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Y VOLAR, VOLAR… TAN LEJOS

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Posiblemente, a los 5 años abordé por primera vez un avión. No recuerdo si en el antiguo aeropuerto «Chachani», luego rebautizado como aeropuerto «Arequipa», o en el actual «Alfredo Rodríguez Ballón», pero de hecho fue en algunas de las veces que acompañaba a mi madre a Lima con frecuencia a inicios de los ochenta. Los recuerdos más remotos de mi infancia me llevan al pequeño aeropuerto de Arequipa al que íbamos a recibir o a despedir a mi madre o a los familiares de Lima. Era toda una experiencia para mí, la mayoría de veces muy grata, otras no tanto, como cuando una familia completa que vivía en mi barrio falleció en un accidente de avioneta. Uno de los niños estudiaba conmigo en el jardín.

Luego de la inauguración del «Alfredo Rodríguez Ballón» —nombrado así en homenaje al joven piloto arequipeño que realizara la hazaña de cruzar los andes desde Mendoza hasta Santiago y después hasta Lima en el biplano «Spartan»— mi fascinación aumentó. El aeropuerto me parecía un lugar absolutamente distinto a cualquier otro de la ciudad por su elegancia y amplitud, por la gran cantidad de gente congregada que contrastaba con la soledad instantánea luego de su abordaje. Gustaba jugar con la secadora automática de los baños; era tan pequeño que apretaba el botón para que el aire caliente golpeara mi rostro mojado. Me encantaba corretear por la terraza que me parecía inmensa, interminable, enorme como una pradera. La llegada de los aviones y la gente agolpándose en la baranda frontal pese al ensordecedor ruido de las turbinas era el clímax de la tensa espera.

En el verano de 1987, viajamos con mi madre a Argentina y Chile. Por aquellos años, Lan Chile no operaba en el Perú, así que vimos por conveniente partir desde Arica hasta Santiago. El vuelo duraba casi 4 horas. Hizo escala en Antofagasta y La Serena, si mal no recuerdo. A mis 14 años me parecía emocionante pasar tanto tiempo en el aire, observando las nubes tan de cerca, el desierto, el mar y la cordillera. Las aeromozas eran muy cordiales y estaban atentas a cualquier petición de los pasajeros. La comida, recuerdo, era bastante generosa. A los más pequeños les obsequiaban una lonchera con golosinas y motivos de la empresa. Hoy, el refrigerio es más bien frugal, y la atención aceptable. Eso sí, no hay obsequios para nadie. El tramo de Santiago a Buenos Aires fue más emotivo porque cruzamos la Cordillera de los Andes. De un momento a otro, nos sobrecogió un frío intenso al pasar por encima. Al rato, en adelante solo observaría una extensa pradera verde: la pampa argentina.

Luego de ese viaje que tardé mucho tiempo en olvidar, casi no abordé un avión en seis o siete años. Algún viaje por ahí a Lima o un retorno de urgencia ameritaban sacar un pasaje en avión, pero, definitivamente, mis visitas al Rodríguez Ballón fueron muy escasas en esos años. Algo que recuerdo del Jorge Chávez en los ochenta y noventa era que se permitía ingresar a los familiares y amigos hasta la sala de espera. El estricto control de hoy, de quitarse todas las prendas metálicas, pasar por el detector o no llevar en equipaje de mano perfumes u otras sustancias más allá del tope permitido, no existían. Hasta mediados de los noventa había una terraza en el segundo piso del Jorge Chávez (actualmente ocupada por el patio de comidas) a la que podían acceder los familiares para observar el vuelo. Hoy nos tenemos que resignar con la despedida antes del control de equipajes de mano. Al menos en Arequipa todavía podemos observar la llegada y la partida del vuelo, y lo más emocionante o triste, ver bajar a nuestros seres queridos, o verlos entrar al avión para marcharse.

Después de muchos años, el 2006, hice un viaje fuera del país. Desde Lima hasta Québec, Canadá, vía Montréal y Toronto. Hasta ahora no puedo olvidar la tremenda emoción que me desbordaba antes, durante y después del vuelo. La anécdota fue que mi equipaje de bodega no llegaba. Yo veía al resto de pasajeros tomar sus valijas y a unos pocos esperar el siguiente vuelo hasta que las encontraron. Esperé como seis vuelos y en ninguno estaba mi equipaje. A la fuerza tuve que aplicarme en hablar inglés para explicar mi situación. Una amable funcionaria de Air Canadá me tranquilizó y me confirmó que mi equipaje llegaría al domicilio que registrara. Y así fue. Al día siguiente recibí una llamada en mi hotel para verificar el contenido de mi maleta y por la tarde ya la tenía conmigo. Ese viaje fue el preludio de una andanada de viajes aéreos que estarían por venir.

A medida que se hicieron más frecuentes, la emoción también mermó en mi interior. Faucett, Aeroperú, Americana, Continental sucumbieron y por los aires peruanos viaja soberana Lan Perú, y alguna otra como Taca o Star Perú. En el resto de Latinoamérica no es muy diferente. Desde que llegué a la Argentina, transitar entre el Jorge Chávez del Lima, el Arturo Merino Benítez de Santiago el Jorge Newberry —más conocido como Aeroparque— o el de Ezeiza de Buenos Aires, Pajas Blancas en Córdoba, Guarulhos en São Paulo y el Antonio Carlos Jobim de Río de Janeiro es cada vez menos una aventura, sino un traslado al que cual debo darle el trámite más rápido y anticipado para obtener la mejor oferta de pasajes, más aún en temporada alta.

De todos ellos, el más triste a mi gusto es el Galeão, de Río. La última vez que estuve allí para viajar a Belém do Pará sentí una sensación tan desagradable que no veía el momento en que saliera el vuelo. Los muebles del counter lucen muy viejos. Las salas son amplísimas, grises, opacas y frías. Las tiendas y comercios no son muy suntuosos para la categoría de un aeropuerto internacional. Pero la verdad es que el premio de los aeropuertos más tristes que he conocido se lo lleva el Juscelino Kubitschek de Brasilia. Llamado así en honor al presidente que impulsó la construcción de la nueva capital del Brasil. Luce muy descuidado, desordenado y viejo.

Tal vez a mis 10 o 15 años que un vuelo se retrasara unas horas o un día habría significado un acontecimiento maravilloso, la posibilidad de perderme sin rumbo por una ciudad desconocida. Hoy, como para muchos pasajeros, sería motivo de gran disgusto e incomodidad, pues lo único que se quiere es llegar a casa cuanto antes. Esas vicisitudes son el precio de volar, volar tan lejos…

Córdoba, 1 de setiembre de 2012 Sigue leyendo

PREZADO BONDINHO

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Carlos Arturo Caballero
acaballerom@pucp.edu.pe

Hace un año que mantengo una deuda con el Pan de Azúcar y el Bondinho. Esta segunda visita me brinda la ocasión perfecta para saldar cuentas con esta maravilla carioca. Ubicado en el barrio de la Urca, zona de instalaciones y viviendas militares, forma junto con el Cristo Redentor y las playas de Copacabana e Ipanema el circuito turístico más importante de Río de Janeiro. Si se hospeda en la zona sur, le será mucho más fácil llegar; sin embargo, también es posible desde cualquier otro punto de la ciudad, ya que existe una amplia cobertura de transporte público.

El Bondinho, teleférico en español, transporta a los visitantes hacia la cima del Pan de Azúcar, aunque también hay unos pocos que practican escalada de montaña en sus laderas. Durante el ascenso o descenso, es recomendable colocarse en los extremos frontal, posterior o en los laterales para capturar las mejores imágenes. Antes de llegar al destino final, realiza una parada obligatoria en el morro de la Urca, donde durante un tiempo indefinido los visitantes pueden pasear y aprovechar para fotografiar frontalmente al Pan de Azúcar. Desde aquí se observa el Cristo Redentor y se logra una amplia vista de la bahía de Guanabara, Botafogo, el puente que une Río de Janeiro con Niterói, y sobre todo una magnífica panorámica de la playa Copacabana. Además, cada cierto tiempo, y dependiendo de una cantidad mínima de pasajeros, parte un helicóptero que sobrevuela la ciudad. Este paseo brinda una experiencia increíble y una oportunidad inigualable para fotografiar o filmar la «Cidade Maravilhosa».

Esta maravilla de la ingeniería tiene su propia historia. Un pequeño museo exhibe una retrospectiva de su construcción donde se muestran fotografías y la antigua maquinaria que alguna vez puso a andar al Bondinho en sus inicios. El primer teleférico data de 1912. Con cabina proyectada y fabricada por la empresa alemana J. Pohlig especialmente para la Cia. Caminho Aereo Pão de Açucar, entró en operación en 1912 tras su implementación por Augusto Ferreira Ramos y fue el tercer teleférico de pasajeros implantado en el mundo. Anteriormente, se habían implementado el Teleférico de Wellerhorn, en Suiza, en 1908; y el Teleférico del Monte Ulia, España, en 1907.

Los «Camarotes Carril» fueron luego denominados «Bondinhos» (pequeños tranvías) por su semejanza con los tranvías eléctricos que circulaban por las calles de Río de Janeiro y funcionaban en el sistema de ida y vuelta. El tiempo de viaje era de cuatro minutos y medio en el primer techo entre la estación de Praia Vermelha y el morro de la Urca; y de 6 minutos en el segundo, entre la Urca y el propio Pan de Azúcar. Transportaba 22 pasajeros por viaje y aproximadamente 2100 por día. Al completar 60 años de funcionamiento, en 1972, fue desactivado.

El segundo sistema, proyectado e instalado por la Officine Meccaniche Agudio Spa, de Milán, e implementado por el ingeniero brasileño Cristóvão Leite de Castro, fue el equipamiento más moderno existente en la década del 70. El diseño de las cabinas era de absoluta vanguardia para la época: fue presentado y premiado en el 4° Salón de la Montaña, en Turín, en 1971. Su formato de «burbuja», único en el mundo en aquella época tenía una estructura que proporcionaba a los pasajeros una vista de 360 grados. Este segundo teleférico, con dos bondinhos en cada línea, circulando en el sistema ida y vuelta simultánea, aumentó la capacidad de transporte de 115 a 1360 pasajeros por hora. Las nuevas cabinas tenían capacidad para 75 pasajeros por viaje. Además, se redujo el tiempo del trayecto entre cada techo a 3 minutos. Estuvo en funcionamiento desde 1972 hasta el 2008 cuando cedió su lugar los actuales teleféricos.

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Las tomas que se pueden obtener desde el Pan de Azúcar superan ampliamente a las del morro de la Urca. Es cuestión de tomarse el tiempo necesario para explorar las mejores ubicaciones, caminar por los senderos y escaleras que atraviesan la exuberante floresta; o de vez en cuando observar a los ocurrentes «macacos» saltando entre las copas de los árboles; o visitar las «lojas» (tiendas) donde comprar souvenirs, pero a un precio mucho mayor de lo que cuestan en la ciudad, por lo cual es mejor ser paciente y dedicar otro día a las compras turísticas.

A diferencia de los limeños, los cariocas andan muy pendientes del clima, pues de acuerdo a ello planifican sus actividades, lo cual está plenamente justificado, ya que el tiempo en Río de Janeiro durante el invierno es muy variable: así como puede llover durante tres días, luego está soleado durante una semana. Por ello, antes de visitar el Pan de Azúcar, el Cristo Redentor o el Jardín Botánico, revise el pronóstico del clima, pues si está nublado no disfrutará del paisaje como debe ser. Las fotos obtenidas bajo el brillo solar son mucho más vistosas, y con cielo despejado se apreciará la ciudad, las montañas y el mar en todo su esplendor.

Cuenta cancelada, prezado Bondinho. Sigue leyendo