. Fue un final triste de un buque noble y marinero. En 1894, Cáceres, debido al levantamiento que se hizo contra su gobierno, dispuso la compra de dos buques, Constitución y Chalaco.

Cuando se inicia el siglo XX, la primera compra significativa fue la del transporte Iquitos en 1905. Fue utilizado como yate presidencial para los traslados de José Pardo por la costa peruana e hizo viajes a los Estados Unidos y Europa; también fue sede de la Escuela Naval, siendo venido en 1917. Pero ese mismo año, mediante el primer empréstito obtenido por el gobierno peruano luego de la guerra con Chile, y por los fondos recaudados por suscripción popular por iniciativa de la “Junta Patriótica Nacional”, se ordenó la construcción en Inglaterra de dos modernos cruceros que pudieron, por fin, dotar a la Marina de buques de cierta importancia por primera vez luego del trágico conflicto. Los cruceros recibieron ellos nombres de Almirante Grau y Coronel Bolognesi. Prestaron servicio durante 50 años y respondieron a los adelantos técnicos más recientes, tanto en lo referido al diseño y ala coraza, como en lo relacionado al armamento. En Chile las noticias de la compra de estos dos cruceros generaron inquietud y preocupación.

Luego, durante el primer gobierno de Leguía, en 1911, se realizaron varias adquisiciones. Se compraron dos sumergibles, el Teniente Ferré y el Teniente Palacios; asimismo, un antiguo crucero acorazado, el Comandante Aguirre, y el cazatorpedos Teniente Rodríguez, cuyo “récord” fue el haber sido el primer buque de guerra que atravesó el recién construido Canal de Panamá. Leguía siempre demostró preocupación por la Marina y, durante el Oncenio, compró la barca Contramaestre Dueñas y –lo que es más importante- se contrató la construcción de cuatro submarinos, nuevamente en Estados Unidos (los R1, R2, R3 y R4).

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Los orígenes de nuestra Marina de Guerra (1)


Almirante Guise

El 8 de octubre de 1821 se produjo la creación oficial de la Marina de Guerra por el libertador San Martín, muestra de la importancia que le dio el Protector a los temas navales. Es decir, desde los tiempos del nacimiento de nuestra vida republicana, se apreció de forma muy clara la función cumplida por el mar para los objetivos del bando patriota. El dominio del mar fue el eje de la guerra de la Independencia. El mismo San Martín, desde Argentina y Chile, planeó una forma de llegar al Perú en el que el mar era el elemento protagónico.

Sin embargo, esa clara visión que tuvieron los fundadores de la Independencia respecto a nuestro litoral se fue perdiendo en los primeros años de la república. Hasta la década de 1850, los gobernantes no tuvieron “conciencia marítima”. Y esto ocurría a pesar de que, a mediados del XIX, el mar adquiría enorme importancia cuando Europa y Norteamérica comprobaron el gran valor del guano peruano como abono para su agricultura. Dicha circunstancia originó que de inmediato se produjera en nuestro país un aumento impresionante del tráfico marítimo lo cual incrementó las relaciones del Perú con el mundo de la Revolución Industrial.

Así, con el apogeo del guano, se hizo más evidente el papel del mar en la vida nacional. Pero, a pesar de ello, faltó “conciencia marítima”, como reconoce Basadre. Periodos excepcionales fueron los gobiernos de Ramón Castilla y José Rufino Echenique. Lamentablemente, como lo reconocen casi todos nuestros historiadores, en el momento más trágico que vivió el Perú, en 1879, su debilidad en el mar fue la premisa de la catástrofe. Las terribles enseñanzas de la Guerra del Pacífico originaron que ya, en el siglo XX, el Estado peruano buscara la formación de un poder naval proporcional a la importancia y necesidades de nuestro territorio.

NUESTROS HOMBRES DE MAR.- A lo largo del siglo XIX, se tenía la idea de que el poderío naval no descansaba tanto en el tipo de buque o en el armamento utilizado, sino principalmente en la calidad de los hombres que dirigían o tripulaban una determinada embarcación.

San Martín, con la Escuadra Libertadora, creó el momento histórico a partir del cual nació la Marina peruana. Luego, el temperamento y la audacia de lord Thomas Cochrane, unidos a su permanente beligerancia le dieron la actitud de alerta que debía mantener la institución. Guise, en cambio, al haberse identificado con el Perú, dejó en la Marina un sentido jerárquico, de valor y de notable preparación náutica. Bernardo de Monteagudo, finalmente, inspiró las primeras normas de organización, de acuerdo con las orientaciones de San Martín.

También fue variada la procedencia de los primeros integrantes de la Marina. Había muchos marinos ingleses en las primeras escuadras de América del Sur, ya que la Marina británica tenía un gran número de oficiales que carecían de puesto fijo debido al fin de las guerras napoleónicas. Desde un principio se reconoció como “oficiales del Perú” a todos aquellos que integraron la Expedición Libertadora, tanto en el Ejército como en la Escuadra. Asimismo, hubo el interés de convocar a los jóvenes que reunieran las condiciones para convertirse en oficiales.

Desde la creación de la Marina, hubo la preocupación por formar oficiales peruanos. La fundación de la Escuela Central de Marina (noviembre de 1821) tuvo como propósito establecer el conducto regular a través del cual la Marina recibía a sus nuevos oficiales. Pero, en la realidad, las cosas no funcionaron así: se hizo costumbre incorporar a los buques a jóvenes a los que se instruía de modo práctico hasta convertirse en guardiamarinas. Así, por esta vía “práctica” podía alcanzarse el mismo grado que obtenían quienes egresaban de la Escuela Central de Marina. Esto, a lo largo del siglo XIX, ocasionó manifestaciones de indisciplina y falta de identificación con los ideales nacionales, y perjudicó a que la Marina de Guerra se constituyese en pieza clave de la nueva organización republicana.

1. El modelo educativo.- Fue el británico. El atractivo que ejerció el modelo británico no surgió simplemente por la presencia de muchos oficiales oriundos de esa nación. Por esos años, era muy grande el prestigio que gozaba la Armada británica, sobre todo a partir del triunfo de Trafalgar, con Lord Nelson a la cabeza. Además, era muy rica la tradición marinera inglesa, y el Imperio Británico tuvo como sólido fundamento el dominio de los mares. A ello contribuyó el hecho de que no pocos oficiales peruanos visitaron Inglaterra por largos periodos con el propósito de adquirir buques para la armada peruana y de supervisar su construcción.

2. La educación naval.- Bajo la batuta de su director, Eduardo Carrasco, eran muy variados los cursos que se dictaban en la Escuela de Marina: las matemáticas, la geometría y la astronomía tenían gran importancia, junto con materias prácticas y con otras disciplinas como la Historia. También se implantaban una serie de castigos con distintos grados de dureza: desde el poner de rodillas a quien hubiera infringido una norma hasta el encierro en el calabozo. Pero la vida de la Escuela fue accidentada: debido al desorden político, dejó de funcionar en distintos periodos.

Ramón Castilla restableció en 1849 la Escuela Central de Marina y dispuso que iniciara sus actividades en Bellavista. Asimismo, se realizaron negociaciones con Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos para que sus respectivas Marinas admitieran en sus buques de guerra a guardiamarinas peruanos para mejorar su instrucción y adquirir mayor experiencia naval. Aceptaron Francia y Gran Bretaña. Por esos años también se aprovechó, para las prácticas de nuestros guardiamarinas, el viaje de la fragata Amazonas alrededor del mundo, entre 1856 y 1858.

En 1870 fue creada, por disposición del presidente Balta, la Escuela Naval con la denominación que hasta hoy posee y se señaló, de modo específico, que debía ser un centro de formación exclusivamente naval. Se determinó que funcionara en uno de los buques de la escuadra, el transporte Marañón. Su primer director fue el capitán de navío Camilo Carrillo y el plan de estudios de la Escuela siguió siendo bastante similar a los anteriores, con la diferencia que Carrillo era muy conciente de la formación del marino en valores: el espíritu de cuerpo, la disciplina, la valentía y el buen ejemplo. También estableció exámenes privados y públicos. Pero la crisis económica y la guerra con Chile hicieron que los nobles propósitos de Carrillo no llegaran a concretarse.

Luego de la guerra con Chile, en 1988 el presidente Cáceres ordenó la reapertura de la Escuela Naval. Y se le asignó como sede el vapor de transporte Perú, alquilado por el Estado a una empresa privada. Su primer director fue el capitán de navío Gregorio Casanova, cuya gestión se vio condicionada por la casi escasez de recursos económicos. Así fueron egresando de la Escuela las primeras promociones de oficiales de la post-guerra. Al no existir buques de prácticas, estos egresados las fueron haciendo en diversos buques pertenecientes a países amigos como Argentina, Francia, España, Italia y los Estados Unidos. Así, nuestros oficiales emprendieron viajes por Europa, Oriente y la costa pacífica de los Estados Unidos. Hasta inicios del siglo XX, siguió este sistema de prácticas en buques de Armadas extranjeras debido a que la Marina no contaba con buques apropiados para ello.

El gran cambio vino en 1904 cuando el estado peruano firmó un convenio con el capitán de fragata Paul de Marguerye, oficial francés que se encargó de la Escuela Naval. Fue el gestor de una auténtica reorganización de la Escuela: el plan de estudios, características del cuerpo docente, la sede del plantel, normas de funcionamiento y su proyección a la comunidad. La reforma quedó aprobada en 1906. Coincidentemente, ese año, se creó la Compañía Nacional de Vapores, la cual benefició a la Marina de Guerra pues en sus embarcaciones realizaron prácticas numerosos oficiales de la Marina.

Luego, en la década de 1920, la presencia de la Misión Naval de los Estados Unidos, contratada por Leguía, supuso significativos avances en el campo de la educación naval. Por ejemplo, se establecieron los “Cruceros de Verano”, los cuales debían tener una duración aproximada de tres meses, y se revelaron como muy útiles, ya que permitían a los oficiales peruanos tomar contacto con las maniobras que se ejecutaban en escuadras más poderosas, y a la vez, acostumbraban a los alumnos de la Escuela Naval a la vida marinera durante su estancia en el plantel, y no tan solo al regresar al mismo, como ocurría con los viajes de práctica en tiempos anteriores. En suma, la Misión Naval norteamericana hizo posible que nuestra Escuela Naval se convirtiese en un establecimiento modelo.

3. Los oficiales y el personal subalterno: su desarrollo profesional.- La historia siempre destacó el alto nivel de preparación, en líneas generales, de los oficiales de la Marina de Guerra, al igual que su claro sentimiento de los intereses del país. Quizá la etapa de nuestra historia en que ello se vio demostrado fue el la guerra con Chile, durante la cual se hizo trágicamente evidente la diferencia entre la preparación y las virtudes de la oficialidad, por un lado, y por el otro la escasa aptitud del grueso de las tripulaciones subalternas de los buques peruanos. Incluso, testimonios de la época coincidieron en que si bien el nivel de nuestra oficialidad fue superior a sus homólogos del sur, en el caso del personal subalterno el panorama fue distinto: a la impericia y falta de preparación de la mayoría que tripulaban los barcos peruanos, se enfrentó una muy buena preparación y adiestramiento por parte de los chilenos, tanto en el caso de la marinería como, especialmente, en el decisivo nivel de los artilleros (esto se hizo evidente el combate de Iquique cuando Grau se vio en la obligación de utilizar el espolón porque nuestros artilleros no eran capaces de apuntar bien a la Esmeralda de Chile).

Una de las tareas pendientes para el siglo XX fue, precisamente, elevar el nivel profesional del personal subalterno. Esto se materializó, por ejemplo, en 1906 cuando se creó la Compañía peruana de Vapores en la que se preparó el personal subalterno de la Marina ya que no pocos marineros, al igual que el personal de máquinas, adquirieron allí una notable formación práctica que luego demostrarían en la Armada. En lo referente al personal de máquinas, debe destacarse que en los primeros años del siglo XX se inició la costumbre de enviar a Inglaterra a los mejores alumnos de la Escuela de Artes y Oficios con el objeto de mejorar su formación y convertirlos en especializados maquinistas de los buques de guerra de la Armada. En la década de 1920, con la llegada de la Misión Naval de los EEUU, debe destacarse el positivo desarrollo experimentado por el personal subalterno: el establecimiento de un escalafón y la adopción del reenganche, junto con la creación de un Depósito de Marineros anexo a la Escuela Naval, en el cual se les instruía antes de que ingresaran a los buques.

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Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura!

Por fin se hizo justicia. El gran Mario Vargas Llosa ahora ya es un Nobel de Literatura. Nuestro primer escritor dignifica un premio un tanto venido a menos en los últimos años. No exageramos al decir que es un extraordinario día no solo para nuestra cultura sino para la Historia del Perú. Ampliaremos nuestros cometarios más adelante.

-Nuestra tradición cultural y, en particualr, nuestras letras, desde Garcilaso, pasando por Olavide, Palma, Vallejo, Porras, Basadre, Riva-Agüero, Alegría, Arguedas y tantos otros, ahora puede sentirse dignificada. Nuestro ahora Nobel es tributario de esta tradición; y no olvidemos su relación con la Historia, por eso incluyo en la lista a Porras (de quien fue su discípulo), Riva-Agüero (a quien considera acaso el mejor prosista del siglo XX peruano) y Basadre (de quien admiraba su obra dilatada y “totalizadora”).

-Muchos le reprochan cuando pidió sanciones económicas (tras el autogolpe de 1992) a un régimen que terminó siendo autoritario y corrupto, aunque nunca pidió la la suspensión de la ayuda humanitaria. Sí, fue polémico. También podríamos citar su rompimiento con Cuba y la izquierda intelectual, a veces tan acomodadiza e inconsecuente (de lo contrario, como muchas creen, habría ganado el Nobel mucho antes). Lo hizo por convicción, sabiendo las consecuencias que esto iba a desatar.

-Mario Vargas Llosa no escogió la Historia como quehacer académico, sin embargo, a lo largo de su trayectoria intelectual siempre ha estado vinculado a ella como método de investigación para entregarnos grandes novelas. Conversación en la catedral, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta o La fiesta del chivo son algunos ejemplos de un, a veces, colosal trabajo de reconstrucción histórica; incluso en sus memorias, El pez en el agua, o en sus ensayos periodísticos de la serie Piedra de toque, podemos notar lo que llamamos “ejercicio historiográfico”.

Esta inclinación por la Historia, se consolidó por su relación, allá entre 1954 y 1955, con Raúl Porras Barrenechea, cuando tuvo que leer y fichar en la casa del célebre erudito las crónicas de los siglos XVI y XVII. Allí descubriría, como anota en El pez en el agua: “la aparición de una literatura escrita en Hispanoamérica, y fijan ya, con su muy particular mezcla de fantasía y realismo, de desalada imaginación y truculencia verista, así como por su abundancia, pintoresquismo, aliento épico prurito descriptivo, ciertas características de la futura literatura de América Latina”.

Como historiador, creo, que el mérito de Vargas Llosa ha sido regalarnos, a través de la literatura, lo que los historiadores siempre hemos soñado realizar: una historia total; un proyecto casi imposible, tal como lo intentó alguna vez Ferdinand Braudel en su libro El meditarráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Esa es, quizá, la sana envidia que tenemos los historiadores hacia los novelistas como el gran MVLL.

Nota.- Es justo reconocer que el primer escritor peruano que fue candidato al premio Nobel de Literatura fue Ventura García Calderón Rey, postulado por intelectuales franceses, allá en 1934.
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Historia de la muralla de Lima (4)

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Actuales restos de la vieja muralla a la altura del baluarte de Santa Lucía
(blog Lima de siempre)

¿Quedó algo de la antigua Muralla? Fiel a su espíritu utilitario, Meiggs le vio poco potencial a la zona que comprendía el extramuro del Cercado de Indios, y dejó intactos los tres baluartes que comprendían esa zona: Santa Lucía, Puerto Arturo y Comandante Espinar. Los dos últimos baluartes se mantuvieron en pie hasta la década de 1950, cuando empezó a lotizarse toda esa zona. Si el baluarte de Santa Lucía se salvó fue por que en la década de 1960 una familia compró el predio y tiempo después lo donó al hogar “Gladys” y, afortunadamente, no lo ha “canibalizado” como los que poblaron el terreno de los dos baluartes restantes.

En resumen, actualmente, detrás del Camal de Conchucos, en El Agustino, hay unos 150 metros de la Muralla en buen estado de conservación y que la Municipalidad o el Instituto Nacional de Cultura podrían recuperar o poner en valor. Se trata del baluarte “Santa Lucía” y se encuentra en la esquina del Jirón José Rivera y Dávalos con el Pasaje De Los Santos. Para acceder, hay que ingresar al Hogar de Madres Solteras “Gladys” o por una cancha deportiva hacia el lado opuesto. Por su lado, el baluarte Comandante Espinar apenas conserva una parte de sus flancos (Jirón Pativilca); por último, del baluarte Puerto Arturo, también se conserva un fragmento de sus flancos (Jirón República),

¿Y el “Parque de la Muralla”? Hoy los limeños también pueden apreciar algunos de los restos de la antigua Muralla en este lugar recuperado por la Municipalidad de Lima llamado “El Parque de la Muralla”, en la margen izquierda del río Rimac (nueva Alameda de San Francisco). En realidad, sobre el muro que se exhibe, hay dos versiones:

a. Los que sostienen que no formó parte de la Muralla, porque esta se hizo con adobe y ladrillos y con base de piedras; en cambio, el muro del “Parque de la Muralla” es de piedras y perteneció a los muros traseros de las viviendas que, en la Lima colonial, se ubicaban en el jirón Amazonas. La irregularidad de este muro, además, se debe a que cada familia levantaba de acuerdo a sus posibilidades los necesarios “tajamares”. Añaden que este pedazo de muro encontrado no pertenecería al amurallado limeño porque, como anotamos más arriba, Lima estuvo protegida por tres de sus cuatro costados. Lo que destacan es que se haya rescatado esa zona, que antes era cementerio de autos viejos y refugio de gente de mal vivir.

b. Pero, como hemos desarrollado más arriba, según el padre Antonio San Cristóbal, lo descubierto en el “Parque de la Muralla” sí correspondió a un sector del muro defensivo de la ciudad, y fue construido de acuerdo a las limitaciones presentadas por el terreno. Explicamos: debido al desnivel existente entre el río y la zona urbana, la muralla se construyó como un talud, apoyado sobre el desnivel, por lo que no se pudo construir de adobe, como el resto de la muralla; esto se hubiera deteriorado con la humedad natural del suelo. En otras palabras, en este sector, la técnica consistió en formar los cimientos con piedras del Rímac, amasadas con cal y tierra. Fuera del grosor del muro, los albañiles dejaron un ancho saliente a cada lado. El muro adosado está construido con ladrillo y piedras amasados con cal y arena en partes iguales. Se trató de una técnica constructiva claramente de finales del siglo XVII, como la que se usó para los cimientos del crucero en la iglesia de San Agustín por esos mismos años. Hoy podemos observar la semejanza de los pilares agustinos con los muros descubiertos en el Parque de la Muralla.
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Historia de la muralla de Lima (3)


Puerta del Callao en 1868

Un sistema de control social.- En todo caso, la idea de una estructura de defensa que rodea una ciudad, como una fortaleza, era una reminiscencia medieval, y su presencia fue símbolo del poder español.

Pero, en realidad, respecto a su uso o función, sembró una división en dos espacios: lo intra muros, es decir, lo que estaba dentro de los muros de la ciudad; y lo extra muros, lo que ocurría fuera de los muros o fuera de la ciudad. En otras palabras, a través de estos espacios se intentó controlar la vida económica y social de la capital del Virreinato.

Sus 10 puertas eran las que permitían el control social, o al menos esa era la intención, ya que cualquier persona, por ejemplo, no podía entrar a la Plaza de Armas. Al menos, en los años del Virreinato, las puertas de la ciudad estaban vigiladas, sobre todo de noche. El acceso y la salida estaban restringidos por las noches, en que las puertas se cerraban con la puesta de Sol y se abrían al alba del día siguiente.

Según Juan Manuel Ugarte Eléspuru, de las 10 puertas, ninguna tenía atractivo artístico, excepto la Portada de Maravillas. Era por Maravillas que permitía el acceso a la Plaza de Armas, por lo que era la primera y principal puerta de acceso a la ciudad (quizás por esto era distinta a las otras) y se encontraba en el final del Puente de Piedra o Montesclaros (hoy llamado Trujillo). En nuestra opinión, la portada del Callao, con sus tres puertas, en el Óvalo de la Reina, también tenía algún valor artístico, aunque menor que Maravillas.

En 1740, el sabio limeño Pedro de Peralta Barrionuevo expuso en un tratado las ventajas de esta muralla y cómo se podía transformar la ciudad por la acción defensiva que brindaba. Hasta trece argumentos invocó en apoyo a esta idea, incluyendo, como reseña Lohmann, emplazar ese alcázar en un punto que interceptara el acceso desde el litoral a Lima, o sea e una línea que se ubicaría en la actualidad entre la plaza Dos de Mayo y la plaza Francia.

La Muralla, un problema en el siglo XIX.- Con el tiempo, debido al crecimiento de la población, la muralla marcó otra diferencia peligrosa. La gente que vivía en los extramuros se fue tugurizando y devino en un sector social lumpen. Otro tema era el de la basura. El Reglamento de Policía de 1825 decía que los alrededores de las murallas de esta ciudad por dentro y por fuera se limpiaran y asearan por los presidiarios condenados a trabajar… no permitiendo que en aquellos lugares se boten trapos, colchones de muertos… ni las demás cosas inmundas y despojos domésticos. A esto habría que sumar el hecho de que, hacia 1860, cuando lo limeños ya bordeaban los 100 mil, la muralla ya no podía contener a la ciudad y, de hecho, se convirtió en un freno para su desarrollo.

Por ello, como parte de programas de expansión urbana y construcción de nuevas avenidas, se procedió a su demolición en 1868 durante el gobierno de José Balta. En resumen, a diferencia de la muralla del Callao, la de Lima nunca sirvió para los fines con que fue construida, al punto que Raúl Porras Barrenechea sentenció que “murió virgen de pólvora”.

La demolición de la Muralla, 1868-1870.- En realidad, la primera “demolición” de la Muralla ocurrió en 1808, cuando se construyó el Cementerio General, y se necesitó un acceso amplio al nuevo camposanto inaugurado por el virrey Abascal.

Finalmente, como decíamos, en 1868 el gobierno de Balta decidió borrar del paisaje urbano la mole de Palata. Contrató al empresario Enrique Meiggs, quien inició el trabajo sujeto a un plan previo, que consistía en la construcción de grandes avenidas o paseos de corte afrancesado que, a la larga, fueron la Alameda Grau, el Paseo Colón y la avenida Alfonso Ugarte. Como parte del trato, por el que cobró 211 mil soles, Meiggs derribaba la construcción colonial. Pero, como el espacio que ocupaban las murallas no era suficiente para construir avenidas de 50 metros de ancho (las de Circunvalación), Meiggs fue autorizado por el gobierno para adquirir por expropiación forzosa los terrenos complementarios.

Como anota Guillermo Lohmann, Henry Meiggs, arriscado aventurero decidido a explotar una modalidad de lucro con la propiedad inmueble desconocida en el país: comprar a precios bajos para vender a uno superior beneficiándose directamente de alguna mejora ambiental. En el lapso de dos años, tras ofrecerse como único postor, derruyó la cerca por un costo reducido, eso sí a cambio de la concesión de fajas del terreno adyacentes a ella, y que especulativamente habían granjeado una considerable plusvalía al tener ahora por frente la gran alameda de circunvalación, de 50 metros de ancho, al estilo de los bulevares parisienses.
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Historia de la muralla de Lima (2)


Parque de la Muralla

La construcción y el recorrido de la Muralla.- El momento llegó en la década de 1680, cuando el Duque de la Palata decidió fortificar la ciudad de Lima (y también Trujillo). En esta ocasión, lo que desencadenó la decisión fue el miedo que generó el ingreso al Pacífico del corsario flamenco Eduardo Davis, quien se unió a otros filibusteros y saqueó Sechura, Chérrepe, Saña, Casma, Santa, Huaura y Pisco. También influyó la toma de Portobelo (Panamá) y la caída de Veracruz (México) en 1683 por parte del filibustero Lorencillo. Por otro lado, sabemos que España, durante los tres siglos que duró el Virreinato, estuvo en guerra con varios países europeos, como Inglaterra, Holanda o Francia. Cualquiera de sus escuadras podría atacar al Perú, un territorio famoso por sus minas y tesoros.

El cronista Josephe de Mugaburu en su Diario de Lima escribió: “Empezaron a cercar y amurallar esta ciudad con adobes por Monserrat, viernes 30 de junio, día del Apóstol San Pablo, del año 1684”. Los que diseñaron la Muralla quisieron tender un cerco completo alrededor de Lima, sin dejar ningún sector de la ciudad desguarnecido y abierto. Así, establecieron dos recorridos distintos según las características topográficas de los terrenos donde se asentó la Muralla. Con ellos, se completó el encerramiento integral de la capital del Virreinato y de sus huertas cercanas dentro de la muralla. Cuando se terminó la monumental obra, llenó de orgullo a sus constructores y recibió hasta elogios literarios, como los de Pedro Peralta y Barnuevo en su Lima inexpugnable o Discurso Hercotectónico sobre la defensa de Lima.

Según el padre Antonio San Cristóbal (Descubrimientos en la Muralla de Lima, 2003), la Muralla consistía en un muro grueso y alto de trayectoria rectilínea o ligeramente encurvada, al que se anteponían hacia el exterior, al que se anteponían hacia el exterior unos baluartes formados por dos lados cortos, perpendiculares al muro de base, unidos hacia fuera por otros dos lados más largos formando un ángulo puntiagudo. Esa es la imagen de la Muralla que podemos observar en los planos antiguos de Lima, especialmente en el de Pedro Nolasco, dibujado en 1686. Para esta construcción se requería un terreno llano y continuo, y, además, lo suficientemente ancho.

Esto cambiaba en el trayecto del cauce del río Rímac, en el sector comprendido entre el actual Jirón Ayacucho y la parte baja del convento de Santo Domingo. Aquí la Muralla tuvo que asumir otra disposición porque el terreno era distinto; además, ya existían viviendas situadas entre el convento de San Francisco y el barranco del río. Estas casas ribereñas, con sus huertas traseras, no dejaban espacio libre inmediatamente cercano a la barranca del río. Para resolver esa dificultad, los diseñadores decidieron excavar el declive inclinado de la ribera del Rímac formando la plataforma intermedia entre los tajamares del cruce del río y la plataforma alta de la ciudad y, después de ello, levantaron el muro de la Muralla adosado al corte vertical del terreno así formado.

En resumen, según el padre San Cristóbal, hubo dos clases de Muralla:

a. La Muralla exenta.- Comprendía todo el amplio sector de la Muralla alzada sobre un amplio terreno horizontal, en el que se distrubuían cómodamente el ancho y alto muro de cerco con sus baluartes poligonales antepuestos en la cara externa.

b. La Muralla adosada.- Se extendía por el sector urbano colindante al río y comprendía entre los jirones Ayacucho y Rufino Torrico, con el Puente de Piedra incluido en el trayecto. Este corto trayecto de la Muralla, por motivos topográficos, tuvo que ser modificado, tanto en su muro protector como en los baluartes.

Dice José Barbagelata (Cuarteles y barrios de Lima en 1821) que la ubicación de las murallas que la ubicación de las murallas coincidía aproximadamente, en la Lima de hoy, con los siguientes lugares: Jirón Comandante Espinar, Avenida de Circunvalación, Avenida Grau hasta el ángulo suroeste de la Penitenciería , el cruce del Jirón Chota entre la avenida Bolivia y el Jirón Ilo y el tramo de la avenida Alfonso Ugarte desde el Instituto del Cáncer hasta Monserrat; añade: “Como aún quedaban muchos terrenos rústicos dentro del ámbito de los muros, en la condición de huertas, muladares y solares a medio construir, era largo el periodo que se necesitaba para llenar toda la superficie urbana. En efecto, hubieron de transcurrir dos siglos para que la ciudad sintiera las primeras necesidades de su falta de espacio edificable”.

A grandes rasgos, la muralla estuvo ubicada en el trazo de las actuales avenidas Alfonso Ugarte, Paseo Colón, Grau y la margen izquierda del río Rímac. Por su disposición, describían una especie de triángulo con el lado más abierto hacia el río Rímac. Tenían un perímetro de unos 11,5 kilómetros (14 mil varas castellanas) y la altura máxima del muro alcanzaba 5 metros sobre el nivel del terreno; contaba, además, con 34 baluartes.

Finalmente, 10 puertas o portales permitían el ingreso a determinadas zonas de la ciudad:

1. Monserrate
2. Callao
3. San Jacinto
4. Juan Simón
5. Guadalupe
6. Santa Catalina
7. Cocharcas
8. Barbones
9. Maravillas
10. Martinete


Puerta de Maravillas en la década de 1860

¿Se justificó tremendo esfuerzo? Varios historiadores han subrayado lo inútiles que fueron las murallas en caso de defensa. Incluso, se podría decir lo que alguna vez sentenció el historiador limeño José Antonio de Lavalle en 1859: cualquier construcción de defensa en Lima era innecesaria, ya que “bastaba en caso de apremio, evacuar a las poblaciones a lugares situados al interior, para que el eventual invasor tuviera que contentarse con reducir a cenizas el caserío, o se retirara en el caso de que la resistencia fuera de consideración”. Esta fue una estrategia de defensa muy simple pero efectiva desde antes de la construcción de la muralla.

Además, los limeños de entonces siempre tuvieron la idea de que los asuntos que preocupaban a España, como la guerra y los piratas, estaban muy lejos de su ciudad como para alertarse. Pensaban que cualquier enemigo de España que quisiera atacar Lima debía cruzar el Atlántico, sortear el peligroso Cabo de Hornos y doblar al Pacífico; luego, encontrar un lugar adecuado donde dejar el barco (o los barcos) y, finalmente, tratar de cruzar un largo desierto sin caballos. El riesgo al fracaso era muy alto; por ello, la Naturaleza era la que permitía disfrutar de una relativa paz en la ciudad. En último caso –pensaban- solo con fortificar el Callao bastaba.

Asimismo, Lima no era un lugar tan expuesto como La Habana, San Juan de Puerto Rico o Cartagena de Indias, que por sus ubicaciones en relación al mar sí estaban con mayor riesgo de un ataque. La Muralla limeña, según Guillermo Lohmann, sus prolongadas líneas horizontales, su endeble estructura (adobe y cimentación muy somera), el escaso armamento que acogían, y hasta su trazado inocente -sin elementos auxiliares de protección o ayuda– son el mejor testimonio de la tranquilidad que se encerraba dentro de estos cinturones defensivos.
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Historia de la muralla de Lima (1)

La historia cuenta que la vieja muralla de Lima fue construida entre 1684 y 1687 durante el gobierno del virrey Melchor de Navarra y Rocaful, Duque de la Palata, quien contó con la autorización del Consejo de Indias. La obra quedó bajo la dirección del oficial de artillería de Luis Venegas, corregidor de Saña, del sabio presbítero Ramón Koning y el alarife Manuel Escobar. Su costo bordeó los 700 mil pesos, que fueron financiados por una serie de impuestos especiales ordenados por el Virrey. Según el arquitecto Juan Günther, la obra se hizo con la participación no solo de las autoridades sino también con el concurso de corporaciones, gremios órdenes religiosas, corregimientos e, inclusive, con el aporte de personas adineradas a las que se ofreció títulos nobiliarios. Sin embargo, la pregunta que nos ocupa es ¿por qué se gastó tanto dinero en levantarla? La respuesta inmediata es obvia: por motivos de defensa. ¿Hubo realmente esa necesidad?

Los antecedentes.- La primera noticia de su origen se encontraría en una carta de Francisco Pizarro, fechada el 23 de noviembre de 1537, en la que solicita considerar la conveniencia de erigir una casa fuerte o ciudadela en Lima. Pero en ese momento, el peligro no venía de la costa ni del mar sino de la sierra (un año antes, Lima había sido asediada por las tropas de Manco Inca). Por ello, el proyecto quedó en el olvido.

El segundo antecedente sobre la posibilidad de cercar Lima data de 1618, cuando el Provincial de la Compañía de Jesús, fray Diego Álvarez de Paz, fue al Cabildo y dijo que, en 1615, entraron, por el Estrecho de Magallanes, 5 navíos holandeses que, desde las costas de Chile hasta Guayaquil, habían sondado puertos, mirado las ensenadas y trazado mapas de la tierra, ofreciendo a los indios liberarlos de la opresión, al igual que a los negros esclavos; incluso, algunos de los intrusos habían sido tratado amablemente por los negros quienes los habían sentado en sus mesas. Los miembros del Cabildo resolvieron poner a conocimiento del Virrey lo expuesto por el fraile jesuita. Lo cierto es que seis años después, en 1624, apareció en el Callao la escuadra holandesa al mando del almirante Jacobo L´Hermite con el propósito de saquear Lima. Después de cinco meses de asedio y muerto el Almirante holandés, los invasores tuvieron que huir por la resistencia opuesta por el virrey Marqués de Guadalcázar.

El asedio de L´Hermite y los anteriores ataques de piratas hicieron renacer la idea de cercar Lima, una ciudad vulnerable por no tener ninguna defensa y estar cerca del mar. Además, se decía que no era suficiente con fortificar el Callao, porque si el enemigo en lugar de traer poca cantidad de gente (como habían hecho los anteriores piratas) viniera en adelante con 4 ó 5 mil hombres, no tendría dificultad en sortear el Callao y atacar directamente Lima. Por ello, en 1625, un militar de apellido Ferruche escribió un par de trabajos. Uno sobre amurallar y defender Lima y otro sobre la construcción de un fuerte en el Callao, en La Punta. Estos proyectos, según Manuel de Mendiburu, nunca se publicaron.
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Hoy termina la Primera Guerra Mundial

Alemania aprovecha el 20º aniversario de su reunificación para realizar el último pago de las indemnizaciones de la Gran Guerra estipuladas en el Tratado de Versalles (tomado de El País, 03/10/10).


Firma del Tratado de Versalles

Dice el refrán que las deudas del juego son deudas de honor. Las de la guerra, también. Y si no, que se lo digan a la canciller alemana, Angela Merkel, que hoy abonará el último pago correspondiente a las indemnizaciones de guerra que los países vencedores impusieron a Alemania tras su rendición en la Primera Guerra Mundial. Todo quedó plasmado en el Tratado de Versalles, firmado el 28 de junio de 1919, que de esta manera se podrá dar formalmente por expirado.

Recién terminada la Gran Guerra (1914-1918) -el episodio que el historiador estadounidense George F. Kennan define como “la madre de todos los desastres de siglo XX”- y tras un armisticio firmado en un vagón de tren en Compiègne, la Alemania derrotada suscribió un tratado de paz que entre otras condiciones leoninas imponía a Berlín el pago de fortísimas indemnizaciones de guerra, en concreto 226.000 millones de marcos del Reich, suma que fue reducida poco después a 132.000 millones. Desde entonces, a Alemania le ha pasado prácticamente de todo: se hundió en la depresión, vivió el delirio del nazismo, desencadenó una guerra mundial, fue nuevamente derrotada -y esta vez troceada-, fue escenario mudo de cómo se medían las dos mayores superpotencias de la Tierra, construyó el mayor símbolo de división del siglo XX y luego lo derribó, se reunificó y pasó a ser la locomotora de Europa. En medio de estos avatares, el Tratado de Versalles y algunas de sus cláusulas siempre estuvieron allí.

Y precisamente coincidiendo con el 20º aniversario de la reunificación alemana, la Oficina Federal de Servicios Centrales y Asuntos de Propiedad Irresueltos (BADV en sus siglas en alemán) abonará 70 millones de euros correspondientes a unos bonos emitidos para pagar la deuda. Al cambio actual, Alemania habrá pagado en total unos 337.000 millones de euros.

“¿Pero todavía estamos pagando por la Primera Guerra Mundial?”, se sorprende Thomas Hanke, editorialista del diario económico alemán Handelsblatt. Una sorpresa similar a la de la mayoría de la opinión pública alemana. Unos, los más, creían que el Tratado de Versalles era cosa ya de los libros de historia, y otros, los menos, estaban convencidos de que aquello había quedado solventado en la Conferencia de Londres de 1953, cuando a la vista de la monumental deuda contraída por Alemania en la que los intereses superaban largamente al capital, a lo que había que sumar las indemnizaciones de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), se decidió reestructurar los pagos que debía realizar la entonces República Federal de Alemania, considerada heredera legal del Reich hitleriano.

Los pagos quedaban perfectamente estructurados y definidos, pero, como suele suceder, los acuerdos de la Conferencia de Londres tenían letra pequeña. Y esta decía que algunas deudas de la Primera Guerra Mundial (unos 3.076 millones de euros de hoy correspondientes a intereses) quedaban en suspenso hasta que Alemania volviera a estar reunificada, algo que en un país destruido física y moralmente, ocupado, dividido y con la guerra fría en sus inicios, parecía más una versión moderna del ad calendas graecas que una previsión realista de cumplimiento total del tratado.

Pero en noviembre de 1989, la historia de Europa dio un giro inesperado cuando miles de berlineses se subieron al Muro y comenzaron a derribarlo. Así, mientras un año después los fuegos artificiales iluminaban la puerta de Brandeburgo a los sones de la Novena sinfonía de Beethoven, celebrando el renacimiento de la Alemania unida, de una manera más discreta, la Administración alemana comenzaba a pagar de nuevo esta parte de la deuda. Pocos suponían entonces en el centro de Berlín que el Tratado de Versalles seguía en vigor. El pasado miércoles, el Ministerio de Finanzas alemán explicaba la operación y añadía que “ya desde los años ochenta se ha pagado además la deuda externa alemana anterior a la guerra mundial”. El mensaje es claro. Alemania no se olvida de sus deudas.

“En general, la población alemana está de acuerdo en reparar el daño que ha hecho, si bien hay una notable diferencia entre la Primera Guerra Mundial y la Segunda”, explica Hanke. “Lo que no se acepta tan bien es que se trate de forzar la postura alemana en determinados temas internacionales con el argumento de que ‘vosotros iniciasteis la guerra”.

Con el pago terminan 92 años de un tratado que algunos de los más reputados historiadores alemanes consideran una chapuza en sus términos económicos. “Que la suma total de las indemnizaciones no fuera fijada por el tratado de paz tuvo consecuencias fatales: la constante incertidumbre sobre el volumen de la indemnización impidió que los potenciales donantes valorasen la solvencia de Alemania, con lo que cerraba la posibilidad de que Alemania pudiera pedir préstamos al extranjero a largo plazo”, subraya Heinrich August Winkler en su libro Der lange Weg nach Westen (El largo camino al oeste). Alemania no podía pagar, y al faltar a sus obligaciones en 1923, vio cómo Bélgica y Holanda invadían con 70.000 soldados su cuenca minera. El paro pasó del 2% al 23%; la inflación se desbocó; y el país se precipitó a un abismo social al final del cual esperaba Adolf Hitler. Pero esto, al igual que ocurre desde hoy con el Tratado de Versalles, ya es historia.

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