Archivo de la etiqueta: Ricardo Vírhuez

LA ARROGANCIA DE LA REPRESENTACIÓN

[Visto: 1194 veces]

Sasachakuy Tiempo. Memoria y Pervivencia (2010), editado por Mark R. Cox, reúne un conjunto de ensayos sobre la literatura de la violencia política en el Perú distribuidos en tres grupos: perspectivas de escritores andinos, de escritores ex insurgentes y de críticos académicos.

En otros artículos de la primera sección, Dante Castro y Ricardo Vírhuez comentan la novela Abril rojo de Santiago Roncagliolo, además de mostrar sus concepciones acerca de la literatura de la violencia política y sus apreciaciones sobre escritores como Roncagliolo y Alonso Cueto. Castro y Vírhuez descalifican Abril rojo porque hallan en ella varios «errores», ya que lo narrado no coincide con la realidad, y porque representan ofensivamente al hombre andino, por lo cual concluyen que su autor, y los que conforman esa élite, desconocen el tema de la violencia política, según Castro; escriben mal, son racistas y expresan en sus obras una posición de clase burguesa y colonial, según Vírhuez. Es decir, sobre la base de lo leído en Abril rojo y La hora azul atribuyen a Roncagliolo y Cueto las cualidades del narrador y de los personajes. En esta breve nota, me ocuparé de los comentarios del escritor Dante Castro.

En «¿Narrativa de la violencia política o disparate absoluto?», Castro contempla como errores son las divergencias entre la realidad narrada y la realidad histórica y social; por ejemplo, el que Santiago Roncagliolo no se haya informado sobre la estructura del Poder Judicial en lo que toca a los cargos y funciones de los fiscales, pues, por un lado, en relación con el personaje principal, Félix Chacaltana Saldívar, no existen fiscales distritales, sino provinciales: «Si el autor se hubiera dedicado más a investigar la materia de su novela, habría puesto a Félix Chacaltana Saldívar como fiscal provincial adjunto bajo las órdenes de un fiscal provincial titular»; y, por el otro, estos funcionarios no resuelven asuntos de interés privado sino público, por lo cual la mención del narrador sobre el conocimiento del Código Civil es errada, en cambio, lo que debería conocer más es «el Código de Procedimientos Penales, la Constitución y —principalmente— el Código Penal».

Luego, agrega la confusión de instituciones y de épocas. En la novela se dice que el lema de la policía en su escudo es «el honor es su divisa». Sin embargo, aclara, que este lema le pertenece en realidad a la Guardia Civil (GC) creada en 1922. En 1988 durante el primer gobierno de Alan García, se creó la Policía Nacional del Perú (PNP) cuyo lema es «Dios, Patria y Ley», institución que unificó a la Guardia Civil (GC), la Guardia Republicana (GR) y la Policía de Investigaciones del Perú (PIP), por lo cual aquel lema mencionado en la novela «no corresponde con la época ni el espacio tiempo narrado», puesto que la novela se ambienta hacia inicios de la primera década del 2000.

En esta misma línea, observa que Roncagliolo confundió las fuerzas armadas que combatieron la subversión: en la novela se cuenta que el Perro Cáceres era un «sinchi». «Los sinchis […] son miembros de un cuerpo de la antigua Guardia Civil especializado en lucha antisubversiva». Pero luego «se le hace figurar como el teniente EP Alfredo Cáceres Salazar, o sea como un oficial del Ejército Peruano (EP) […] Por lo tanto, el teniente Cáceres no puede figurar primero como oficial del Ejército (EP) y luego ser descrito como un sinchi». Aparte de ello, Castro anota que cuando se narra la trayectoria de Cáceres se dice que los sinchis fueron traídos de la selva para combatir la subversión en Ayacucho, cuando en realidad, «los sinchis combatieron la subversión en Ayacucho, dos antes de que entrase a tallar el Ejército y la Marina».

Castro dice que «Para ser una gran novela [en referencia a Abril rojo], le faltan ingredientes que son exigibles en el tema de la violencia política que vivió el Perú. Necesita verismo, investigación del tema y de los detalles que enriquezcan el universo narrado». Más adelante intenta fortalecer su postura apoyándose en una apretada explicación narratológica de la verosimilitud: «La primera ley que reconocen para la novela los teóricos de la narratología es la ley de verosimilitud. […] La verosimilitud consiste en mantener el equilibrio entre ambos extremos, realidad y ficción, máxime si se escribe de hechos históricos o de un contenido histórico significativo». De acuerdo a su explicación, lo verosímil no tiene lugar en la ficción, o dicho de otra manera, lo verosímil no debería abusar de la ficción sino mantenerse equidistante entre realidad y ficción, con mayor razón si se trata de hechos históricos. Castro entiende que la verosimilitud se apoya en un referente real, objetivo, verdadero, contrastable, o sea, que tenga como correlato la realidad material, la verdad histórica, porque, de lo contrario, la novela y su autor incurren, siguiendo a Castro, en un tratamiento ligero y falto de rigor de un tema que merecería ser abordado con acuerdo a los hechos históricos.

En «Los Andes en llamas» expresa en relación a la novela Historia de Mayta (1984), de Mario Vargas Llosa, que la generación del 50 en el Perú fracasó en su intento de representar la violencia política, si se le concibe a esta como una expresión realista de la lucha de clases en un periodo determinado y agrega que «fueron intentos que no reflejaron con veracidad las condiciones en que los referentes históricos se desenvuelven». Es decir, lo que Dante Castro sugiere es que los escritores de aquella generación no contaron la verdad en sus obras, porque no hubo correspondencia entre el relato literario y el histórico, como si ello fuera condición necesaria para la creación literaria.

Roland Barthes en «El efecto de realidad», anota, en relación a la función de las descripciones en la novela realista, que su sentido «depende de la conformidad, no al modelo, sino a las reglas culturales de la representación», es decir, no con arreglo a la realidad material sino al contexto donde circula. Esto significa que aunque lo narrado difiera de la realidad, ello no afecta el sentido del texto; en otras palabras, la literatura no precisa de la validación de la historia para asegurar la comprensión de su discurso. Barthes concluye que todo realismo en el relato literario es parcelario y errático, por lo cual habla de una «ilusión referencial»: «La verdad de esta ilusión es la siguiente: suprimido de la enunciación realista a título de significado de denotación, lo “real” reaparece a título de significado de connotación; pues en el momento mismo en que se considera que estos detalles denotan directamente lo real, no hacen otra cosa, sin decirlo, que significarlo». Umberto Eco define la «falacia referencial» como el «suponer que el significado de un significante tiene que ver con el objeto correspondiente».

En Las palabras y las cosas (1996), Michel Foucault destaca el tránsito de la teoría de la representación en el lenguaje —fundamento de todos los órdenes del discurso— hacia la historicidad; «el quiebre definitivo de la teoría mimética» que veía en el lenguaje una «tabla espontánea y cuadrícula primera de las cosas», el «enlace indispensable entre la representación y los seres» es reemplazado por una «historicidad profunda» que «las aísla y las define en su coherencia propia, les impone aquellas formas del orden implícitas en la continuidad del tiempo». En suma, «el lenguaje pierde su lugar de privilegio y se convierte, a su vez, en una figura de la historia coherente con la densidad de su pasado. […] a medida que las cosas se enrollan sobre sí mismas, sólo piden a su devenir el principio de su inteligibilidad».

Lo expuesto por Barthes y Foucault se complementa con los aportes de la teoría de la recepción. El lector toma contacto con el texto literario acompañado de un bagaje experiencias y conocimientos previos, propios y compartidos con su espacio y su época. La estética de la recepción remarca la cualidad inconclusa del texto literario, cuyo sentido es completado durante la lectura, y reconociendo la polisemia del discurso literario evita las interpretaciones unívocas o unilaterales. En «El proceso de lectura: enfoque fenomenológico», Wolfgang Iser advierte que «La obra es más que el texto, pues el texto solamente toma vida cuando es concretizado, y además la concretización no es de ningún modo independiente de la disposición individual del lector […]». Y luego añade que es el lector quien pone en marcha una obra. Iser sostiene que el significado no está exclusivamente en el texto sino que se genera durante el proceso de lectura; que el significado no es totalmente textual ni depende arbitrariamente del lector, sino que es resultado de una interacción; y además, que el lector participa en la producción de significados al completar una estructura abierta de sentido que es el texto literario, «al llenar vacíos o indeterminaciones en su estructura, completa la obra literaria».

Por estas razones, el listado de errores hallados por Castro en Abril rojo no revisten mayor dificultad para la comprensión de esta novela. Los diversos sentidos que proyecta la novela, en tanto discurso literario no están determinados por su correspondencia con el referente real, por el contrario, imprime nuevas connotaciones a los referentes reales, refractando aún más la gama de sentidos posibles. A través de Barthes se comprende que la ingenua confianza en que la calidad de una obra literaria se mide por su grado de correspondencia con la verdad histórica solo podría conducir a una interpretación reduccionista y dogmática de una novela, interpretación elaborada a priori, antes de que el texto sea escrito o leído, ya que si la verdad histórica contiene el modelo a reflejar a través de la literatura, solo le correspondería a la novela ratificar esa verdad o esperar que la historia admita como válido el tema, el argumento, la representación de los personajes, etc. Si fuera de este modo, no tendría sentido escribir ni ejercer la crítica literaria, pues ¿para qué hacerlo si ya existe previamente «un sentido» que establece qué y cómo se debe escribir y apreciar la literatura? A semejante actitud crítica la denomino arrogancia de la representación, figura inscrita en el paradigma que opone realidad/ficción dentro del discurso crítico del escritor Dante Castro.

No habría que analizar e interpretar la literatura con la historia como juez, sino indagar en cómo la literatura, en este caso la novela subvierte, discute, interroga o apoya, difunde, apuntala algún modelo de mundo cuyas implicancias pudieran ser liberadoras o nefastas, a lo cual no se llega cotejando realidad ficcional con verdad histórica ni atribuyendo al autor los actos o pensamientos de sus personajes, sino examinando cuan dócil o disidente es el discurso de la novela respecto a los poderes imperantes, y visibilizando cuál es el modelo performativo que propone, es decir, qué acciones suscita su discurso.

Y es que a pesar de que los «errores» que percibió en Abril rojo lo son en la medida que se siga como obligatoria la correspondencia unilateral y determinista de la realidad y la historia sobre la literatura, el desconocimiento de la realidad que Castro atribuye a Roncagliolo no impiden que el lector comprenda el mundo novelado. La «falsedad» producto de la divergencia entre realidad novelada y verdad histórica no provoca que una novela sea inverosímil. Esos datos «errados», minuciosamente observados por Dante Castro, son funcionales al relato, no perjudican la coherencia del argumento ni afectan la maquinaria textual, que es, en suma, lo que interesa al lector. No olvidemos tampoco que «la verdad» de la verdad histórica es un discurso construido desde el poder, variable en el tiempo, y no un depósito estable de hechos objetivos.

La doxa para Barthes «es la Opinión Pública, el Espíritu mayoritario […], la Voz de lo Natural, la Violencia del Prejuicio»; «es la opinión corriente, el sentido repetido […]»; «lo natural, la evidencia, el sentido común, el “esto es así”». Más que prohibir, impone deseos, obliga a su satisfacción. La naturalización de un sentido que debería asumirse cierto por ser evidente es una cualidad de la arrogancia de la doxa. En consecuencia, examinar exclusivamente en una novela cuánto conoce el autor del tema o la realidad que este relata es, una arrogancia de la representación, puesto que coloca a la realidad y la historia como modelos ineludibles para la creación y la crítica literaria. Escribir o criticar una novela a contraluz de la historia para satisfacer esa arrogancia solo causaría que ninguna novela, salvo las más panfletarias, supere sus dictámenes. Sigue leyendo