Archivo por meses: agosto 2008

La “era del guano”: el Contrato Dreyfus y la crisis económica

En 1868 se inició el gobierno de Balta con la difícil tarea de reorganizar la administración pública y desarrollar materialmente al país. Sin embargo, el problema más delicado era el económico debido al déficit de más de 8 millones de soles que afectaba al presupuesto nacional, principalmente por la disminución de la venta del guano en Europa y los gastos generados por el conflicto con España. Por ello, el gobierno pretendía pedir un préstamo a los consignatarios del guano y cubrir la brecha presupuestaria; por su lado, en el Congreso existían voces por eliminar el sistema de consignaciones.

Fue en ese contexto que Balta llamó al ex-seminarista y periodista de oposición Nicolás de Piérola para asumir el ministerio de Hacienda. Cabe decir que en esos momentos, casi ningún político con aspiraciones en la función pública quería asumir la responsabilidad de tomar decisiones drásticas o impopulares frente a la agobiante crisis económica.

Piérola vio el problema con toda claridad. Los consignatarios nacionales no cumplían sus contratos con el Estado y retrasaban sus pagos debido a la disminución del precio del guano en los mercados europeos. Sucedió que los nuevos abonos químicos le hacían una feroz competencia. Por ello, especulaban con los cargamentos y los almacenaban en los puertos esperando el mejor momento para la venta del fertilizante. De este modo, el Estado no recibía puntualmente sus remesas impidiéndole programar sus gastos.

La solución era fácil pero al mismo tiempo delicada en aplicarse: quitarle el negocio del guano a los consignatarios y discutir nuevas condiciones con quien ofreciera mejores dividendos al país. Finalmente Piérola se inclinó por esto. Por ello, el joven ministro, de apenas 30 años, quien decía no representar a ningún grupo de poder, inició conversaciones con Augusto Dreyfus. Y el momento llegó.

El 5 de julio de 1869 se firmó en París el polémico Contrato Dreyfus por el cual el rico comerciante judío-francés, en representación de la Casa Dreyfus, se comprometía a comprar al Perú 2 millones de toneladas de guano por 73 millones de soles. Dreyfus debía adelantar 2 millones de soles en dos mensualidades al momento de la firma del contrato y asumió el compromiso de entregar cada mes, hasta marzo de 1871, la suma de 700 mil soles. Se encargaba, además, de hacerse cargo de todo el negocio del guano y a cancelar la deuda externa peruana haciendo uso de las ganancias obtenidas por la venta del abono.

Para el Perú era un buen negocio pues ya no debía preocuparse por los incumplimientos de los consignatarios. Además podía equilibrar su presupuesto, programar sus gastos y, como si esto fuera poco, se olvidaba del problema de su deuda con los acreedores ingleses. La reacción de los consignatarios nacionales fue violenta quienes basaban su protesta por ser “hijos del país”. Sus denuncias tuvieron eco en el poder judicial pero el Congreso, luego de encendidos debates, aprobó las condiciones del Contrato Dreyfus.

De este modo, se pensó orientar el dinero enviado por Dreyfus hacia obras productivas, especialmente en la construcción de ferrocarriles que, se pensaban, eran la vía segura al progreso. De esta forma Balta gastó enormes cantidades de dinero en implementar su política ferrocarrilera. Muchas líneas se construyeron, otras quedaron a medio hacer y las demás sólo fueron esbozadas en proyectos. Lo cierto es que al final el dinero de Dreyfus no alcanzó, el estado tuvo que volver a recurrir al crédito externo y afrontar el incontrolable déficit presupuestal.

Cuando Manuel Pardo asumió la presidencia en 1872 estas eran las cifras de la crisis: el presupuesto arrojaba un déficit de casi 9 millones de soles y el guano había reducido un 50% de sus ventas en Europa. En el congreso se desató un intenso debate llegando a culpar al régimen de Balta, y a su ministro Piérola, de ser los culpables directos de la penosa situación. La política ferroviaria había aumentado el monto de la deuda externa a 35 millones de libras esterlinas cuya sola amortización requería de casi 3 millones de libras, una suma equivalente a casi la totalidad del presupuesto.

De otro lado, la deuda interna ascendía a 13 millones de soles. Y como si esto fuera poco, el pago de los préstamos recibidos en 1870 y 1872 (12 millones y 37 millones de libras esterlinas, respectivamente) habían absorbido la totalidad de las mensualidades que Dreyfus quedaba comprometido a remitir al estado en virtud del contrato de 1869. Cebe mencionar que en 1872 el Perú tuvo el dudoso privilegio de tener la deuda externa más grande de Sudamérica en el mercado monetario de Londres.

A diferencia de épocas anteriores, ahora el estado no estaba en capacidad de conseguir más créditos en Londres para financiar sus gastos. Esto se agravó cuando en 1874 Dreyfus anunció que sólo cumpliría sus obligaciones hasta el año siguiente. Por ello, el gobierno de Pardo trató de obtener sin éxito, un sustituto de Dreyfus con la Societé Génerale de París y la Peruvian Guano en 1876.

Ese año se declaró la bancarrota financiera del Perú ante la imposibilidad de conseguir nuevos préstamos y asumir el pago de los anteriores. Esto llevó al civilismo a monopolizar y nacionalizar el salitre de Tarapacá sin ningún resultado positivo. Este sombrío panorama no solo originó la quiebra de los bancos de la época, sino la virtual ruina de la agricultura, la minería y el comercio. La creación de nuevos impuestos y la emisión monetaria no pudieron maquillar una crisis que hacia 1879, año que estalló la guerra con Chile, se volvía cada vez más agobiante.


Augusto Dreyfus

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La “era del guano”: lujo y modernización en Lima

Pocas épocas en el Perú han dado lugar a tanto lujo y ostentación de la elite como en la “era del guano”. Luego del empobrecimiento sufrido tras la independencia, la elite tuvo dinero suficiente para gastar y comportarse como las burguesías europeas. El culto a los artículos importados hizo rico a más de un comerciante que estableció su tienda en las calles del centro de Lima. Sumas enormes de dinero fueron derrochadas por esta elite en una desmedida importación de artículos de lujo. En Chorrillos, el balneario de moda, los nuevos ricos se dedicaban al juego y llevaban un estilo de vida opulento. En Lima se abrieron varios hoteles -como el Maury- y empresas de carruajes.

Hacia 1870, año en que se derrumbaron sus murallas, Lima contaba con poco más de 100 mil habitantes. Comenzaba por el norte con el Convento de los Descalzos y terminaba por el sur en la Portada de Guadalupe, muy cerca de la actual Plaza Grau. En el lugar que ocupaban las murallas se trazaron, a la manera francesa, avenidas en forma de boulevards que rodearon a la ciudad formando un cinturón de calles amplias y arboladas.

Además, se diseñaron parques decorativos con quioscos afrancesados como el Jardín de la Exposición (y su Palacio, hoy Museo de Arte) inaugurados con gran pompa por el presidente Balta en 1872. En efecto, en un área de 192 mil metros cuadrados se diseñaron jardines, arcos triunfales y fuentes; había un conservatorio de plantas, una glorieta turca, un teatro y una enorme figura de Hércules. En los salones del palacio se exhibían momias, sombreros de plumas, hachas, máscaras, la “Estela de Raimondi” y “Los funerales de Atahualpa” del pintor Luis Montero. También se exhibía, como una auténtica atracción, el fabuloso reloj del coronel-inventor Pedro Ruíz Gallo: daba las horas, los minutos y los segundos; señalaba los días, los meses, los años, las cuatro estaciones, las fases de la luna y el curso del sol; y tocaba, dos veces al día, el Himno Nacional.

Pero la influencia francesa no sólo se hacía sentir en el diseño urbano. La moda de París entusiasmaba a las mujeres y desplazaba a la saya y el manto tradicionales. La gente quería vivir nuevos tiempos y los gobernantes querían construir grandes obras públicas imitando el estilo de vida de los grandes centros mundiales. Un famoso baile de disfraces, con vestidos pedidos a Europa, se realizó en setiembre de 1873 en el recién abierto Club de al Unión. Las dos señoras que mayor suma de dinero llevaron en alhajas en aquella oportunidad fueron Rosa Elguera de Laos que vestía de Ana de Austria y Fortunata Nieto de Sancho Dávila, de Duquesa de Parma. Cada una llevó 50 mil y 40 mil soles respectivamente en joyas. Los 10 mil soles de diferencia, de Rosa Elguera, se debieron a una diadema de brillantes vendida por la joyería Raybaud de París.

La elite y los extranjeros de entonces también utilizaba su tiempo libre para hacer deporte. Los ingleses empleados de la Peruvian y la Casa Duncan Fox fundaron el “Lima Cricket and Lawn Tennis” (1865) y, por iniciativa de José Vicente Oyague y Soyer, se fundó el “Club Regatas Lima” (1875). Asimismo, apareció el tranvía remolcado por caballos que cubría la ruta Exposición-Desamparados (1871) y se construyó el Teatro Politeama con capacidad para casi 2 mil personas, que presentó en su función inaugural Il Trovatore de Guiseppe Verdi.


Fotografía de la Plaza de Armas de Lima en la década de 1870

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La “era del guano”: la nueva elite

Para Jorge Basadre, fue en esta época de bonanza en la que que apareció una “plutocracia” del dinero -en su mayoría comerciantes- bien diferenciada de los descendientes de la aristocracia virreinal que, en su mayoría, eran terratenientes. Es decir, que la vieja clase alta debió adaptarse a una sociedad donde el dinero, y no los títulos o los apellidos, empezaba a dominar.

Otros han propuesto hablar de una clase “rentista” (Shane Hunt), es decir, una sociedad conformada por un reducido círculo de familias muy ricas, amantes del lujo, pero sin espíritu empresarial. La riqueza de estas familias, todas consignatarias del guano, se formó sin esfuerzo tecnológico o creativo alguno y manteniendo, por esta razón, una alta tasa de desempleo. Esto se refiere a que al guano era extraído de las islas de Chincha por un puñado de apenas 600 o 700 trabajadores, en su mayoría chinos, con picos y palas, es decir, con una tecnología muy simple, no sofisticada. Y ese puñado de trabajadores extraía un recurso que estaba allí, no había buscarlo en las profundidades o hacerlo crecer. La inversión para extraerlo era mínima, a diferencia de la minería o la agricultura. Y esos pocos trabajadores, con instrumentos rudimentarios, financiaban más de la mitad de los ingresos del estado. Por último, para satisfacer su consumo suntuoso, a esta clase no le hacía falta crear más industrias o puestos de trabajo.

Desde otra perspectiva, se ha mencionado que estos empresarios del guano no pudieron convertirse en una “burguesía nacional” como consecuencia a su vez de la carencia de un mercado interno; así se explicaría el atraso del surgimiento del capitalismo en el Perú (Heraclio Bonilla). Esta nueva élite no creó una “industria nacional” con sus ganancias, se dedicó al mero comercio especulativo y cuando colocó parte de sus capitales en la producción y exportación de caña y algodón, por ejemplo, fue para convertirse en una clase rentista que se benefició contratando una mano de obra asalariada pero no capitalista (como los coolíes chinos quienes trabajaban en condiciones serviles) y para someterse a los precios de un mercado mundial que escapaba a su control. De esta forma, la mayoría de los integrantes de esta élite guanera era muy dependiente del mercado externo y no pudo elaborar un verdadero proyecto de desarrollo nacional.

Lejos de polémicas, lo cierto es que el estado peruano entregó, a través del pago de la deuda interna, parte de los beneficios del guano en manos de empresarios peruanos y así ayudó a formar una clase local de hombres de negocios.
Sin embargo, este grupo beneficiado, y que a partir del segundo gobierno de Castilla tuvo en sus manos el negocio guanero, se dedicó a gastar sus ganancias en pagar la importación de artículos de lujo, y en el caso de empresarios extranjeros invertir sus dividendos en sus países de origen. De esta forma, no surgió una industria nacional pues los nuevos ricos compraban de fuera todo lo que necesitaban. Los artesanos no recibieron beneficio alguno del guano.

Pero esta nueva élite no sólo importó de Europa artículos de lujo, sino también una buena dosis de ideología liberal y un nuevo estilo de vida a imagen y semejanza de las burguesías francesa o inglesa. Es decir, ella misma se modernizó pero no le interesó difundir los nuevos valores al resto de la población. Se reservó para sí la “modernidad” y mantuvo una visión aristocrática de la sociedad. No es difícil concluir, entonces, que la “era del guano” contribuyó a acentuar más la distancia entre la élite y una mayoría que siguió viviendo en un mundo tradicional y arcaico.


Plaza de Armas de Lima a mediados del siglo XIX

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La “era del guano”: los ferrocarriles

La década de 1870 se inició con la incontrolable fiebre de los ferrocarriles. Desde que Manuel Pardo y los redactores de la Revista de Lima reclamaron la construcción de “los caminos de hierro” y así dirigir las rentas del guano hacia obras productivas, se pensó que los ferrocarriles eran la vía segura al desarrollo. Por ello, el presidente Balta gastó enormes cantidades de dinero en implementar una política ferroviaria nacional. Muchas líneas se construyeron, otras quedaron a medio hacer y las demás sólo fueron esbozadas en proyectos. Lo cierto es que, al final, estas obras costosísimas no rindieron los resultados esperados y el país entró en una crisis financiera debido al incremento de la deuda externa y del incontrolable déficit presupuestal.

Balta, Piérola, Dreyfus y Meiggs son cuatro nombres vinculados a esta época de suntuosidad material en la cual se inscribe la política ferrocarrilera. No hubo departamento, provincia o distrito que no reclamara tal o cual obra pública, especialmente ferrocarriles. El plan de Balta respondía a la idea de articular el territorio nacional y los ferrocarriles permitirían no sólo el fomento de la producción sino también la movilización de los mercados internos en su vinculación con el comercio exterior. Decía el presidente que prefería gastar en ferrocarriles lo que otros habían derrochado en guerras civiles o conspiraciones. De este modo el dinero recibido a través del Contrato Dreyfus serviría para convertir “el guano en ferrocarriles”.

El personaje asociado a esta locura fue Henry Meiggs, hombre de gran capacidad, decisión y astucia financiera que llegó al Perú en el momento preciso. A él se le encomendó la construcción de las principales líneas. De este modo, se emplearon centenares de trabajadores chinos, chilenos y peruanos, además del gasto que significó la importación de todos los materiales de construcción que iban desde las durmientes, pasando por las locomotoras, hasta el alcohol que debían consumir los trabajadores en los campamentos de la sierra.

Meiggs fue también dadivoso en determinados momentos. Por ejemplo, obsequió 50 mil soles con motivo del terremoto de 1868; subvencionó iglesias y casa de caridad; sin ser judío, donó el lugar para el cementerio destinado a la colonia judía; en el Callao, regaló el terreno para la aduana y el camal; y ayudó a artistas y escritores. Hábil en establecer contacto con los miembros del gobierno, amasó una gran fortuna que se vino abajo con él al acercarse los últimos años de su vida.

El dinero también faltó. Por ejemplo, la construcción del Ferrocarril Central se detuvo en Chicla hacia 1875 y su destino final hasta La Oroya sólo se pudo completar a principios del siglo XX. Otras líneas que no se culminaron por falta de recursos fueron la que uniría a Juliaca con el Cuzco y la que debió unir la Costa con la Sierra, empezando en Chimbote y llegando a Recuay, pasando por Huaraz. No debemos omitir, de otro lado, el gran lujo desplegado en las ceremonias de inauguración, especialmente cuando se colocó la primera piedra del Ferrocarril Central el 1 de enero de 1870.

De igual modo, se iniciaron los trabajos de construcción del llamado Ferrocarril del Sur para unir Puno con Arequipa, continuación del recién inaugurado ferrocarril Arequipa-Mollendo. También los de Pisco-Ica, inaugurado en 1871; Ilo-Moquegua, que comenzó a servir en 1872; Etén-Ferreñafe, construído por una hacienda azucarera; Chiclayo-Pátapo, Salaverry-Trujillo, Salaverry-Chicama, Iquique-Noria y Juliaca-Cusco. Otros ferrocarriles menores también se planearon: Paita-Piura, Pimentel-Chiclayo, Chancay-Huacho y Cerro Azul-Cañete.

De acuerdo a algunas cifras, el valor de los contratos realizados por el Estado para los ferrocarriles más importantes fue de 140 millones de soles, suma que ocasionó múltiples polémicas por tamaño gasto. A Dreyfus, que debía entregar al Estrado 73 millones de soles por concepto del contrato, se le pidieron adelantos y, cuando estos no eran suficientes, se recurrió al crédito externo. Esta descontrolada inversión fue el origen de la descomunal catástrofe financiera.

Sin embargo, a pesar de esta histórica inversión, la pregunta que cae por su propio peso es ¿fueron los ferrocarriles beneficiosos al país en la década de 1870? La respuesta es no. Los ferrocarriles no unieron al Perú de Norte a Sur como lo habían hecho los caminos incaicos. Solo fueron líneas que unieron haciendas y minas con diversos puertos y, de este modo, privilegiaron el sector externo antes de articular el país creando un sólido mercado interno, tal como lo había hecho, por ejemplo, Inglaterra por esos años. Como vimos, muchos de ellos no se culminaron por falta de dinero y otros quedaron destruidos durante la invasión chilena.


Llegada del primer ferrocarril a Arequipa (1871)

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La “era del guano”: la inmigración china

Durante el primer gobierno de Castilla, al amparo de una ley que promovía la inmigración, los trabajadores chinos fueron reemplazando a los esclavos negros en las haciendas de la costa. Los beneficios del trabajo de los coolíes lo percibieron de inmediato los terratenientes. Con el conocimiento ancestral que tenían del trabajo agrícola y con su esfuerzo físico permitieron el notable incremento en la producción de caña y algodón. El dinero del guano invertido y los altos precios de estos productos en el mercado externo, fueron parte confluyente que permitió la modernización y el enriquecimiento de muchos terratenientes de la costa.

Por ello, a pesar de las prohibiciones legales, como en 1853, y de las protestas internacionales, la llegada de los coolíes al Perú fue continua y creciente. Y en este interés no sólo estaban los hacendados sino también los contratistas que vieron en el tráfico de peones chinos un negocio muy lucrativo. De este modo, entre 1849 y 1874, llegaron alrededor de 87 mil coolíes a nuestro país.

Lo censurable es que el trabajo de los chinos se realizó en condiciones de semi-esclavitud por las duras condiciones de trabajo que debían soportar en las haciendas. Los malos tratos se iniciaban en el viaje desde la colonia portuguesa de Macao, en la China, hasta su llegada al Callao. En esa infernal travesía, que demoraba unos 120 días, los coolíes eran transportados en embarcaciones que no reunían las condiciones adecuadas de higiene; además de encontrarse hacinados, muchos morían o se suicidaban. Se calcula que fueron unos 10 mil los que perecieron durante el viaje.

La penuria continuaba en el Perú. El trato de los hacendados y sus capataces fue la continuación del trato a los esclavos negros. El uso de cadenas, cepos, látigos, cárceles, el torturante celibato, la exigencia opresiva del cumplimiento de la tarea o del horario, y el diario encierro nocturno en los galpones, fue algo cotidiano. Sin embargo, como en tantas épocas en el pasado, los chinos también crearon sus propios caminos de resistencia y rebelión ante un sistema injusto. Algunas fueron acciones individuales, otras colectivas pero casi nunca masivas. Con los chinos vuelven el cimarronaje o fuga, los tumultos, las rebeliones y los asesinatos. También aparece el suicidio como forma de protesta. Muchos terminaron por quitarse la vida, aunque otros murieron por desgaste físico, la mala alimentación o por el efecto de alguna epidemia o enfermedad.


Peón chino en una hacienda de caña; nótese el cepo en los pies

Mencionamos que fue un sistema de semi-esclavitud porque de por medio existía un contrato de trabajo entre el hacendado y los peones chinos. El trabajador no era propiedad de un patrón al que podía dejar al momento de finalizar su tiempo obligatorio precisado en su contrato, generalmente de 8 años, y si le era conveniente aceptaba de manera voluntaria volver a contratarse con el mismo hacendado. Pero había un nivel, el contractual, y otro el de la realidad. Los coolíes debieron trabajar por 8 años para sus patrones por el pago de 1 peso semanal. Diariamente se les debía repartir poco más de medio kilo de arroz y una cantidad de carne o pescado (de cuando en cuando recibían un camote o un choclo para aderezar el arroz), y cada año se les daba una frazada y dos trajes. Casi nunca se respetaba el descanso dominical.

También era común encontrar en las grandes haciendas del norte un tambo o bodega donde los coolíes, si tenían los medios o las ganas, podían comprar tocino, té, pan o pescado para mejorar su pobre ración. Del mismo modo, podía encontrar el tradicional opio, traído por comerciantes ingleses, y fumarlo como pasatiempo o para “escapar” por un momento de su triste situación.

Cuando finalizaban su contrato fueron pocos los que volvieron a trabajar en las haciendas, y si lo hacían era en condiciones diferentes, como peones libres o asalariados. Otros, con el poco dinero ahorrado, se dedicaron al pequeño comercio dentro o fuera de las haciendas. Muchos de estos abrieron su bodega para venderles opio y otros artículos a los mismos coolíes.

Los que no escogían este camino se fueron asentando en los pueblos de la costa integrándose poco a poco, y no sin grandes problemas de adaptación y rechazo por el racismo existente contra ellos, a la vida de los peruanos. Por fin algunos pudieron formar familias pero sin abandonar sus valores tradicionales. Incluso dentro de las haciendas los coolíes recrearon sus costumbres ancestrales. Los hacendados no reprimieron esto y los dejaron continuar con su religión, celebrar sus fiestas (como el Año Nuevo chino) y fumar opio.

Otras de las tareas que debieron cumplir los coolíes fue la extracción del guano en las islas de Chincha. Un informe de 1853 señalaba que había 600 coolíes laborando. A cada uno se le asignaba una cuota de 4 toneladas diarias de guano para entregar al borde de las escolleras, y por esa cantidad recibían 3 reales diarios (8 reales eran 1 peso) ; de este jornal se les retenía 2 reales para su ración de comida. El mismo informe describe los azotes que se daban con frecuencia a los coolíes y reconoce que no pasaba día sin que se produjera un intento de suicidio: se arrojaban de los acantilados en la creencia, según alguna mitología de la época, de que resucitarían en su propio país. Con el paso de los años fue aumentando el número de coolíes en las islas llegando a casi 800 a finales de los años 60. Pero a pesar de la dureza del trabajo, los chinos también lograron ganar espacio para recrear sus tradiciones. Ya a mediados de los años 50 habían logrado implementar un teatro en las islas de Chincha en el cual hacían sus presentaciones en sus días festivos. Acaso la misma gravedad de su sufrimiento alimentó esas formas de evasión festiva.


Campamento de trabajadores chinos en las islas de Chincha

Hacia finales de la década de 1860 la inmigración china afrontó algunos problemas serios a nivel internacional. En 1869 hubo abiertas quejas del exterior y los informes daban suficiente evidencia de que se trataba de una forma velada de esclavitud. Aunque se abrió una polémica periodística en Estados Unidos el gobierno chino no protestó pues consideraba a los emigrantes como “apátridas”. También Inglaterra repudiaba el negocio chinero. En ese contexto el Perú intentó buscar contactos diplomáticos con China para explicar su posición.

Pero el escándalo llegó cuando en 1872 la embarcación nacional “María Luz”, que traía coolíes desde Macao, fue retenida cuando hacía escala en el puerto japonés de Yokohama. Todo se desató cuando un chino escapó de la nave y se refugió en un buque británico denunciando los malos tratos de que eran objeto los pasajeros del “María Luz”. Las autoridades japonesas embargaron el buque, su tripulación y su carga humana. Este hecho, de gran repercusión internacional, obligó al Perú a modificar sus leyes de inmigración y enviar una misión diplomática a China encabezada por el capitán Aurelio García y García. Los últimos coolíes llegaron en 1874.


Contrato de trabajo

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La “era del guano”: la abolición de la esclavitud y del tributo

Las medidas populistas de Castilla al exonerar del tributo a los indios y liquidar la esclavitud negra tuvieron sus repercusiones en los gastos del Estado. La manumisión de casi 26 mil esclavos en 1854, por ejemplo, se hizo mediante el pago de 300 pesos por cada esclavo liberto a sus propietarios. El costo de esta medida fue de casi 8 millones de pesos y su financiamiento pudo ser posible gracias al dinero generado por el guano.

No es difícil sospechar que algunos propietarios declararon tener más esclavos que los que realmente tenían y así recibir mayor cantidad de dinero. Lo importante es señalar que esta medida puso en manos de la clase alta una suma importante de dinero para ser reinvertido en la agricultura. Parte del mismo se utilizó en contratar la llegada de trabajadores chinos bajo un sistema de esclavitud disfrazada.

En este sentido, es importante decir que el proceso de manumisión en el Perú fue lento y parcial. En 1821, San Martín declaró libres a todos los hijos de esclavas nacidos desde el 28 de julio y a los mayores que se enrolaran en el ejército. Los propietarios agrícolas protestaron y todo quedó en nada. Pero con los años llegó un momento en que los agricultores vieron que un esclavo era caro de mantener, rendía poco y que la mano de obra resultaría más barata convirtiendo a los esclavos en peones “libres”, obligados a trabajar en la hacienda a cambio de alquilarles, en duras condiciones, una pequeña parcela de tierra. Así nacieron las llamadas “chacras de esclavos”. De otro lado, en Lima, el 60% de los esclavos vivía en el área urbana dedicándose al servicio doméstico y no a tareas rurales.

El número de esclavos negros iba decreciendo con los años y el precio de cada uno también decrecía, evidenciándose una desintegración del régimen esclavista previo a 1854, año de la manumisión. Cuando Ramón Castilla decretó en Huancayo la histórica medida, el número de esclavos en el Perú era de casi 26 mil, cifra que representaba apenas el 1.3% del total de la población.


Caricatura de Castilla referente a la abolición del tributo y la esclavitud

Por su lado, la eliminación del tributo indígena era una medida fácil, ya que para 1850 este rubro representaba menos de 900 mil pesos al año debido al empobrecimiento creciente de la población andina. Introducido desde el siglo XVI, el tributo indígena fue suprimido por San Martín en 1821 para ser finalmente repuesto en 1826 como una forma de atenuar la penuria financiera del Estado peruano. En 1830, el ministro de Hacienda, José María de Pando, opinaba que la experiencia de los siglos había demostrado que la “contribución” indígena había sido fijada con prudencia y perspicacia, y puesto que ella estaba tan arraigada por la costumbre, toda innovación sería peligrosa. De esta manera tan directa, el viejo tributo colonial quedaba legitimado para los nuevos gobernantes.

Durante al revolución liberal de 1854 llegó la hora de abolir el tributo indígena. Deseoso de ampliar su apoyo popular en contra de Echenique, Castilla canceló definitivamente el impuesto que pesaba sobre el conjunto de la población indígena. Para la economía peruana, esta medida contribuyó a reducir la producción agrícola con la consiguiente inflación de precios. La razón es que los indios debían generar excedente agrícola y comercializarlo para conseguir dinero y pagar el tributo. Ahora, desaparecido el tributo, ese excedente y su comercialización perdían sentido y las familias campesinas regresaban a una economía casi autosuficiente.

Pero esto no fue todo. Mientras funcionó el tributo muchos terratenientes o gamonales andinos se beneficiaban del trabajo de los indios y en reciprocidad les pagaban la “contribución”. Ahora, al suprimirse el tributo, a la clase propietaria no le quedó otra alternativa que apropiarse de las tierras de las familias indígenas como una forma de seguir controlando su fuerza de trabajo. Como vemos, en lugar de beneficiar esta medida a los indios contribuyó a acentuar su desprotección. Por lo menos durante el virreinato había una legislación especial que velaba por sus tierras comunales que no podían ser usurpadas por criollos o mestizos.


Fotografía de esclavo o ex esclavo negro en Lima

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La “era del guano”: la consolidación de la deuda interna

El 16 de marzo de 1850, el régimen de Ramón Castilla aprobó la ley de “consolidación” de la deuda interna, que consistió en el pago de las deudas acumuladas por el Estado desde las guerras de independencia, incluyendo los años del caudillismo militar, en favor de los acreedores nacionales. La medida reconocía como créditos contra el Estado todos los préstamos otorgados voluntariamente o no, en especies o en dinero, efectuados por cualquier autoridad a personas o familias desde 1820. La operación significaba el final de tanto tiempo de frustración en reclamar dinero a un Estado prácticamente sin tesoro hasta la década de 1840.

Ahora quedaban dos posibilidades: pagar a la más amplia variedad de acreedores, incluso buscando favorecer directamente a quienes tenían menos recursos, o pagar a una minoría valiéndose de los mecanismos políticos. Lamentablemente, se buscó la segunda y comenzaron a formarse rápidamente verdaderas fortunas a costa del erario público. En suma, el pago de la deuda interna pudo ser el instrumento para incrementar la circulación monetaria y para democratizar el crédito; hubiera permitido, por otro lado, que algunos personajes accedieran a la clase alta o que, cuando menos, se ampliaran los sectores medios.

El escándalo empezó a desatarse cuando, al finalizar el primer mandato de Castilla en 1851, la deuda consolidada alcanzaba los 5 millones de pesos. Según el propio Castilla, el monto total de la deuda no podía sobrepasar los 6 o 7 millones de pesos. Pero el siguiente gobierno, el del general Echenique, reconoció más de 23 millones de pesos en vales. Una comisión investigadora señaló, en 1853, que los créditos reconocidos por el gobierno de Echenique llegaban a más de 19 millones de pesos en bonos, de los cuales 12 millones eran fraudulentos. Precisamente uno de los efectos sociales de estos malos manejos fue el alzamiento popular de 1854 liderado por Castilla para derrocar a Echenique.

Lo interesante es que ha quedado una gran variedad de documentos que revelan la profunda crisis moral de la administración pública y la gran “imaginación” de los beneficiados para, por ejemplo, alterar el monto inicial de su deuda falsificando firmas y documentos. Incluso se llegó a tal grado de abusos que se falsificaron las firmas de San Martín y Bolívar para cobrar supuestos préstamos levantados entre 1821 y 1826.

Si se revisa la lista de los “consolidados” se advierte que fueron los grandes comerciantes los que presionaron exitosamente para el pago de sus vales. Estrictamente, el 60% de los consolidados eran comerciantes y el 36% funcionarios públicos entre civiles y militares. Fue una minoría que no excedió las 50 personas y entre ellas no figuraban precisamente gente de escasos recursos.

También se ve con facilidad que detrás de todo esto se jugaban intereses de personas vinculadas por relaciones de clientelaje con los gobiernos de la época. Esto lo demuestra el caso de la revolución de Castilla en 1854: al parecer el Mariscal se sublevó contra Echenique por los manejos turbios de la consolidación, pero una vez en el poder efectuó procedimientos similares con las personas que lo apoyaron. De este modo, la efigie de Castilla, tantas veces glorificada, queda un tanto devaluada.

De otro lado ¿qué hicieron estos personajes con el dinero recibido? Unos lo invirtieron en agricultura; otros presionaron al Estado para beneficiarse con el negocio de guano convirtiéndose en consignatarios nacionales, reclamando su condición de “hijos del país”; y los demás lo derrocharon, sin invertir en industria, imitando el estilo de vida de la burguesía europea.

En síntesis, el pago de la deuda interna no contribuyó a impulsar el capitalismo o la modernización del país, sino, por el contrario, acentuó la desigualdad económica y social. Aún más: produjo una peligrosa ruptura entre el Estado y sus ciudadanos. En efecto, los sectores medios y populares no se limitaron a espectar pasivamente el “festín” de los bonos. En su contra se escribieron libros y apareció toda una literatura contestataria, muy agresiva, con ciertas analogías a las revoluciones europeas de 1848. Hubo alzamientos de Lima y Arequipa. Un ejemplo claro fue la comedia de Manuel A. Segura llamada El Resignado, en la que se recuerda el saqueo de una residencia limeña a los gritos de “¡Mueran los consolidados! ¡Viva la libertad!”


Caricatura de Domingo Elías, hacendado y empresario iqueño, uno de los personajes que más se benefició del “castillismo”. No solo fue uno de los principales “consolidados” sino que recibió, como lo demuestra el grabado, el negocio del carguío del guano en las islas de Chincha y la concesión del muelle de Pisco.

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La “era del guano”: los acontecimientos

En 1945 Ramón Castilla llegó a la presidencia inaugurando el primer momento de estabilidad política y administrativa que gozó el Perú en su vida republicana. Gobernó por dos períodos, de 1845 a 1851 y de 1855 a 1862; el paréntesis de 1851 a 1854 corresponde al general José Rufino Echenique, puesto por el propio Castilla en el gobierno. Castilla era un militar mestizo y más cercano al pueblo que la elite tradicional. Estaba muy por encima de los debates ideológicos. Era un político hábil con una concepción pragmática de las necesidades del país. Asimismo, puso en práctica un régimen autoritario y defensor del orden, aunque también dispuesto a permitir elecciones y cierta fiscalización del Congreso.


Ramón Castilla y Marquesado

Pero sus gobiernos no fueron netamente represivos. Estimularon el primer programa de obras públicas que gozó el Perú e incluso se invirtió en educación. Esto se debió a que desde 1845 el país comenzó a experimentar el auge del guano. El clima templado y la ausencia de lluvias en el litoral hicieron posible que el excremento depositado durante siglos por las aves marinas quedara acumulado en los diversos islotes de la costa, especialmente en las islas de Chincha. Los europeos conocieron sus virtudes como fertilizante de la tierra y el guano se convirtió en la base de nuestra economía hasta 1879.

El problema fue que la “industria” local careció en un inicio de los medios necesarios para explotarlo. El capital, empresariado y mano de obra vinieron del extranjero, pero la propiedad del guano, como recurso natural, quedó en manos del Estado, que podía recibir ingresos directos derivados de su venta y exportación. Castilla se benefició de este dinero y tejió toda una red de poder que le permitió convertirse en uno de los políticos más exitosos del siglo XIX.

Durante su primer gobierno, Castilla invirtió en defensa nacional en previsión al avance chileno en el Pacífico, estableció el primer presupuesto, inició el pago o “consolidación” de la deuda interna, regularizó la deuda externa, puso en práctica el sistema de las consignaciones para el negocio guanero y permitió la llegada de peones chinos para laborar en las plantaciones de la costa y extraer el guano en las islas de Chincha. Por último, inauguró el ferrocarril Lima-Callao, obra emblemática del “castillismo”.

Al término de su gobierno, puso en el poder a Echenique, quien logró la libre navegación por el Amazonas al firmar un tratado y una convención fluvial con el Brasil; su gobierno, sin embargo, cayó en desgracia cuando se descubrió todo un sistema de corrupción en el pago de la deuda interna. Liderando un revolución liberal en 1854, el propio Castilla derrocó a Echenique y se instaló nuevamente en el poder. Durante su movimiento, el hábil caudillo dictó un par de medidas populistas para aumentar su prestigio entre las masas: suprimió el tributo indígena y liquidó la esclavitud de los negros.

Instalado por segunda vez en el poder, Castilla le dio el negocio del guano a los peruanos “consolidados”. Ahora, convertidos en “consignatarios nacionales”, con el suficiente capital, pudieron reemplazar a los empresarios extranjeros en la venta del abono en Europa y obtuvieron enormes ganancias. De esta forma, Castilla quiso utilizar parte del dinero generado por el guano en formar una clase local con vocación empresarial.

Al mismo tiempo, Castilla se rodeó primero de liberales y luego de conservadores. Entre estos últimos estuvo el sacerdote Bartolomé Herrera, rector del Convictorio de San Carlos y acérrimo defensor del gobierno de las élites ilustradas. Herrera, una suerte de ideólogo del castillismo, hizo abolir la constitución liberal de 1856 por una moderada en 1860.

Ahora Castilla, un poco más politizado que en 1845, impulsó una corriente de solidaridad continental enviando ayuda económica, por ejemplo, a los mexicanos afectados por una invasión francesa. Asimismo, enfrentó con éxito al Ecuador en una guerra al firmarse el tratado de Mapasingue que ponía fin a una ilegal entrega de territorios peruanos que los vecinos del norte habían hecho a sus acreedores británicos. De otro lado, creó el departamento de Loreto, promovió la exploración y colonización de la amazonía, e inauguró una serie de obras públicas para modernizar Lima y otras ciudades del interior.

Luego de dos gobiernos aparentemente fructíferos, Castilla dejó el poder en 1862 y puso en el gobierno a Miguel de San Román quien tuvo un breve mandato pues falleció en 1863. Pero en esos meses, San Román puso en circulación una nueva moneda: el Sol en reemplazo del peso colonial. El vicepresidente Juan Antonio Pezet, también militar, asumió el poder hasta 1865. Con él se inició un absurdo conflicto con España.


El presidente San Román en su lecho de muerte

Los españoles reclamaban el pago de la “deuda de la independencia” y pretendían embargar el guano peruano para satisfacer sus requerimientos. Una expedición científica, encabezada por Luis Hernández Pinzón, tomó las islas de Chincha, agudizándose la crisis. La guerra era inminente con la llegada de una flota de guerra dirigida por Manuel Pareja. Pezet entendió que el Perú no estaba preparado para una guerra y firmó un polémico tratado con los españoles, el Vivanco-Pareja. En él su gobierno reconocía la “deuda de la independencia” y se comprometía a cubrir los gastos de la flota invasora. La opinión pública se indignó con la noticia y una serie de revueltas se desataron contra Pezet. El coronel Mariano I. Prado capitalizó el descontento y derrocó a Pezet instalando una dictadura. Inmediatamente declaró la guerra a España y formó una alianza militar con Chile, Bolivia y Ecuador. Afortunadamente, los aliados consiguieron la victoria en 1866 en los combates de Abtao (7 de febrero) y el Callao (2 de mayo). A la flota española no le quedó más remedio que retirarse a la Península.


Tropas españolas en las islas de Chincha

La dictadura de Prado culminó en 1868 con el golpe de estado del coronel José Balta. Pero Balta encontró un país en crisis: el precio del guano había bajado en Europa, los consignatarios del guano incumplían sus contratos y la guerra con España había ocasionado enormes gastos. El presupuesto tenía un enorme déficit. Estando así las cosas, Balta llamó al ministerio de Hacienda a Nicolás de Piérola. Este hizo firmar el célebre Contrato Dreyfus que despojó a los consignatarios nacionales del negocio guanero otorgándole a la casa Dreyfus de París el monopolio de su venta en Europa. Por la firma del contrato, el Perú recibió una fuerte suma de dinero para invertirla en obras públicas.

Balta y sus asesores entendieron que el dinero de Dreyfus debía ser invertido en la construcción de ferrocarriles a nivel nacional. El encargado de diseñar y construir los “caminos de hierro” fue el empresario norteamericano Henry Meiggs. Excediendo las posibilidades económicas del país, y recurriendo a más crédito externo, Balta quiso imitar los tiempos de Castilla e impulsó otra fiebre modernizadora: aparte de los ferrocarriles, emprendió básicamente obras de desarrollo urbano.

Lima fue la ciudad que más se benefició. Se construyó el hospital Dos de Mayo y el puente Balta sobre el río Rímac; las antiguas murallas coloniales fueron derribadas para permitir la expansión de la capital; se inauguraron el Palacio de la Exposición (hoy Museo de Arte) y el Jardín de la Exposición (hoy Parque de la Exposición). La idea era que Lima debía imitar el modelo de desarrollo de las ciudades europeas, especialmente a París.

Al final de su gobierno, Balta convocó elecciones y el principal candidato fue Manuel Pardo, quien había fundado el Partido Civil. Este partido, el primero de nuestra historia republicana, pregonaba el gobierno de los civiles, la modernización del estado y el impulso a la educación. Las elecciones se celebraron en 1872 y el triunfo le sonrió a los civiles. Pero el sector más conservador del ejército no aceptó el triunfo ni la prédica antimilitarista de los civiles y se rebelaron. Los hermanos Gutiérrez encabezaron el levantamiento y secuestraron al presidente exigiéndole la anulación de las elecciones. Balta no aceptó y fue asesinado por los rebeldes. Esto enardeció al pueblo limeño que se levantó y ejecutó en la Plaza de Armas a los Gutiérrez.


Grabado de la ejecución de los hermanos Gutiérrez

Superada la crisis, Pardo asumió el gobierno de 1872 a 1876. Sin embargo, los civilistas no pudieron aplicar su proyecto debido a la situación de bancarrota en la que se encontraba el país. Las obras públicas de Balta habían elevado irresponsablemente la deuda externa. La imposibilidad de pagarla hizo que se cerrara para el Perú el crédito internacional. En una medida extrema Pardo nacionalizó el salitre, otro fertilizante, para reemplazar al guano. Además, logró crear algunas escuelas técnicas y firmó el tratado de alianza secreta con Bolivia que, como sabemos, fue el pretexto que presentó Chile para declararle la guerra al Perú y a Bolivia en 1879.

En 1876, mediante elecciones, asumió por segunda vez la presidencia Mariano I. Prado. La crisis económica se había profundizado por lo que su gobierno no pudo realizar obra pública alguna. Como si esto fuera poco, Manuel Pardo, que ahora se desempeñaba como presidente del senado, fue asesinado. Se trató de un complot militar, largamente madurado, donde prevaleció el odio a un estadista civil que podía retornar a la presidencia en cualquier momento. En medio de este cuadro sombrío el Perú ingresaba, en 1879, a la guerra del Pacífico. El conflicto completó la destrucción iniciada por la crisis económica de la década de 1870.
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La “era del guano”: las islas de Chincha

Las islas de Chincha forman un archipiélago compuesto por tres islas guaneras y numerosos islotes al sur de Lima. Su ubicación exacta es 13 grados 38.3 minutos Latitud Sur y 76 grados 24.0 minutos Longitud Oeste, a 11 millas al noroeste del puerto de Pisco. Estas islas forman, en cierta manera, una defensa natural, por ese lado del mar, a la bahía de Paracas. A cada una se les conoce con los siguientes nombres: del Norte, del Centro y del Sur, de acuerdo al lugar que ocupan en la línea que forman.

Sus nombres en quechua serían, según algunos documentos coloniales, Urpayguachaca, Quillayraca y Churuyoc. Según María Rowstowroski, los antiguos peruanos tenían una mágica devoción por las islas guaneras, las cuales eran utilizadas como cementerios para sepultar los cuerpos de personajes notables y doncellas de la nobleza. Se han encontrado, por ejemplo, objetos de arte Mochica en estas islas, a cientos de kilómetros al sur de lo que fue el centro del territorio Mochica-Chimú.

Las islas tienen un color blanquecino debido a la gran cantidad de guano que depositan las aves marinas que habitan en su superficie. Sus acantilados son rocosos, con grandes cuevas erosionadas por el mar, a lo largo de su contorno, y se caracteriza por sus numerosos roqueríos, algunos de ellos sumergidos y otros a flor de agua. Históricamente, son las más productivas porque están muy densamente pobladas por guanayes, y, en menor número, por alcatraces y piqueros.

En 1853 existieron, tan solo en Chincha Norte, alrededor de 4 millones de toneladas de guano con acumulaciones de hasta 30 metros de altura. El guano de las Chincha es, además, el más rico pues alcanza, con frecuencia, contenidos de 15% y hasta 16% de nitrógeno. Esto se debe a que las condicione meteorológicas favorecen el rápido desecamiento del guano y así no pierde el nitrógeno.

Según los hallazgos arqueológicos, los primeros seres humanos que explotaron el guano de las islas de Chincha fueron los agricultores de los pueblos Nazca y Mochica durante el Primer Intermedio (o Intermedio Temprano), entre los siglos I y V de nuestra era. Algunos restos de varias culturas sucesivas (Chincha y Chimú, por ejemplo) encontrados en las islas, y la ausencia de objetos procedentes de otras culturas, indican que no en todas las épocas y no todos los pueblos conocieron o usaron el guano como fertilizante. Luego, durante la época inca, se conocieron las bondades del guano como lo demuestra el hecho de estar prohibido visitar las islas en tiempos del celo de las aves. Cronistas como Pedro Cieza de León, José de Acosta y Agustín de Zárate dan cuenta que durante el Tawantinsuyo, las islas guaneras estaban divididas entre las diversos valles y cada uno de ellos recogía el abono del islote o la parte del islote que le correspondía, para distribuirlo después entre sus agricultores. Cabe suponer, entonces, que el guano de las Chincha alimentaba a los sembríos de la costa central del Perú actual.

Luego de la conquista, se siguió sacando y empleando guano; sin embargo, nunca se pensó en su exportación. Su uso era doméstico y la explotación se hacía en pequeña escala, y quizá no hubiera más de 12 embarcaciones pequeñas que visitaran por año las islas de Chincha en los siglos XVII y XVII. Incluso, los viajeros del siglo XVIII decían que, en los valles de Ica, el abono, por ser tan fuerte en nitratos, debía ser mezclado con arena para no “quemar” las plantas. En la década de 1820, se vendían, dentro del país, por lo menos 1.700 toneladas anuales.

Hasta el siglo XIX, en ningún momento se pensó que el guano podía exportarse hasta que Alexander von Humboldt envió muestras del estiércol a los laboratorios alemanes (1802). También llegaron muestras a Estados Unidos (1824) y Francia (1832). Luego, en 1840, Justus von Liebig, padre de la química agrícola, reconoció el alto valor del guano como fertilizante al comprobar su gran contenido en nitratos y fosfatos; otro químico, el francés Alejandro Cochet, encontró que el guano contenía amoniaco, ácido úrico y subcarbonato de sodio. El británico Thomas Way, consultor de la Real Sociedad de Agricultura de Londres, lo recomendó como abono y calculó su precio en 32 libras por tonelada.

De esta manera, Europa se interesó por su compra y el guano de las islas fue reemplazando, lentamente, al estiércol del ganado o de los caballos que era utilizado desde la Edad Media como abono. En 1841, el buque “Bonanza” envió el primer cargamento a Inglaterra, y poco después fue necesario despachar 22 barcos más no solo a Inglaterra sino también a Francia, Alemania y Bélgica con más de 6 toneladas de registro. Hasta 1849, el precio del guano en el mercado de Londres osciló entre 25 y 28 libras por tonelada. A partir de 1850, el precio promedio fue de 18 libras hasta producirse su descenso durante la década de 1860 cuando entró al mercado el fertilizante químico (artificial). Inicialmente, el guano se extraía de las islas de Chincha en forma gratuita; disposiciones legales de 1830 así lo establecían. Pero cuando hacia 1840 el estado se dio cuenta de lo rentable que era para su exportación, tomó posesión del recurso y reglamentó su extracción.


Fotografía de las islas de Chincha en el siglo XIX (colección Cisneros Sánchez)

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La “era del guano”: introducción

Desde 1845, con la llegada de Ramón Castilla al poder, el Perú inició un período de relativa paz política debido a que ahora los gobiernos gozaron de un ingreso económico inesperado: el guano. La exportación de este excelente fertilizante se hizo posible porque Norteamérica y Europa sufrían las consecuencias de una explosión demográfica en pleno siglo de la Revolución Industrial.

Hasta el estallido de la Guerra con Chile en 1879, el Perú exportó entre 11 y 12 millones de toneladas de guano que generaron una ganancia de 750 millones de pesos. De ellos el estado recibió como propietario del recurso el 60%, es decir, una suma considerable para convertirse a través de inversiones productivas en el principal agente del desarrollo nacional.

Si medimos la importancia del guano en la economía nacional podríamos decir que cuando Castilla hizo el primer presupuesto para el bienio 1846-1847, la venta del fertilizante representaba el 5% de los ingresos totales; años más tarde, entre 1869 y 1875, el guano generaba el 80% del presupuesto nacional. Con esta relativa bonanza se podía recuperar el crédito externo e implementar una política de obras públicas para modernizar al país.

El resultado, sin embargo, no fue tan alentador. El dinero generado por el guano fue gastado en rubros casi improductivos: crecimiento de la burocracia, campañas militares, abolición del tributo indígena y de la esclavitud, pago de la deuda interna y saneamiento de la deuda externa. Solo la construcción de los ferrocarriles y algunas inversiones en la agricultura costeña escaparon a este desperdicio financiero.

Hacia 1870, las reservas del guano se habían agotado y el Perú no estaba preparado para este colapso, cargado como estaba con la deuda externa más grande de América Latina en el mercado de Londres. Fue entonces que el país volvió a pasar de millonario a mendigo, sin nada que demostrar en términos de un progreso económico. El Perú no había podido convertirse en un país moderno con instituciones civiles sólidas.

La razón de este fracaso ha sido explicada por la falta de una clase dirigente peruana. Tanto los militares como los civiles surgidos bajo esta bonanza no pudieron trazar un proyecto nacional coherente. Dirigieron su mirada hacia el extranjero, apostaron por el libre comercio y compraron todo lo que venía de Europa arruinando la escasa industria nativa. Se convirtieron en un grupo rentista sin vocación por la industria. En especial los civiles no habrían podido convertirse en una “burguesía nacional” decidida, progresista o dirigente. Aunque, es preciso decirlo, hubo al interior de esta élite gente que, como Manuel Pardo, imaginaron un desarrollo alternativo para el país. El resto del país, esto es, los grupos populares, vivieron al margen de esta “prosperidad falaz” continuando en un mundo arcaico, especialmente la población andina. En 1879, quebrado y dividido, el Perú tenía pocas posibilidades de salir airoso en la Guerra del Pacífico.


Islas de Chincha en el siglo XIX, principal yacimiento guanero

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