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Creación literaria. Diego Cabrera

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IMPRESIÓN CAPITAL

Diego Cabrera
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas

Advertencia: El presente texto pretende ser un reflejo visceral, pero también meditado de la relación que tengo con la ciudad en la que nací y crecí. El elemento privado e íntimo no está dado por el formato requerido por el taller (un diario), sino por los elementos vitales que lo componen. De ahí que este sea más una suerte de catarsis personal que está influida por mi educación, costumbres y experiencia que una especie de bitácora programática.

La vida nos confronta diariamente a una dialéctica de la cual la ciudad no escapa. En el caso de nuestra urbe, un diálogo que es propio de los sordos y más aún de los necios: aquel que nos somete a la nostalgia y la melancolía, a la reverberación más pura y a la imagen más pagana -y por ende más vital y verdadera-, pero sobre todo a la experiencia de crecer en medio del caos y la informalidad con indulgencia y permisividad. Se trata de un diálogo particular, ciertamente hipócrita, en el cual una de las partes de queja de la otra pero al mismo tiempo la aplaude e incentiva. Es esa dinámica esquizofrénica la que posibilita el éxito de los Polvos, los Quilcas, la situación de nuestro transporte público y la corrupción de la policía nacional por poner solo algunos ejemplos. Y es que así como Lima, la Ciudad de Los Reyes –y también “de los Chávez, de los Quispe…”), nos permite vivir como reyes si tenemos algo de dinero en el bolsillo, suficientes agallas y poca conciencia, también nos arremolina y, al hacerlo, devela nuestro lado menos amable y civilizado, y termina confrontándonos como hienas hambrientas que ven en el otro a su presa.

Pero, contrario a lo que piensan aquellos que añoran en silencio los años previos a la reforma agraria, cuando los cultores de la economía estamental reproducían practicas colonialistas que, por sobre todo, atentaban contra la dignidad de los peruanos indígenas, ese arremolinamiento y sus secuelas no llegaron durante lo que Matos Mar vino a llamar el “Desborde Popular”, sino que comenzaron a erosionar a medida que se iba consolidando el proceso de migración del campo a la ciudad, a medida que una parte del pueblo se empezó a ‘capitalizar’, es decir a integrar, en especial a partir de la década del noventa.

Paradójicamente, paralelo a la reinserción económica de nuestro país, una vez adoptadas de forma explicita las políticas neoliberales, y posterior a su despegue macroeconómico, los especialistas empezaron a hablar de una reconciliación entre las elites empresariales y los sectores más marginados de la sociedad (para fines socioeconómicos, el caso del MegaPlaza Norte serviría de contundente ejemplo), de un acercamiento que con el tiempo derivaría en la ansiada empatía social, siempre y cuando el Estado sea capaz de redistribuir con mayor eficacia los recursos que el nuevo modelo le permite acumular, pero la realidad nos demostraría lo contrario, dando lugar al escepticismo y la desazón (acá podemos mencionar los recientes casos de Bagua y Andahuaylas como ejemplo de que el mentado acercamiento siempre entraña algún interés económico y no una verdadera vocación social).

El problema es complejo y esta Lima de cielo ‘panza de burro’, superficie árida y edificación cada vez más vertical, cuyos pobladores son tan emprendedores como conformistas, cálidos en el trato con el extranjero pero malcriados en sus maneras con sus compatriotas, esta ciudad supersticiosa pero también devota, masoquista en los deportes, sincrética en sus colores y formas y deliciosa en sus sabores, esta capital que es chicha pero también limonada y sobre todo arroz con leche y mazamorra morada, aeropuerto y platos siete colores es el epicentro de esa complejidad.

De ahí que me sienta zarandeado y tironeado por su devenir, agobiado y triste por su aparente destino (decir que el sino de nuestra nación depende exclusivamente de sus dirigentes es un facilismo que pretende exculpar a una ciudadanía, por ahora, poco dispuesta a entender el hecho de ser peruano, o de ser limeño que para nuestra perspectiva capitalina, o sea centralista, vendría a ser lo mismo), pero a la vez privilegiado y feliz por acogerme en su seno.

Tengo la fortuna de pertenecer a una generación en la cual los valores no solo se formaban de manera virtual, por intermedio de teclados, a través de pantallas y a costas de clicks. He disfrutado cuando de niño acompañaba a mi madre al mercado y las fruteras que se encontraban de camino nos regalaban, gracias a mis ‘quecos’, parte de su mercadería, cuando tomaba jugos surtidos o engullía las afamadas yuquitas de Balconcillo y tuve la dicha de haber frecuentado, parroquianamente y gustosamente, el Palermo original de La Victoria todos los domingos acompañado de mis padres; en casa tuve fiestas infantiles con payasos, magos y animadoras de verdad, no de las que te improvisan en los restaurantes de comida rápida, al lado de artificios monótonos que pretenden reemplazar a los memorables columpios, subí bajas y ruedas de antaño; pude ver Cobra, Robotech y a los Transformers que valen, a Yola, al Nubeluz de Almendra y la desaparecida Mónica Santa María, Super Campeones, Los Caballeros del Zodiaco, vi luchar a Stone Cold Steve Austin y al mejor Shawn Michaels y coleccione álbumes de Navarrete cuando solo las mejores figuritas eran adhesivas, cuando era raro que te vendan los álbumes ‘llenos’; en la calle, he pichangueado en la pista y luego en el parque, jugué Bata, Lingo, Matagente, Callejón Oscuro, Paredón, Perú Fútbol, Tumbaditas, Vale Todo, Vencidas y también juegos más inocentes como Escondidas, Chapadas, Siete Pecados, Encantados al lado de otros más atrevidos como Botella Borracha o Strip Poker; he ido al Play Land Park, a la Feria del Hogar de los Grandes Estelares, pese a que no pude ir, porque tan solo tenía cuatro años, a ver al mejor de todos (el que presentó a Héctor Lavoe en el 86), me pude subir al Tagada, al Zipper, a casas del terror torrejas y montañas rusas decadentes; me envicie jugando Street Fighter en consolas gigantes mientras conocía a la gente de mi barrio adolescente -¡por eso extraño las tiendas de video juegos!-; he toneado con toldos de los cuales se sostenían luces y cortadoras que hoy me parecen ‘pacharacas’, obsoletas y anacrónicas, tonos en los que pude bailar al son de Disc jockey´s antes que les digan Dj’s, cuando surtían la bandeja de discos de sus equipos de música con ritmos que iban más allá del reggaeton, la pachanga y el abominable latin pop; también pude jugar carnavales a ‘la mala’ sin que los tombos -no los serenos- me persigan, he comerciado con mi ropa en el Ovalo Gutierrez, he apostado chelas en el Taco del frente de la Católica, he ganado six pack’s en el fúlbito de mano de la plazoleta de la playa Santa María -aunque eso les haya costado a mis amigos una paliza, de la que me salvé de casualidad, en el Club del balneario-, he canjeado ropa vieja por cebiches en el Silencio, he jugado ‘cachito’, ‘prende y apaga’, ‘Callao’ y juegos de mesa palpables al son de Cabitos, Pomalcas Light y Cartavios Limón; he mataperreado.

Por todo eso, hoy me siento un hijo bastardo de esta Lima progresista y tecnificada. No entiendo de iPod’s, iPhone’s e iBook’s, mucho menos de Mac’s o los programas de diseño que tan bien dominan los más jóvenes; sin decirlo, prefiero las cámaras de rollo a las digitales, también tomar Pisco puro por encima de sus amaneradas versiones sour; y estoy seguro que, de tener la oportunidad, más disfrutaría de jugar nuevamente World Cup con mis amigos que el comunal Winning Eleven; confío más en mi colchón que en el banco para guardar mi dinero y descreo de las tarjetas de crédito pese a que tengo, en verdad por obligación, algunas.

No creo que ser un marciano al pensar de esa manera. Estoy seguro que gran parte de los jóvenes nacidos hasta mediados de los ochenta comulgan en mi sentir respecto a esta ciudad cuyos cambios (climáticos, sociales, culturales, económicos) nos afectan con violencia sin menguar un ápice el inmenso cariño que sentimos por ella.

Lima, 03 de julio de 2009
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