Archivo por meses: septiembre 2009

La impunidad del franquismo


Fosa encontrada en las cercanías de Burgos

Son 114.266 personas las que, según el auto dictado por el juez Garzón el 16 de octubre de 2008, desaparecieron, en el contexto de crímenes contra la humanidad, entre julio de 1936 y diciembre de 1951, en el curso de la Guerra Civil española y, ulteriormente, durante la dictadura fascista de Franco.

La violación de los derechos humanos ha sido una desgraciada realidad a lo largo de la historia de la humanidad; sus autores, en la inmensa mayoría de las ocasiones, han quedado impunes, y a las víctimas y a sus familiares, en otras tantas, se les ha privado de la necesaria tutela judicial en los tribunales internos.

Por ello, la comunidad internacional ha ido estableciendo diferentes compromisos, ineludibles para todos los Estados, a fin de garantizar la búsqueda de la verdad, la reparación a las víctimas y el castigo de los autores de los más graves crímenes contra la humanidad. Es decir, garantizar el derecho de las víctimas y sus familiares a la justicia, como garantía del principio esencial, del que debe prevalerse todo Estado, de no repetición de los crímenes.

Respecto de los familiares -como lo ha reiterado la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos del 16 de julio de 2009 en el caso Karimov contra Rusia- la ausencia de búsqueda oficial de los desaparecidos supone un trato cruel e inhumano. Dicho de otra forma, los familiares de los desaparecidos sin respuesta oficial son víctimas de tortura.

Desde la Convención de Ginebra de 1864 sobre leyes y costumbres de la guerra, al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, pasando por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 o los recientes Principios o Directrices de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos adoptados en el año 2005, es indudable el deber, moral y jurídico, de toda la comunidad internacional y de cada uno de los Estados que la componen, de perseguir graves crímenes contra la integridad y dignidad humana.

Las desapariciones forzadas, han sido calificadas por las Naciones Unidas como un ultraje a la dignidad humana, reconociendo el derecho a un recurso judicial rápido y eficaz, como medio para determinar el paradero de las personas privadas de libertad o su estado de salud, o de identificar a la autoridad que ordenó la privación de libertad o la hizo efectiva. Como otros crímenes semejantes, considerados de lesa humanidad, no son amnistiables ni prescriptibles según la evolución del Derecho Penal Internacional desde los principios de Núremberg.

Esa obligación de perseguir y castigar los más graves atentados contra la humanidad es aplicada sólo por algunos Estados, y de forma interesada. Y España ha de entonar por desgracia, y con gran vergüenza, el mea culpa.

España que se congratulaba en ser uno de los pioneros en la aplicación del principio de justicia universal, hoy desgraciadamente en entredicho, ignora a sus propias víctimas, somete a tormentos (según la indicada doctrina del Tribunal Europeo) a sus familiares y desoye las obligaciones contractuales internacionales dimanantes de tratados y convenios suscritos e incorporados a su ordenamiento jurídico.

Recientemente, el Comité de Derechos Humanos, en su periodo de sesiones de octubre de 2008, examinando los informes presentados por los diferentes Estados, y antes de que se declarase la Audiencia Nacional incompetente para conocer de las desapariciones que tuvieron lugar durante y después de la Guerra Civil, señaló que “está preocupado por el mantenimiento en vigor de la Ley de Amnistía de 1977”, y recordó que “los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles y aunque toma nota con satisfacción de las garantías dadas por el Estado parte en el sentido de que la Ley de la Memoria Histórica prevé que se esclarezca la suerte que corrieron los desaparecidos, observa con preocupación las informaciones sobre los obstáculos con que han tropezado las familias en sus gestiones judiciales y administrativas para obtener la exhumación de los restos y la identificación de las personas desaparecidas”.

El comité recomendó no sólo la derogación de la Ley de Amnistía, sino el auténtico restablecimiento de la verdad histórica sobre todas las violaciones -se produjesen por quien se produjesen- de los derechos humanos cometidas durante la Guerra Civil y la dictadura franquista, añadiendo que ha de permitirse a las familias que identifiquen y exhumen los cuerpos de las víctimas y, en su caso, indemnizarlas.

La naturaleza de crimen de lesa humanidad que supone la desaparición forzada de personas es, por tanto, indiscutida, en particular cuando se comete de forma grave o sistemática contra la población civil. Lo señalaba también la Convención de 2006 sobre Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, determinando la obligación de los Estados de investigar los hechos y juzgar a los culpables.

Han transcurrido más de 12 años desde que, el 28 de marzo de 1996, la Unión Progresista de Fiscales interpusiera la primera denuncia por los crímenes cometidos por los responsables de la dictadura militar argentina en los años 1976 a 1983. A partir de entonces, se han sucedido en la Audiencia Nacional española, como órgano competente para la instrucción y enjuiciamiento de los crímenes acogidos bajo la jurisdicción universal, diversas denuncias por crímenes internacionales ocurridos en diferentes países que han dado lugar a un amplio debate sobre el principio de jurisdicción universal.

Sin embargo, más de 70 años después de los hechos, en España se sigue sin conocer qué pasó, quién ordenó las ejecuciones, quién practicó las detenciones, y qué sucedió con los, al menos, 114.266 desaparecidos que se han documentado judicialmente.

La obligación de investigar, juzgar, castigar y reparar se ha obviado, de forma incoherente, en España. Peor aún, el único juez, Baltasar Garzón, que ha cumplido, con apego a la ley, coherencia, valentía y riesgos evidentes con el deber de contribuir a satisfacer las demandas de las víctimas, se encuentra cuestionado e imputado por quienes tendrían el deber ineludible de propiciar que España honre sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos.

Señalaba, el relator de Naciones Unidas, Louis Joinet que “para pasar página, hay que haberla leído antes”.

No olvidemos a esos 114.266, con sus nombres, apellidos e historias. Con sus madres, hermanas o hijos. No sigamos tolerando que se torture a sus familias. El olvido y la impunidad no es solamente fuente de dolor para las víctimas, es una herida abierta que lesiona la democracia. Bien dijo Francisco de Quevedo: “Menos mal hacen los delincuentes, que un mal juez”.

Firman este artículo José Saramago, Premio Nobel; José Jiménez Villarejo, ex presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo; Enrique Gimbernat Ordeig, catedrático de Derecho Penal; Javier Moscoso del Prado y Muñoz, ex fiscal general del Estado; Luis Guillermo Pérez, secretario general de la Federación Internacional de Derechos Humanos, y Hernán Hormazábal Malaree, catedrático.
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Chile recupera la bandera de su Independencia


El histórico emblema se podrá observar en un salón del museo ubicado en la Plaza de Armas de Santiago

SANTIAGO.- En una breve e íntima ceremonia desarrollada en el Museo Histórico Nacional, la Presidenta Michelle Bachelet presentó hoy oficialmente la restaurada bandera sobre la que se juró la independencia de Chile el 12 de febrero de 1818. “Ha vuelto a su casa esta bandera, donde tiene que seguir estando”, destacó la Mandataria, tras observar el emblema que a partir de hoy será exhibido al público en el recinto ubicado en la Plaza de Armas de la capital. Bachelet recalcó que el símbolo patrio “vuelve a ser propiedad de todos los chilenos”, luego de un proceso de restauración que se inició en octubre de 2008, en el marco de las actividades para celebrar el Bicentenario de la República. Según la gobernante, este trabajo permitió “recuperar un emblema tan entrañable, testigo de un momento fundacional de nuestra patria”, y por ello agradeció especialmente al equipo que estuvo a cargo de esta tarea y al Museo Histórico Nacional, que será el custodio de la bandera. A la ceremonia asistieron también representantes de la Comisión Bicentenario; los ministros Edmundo Pérez Yoma (Interior) y Paulina Urrutia (Cultura); los presidentes de la Cámara de Diputados, Rodrigo Álvarez, y del Senado, Jovino Novoa; el alcalde de Santiago, Pablo Zalaquett; y las restauradoras Catalina Rivera y Francisca Campos. Estas últimas fueron las encargadas de reparar el emblema de 140 cm x 240 cm, doble faz en raso de seda azul, blanco y rojo, que presentaba serios daños como rasgaduras, pérdida de urdimbre, suciedad, descoloramiento y faltas de material. La bandera, que en 1925 pasó a formar parte del Museo Histórico Nacional, fue sustraída por el Movimiento Izquierdista Revolucionario (MIR) el 30 de marzo de 1980, como un acto de protesta contra el régimen militar. En diciembre de 2003 fue ubicada y devuelta al recinto, junto a un comunicado firmado por Andrés Pascal Allende, donde aseguraba que el emblema había sido “recuperado de manos de la tiranía”, para ser custodiado hasta que llegara la democracia (El Mercurio, 16/09/09).

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El virreinato de Lima frente a las juntas de Quito (1809-1810)


Plaza de la Independencia de Quito
(foto de Juan Luis Orrego)

El mes pasado, los ecuatorianos iniciaron los festejos por el Bicentenario de su Independencia. El punto de partida es el establecimiento de las primeras junta de gobierno en Quito que terminarían con la declaración de su independencia. ¿Qué hizo el gobierno de Lima, presidido por el virrey Abascal, ante esta amenaza separatista? A continuación, daremos algunas pistas.

Al momento de estallar la crisis monárquica en España, desatada por la invasión francesa en 1808, el Virreinato de Lima era gobernado por el virrey José Fernando de Abascal, futuro Marqués de la Concordia, quien a lo largo de su prolongado mandato (1806-1816) demostró una gran habilidad política y militar. Convirtió al Perú en la excepción de la América andina ahuyentando cualquier intento autonomista o independentista dentro y fuera de su jurisdicción. Como veremos, con su enérgico carácter y con la ayuda económica de la elite limeña hizo extender su influencia hacia todos sus vecinos, como fue el caso de Quito.

¿Cómo era el Virreinato peruano cuando se desató el movimiento de las juntas en la América hispana? Para empezar, contaba con un enorme territorio, que terminaría ampliándose aún más cuando, en 1810, se reincorporó el Alto Perú, hoy Bolivia. Contaba con poco más de un millón de habitantes. Los indios eran más de la mitad, un 58%; los mestizos el 22%; y los negros, en su mayoría esclavos, el 4% de la población; la gente de “color libre” también bordeaba el 4%. Los españoles, tanto peninsulares como americanos, eran poco más del 12% y vivían básicamente en la costa y en algunas ciudades de la sierra como Arequipa, Cuzco o Huamanga. Lima tenía unos 64 mil habitantes. Eran pocos si consideramos que la ciudad de México contaba con 130 mil, pero más que Santiago de Chile con 10 mil y Buenos Aires con 40 mil. La capital de los virreyes era la sede no sólo de la alta burocracia sino también de la clase alta. En Lima se otorgaron 411 títulos nobiliarios durante el periodo indiano, una cifra seguida de lejos por los 234 que se otorgaron en Cuba y Santo Domingo, y por los 170 concedidos en la Nueva España. En la ciudad residió, sin exageración alguna, la elite virreinal más numerosa e importante de Hispanoamérica.

Si desagregamos su población en razas, tenemos que en Lima vivían 18 mil españoles (más peninsulares que criollos), 13 mil esclavos y 10 mil habitantes de “color libre”; el resto eran indios que habitaban en un barrio llamado “El Cercado”. Pero el color de la piel no era el único criterio de diferenciación social. Existían profundas divisiones de orden social y económico. Es cierto que la clase alta era inevitablemente blanca pero, por ejemplo, no todos los indios eran culturalmente indios. Si un indio se aseaba, se cortaba sus cabellos, se ponía una camisa blanca y tenía un oficio útil, podía pasar por cholo. Los mestizos no eran un grupo social compacto dado que según su educación, trabajo y modo de vida, podían aproximarse a los blancos o a los indios. Los mulatos y otras castas sufrían incluso una discriminación peor que la de los mestizos: se les prohibía vestir como blancos, vivir en distritos blancos, casarse con blancas, y tenían sus propias iglesias y cementerios. Pero ni siquiera le gente de color estaba rígidamente clasificada según su raza: su progreso económico podía asegurarles una situación de “blancos”. Se trataba de una población en plena transición.

La clase alta, cuyo poder y prestigio le venía por su posesión de haciendas, títulos nobiliarios, cargos públicos o empresas comerciales, se aferró siempre a sus privilegios. Una institución, el Tribunal del Consulado, la representaba. Era natural que pretendiera no perder el poder que ejercían sobre un vasto territorio como el del Virreinato peruano. La Monarquía española le garantizaba ese poder por lo que no veía la necesidad de la independencia. Además, sentía temor ante una eventual sublevación popular que amenazara su dominio, como cuando se levantó Túpac Amaru en 1780. La presencia del ejército realista le garantizaba el orden social.

Por ello, muy pocos aristócratas tuvieron sentimientos separatistas. Los criollos más ilustrados demandaban una reforma para hacer menos intolerante el gobierno de los Borbones. El resto estaba, monolíticamente, en favor de la Corona, tal como lo demostraron los cuantiosos préstamos que otorgaron los miembros del Tribunal del Consulado a los virreyes para combatir cualquier intento separatista o subversivo.

Fue en este contexto en el que actuó el virrey Fernando de Abascal, quien se convirtió en el más fuerte aliado de la causa realista en América del Sur. Durante los difíciles años que le tocó gobernar desplegó toda su fuerza ideológica y militar para evitar el descalabro del Imperio español no sólo en el territorio del Virreinato peruano sino también en el Alto Perú, Chile y Quito.

¿Cuáles fueron los recursos con los que contaba Lima para afrontar la guerra contra los insurrectos? Cuando llegó Abascal la economía peruana estaba lejos de ser crítica. Es cierto que había una depresión agrícola, sobre todo en la costa, que se arrastraba del siglo XVIII, pero la minería y el comercio pasaban por un relativo auge. Si bien las reformas borbónicas afectaron los intereses de los comerciantes limeños, ellos todavía controlaban los mercados del Perú, el Alto Perú, y, en cierta medida, los de Santiago y Quito. La minería, por su parte, se había recuperado gracias al descubrimiento de nuevas minas de plata como Cerro de Pasco.

Pero este panorama empezó a desplomarse cuando se desató la crisis en España. Abascal tuvo que financiar la guerra a través de una política sistemática de impuestos de emergencia cuando los gastos empezaban a doblar los ingresos. Otra medida para financiar el déficit fue recurrir al crédito de los gremios, como el de los comerciantes del Tribunal del Consulado. El manejo económico se hizo con criterios de emergencia y perduró hasta 1821, año en que el general San Martín entró a Lima para proclamar la independencia. Entre 1804 y 1816, por ejemplo, los comerciantes de Lima habían invertido unos 7 millones de pesos en la defensa de “su” Virreinato. En medio de estos ajetreos no hubo tiempo ni visión para encarar otras tareas productivas.

La política contrarrevolucionaria de Abascal y de la elite limeña contra la junta de Quito.- Cuando comenzó su mandato, en 1806, Abascal jamás pudo imaginarse la crisis de autoridad que azotaría la Península. En Lima quiso convertirse en el modelo del mandatario ilustrado. Mandó construir en al ciudad el nuevo Cementerio General, el Jardín Botánico y el Colegio de Medicina de San Fernando; su proyecto cultural también incluía el periodismo con la publicación de una revista de estudios científicos y culturales.

Todo se frustró cuando llegó la noticia, en 1808, del secuestro de Fernando VII y la invasión de la península por las tropas de Napoleón. Ante las dramáticas noticias, el nuevo Virrey abandonó sus afanes ilustrados y se concentró en los temas políticos y militares. En el ámbito político usó la prensa, las tertulias, el teatro y los cafés para sembrar en la población el respaldo al monarca cautivo y la defensa de la monarquía española. Esta retórica fidelista también debía trasladarse también al ámbito militar para sofocar cualquier brote revolucionario. Exhibiendo un sólido liderazgo consiguió los fondos para financiar la represión interna y aplastar a las juntas que se habían formado en la América andina, como fue el caso de la Junta de Quito.

A Lima llegaron con alarma las noticias de la “revolución quiteña” del 9 de agosto de 1809, cuando un grupo de patriotas organizó la Junta Soberana de Quito presidida por Juan Pío Montúfar. Los acontecimientos posteriores, amparados en lo que venía ocurriendo en España, revelaban las razones de fondo de este movimiento juntista con indudable arraigo popular, y que tenían que ver con los recortes de jurisdicción territorial que había sufrido la Audiencia de Quito sobre sus provincias más periféricas, que comenzaron a ser gobernadas cada vez más directamente desde Lima o Bogotá, las capitales virreinales más cercanas. Ese fue el caso, por ejemplo, de la actual provincia de Esmeraldas, cuyo gobierno, por lo menos en la práctica, fue segregando de Quito entre 1764 y 1807 y ejercido desde Bogotá a través de Popayán. Algo similar sucedió a partir de 1802 con la región de Maynas, que comprendía ambas márgenes del río Amazonas. La Real Cédula del 15 de julio de 1802 creó el Obispado y la Comandancia General de Maynas y los hizo depender de las autoridades religiosas y militares de Lima; asimismo, por la Real Orden de 7 de julio de 1803, el gobierno militar y político y los asuntos comerciales de Guayaquil y su provincia pasaron a depender también de Lima. En este contexto, la autoridad de Quito sobre la Costa y gran parte del Oriente quedó muy debilitada. Las elites quiteñas no se resignaban ante tal situación y su proyecto mayor era recuperar todos sus territorios y reafirmar su autoridad en todas sus provincias, algo que el gobierno de Madrid se negaba a transigir utilizando el poder de Abascal para ahogar tales pretensiones.

El Virrey de Lima cumplió sus objetivos frente rebeldes quiteños y tomar esa región bajo su mando. En 1809, mientras Guayaquil imponía un bloqueo, dispuso una expedición militar de 400 soldados que avanzó desde la costa y desde Cuenca instalándose en el territorio de la Audiencia de Quito y se desató la represión. Más de 80 rebeldes fueron detenidos y se repuso en sus cargos a los antiguos funcionarios. Hubo destrucción de muchas haciendas y la ciudad fue saqueada. Luego, cuando el 2 de agosto de 1810, un grupo de patriotas intentó liberar a los prisioneros, las fuerzas realistas, en un verdadero, “gobierno del terror”, masacraron a más de 60 patriotas.

A pesar de esta ocupación, los “insurrectos” insistieron en sus propósitos y el 22 de septiembre de 1810 se formó una nueva junta estallando una segunda revolución con un mayor apoyo popular. Ahora las tropas de Abascal tuvieron que retirarse, incluso pidiendo perdón. Fue una retirada estratégica pues cuando en 1812 el congreso revolucionario promulgó la Constitución del Estado Libre de Quito, fue demasiado para Lima y su virrey. Abascal envió un poderoso ejército de 2 mil soldados que se impuso en la acción de San Miguel. Este ejército pudo así ingresar a Quito el 4 de noviembre de 1813, fortaleciendo luego a las fuerzas realistas de Guayaquil, Cuenca y Popayán. El sueño independentista había terminado.

Balance y efectos de la política del Virreinato de Lima.- Abascal se retiró del Perú en 1816. Su gobierno, aparentemente, había sido exitoso. Sin embargo, a pesar de su autoritarismo y de sus recelos frente a las Cortes de Cádiz, la cultura y la política en el Perú se vieron inundadas por el pensamiento liberal. La libertad de imprenta permitió la difusión de periódicos que insistieron en la igualdad de criollos y peninsulares para ocupar los cargos públicos y enfilaron sus ataques contra la arbitrariedad de las autoridades españolas. Estas nuevas ideas hicieron posible la posterior independencia del Perú entre 1821 y 1824. DE otro lado, la estrategia que lideró Abascal fue también la “revancha” del Virreinato peruano frente a los golpes que recibió como consecuencia de la aplicación de las Reformas Borbónicas, en el siglo XVIII, que le amputaron territorios y afectaron el monopolio del Callao con la apertura de otros puertos en América del Sur al comercio con España. La crisis desatada en España fue aprovechada por la elite limeña, en consonancia con Abascal, de recuperar su poder en la América andina.

BIBLIOGRAFÍA REFERENCIAL

ANNA, Timothy (2003). La caída del gobierno español en el Perú: el dilema de la independencia. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
FLORES GALINDO, Alberto (1984). Aristocracia y plebe. Lima, 1760-1830, estructura de clases y sociedad colonial. Lima, Mosca Azul.
HAMNETT, Brian (2000). La política contrarrevolucionaria del virrey Abascal: Perú, 1806-1816. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.
KLAREN, Peter (2004). Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima, Instituto de Estudios Peruanos.
LYNCH, John (1989). Las revoluciones hispanoamericanas, 1808-1826. Barcelona: Ariel.
PERALTA, Víctor (2002). En defensa de la autoridad: política y cultura bajo el gobierno del virrey Abascal. Perú, 1806-16. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
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Visita a Arequipa: la iglesia de la Compañía


Altar Mayor de la Compañía (foto de Juan Luis Orrego)

Caminando desde la Plaza de Armas se llega muy fácil al antiguo templo de la Compañía de Jesús, quizá el que mejor estado de conservación presenta Arequipa, tanto a nivel arquitectónico como respecto a su decoración. La proliferación de iglesias en esta ciudad me hace señalar algunos puntos de su historia virreinal cuando los arequipeños empezaron a forjar su identidad regional. En este sentido, transcribimos un extracto de las impresiones que tuvo sobre la ciudad el fraile carmelita Antonio Vásquez de Espinoza, cuando estuvo aquí a principios del siglo XVII: “La ciudad tendrá 300 españoles, sin negros, indios y demás gente de servicio; tiene muy gran sitio y extendido, por ser las casas grandes y tener todas dentro de sus cercas huertas y jardines, con todas las frutas de la tierra y de España, que parece un pedazo de paraíso… Hay todo el año claveles, rosas, azucenas y todas las flores de España. El sitio que coge es de una muy populosa ciudad con muy buena casería de teja… hay iglesia Catedral, por ser cabeza de obispado… tiene sus prebendados y dignidades que la sirven, conventos de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, La Merced y La Compañía, todos muy buenos y bien sustentados; tiene un monasterio de monjas… hospital para curar los enfermos, y otras iglesias y ermitas de devoción… la ciudad es de las más regaladas y parece un pedazo de Paraíso Terrenal” (Descripción de las Indias Occidentales, libro IV, capítulo LIX).

Recordemos que Arequipa, a parte de ser cabeza de obispado, fue primero sede de un vasto corregimiento que, por su amplitud territorial, fue luego subdividido en los corregimientos de Arica, Collaguas, Camaná, Vítor, Condesuyos, Ubinas y Moquegua. Durante las reformas borbónicas del siglo XVIII, Arequipa se convirtió, en 1784, en Intendencia, jurisdicción que se mantuvo durante 40 años hasta que, en 1824, dio origen al actual departamento.

Retornando a nuestro recorrido por la Compañía, indicaremos que su primera construcción data del siglo XVI; sin embargo, el edificio actual es resultado de una remodelación del siglo XVII que fue concluida, según una inscripción en el frontis, en 1698. Su fachada es típica del barroco mestizo y muestra tres niveles, con dos filas de columnas corintias y la última compuesta por el ático y ventana coral. También observamos su única torre del campanario, de grueso formato y víctima de varios movimientos sísmicos. Al lado opuesto hay una portada falsa con el monograma de la Compañía. El conjunto está rodeado por un atrio enrejado. Cabe destacar que, al costado de la fachada, hay una portada con un tímpano que representa al apóstol Santiago a caballo luchando contra los moros y, más abajo, dos hermosas sirenas esculpidas, al igual que todo lo demás, en el típico sillar blando de la ciudad.

El interior del templo sorprende por su tonalidad amarillenta, debido al paso de la luz solar por las lucernas de las cúpulas, cubiertas por piedra de Huamanga traslúcida. La planta, de cruz latina, está dividida en tres naves. Culmina en un crucero cubierto por la cúpula y adornado por dos elegantes retablos barrocos, uno en cada lado. El altar o retablo mayor, recubierto en pan de oro, es impresionante. Tiene catorce columnas salomónicas y está dividisd en cuatro cuerpos y tres calles. Al centro del altar podemos apreciar el conocido cuadro de la Virgen con el Niño, del maestro italiano Bernardo Bitti.

Salimos del templo y recorremos el antiguo Colegio de Santiago, también de la orden jesuítica, hoy restaurado y convertido en elegante centro comercial. El paseo por sus dos patios es algo que no debe perderse el viajero. El primero corresponde al Claustruo Mayor, tiene 36 arcos apoyados con gruesas pilastras decoradas con ángeles y figuras vegetales; completa el conjunto la pileta central con gárgolas de animales mitológicos. El segundo patio es más simple; tiene 28 arcos y comunicaba el Colegio con la calle posterior.


Primer patio o Claustro Mayor del antiguo Colegio de Santiago

Segundo patio
(fotos de Juan Luis Orrego)

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Visita a Arequipa: Plaza de Armas y Catedral


(foto de Juan Luis Orrego)

Estuve en Arequipa para dar una charla. No venía desde la década de los noventa. Esta vez, por lo corta de la estadía, solo tuve tiempo para almorzar en una estupenda picantería, recorrer la Plaza de Armas, entrar a la Catedral, visitar la iglesia de la Compañía y recordar la tradición republicana de la cuna de Mariano Megar.

Mucho se ha hablado de este “republicanismo” arequipeño que se inició desde los momentos previos a la Independencia debido, quizá, a su gran proporción de habitantes mestizos y criollos que la convirtió en un centro de agitación ideológica desde la crisis española desatada en 1808 por la invasión de las tropas napoleónicas a la Península. Así, los criollos movilizaron a la población frente al descontento respecto a Lima y a su Virrey (Abascal) por no aplicar los postulados de la Constitución liberal de Cádiz. Una de las páginas más emblemáticas, dentro de este contexto, se dio en los campos de Umachiri, cuando fueron muertos los patriotas Mateo Pumacahua, Vicente Angulo y Mariano Melgar, cantor de los yaravíes. Luego, mientras los ejércitos patriotas decidían la Independencia en Lima, Ayacucho y Cuzco, las autoridades reconocieron el nivel cultural de esta ciudad al autorizar el establecimiento de una imprenta y la fundación de la Academia Lauretana de Ciencias y Artes (1821), origen del Colegio Nacional de la Independencia Americana (1825) y de la Universidad Nacional de San Agustín (1828).

Con esta perspectiva, empecé mi recorrido por la Plaza de Armas. En su lado norte está la Catedral; al oeste, el Portal de San Agustín; al este, el Portal de las Flores; y al sur, el Portal de la Municipalidad. Siempre me llamó la atención la estupenda fuente de bronce, al centro de la Plaza, con sus tres tazas y, coronándola, el Tuturutu. Se trata de una pequeña escultura de un soldado quinientista que toca su trompeta y arroja agua por la cima de su morrión. El conjunto de la Plaza es muy armonioso y elegante, como pocos en nuestro país (Trujillo, Lima, Cuzco y Huamanga).

Me imagino este amplio recinto en pleno siglo XIX, cuando al Ciudad Blanca se consolidaba como un importante centro de inquietud política ya sea levantando las banderas del federalismo, el regionalismo o, simplemente, contrarias a las fuerzas que se oponían al normal desenvolvimiento de la legalidad (recordemos el testimonio del deán Juan Gualberto Valdivia en su libro Las Revoluciones de Arequipa). Aquí en la Plaza también está el lugar exacto donde fue fusilado, por manos de Andrés de Santa Cruz, el joven caudillo romántico Felipe Santiago Salaverry, firme opositor al proyecto de confederar Perú y Bolivia (1836). Siguiendo las páginas del texto del Deán Valdivia, destaco las revoluciones que significaron la debacle de gobiernos en Lima: la de 1854, que inició la caída de Echenique; la de 1865, que hizo lo mismo con el régimen de Pezet; y la de 1867, que puso fin al gobierno de Mariano I. Prado (esto sin mencionar la revolución de agosto de 1930, que precipitó el derrumbre del “Oncenio” de Augusto B. Leguía.

Entro a la Catedral -testigo de estos acontecimientos- que, aunque su construcción data del siglo XVII, su fachada y sus emblemáticas torres son de estilo renacentista, propio del neoclásico del siglo XIX. Recordemos que un incendio (1842) y un gran terremoto (el 13 de agosto de 1868, que asoló todo el sur del Perú hasta Iquique) obligaron a los arequipeños realizar una serie de reconstrucciones. Por eso este majestuoso templo es neoclásico. Su interior tiene tres naves paralelas a la Plaza. Su altar es hermoso, de mármol y un gran baldaquino que lo precede. También se aprecia la sillería del coro tallada en madera. Cabe anotar que este lado del templo se ilumina con una espectacular lámpara, de estilo bizantino, decorada con hermosos vitrales. Completa el conjunto interior las columnas de la nave central, que sostienen esculturas de los Evangelistas y los Apóstoles. De otro lado, desde el punto de vista artístico, destacamos el estupendo púlpito, realizado en Lille (Francia) en 1879, por Buisine Rigot. Finalmente, vemos, al fondo, el órgano de tubos y, a la derecha, la capilla del Señor del Gran Poder, cuyo culto tiene gran devoción entre los arequipeños.

Para completar este breve testimonio decimonónico de Arequipa, debemos indicar que, a lo largo del siglo XIX, esta región fue, económicamente, muy próspera en comparación a otras del país. Aquí, comerciantes nativos y extranjeros -que establecieron compañías de exportación e importación- y terratenientes y ganaderos, basados en el trabajo de las comunidades campesinas, iniciaron la producción y venta al mercado británico de lana de oveja y fibra de alpaca. Así, el puerto de Islay creció en importancia y la elite arequipeña inició su dominio del sur andino. Este proceso se consolidaría con la inauguración, en 1871, del ferrocarril que unió a Mollendo con Arequipa y la construcción del Ferrocarril del Sur, destinado a comunicar Arequipa con Cuzco y Puno.







(fotos: Juan Luis Orrego)

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Nuevo libro sobre la vida de Descartes (*)

El filósofo francés por excelencia, René Descartes (1596-1650), autor del celebrado Discurso del método, sostenía que “el frío agarrota el pensamiento”. Con macabra ironía murió de las consecuencias de un catarro que cogió en la gélida Estocolmo, en el mes de febrero de 1650. ¿Qué hacía allí quien acuñó la célebre sentencia “pienso, luego existo”? La razón de aquel viaje fue que la reina Cristina de Suecia, ávida de aprender filosofía y demás ciencias, lo había invitado a su Corte para recibir de él clases particulares. Pero la estoica soberana le ordenaba levantarse a las cinco de la madrugada, hora a la que ella quería aprender aritmética. Descartes permanecía de pie frente a la reina en medio de una habitación congelada después de haberse desplazado por callejas batidas por la nieve y el frío; acostumbrado a climas más cálidos, enfermó y murió a los pocos días. El entierro se celebró en Estocolmo. Y allí hubieran permanecido sus restos si los amigos franceses de Descartes, ya una celebridad en toda Europa, no hubieran reclamado el regreso de sus despojos a la patria.

partir de este hecho, lo que sucede años más tarde con los huesos del gran hombre y, en particular, con su cráneo, que desapareció durante el traslado a Francia, retornando años más tarde tras extrañas aventuras, es lo que desvelará Russell Shorto en este libro inteligente, entretenido y del que puede aprenderse mucho, pues en él su autor repasa las ideas religiosas y científicas dominantes en Europa a lo largo de varios periodos históricos, desde la época de los primeros “cartesianos” hasta la Revolución Francesa y el avance de la ciencia en los siglos XVIII y XIX, con la Ilustración y la Revolución Industrial, para terminar en nuestros días, con un episodio en la academia de estudios faciales de Tokio.

Descartes sostenía que el dominio de la naturaleza por parte del hombre lo conduciría a la libertad; expuso un método científico basado en la razón que eclipsó al de Aristóteles, clausuró la Edad Media e inauguró la Modernidad. En realidad, Shorto se sirve de las peripecias de los huesos y el cráneo de Descartes -algo muy anecdótico- como hilo conductor de una historia que pretende remachar la importancia de lo que el mundo moderno debe al gran científico y pensador. El pensamiento y las ciencias europeas representadas por nombres tales como Spinoza, Voltaire, Rousseau, Locke, Cuvier, Newton, Franklin, Jefferson y tantas otras celebridades nunca hubieran nacido sin “Cartesio”, ya que éste sentó las bases para franquear el paso a los avances científicos, reducir al absurdo la superstición y hasta contribuir al advenimiento de la democracia. Hacia el final del libro, en conversación con Ayaan Hirsi Ali, Shorto observa que el mundo islámico jamás tuvo un Descartes, de ahí su atraso en tantos aspectos. En suma, una lectura aleccionadora, y una manera amena de recordar a los lectores lo más positivo de nuestro mundo occidental. La traducción es loable, no así la edición general de un libro que se deshoja con facilidad (tomado de Babelia).

(*) Russell Shorto, Los huesos de Descartes, traducción de Claudia Conde. Duomo Ediciones. Barcelona, 2009, 306 páginas, 19,50 euros.
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Nuevos estudios sobre el ‘Día D’

El gran historiador británico de la II Guerra Mundial investiga el desembarco de Normandía en 1944, la batalla más famosa del siglo XX. El autor ofrece novedades sobre el tremendo sufrimiento de los civiles y sobre la actitud de los aliados.
Por Guillermo Altares para Babelia


Antony Beevor presentó ayer su libro sobre la batalla de Normandía (*)

Tal vez no sea la batalla más importante de la historia. Seguramente Salamina, Waterloo o Stalingrado fueron más decisivas. Sin embargo, el 6 de junio de 1944, cuando la mayor flota nunca vista llegó a las costas francesas para el desembarco de Normandía, se ha convertido en una fecha emblemática. Muchos recuerdan de memoria el nombre de las cinco playas: Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. El Día D ha sido mitificado por películas como El día más largo o Salvar al soldado Ryan, por políticos e investigadores y por los miles de turistas que se acercan cada año a las costas del norte de Francia. No obstante, Antony Beevor (1946), el historiador que con Stalingrado y Berlín. La caída, 1945 convirtió la II Guerra Mundial en best sellers, se ha atrevido a volver a aquella batalla. Es más, ha encontrado cosas nuevas que contar, datos inéditos.

Como ocurre con los títulos anteriores, su libro se lee sin pausa y está lleno de testimonios que surgen desde el dolor de la guerra para hacernos mucho más humano el pasado. El éxito en el Reino Unido fue fulminante. La conversación tiene lugar en su casa londinense de Fulham, acogedora, con mermeladas a medio preparar en la mesa de la cocina. Sólo hay una pregunta sin respuesta: ¿cuál será su siguiente libro? Asegura que, por contrato, no puede hablar de su próximo trabajo sobre la II Guerra Mundial. Pero confiesa que tiene tres libros planeados y sí puede confesar de qué va el tercero: Napoleón.

PREGUNTA. Una de las novedades de su nuevo libro es la insistencia en el sufrimiento de los civiles durante aquella batalla. ¿Por qué no se había investigado hasta ahora?

RESPUESTA. Tenemos que enfrentarnos a la terrible paradoja de que una democracia en una guerra puede llegar a matar a muchos civiles, porque la presión de la prensa y el Parlamento en casa para reducir las bajas puede forzar a los comandantes a utilizar mayor potencia en los bombardeos. Y eso es lo que sucedió en Francia. Churchill estaba muy preocupado por este tema porque decía que los franceses les iban a odiar y trataba de convencer a los responsables de los ataques aéreos para que intentasen mantener bajo el número de víctimas, que llegaron a ser 15.000 antes de la invasión. Y durante la batalla subieron más todavía. No sé cómo van a reaccionar los lectores estadounidenses ante el dato de que en el Día D murieron muchos más civiles franceses que soldados británicos y estadounidenses. Debo decir que a mí me chocó porque todos tenemos mitificado el Día D, pero cuando uno descubre las víctimas de la batalla de Normandía es terrible. Eso no minusvalora la valentía de los soldados o la importancia de la batalla. Se montó un escándalo porque utilicé la palabra crimen de guerra para describir el bombardeo de Caen y hay que ser muy cuidadoso con esta expresión, lo que dije es que estaba cerca del crimen de guerra. Pero lo que es cierto es que el bombardeo no consiguió nada y fue estúpido desde el punto de vista militar porque si quieres capturar una ciudad rápidamente no deberías destrozarla. Y sólo hubo bajas entre los civiles.

P. Cuando dice que una democracia puede provocar bajas civiles ¿puede aplicarse a lo que ocurre en Afganistán?

R. En cierta medida, sí. Naturalmente que los bombardeos, aéreos y de artillería, son mucho más precisos ahora pero es una cuestión de lo buena que es la información de los servicios secretos para identificar los objetivos. Cuando combates en una guerra asimétrica, la habilidad para identificar al enemigo es muy difícil, casi imposible, como vimos en Vietnam. Volviendo a Normandía, uno de los problemas es que los comandantes, Montgomery, Eisenhower y Bradley, estaban mal informados sobre la precisión de los bombardeos. Cuando se produce el segundo bombardeo de Caen, en la noche del 17 de julio, tuvieron el mismo problema que en Omaha, donde las defensas alemanas quedaron intactas. Los aviones vinieron desde la retaguardia, tenían miedo a dejar caer las bombas sobre las tropas y por unos segundos no alcanzaron a los alemanes sino que cayeron sobre la ciudad de nuevo.

P. ¿No tenía miedo de publicar otro libro sobre el desembarco de Normandía, no sólo por obras anteriores como la de Max Hastings, sino porque es una batalla de la que todo el mundo tiene una imagen idealizada?
R. No tenía miedo porque los grandes libros sobre el tema salieron al principio de los años ochenta, sobre todo los de John Keagan y Max Hastings. Aunque son muy buenos, ha surgido mucho material inédito, sobre todo los relatos de los soldados, y los estadounidenses eran extraordinarios en esto, ya que hay cientos de entrevistas realizadas después del combate. Además, escribo historia de una forma completamente diferente de Max, estoy más interesado en entender cómo era el combate desde la mirada de los soldados que en describir la batalla desde un punto de vista estratégico. Otro de mis objetivos era explicar por qué Normandía es diferente de lo que la gente suele pensar. Después de escribir Berlín, estaba en Washington y el historiador militar oficial de la batalla, Martin Blumenson, me dio la primera idea para el libro porque me sugirió que hiciese una comparación entre la lucha en el frente del Este y en Normandía. Me di cuenta de que era una forma importante de mirar la batalla porque fue mucho más salvaje de lo que pensamos.

P. Siempre se ha pensado que la verdadera lucha tuvo lugar en el Este. ¿Qué datos le llevaron a cambiar de opinión?

R. Hubo momentos en el frente del Este en que la lucha fue muy intensa y la cifra de mil muertos por división al mes era mucho más alta, pero uno siempre asume que los muertos en el frente del Este eran tantos que el combate en el Oeste era muchísimo menos intenso. Pero no era así: Normandía fue muy salvaje. Y también está el asunto de la muerte de prisioneros y las bajas psicológicas. El problema en Estados Unidos, y no tiene nada que ver con los veteranos sino con los escritores que crearon posteriormente el mito de la mejor generación, es que se ha convertido en algo casi sagrado, la imagen de que cada hombre en Omaha Beach era un héroe. Pero es una sentimentalización. Cuando tienes a un soldado muy joven, que se enfrenta por primera vez al combate y se encuentra con explosiones por todos lados, es normal que esté desorientado. No tiene nada que ver con la cobardía, que es cuando tienes a un oficial que huye y deja morir a sus soldados. Jamás diría que un soldado que se derrumba en mitad de la batalla es un cobarde, es una reacción muy humana.

P. ¿Llegaron a ser muy frecuentes los asesinatos de prisioneros?

R. El problema con este tema es que no tenemos datos precisos y nunca los tendremos. Pero me chocó mucho la forma en que, cuando lees entrevistas con soldados estadounidenses, hablaban francamente de ello, incluso en las entrevistas que hizo Stephen Ambrose, aunque luego no aparecen en sus libros.

P. Pero sí en una secuencia de Hermanos de sangre, la serie basada en su libro sobre la 101º División Aerotransportada.

R. Muestran uno o dos casos, pero pudo haber muchos. Los SS mataron a más de cien canadienses en los primeros momentos de la batalla y entonces se produjo un círculo vicioso de venganzas. Pero es imposible tener datos, porque aparecerán siempre como muertos en acción. Sólo se puede hacer basándote en entrevistas y por referencias en algunos informes oficiales, pero no es posible hacerse una idea de la frecuencia con que ocurrían.

P. ¿Qué películas sobre el Día D le gustan?

R. Cuando Newsweek me encargó una crítica de Salvar al soldado Ryan, les chocó muchísimo que fuese negativa. Creo que los primeros 20 minutos son una recreación espectacular de cómo es una batalla, pero el resto es una serie de lugares comunes de Hollywood, tipo Doce del patíbulo. No me pareció serio. Lo interesante es lo que dijo Spielberg cuando se estrenó la película: que la II Guerra Mundial era el momento definitivo en la historia y que el Día D era el momento definitivo de esa guerra, lo que es una interpretación muy americana del conflicto, por decirlo amablemente. No aparecen rusos ni británicos. Spielberg forma parte de la generación de Vietnam y por eso es tan importante la batalla de Normandía, la liberación de Europa, porque era un momento en que los estadounidenses eran los buenos y los alemanes los malos.

P. ¿Usted cree que nuestra fascinación por la II Guerra Mundial viene de ahí?

R. Hay sin duda un elemento de esto, aunque hay muchas más razones para explicar por qué es tan importante en la conciencia colectiva de las naciones, de nuestra propia historia. La II Guerra Mundial es también peligrosa porque se ha convertido en una referencia para todos los conflictos contemporáneos. Eso es peligroso porque los políticos pueden hacer comparaciones como la de Bush, que equiparó el 11-S con Pearl Harbour. Y estaba buscando una guerra contra un país, cuando era un problema de seguridad contra Al Qaeda. Blair hizo cosas similares. Una tentación para los políticos es considerar que la II Guerra Mundial fue una buena guerra, una guerra justa y especialmente para los estadounidenses, que la utilizan mucho en los discursos imitando el tono de Churchill. Pero también es muy peligroso porque produce paralelismos falsos. Antes de la última guerra del Golfo, fui contactado por todos los diarios del Reino Unido, empezando por el Financial Times y acabando en The Sun, que me pidieron una comparación entre la batalla de Bagdad y Stalingrado. Y dije una y otra vez que no iban a tener nada que ver. La guerra ahora no tiene nada que ver con aquel conflicto. Estos paralelismos son engañosos y peligrosos. Cuando empecé a trabajar en Stalingrado era el 50º aniversario del final de la II Guerra Mundial, en 1995, y habían publicado muchos libros y ninguno se vendió. Todo el mundo se quedó extrañado del éxito del mío y lo discutí con otros historiadores y con amigos. Una de las conclusiones a las que llegué es que vivimos en una sociedad posmilitar y que la gente, al no tener experiencia en el servicio militar, no sabe cómo funciona esto. Luego hay una fascinación ante la pregunta: ¿qué hubiese hecho de haber estado allí? ¿Hubiese sobrevivido psicológica, física o moralmente? ¿Me hubiese negado a matar prisioneros o civiles si me lo hubiesen pedido? Hay un elemento personal. Pero también había otro que surgió en un debate que se ha producido de nuevo este año: ¿por qué hay tantas novelas británicas ambientadas en el pasado? ¿Por qué funciona tan bien la historia? Robert McCrumb escribió un texto en The Observer en el que decía que los libros ambientados en el pasado tienen tanto éxito porque el gran elemento del drama humano es la elección moral y ahora vivimos en una época donde se plantean muchas menos elecciones morales. Entonces, los escritores deciden ambientar historias en el pasado donde las elecciones morales son posibles. Y la II Guerra Mundial era puro drama humano, en el peor sentido del término. No sólo por los millones de muertos, sino porque millones de vidas cambiaron totalmente durante el conflicto. Cuando estaba trabajando en los Archivos Nacionales franceses, tardé mucho tiempo en lograr el permiso para leer los informes de la DST, la policía política. Había un párrafo en el que se contaba la historia de la mujer de un granjero alemán que fue encontrada en París, sin hablar nada de francés, que había conseguido colarse en un tren que devolvía a Francia a víctimas de campos de concentración. Y la razón es que estaba completamente enamorada de un prisionero francés que trabajó en su granja y con el que tuvo una historia y no podía vivir sin él. Lo siguió hasta París. La cantidad de preguntas que quedan abiertas por este único párrafo es enorme: ¿qué ocurrió con su marido? ¿Cómo mantuvo esa historia de amor ilegal bajo las leyes nazis? ¿Le encontró? ¿Estaba casado? Este párrafo es toda una novela. Y te das cuenta de la importancia de contar la historia desde abajo, porque es la única forma de narrar las consecuencias de los acontecimientos sobre la gente corriente, ya sean soldados o civiles. Son las consecuencias de las decisiones de Hitler, Stalin o de comandantes como Patton o Montgomery.

P. Volviendo al Día D, uno se pregunta leyendo su libro si la invasión fue un éxito de los aliados o un fracaso de los alemanes.

R. Eso se puede decir de todas las batallas, quién ganó y quién perdió. Se ha forjado una idea inexacta de que el Día D tenía que ser necesariamente una victoria y no es así, los peligros eran enormes pese a que los aliados tuviesen una fuerza muy superior. Uno debe recordar que si no llegan a tener esa pequeña ventana en el tiempo que permitió desembarcar el 6 de junio, el desembarco hubiese tenido que retrasarse durante semanas. Y es increíble que los alemanes no utilizasen los submarinos, que la Armada consiguiese cruzar sin bajas. Una lección muy importante es comprender que nada es inevitable, es una lección crucial para todo historiador y tienes que transmitir eso a los lectores. Los planes del Día D fueron meticulosos y todo estaba muy pensado, y aun así se cometieron fallos en el lado aliado. Pero los grandes errores desde el punto de vista de los alemanes tuvieron que ver con elecciones, con saber si los aliados iban a desembarcar en Normandía o el Pas de Calais o si las divisiones acorazadas debían lanzarse hacia las playas o esperar en la retaguardia, que era el gran debate en la cúpula del mando alemán. Y también fueron desastrosas las interferencias de Hitler en la batalla. Pero, una vez que los aliados lograron establecerse en sus cabezas de playa, la suerte estaba echada. Como reconoció Rommel, la batalla se iba a decidir en las primeras 24 horas. De hecho, fue él quien inventó la expresión “el día más largo” y no Cornelius Ryan.

P. ¿Por qué se ha estudiado menos la destrucción que la batalla de Normandía provocó?

R. Bueno, la mayoría de los historiadores franceses reconocen que la batalla de Normandía salvó en realidad al resto de Francia. La estrategia de rechazar cualquier retirada hizo que el Ejército alemán fuese destruido en Normandía y que no luchase durante su retirada. Eso sí, para los normandos fue un desastre.

P. ¿Cuánto tiempo pasó en los escenarios de la batalla?

R. La primera vez que fui al Memorial de Caen pensé que iba a conseguir todo el material en unas dos semanas. Qué optimista. En realidad, me pasé meses en Caen, iba todas las semanas desde Kent. Lo más importante está en el Memorial, porque no sólo es un gran museo, sino que tiene un archivo extraordinario. Se ha concentrado casi todo allí, los soldados alemanes, británicos, canadienses, estadounidenses han enviado allí sus diarios, pero también los civiles franceses. Todos estos testimonios contienen relatos de los bombardeos, del sufrimiento y me pasé semanas y semanas leyéndolos. Mirar el terreno a veces no es bueno porque los escenarios han cambiado tanto que pueden entrometerse en tu imaginación, pero en otras ocasiones no, como ocurre con Omaha Beach, donde se ve muy claramente aquello a lo que se enfrentaban.

P. ¿El papel de la Resistencia en la batalla de Normandía fue más o menos importante de lo que creemos?

R. Tuvieron una contribución importante en el corte de las comunicaciones alemanas. El problema es que la importancia estratégica de las guerrillas es siempre difícil de cuantificar. Eisenhower, de una manera muy diplomática, respondió cuando le preguntaron por el papel de la Resistencia: “Mejor de lo esperado, menos de lo anunciado”. Creo que fue injusto, porque el propio Patton reconoció el enorme papel de la Resistencia en Bretaña, por ejemplo, donde fue una resistencia armada, lo que permitió desplazar a algunas de sus divisiones y emplearlas para el ataque en el Sena. Inevitablemente, Normandía no ofrecía las condiciones para una resistencia armada. En parte porque los granjeros normandos eran anti Laval pero bastante pro Pétain. Eran muy conservadores en todos los sentidos de la palabra, no sólo políticamente. Lo que querían era salvar sus granjas y no provocar reacciones de los alemanes. Sin embargo, fueron extremadamente generosos con los refugiados. En los pescadores sí que hubo mucha más resistencia, porque eran totalmente anti Vichy.

P. En cuanto a los comandantes aliados, la imagen de Montgomery en su libro no es muy positiva.

R. Montgomery era una persona muy extraña, psicológicamente muy compleja. Su vanidad era extraordinaria, imposible de concebir. He sido atacado por algunos admiradores de Montgomery y he recibido cartas insultantes, pero muchos otros me han dicho que tengo toda la razón. En una de ellas, un lector me contaba que en el colegio fue Montgomery a dar una charla y que al cabo de un rato se dio cuenta de que un niño se había dormido. Y empezó a gritar: “Profesor, profesor, se ha dormido un niño, tiene que ser castigado”. El niño se despertó por los gritos y Montgomery dijo: “Entonces empezaré desde el principio”. Eisenhower tuvo el trabajo más difícil de todos, que era mantener unidos a todos estos personajes: Patton, Bradley, Montgomery, que se detestaban entre ellos. Por no hablar de los comandantes de la aviación.

(*) El Día D. La batalla de Normandía. Antony Beevor. Traducción de Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda. Crítica. Barcelona, 2009. 704 páginas. 29 euros (www.antonybeevor.com. www.2gm-normandie.com/accueil.php. www.memorial-caen.fr/portail/index.php).

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Retratos para la eternidad: ¿el regreso de la fotografía post mortem?

Vestidos de gala, con sus seres u objetos queridos, los recién finados eran retratados con mimo en el siglo XIX. La fotografía mortuoria era más común que la de bodas o vacaciones. Con el siglo XX bajó la mortalidad infantil, llegaron las guerras, la muerte devino tabú y estos retratos resultan hoy, al menos, inquietantes. Salvo para quienes los coleccionan.


Para crear la fantasía de que el difunto dormía o estaba vivo, se le sentaba en su sillón favorito

El pariente llegaría cansado. Habría cabalgado durante horas hasta la casa del fotógrafo. “Traigo malas noticias”. Pactarían un precio, casi el doble del de un retrato normal, y viajarían de vuelta a casa del muerto. El fotógrafo planificaría la escena. “Me colocan al difunto más cerca de la ventana que aquí no hay luz”. La familia ya lo habría vestido con sus mejores galas. El artista pondría a los parientes alrededor del féretro o les haría sacar el cadáver de la caja. “¿Cuál era su sillón favorito?”.

Muchos nos enteramos de la existencia de la fotografía mortuoria por la película Los otros. Cuando Nicole Kidman descubre un álbum de difuntos grita: “¡Qué macabro, lo quiero fuera de mi casa!”. En aquel álbum aparecían imágenes del descatalogado Sleeping Beauties. “Un libro inquietante y repulsivo”, según John Updike, “que abrimos con dificultad aunque dentro sólo hay quietud y ternura”. “Lo han robado de la mayoría de las bibliotecas”, se jacta su autor, Stanley B. Burns, oftalmólogo de Nueva York que ha escrito 34 libros sobre fotografía histórica. Es el gran conservador de un arte que ha estado a punto de desaparecer: “Si encuentras en el desván la foto de tu tatarabuela muerta, lo más probable es que la tires; sin embargo, hace tres generaciones estas imágenes se encargaron con todo el cariño”.

La casa de Burns en Manhattan es una caries victoriana en la jungla de rascacielos. El doctor abre con perilla de chivo y unas increíbles gafas de los años veinte. Conserva un millón de daguerrotipos, ambrotipos y fotografías de más de cien años, casi todas en torno a la muerte, la violencia o la enfermedad. “Tenemos cinco chimeneas, pero no me atrevo a encenderlas”, dice señalando las miles de cajas en las que se apila su extraordinario archivo. Un huracán de imágenes impactantes: trincheras nazis, manicomios decimonónicos, linchamientos, Al Capone, Bonnie y Clyde… “Cuentan la otra historia”, dice Burns, “la mayoría de los libros muestran una y otra vez las mismas viejas fotos…, ¿cuántos Walker Evans necesitas ver? Yo quiero mostrar lo que no se enseña”. Cuatro mil de sus fotografías son retratos de difuntos, una práctica común desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del XX, entre la burguesía neoyorquina y en la selva mexicana, en las casas victorianas de Londres y en las aldeas de Pontevedra.

Burns encontró su primera pieza por casualidad a principios de los setenta, cuando coleccionaba antiguas fotos médicas: una madre sostenía un bebé muerto por sarampión. “Tenía un aura, una poética…, se notaba que era un recuerdo; nunca había visto nada parecido”, admite. “Ahora el coleccionismo está muy extendido, en gran parte por mi culpa”.

La familia colocaría sus objetos favoritos alrededor del muerto; los juguetes del niño, el misal de la abuela. Si querían que pareciese vivo, le abrirían los ojos con una cucharilla, le sujetarían la cabeza colocando un tenedor entre la barbilla y el esternón o le atarían las manos para que pareciese que rezaba. El marido pasaría un brazo sobre los hombros de su difunta, la madre acunaría al hijo sin vida. Vivos y muertos posarían juntos hasta que la imagen quedase grabada en la placa.

El sobre llega a Madrid desde Los Ángeles marcado Do not bend (no doblar) y con la foto de una niña victoriana en un sofá. Las pestañas excesivamente rizadas y las manos crispadas delatan que no está dormida. El remitente es un vendedor de eBay (donde cada día se cuelgan entre 60 y 80 de estas fotos). El destinatario, Carlos Areces, dibujante y miembro de Muchachada Nui: “No soy un coleccionista al uso, no busco la antigüedad ni lo raro, me importa más la luz, el contraste…”.

Areces atesora unas cien fotos, la mayoría extranjeras, aunque en los reversos también hay sellos de estudios españoles (Busquest en Barcelona, Mínguez en Madrid). Las suele comprar en Internet por unos 50 dólares. Entre sus últimas adquisiciones, la más cara, 200 dólares: unos demacrados trillizos con faldones de bautismo. “He notado que los precios suben cuánto mayor es la decrepitud del finado”, explica el actor.

Llevaba años coleccionando fotos pero Areces también vio su primer post mortem en Los otros: “Son difíciles de encontrar si no las vas buscando y a veces resulta violento”. En una tienda de viejo de Bilbao encontró una foto de una anciana de los años cincuenta. Al preguntar por el precio, el tendero le espetó: “¡Hay que ser hijo de puta para sacarle una foto a una muerta!”. Resulta irónico, la foto fue tomada por el hijo de la retratada para mandársela a un hermano. En el reverso escribió: “Ésta es la cama donde ha muerto madre, como ves hemos cambiado los muebles”. Areces sonríe: “Ésa es la ausencia de morbo que me fascina”.

En ocasiones, la distancia o el clima harían que el fotógrafo tardase días en llegar al velatorio. El cuerpo permanecería rodeado de hielo. Aunque se maquillaba al cadáver, a veces no era suficiente y la familia pediría unos retoques tras el revelado. El fotógrafo, su esposa o los miniaturistas, pintores a los que el nuevo invento había dejado sin trabajo, se encargarían de iluminar la imagen. Dibujarían los ojos abiertos sobre los párpados, sonrosarían las mejillas, incluso inventarían un fondo; quizás unas nubes celestiales rodeando al angelito.

“La fotografía de difuntos se convertía así no sólo en un registro del luctuoso ritual de la muerte, sino en un elemento más del propio ritual”, explica Publio López Mondéjar en La huella de la mirada, una de las escasísimas referencias sobre el tema en España. En su casa, lanzando sobre el sofá fotos desvaídas de muertos antiguos, el académico de Bellas Artes explica que la prensa del XIX estaba llena de anuncios de “se retratan difuntos a domicilio”. “Es increíble que se conozcan tan poco, las hacía todo el mundo, pero las autoridades ignorantes han dejado que desaparezcan”. “Una pena, estas fotos dicen tanto de una cultura como cualquier tratado: que lo que antes era un consuelo ahora nos espante dice mucho de una sociedad que no quiere ver la muerte”.

Los memento mori se remontan a la antigüedad. La tradición no nació con la fotografía, pero sí murió con ella. ¿Por qué dejaron de hacerse estas fotos? Primero, descendió la mortalidad, sobre todo la infantil. “En el XIX en Estados Unidos oscilaba entre el 30% y el 50%”, explica Burns, “al propio Abraham Lincoln se le murieron dos hijos”. Segundo, la fotografía se abarató y la gente dejó de esperar al funeral para pagarla. “Estas fotos fueron más comunes que las de boda o vacaciones”, dice Burns, “hasta que las familias empezaron a tener recuerdos de sus momentos felices”.

Con el cambio de siglo hubo además un cambio más profundo. “En la Primera Guerra Mundial la muerte cambió de significado”, dice Burns, “tanta gente de luto no era buena propaganda, en Inglaterra se prohibió el duelo”. La muerte pasó de la esfera pública a la privada y se dejó de superar en comunidad. “Ahora se lo cuentas a tu jefe y te quedas en casa un par de días, es algo que se comenta en voz baja”, dice Burns, “el sexo fue el tabú del XIX, la muerte es el nuestro”. “Además, entonces la gente moría de un día para otro”, añade, “ahora la medicina extiende las enfermedades y morimos demacrados, una sombra de lo fuimos, un rostro que nadie quiere recordar”.

El fotógrafo haría varias copias para que la familia las repartiese como recordatorios con leyendas como: “Hasta que la muerte nos separe” o “Duerme, querida niña”. Los más pudientes encargaría marcos con flores secas que decorarían el salón principal, donde se celebraba el velatorio. En las casas victorianas, esta sala, parlour, pasaría después a llamarse living room, la habitación de los vivos, para evitar toda asociación con la muerte. En los álbumes de difuntos habría parientes, mascotas y también algún famoso cuyo retrato post mortem se vendía en los quioscos. Valentino fue uno de los más demandados, también Sarah Bernhardt, que murió casi octogenaria, pero se retrató en un ataúd a los treinta para que sus fans tuviesen un recuerdo bonito.

“Yo soy un producto de mi tiempo”, explica Virginia de la Cruz Lichet, autora de la tesis Fotografía post mortem en Galicia siglos XIX y XX , para explicar que, como gran parte de su generación (tiene 30 años), nunca ha visto un muerto en vivo. “En España estas fotos se tomaron hasta finales del XX sobre todo en regiones de emigrantes, como Galicia”, explica, “donde servían para compartir el duelo al otro lado del océano y como documento a la hora de repartir herencias”. Virxilio Vieitez, fotógrafo rural en Pontevedra sobre el que centra su tesis, trabajó de 1955 hasta los ochenta. “No cobraba más por estos encargos, y sólo elegía el encuadre, de lo demás se ocupaba la familia o la funeraria”, cuenta su hija Queta por teléfono desde Soutelo de Montes. “Le parecían choumerías, cosas de brujas y mojigatas, pero era un profesional y conseguía buenas fotos”. Cuando la propia Queta tuvo que hacerse cargo de un llamado a finales de los ochenta, para ella, hija de otro tiempo, no fue tan fácil: “Me desbordó la situación; mandé salir a todo el mundo, disparé y me fui. Me temblaba el pulso, no quedaron muy bien”.

En el siglo XXI estos retratos se están volviendo a tomar en la más improbable de las localizaciones: las salas de maternidad. Según los psicólogos ayudan a superar la muerte perinatal, la más tabú, la de los no natos y recién nacidos. La ONG estadounidense Now I lay me down to sleep (ahora me echo a dormir) trabaja con 7.000 fotógrafos voluntarios en 25 países. Desde 2005 realizan sesiones gratuitas en las que los padres posan con sus bebés muertos. Es la puesta al día de la tradición victoriana: encuadres poéticos, filtros suaves y la magia del Photoshop consiguen que los niños parezcan dormidos. “Estos retratos pueden parecer morbosos”, explica Sandy Puck, fundadora de la ONG, “pero es que la gente no puede imaginar lo que significa olvidar el rostro de alguien de quien no guardas una sola imagen” (por Patricia Gonsálvez para El País).

A continuación, imágenes de fotografías post mortem en el Perù del siglo XIX (archivo Courret)




(fuente: bvirtual.bnp.gob.pe)

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El voto a la mujer (7 de septiembre de 1955)


Una mujer votando en las elecciones de 1956

Ayer se cumplió un aniversario más de la oficialización del voto a la mujer en el Perú. Recordemos que el avance del liberalismo influyó en la lucha por los derechos de la mujer en la vida política. Desde finales del siglo XIX, mujeres como Juana Manuela Gorriti, Teresa Gonzáles de Fanning, Mercedes Cabello de Carbonera y Margarita Práxedes, entre otras, reclamaron la participación de la mujer en la política nacional. Luego, muchos de sus planteamientos fueron recogidos por la primera feminista peruana, María Jesús Alvarado, quien hacia 1911 pidió el sufragio femenino al plantear que la supuesta “inferioridad” de la mujer se debía a factores históricos y no a la naturaleza femenina. Fundó Evolución Femenina en 1914, institución que logró el acceso de las mujeres a cargos públicos, como en los de las Sociedades de Beneficencia Pública (1915). La propia María Jesús Alvarado ocupó un puesto de concejal en la Municipalidad de Lima. Finalmente, sus luchas “feministas” la llevaron la deportación durante el Oncenio de Leguía.

Luego, el Primer Congreso Nacional Aprista, celebrado en 1931, reconoció la legitimidad del derecho del voto a las mujeres. Pero esta iniciativa fue luego desestimada ya que había el temor de que el voto femenino fuera de tendencia conservadora. En otro congreso del mismo partido, en 1948, esta postura se endureció y tuvo como consecuencia que a las militantes apristas no se les reconociera como miembros activos del partido, pues no eran “ciudadanos”. Esto marcó la ruptura de la escritora Magda Portal con el llamado “Partido del Pueblo”.

Demás está decir que entre 1930 y 1950 muchas mujeres, sin pertenecer a alguna organización feminista, plantearon sus reivindicaciones. Ese fue el caso de la participación sindical femenina en las organizaciones obreras. Sin duda, un logro importante fue cuando en 1932 el Congreso Constituyente permitió a las mujeres votar en las elecciones municipales. El problema fue que casi nunca se convocaron este tipo de consultas debido a que la mayoría de los gobiernos que tuvo el país eran autocráticos y reñidos con la Constitución.

El derecho de las mujeres a votar en las elecciones presidenciales se obtuvo el 7 de setiembre de 1955. Por iniciativa del dictador Odría, el Congreso aprobó la Ley N° 12391 que concedió ciudadanía y dio derecho a voto a las mujeres mayores de edad (21 años) y a las casadas mayores de 18 años que supieran leer y escribir. La dictadura odriísta, con fines propagandísticos, consideró que alrededor de un millón de votantes se incorporarían a los padrones para las elecciones de 1956. Pero las mujeres eran mayoritariamente analfabetas, lo que las excluía del voto. Por ello en junio de 1956 solo las mujeres alfabetas participaron por primera vez en la elección de un presidente, en este caso, de Manuel Prado.

Con respecto a este tema derecho se dijo que fue un “regalo” del presidente Odría, quien esperaba hacer ganar a su candidato (el cual no triunfó) contando con el voto femenino y que detrás de esa conquista no hubo ninguna presión ni movilización por parte de las mujeres. Pero, como hemos visto, esto significaría desconocer completamente el aporte de muchas mujeres que desde inicios de siglo lucharon por estas reivindicaciones. Por último, es preciso añadir que luego de la Segunda Guerra Mundial, el sufragio femenino se extendió por el mundo y fue incorporado como derecho en la Carta de las Naciones Unidas. Por último, como vemos a continuación, ya era una conquista ganada en la mayor parte de América Latina; el Perú fue uno de los últimos países en inorporar el sufragio femenino.

CRONOLOGÍA DEL DERECHO AL VOTO FEMENINO EN AMÉRICA LATINA

1924 Ecuador
1932 Brasil
1932 Uruguay
1934 Cuba
1939 El Salvador
1942 República Dominicana
1944 Jamaica
1945 Guatemala
1945 Venezuela
1945 Panamá
1947 Argentina
1949 Costa Rica
1949 Chile
1952 Bolivia
1953 México
1954 Colombia
1955 Perú
1961 Paraguay

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Los cuentos completos de Primo Levi

Si alguien supo poner voz al horror nazi fue Primo Levi, quien desde que salió de Auschwitz fue dejando su testimonio del infierno con una dignidad y hondura como nunca se había hecho, como recuerda Antonio Muñoz Molina. Ahora se publican en España los cuentos completos en un solo volumen con dos inéditos. Publicado por El Aleph Editores, que ya editó el pasado año la Trilogía de Auschwitz, este volumen incluye cinco libros de cuentos publicados de forma dispersa por el escritor italiano de origen judío y autor de Si esto es un hombre, considerada una de las mejores obras del siglo XX.

Primo Levi (Turín 1919-1987) fue un resistente antifascista que no dejó de contar nunca el horror de los campos de concentración, que sintió en carne propia al ser deportado en 1944 a Auschwitz, lugar del que fue uno de los pocos supervivientes y del que dejó escrito para el futuro de la humanidad la experiencia de su supervivencia y sus reflexiones sobre la condición humana. Él repetía que la experiencia de Auschwitz le había convertido en escritor.

Un escritor escindido.- Este libro incluye títulos como Historias naturales (con traducción de Carmen Martín Gaite); Defecto de forma, de 1971, reeditado en 1987 con una carta del autor, y El sistema periódico, publicado en 1975, en el centro del libro, en el que Levi desgrana en veintiún capítulos cada elemento de la tabla química y con cada uno de ellos traza un paralelismo con el hombre.

Y es que Primo Levi fue también químico y profesor. Marco Belpoliti, editor del libro, cuenta en el prólogo que Levi utilizó la figura del centauro, protagonista de uno de sus cuentos más misteriosos, Quaestio de centauris, para hablar de lo que sentía como escisiones: mitad químico mitad escritor, mitad testigo mitad narrador, mitad judío mitad italiano. También se incluye en este volumen Lilit y otros relatos aparecidos en 1981, además de Última Navidad de guerra, volumen de cuentos dispersos y que ahora ha reunido Belpoliti.

Los dos inéditos son El fin de Marinese, que narra el intento de fuga de un soldado de la II Guerrra Mundial que está en un camión militar, y Carne de oso, que narra las conversaciones de unos alpinistas que comentan las expediciones más arriesgadas durante su estancia en un refugio. Relatos breves en los que «la parodia» despista al horror o lo hace más suave, más irónico; mitad realistas, mitad fantásticos. «No, no son historias de ciencia ficción, si por ciencia ficción se entiende “futurismo”, la fantasía futurista barata. Estas historias son más posibles que muchas otras», dice Primo Levi en una entrevista que recoge el prólogo de este ambicioso volumen.

«Todos los cuentos de Levi, incluso los más divertidos, ocurrentes, amables y ligeros, terminan regresando ahí, a la naturaleza dual, al espacio que se extiende entre el sueño y la realidad, espacios que sus palabras habitan de un modo aparentemente sereno, inteligente y siempre problemático. Levi es un escritor profundo que esconde su terrible profundidad en la superficie de las palabras», explica Belpoliti. Por su parte, Bernat Puig Portabella, responsable de El Aleph, recuerda a Efe que Levi «es el autor más importante del siglo XX y de la llamada literatura concentracionaria, una ficción que ahora ha dado novelas como “El niño del pijama de rayas”, edulcorada por la amabilidad y cuyo original y prototipo es Primo Levi» (EFE).

NOTA.- Primo Levi fue un autor de novelas judío de origen italiano, famoso por haber escrito una de las obras autobiográficas sobre su experiencia en el Holocausto nazi, Si esto es un hombre. La vida de Primo Levi acabó a los 68 años de edad. Aparentemente se suicidó tirándose de cabeza por el hueco de la escalera de su casa en Turín, aunque algunos estudiosos y fans ponen en duda que fuera un suicidio, al no dejar el escritor ninguna nota. Pero lo cierto es que en aquél entonces familiares y amigos declararon a la prensa “que se lo temían”. En concreto, su viuda dijo que “Primo estaba cansado de la vida”. Su biógrafa, Carole Angier, siempre ha sostenido que las secuelas de Auschwitz no fueron determinantes para que el escritor se quitara la vida. Muchos se preguntan cómo es posible que un hombre que ha sobrevivido al horror de un campo de exterminio decida terminar con su existencia. La respuesta es una depresión debida a varios factores que le fueron haciendo mella a lo largo de su vida: era una persona débil que no sabía imponerse a los demás, había tenido problemas con su condición sexual desde adolescente y su fama como escritor sólo se debía a una obra, aunque era un buen novelista y se esforzaba para que se lo reconocieran. Además, le enervaba que, habiendo vivido el calvario que vivió en Auschwitz, aún hubiera gente que negara el Holocausto. En la última etapa de su vida, la desesperación y angustia que le producía ver a su anciana madre y sus enfermedades fue lo que probablemente “colmó el vaso” de la desesperación de Levi.
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