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Y QUÉ IMPORTA EL AUTOR…

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Publicado en Diario Noticias de Arequipa, lunes 22 de abril de 2013

En “¿Qué es un autor?”, Michel Foucault trazó una genealogía del concepto. Allí expuso que esta idea adquirió importancia no hace mucho en realidad, sino a partir del siglo XVIII como consecuencia de sancionar eventualmente al responsable de la escritura de un texto cuando el contenido se considerase peligroso para el poder.  Antes de ese periodo, no importaba mucho quién había producido un texto, salvo para refrendar el valor de un texto propio apelando a una figura de autoridad. Foucault sostiene que la función autor consiste en agrupar un corpus textual bajo la pertenencia a un sujeto, a quien se le atribuye la propiedad, creación y sentido del texto. Su aparición, explica, se debió a la necesidad de identificar al sujeto que produjo un texto cuyo contenido se considerase una amenaza, a fin de sancionarlo. Pero acota que no a todos los textos por igual se les asigna la función autor, pues en ello influyen «una serie de operaciones específicas y complejas». Es decir, que la importancia de saber quién es el autor de un texto se limita a satisfacer, primero, la pregunta por el origen del sentido textual, segundo, la eventual sanción si es que tal sentido constituyera una amenaza, y tercero, que la asignación de autoría es un proceso instaurado desde el poder. Asignar la pertenencia de uno o varios textos a un autor sirvió, entre otras cosas, para justificar cierta homogeneidad en el sentido y estilo, un aire de familiar sobre un cuerpo de textos. Foucault concluye que la función autor obstaculiza el análisis de los modos de enunciación de un discurso.

Foucault hace hincapié en el estatuto otorgado por la función autor. Digamos que Esquilo no fue un autor en el mismo sentido que lo fue Zola. Hubo algo a través de la historia que dio densidad a la función autor. Fue la convicción moderna de que la razón facultaba al ser humano de un conocimiento total de la realidad. Por ello no es casual que la función autor emergiera a finales del siglo XVIII y principios del XIX, durante el apogeo del Iluminismo. La crisis del Iluminismo y su confianza en que el ser humano dotado de razón podía conocerlo todo contribuyeron a que la apelación al autor para interpretar la obra fuera progresivamente sustituida a favor del texto, el contexto, el inconsciente, el lector, etc. De modo que la invocación al autor para explicar el sentido de un texto es un resabio de la fe perdida en la razón iluminista.

La polémica “andinos vs. criollos” suscitada hace un par de años durante el Encuentro de Narradores Peruanos en Madrid dejó un saldo nada favorable para los autores involucrados. Las que sí quedaron indemnes, felizmente, fueron sus obras. Incluso críticos como Julio Ortega, Alonso Alegría y José Miguel Oviedo ingresaron a la espiral de diatribas, dimes y diretes. Esa polémica evidenció una de las batallas discursivas más intensas en el campo intelectual contemporáneo: la condición de ser-escritor. Hay muchos autores, pero no todos son escritores. El estatuto otorgado al autor fue precisamente la condición de escritor. Esta condición, lejos de estar definida unilateralmente por el autor, es resultado de cierta demanda social que el aspirante a escritor no puede ignorar. En otras palabras, el modo cómo se valora al sujeto escritor revela más, mucho más, de la manera en que se organiza una sociedad en torno a la producción de saberes que del significado de sus obras. Revela, entre otros aspectos, que aún no se supera la fe en hallar un sentido primordial, en responsabilizar una falta, en corporeizar lo que se interpreta como transgresión o simplemente desagradable; en síntesis, los procedimientos que limitan el acceso al estatuto de escritor.

En Campo de poder, campo intelectual, Pierre Bourdieu desarrolla ampliamente la idea de que el autor no se conecta de modo directo a la sociedad, ni siquiera a su clase social de origen, sino que existe una interfaz, el campo intelectual, que funciona como mediador entre el autor y la sociedad. Y ese campo intelectual es la condición “autor-escritor”, como mencioné anteriormente, espacio donde se libran intensas confrontaciones que se resumen en “¿quién es (puede/merece) ser o no escritor?”.

Y Roland Barthes también aporta lo suyo. En “La muerte del autor”, anota que “la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. Luego de explicar que la noción de autor fue resultado del culto moderno al individuo, y de criticar su vigencia, propone que el que habla es el lenguaje y no el autor. No es el autor el que nos ofrece sus confidencias a través de la literatura, sino que cuando comienza a escribir “la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte […]”. “Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura”.

La pregunta por cómo se conducen los escritores en su vida pública o cuan modestos o petulantes son no reviste ninguna importancia —salvo anecdótica en cuyo caso biógrafos y cronistas disponen de un vasto material— para la crítica literaria. Los vicios o virtudes de un artista no deberían ser criterio para valorar sus obras. ¿Dejaremos de leer Ser y Tiempo de Martin Heidegger porque fue militante del partido Nazi y delator de colegas judíos en la universidad? ¿A Borges porque no emplazó con firmeza la dictadura de la Junta Militar en Argentina mientras desaparecían intelectuales disidentes? ¿A Céline por su antisemitismo? (Por lo menos en estos casos se suele descalificarlos por cuestiones muy serias y no por su vestimenta, carisma o antipatía). Quienes se dedican a la creación artística deberían tener bien claro que una vez puesta en circulación sus obras, en cierto sentido, dejan de pertenecerles y que el significado otorgado durante el proceso creativo no es cosa juzgada, porque será el lector o espectador quien con toda su experiencia acumulada renegociará el sentido de la obra.

Detrás de esa pregunta subyace otra: ¿quién merece ser llamado escritor? No obstante, la pregunta final de Carlos Rivera, “¿Y la poesía arequipeña cómo está?”, coloca la agenda crítica en un camino más fructífero que evaluar el atuendo de los poetas. Porque prolongar esta discusión postergará todavía más un diagnóstico urgente sobre la producción literaria surperuana que tiene en Arequipa uno de los centros editoriales más importantes de la región. Pero si, por el contrario, creadores y lectores se empecinan en superponer la figura del autor a su obra, la crítica se convertirá en una colección de agravios, chismes, y lo que es peor, en un intercambio sensiblero de moralina, ni siquiera sobre el texto, lo cual es ya bastante inocuo, sino sobre la conducta de su autor, es decir, el revés de la crítica.

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EL ARTE DE VIGILAR Y CASTIGAR

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María Teresa es preceptora en el emblemático Colegio Nacional de Buenos Aires, antiguo Colegio de Ciencias Morales, fundado por Bartolomé Mitre, en cuyas aulas se formaron algunas de las personalidades más ilustres de la nación argentina como Manuel Belgrano, creador de la bandera nacional, o el escritor tucumano Juan Alberto Alberdi. Los preceptores tienen el deber de supervisar la conducta de los alumnos, hasta en el más mínimo detalle, dentro y fuera del colegio. María Teresa se esfuerza por hacer bien su trabajo; por ello sigue a pie puntillas el reglamento y está atenta a cualquier transgresión, inclusive sus pesquisas la llevan a indagar en los lugares más insospechados del colegio con la finalidad de atrapar «in fraganti» a quien o quienes se reúnen a fumar en los baños de varones. Confía en que si atrapa al infractor, obtendrá el reconocimiento de sus superiores, en especial del jefe de preceptores Carlos Biasutto. Sin embargo, esta obsesiva persecución la embarca en una experiencia que la hará transgredir sus propias limitaciones morales en un contexto en que la dictadura militar, empeñada en perpetuarse en el poder, apela al nacionalismo para justificar su permanencia.

Martín Kohan obtuvo el Premio Herralde de Novela 2007 con Ciencias morales, una novela cuya temática la sitúa en el cruce de la novela de dictadura y la novela sobre la guerra de Malvinas. Si bien ambos temas no son explorados en profundidad, ofrecen el contexto que permite comprender el modelo de nación que la Junta Militar tenía pensado para la Argentina y el paulatino resquebrajamiento de tal modelo a partir de quienes debían asegurarse de su correcto funcionamiento. Así, el Colegio Nacional de Buenos Aires es una muestra representativa de la nación argentina. Los alumnos y alumnas son sometidos a una férrea disciplina académica, corporal y moral, amparada en el prestigio de las mentes más renombradas que egresaron de sus claustros. Llama la atención que los personajes más sobresalientes de la novela no sean precisamente los profesores, sino las autoridades políticas, por así decirlo, aquellas directamente vinculadas al ejercicio del poder: los preceptores, el jefe de preceptores, el Prefecto y el vicerrector que ha asumido la rectoría del colegio.

Que las autoridades políticas tengan mayor protagonismo que los profesores no es un hecho casual. Es posible que Kohan haya previsto ello para contrastar el discurso disciplinario imperante con el repliegue de cualquier saber transgresor. A diferencia de las autoridades, quienes en sus diferentes niveles son activos porque controlan a otros e incluso en la jerarquía más baja poseen autoridad, iniciativa y cierta autonomía, como los preceptores frente a los alumnos, los profesores son personajes anodinos, parcos, sumisos, en el mejor de los casos, cumplidores, responsables (algunos prefieren asistir a clase a pesar de estar enfermos o a mitad de un duelo familiar), pero no brillan por las inquietudes que podrían sembrar sus saberes. Lo mismo ocurre con los estudiantes. A través del narrador son presentados más como una amenaza en tanto hagan lo que quieran con sus cuerpos, más que por lo que sus ideas pudieran sugerir. En ningún momento se narran sanciones a estudiantes cuyas ideas se salieran de lo aceptable por la institución, tomando en cuenta el momento político que vivía la nación: dictadura militar y guerra de Malvinas. Sí se alude a cierto pasado reciente en el que hubo que tomar drásticas medidas para erradicar la subversión del colegio, tal como hicieron los militares en el resto de la nación.

Kohan insiste en colocar como protagonista principal a personajes atribulados por sus temores. María Teresa antecede a Lito Giménez, de Cuentas pendientes y Mario Novoa, de Bahía Blanca, en lo concerniente al tipo de vida que les tocó vivir. Nada grandioso ni espectacular, nada sobresaliente. Ninguna expectativa de mejora es aprovechada para cambiar su situación y cuando alguna se presenta, fracasan en el intento. En el caso de María Teresa, el narrador la perfila como un personaje al límite de la disciplina, que lucha por mantenerse dentro del encuadre asignado a su función. Lucha en medio de la tensión entre la resistencia y la entrega a lo prohibido, entre el ejercicio de la autoridad y la sumisión silenciosa ante sus superiores a quienes no se atreve a cuestionar en absoluto ni siquiera en el terreno de su moral personal.

Su sobreexposición a la transgresión ha producido en ella un olfato especial a tal punto que se siente atraída por el placer que le provoca detectarla y sancionarla. No obstante, poco a poco, el placer se incrementará solo con la vigilancia, porque así puede contemplar lo prohibido desde un lugar privilegiado de autoridad y ejercer eventual dominio sobre el transgresor. La sanción conduciría al repliegue de lo prohibido, lo cual no desea; por el contrario, desea que se manifieste. La oportunidad de pillar al alumno que fuma en los baños nunca se presentó, en cambio lo que María Teresa encontró allí fue el revés de todo lo que tenía previsto. Se vio posicionada en el lugar del infractor, indefensa, humillada y aparentemente reconocida por su labor, pero a un costo que sí está dispuesta a pagar porque además, lo disfruta.

En algún momento me gustaría preguntarle a Kohan qué tan influyente ha sido Foucault en la elaboración de Ciencias morales, pues pienso que Vigilar y castigar tiene mucha relación con la manera en que se ejerce la biopolítica a nivel del microgrupo, la disciplinariedad sobre los cuerpos, el control sobre las actividades de los sujetos dentro de las instalaciones, las jerarquías de las autoridades políticas, la obsesión por hallar transgresores y castigarlos ejemplarmente, la observación disimulada pero atenta de los preceptores (ese «mirar sin ver» que recuerda al panóptico).

El erotismo es una de las tantas transgresiones que en el colegio se busca disciplinar. Desde el inicio, el narrador muestra a María Teresa concentrada en identificar la menor inconducta siendo que en un colegio mixto se amplían las posibilidades a diferencia de lo que sucede en un colegio solo de varones o de mujeres: «Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional fue solamente de varones (…) Entonces con toda seguridad las actividades transcurrían de manera más sosegada», eso es lo que piensa María Teresa. Las situaciones que el narrador describe con mayor detalle son aquellas relacionadas con el contacto de los cuerpos. La novata preceptora observa e interpreta, pero le falta la evidencia. Hombres y mujeres tienen contactos ocasionales, rutinarios, sin embargo, la línea divisoria entre lo permitido y lo prohibido no siempre es muy nítida. Más cuando la mirada de un alumno la intimida. Su sola presencia la perturba y le hace pensar que intencionalmente ese muchacho busca la oportunidad para mortificarla. Pero no tiene la evidencia.

María Teresa es más eficiente en disciplinar las inconductas de los alumnos que en disciplinar su cuerpo y sus pensamientos. Me atrevería a afirmar que el verdadero protagonista de esta novela es el cuerpo. Ciencias morales nos propone un discurso sobre el cuerpo, sobre los mecanismos que institucionalmente lo disciplinan. De esta manera, queda claro por qué el erotismo es perseguido, pues su materia significante es el cuerpo. Paralelamente, los sujetos se las ingenian para sabotear la disciplina que constriñe sus cuerpos. Los censores, en el fondo, envidian lo que prohíben, quisieran experimentar esa otredad que se afanan por controlar. No les está permitido poseerla sino solo sancionarla, pero la exposición continua produce un relajamiento de la disciplina a favor del placer. Esa es la razón por la cual lo prohibido sabotea la disciplina de los preceptores. María Teresa y su jefe inmediato, Carlos Biasutto, hallan la manera en que sus cuerpos puedan dar cabida a lo que cotidianamente censurarían en sus alumnos, y lo encuentran no fuera sino dentro del colegio, en un espacio como los baños, reservado a la intimidad corporal más solitaria. Los preceptores terminan siendo los mayores transgresores de su propio discurso sobre el cuerpo.

Si el erotismo es un discurso subversivo de enorme poder, lo es entre otras razones porque los sujetos quieren hacer con él lo que les plazca. Constantemente, el narrador contrasta el cuerpo masculino con el femenino; su omnisciencia nos expone las emociones de María Teresa cuando observa el contacto entre varones y mujeres o cuando imagina el sexo masculino de los estudiantes que orinan en los mingitorios mientras ella vigila al interior de un cubículo del baño a la espera de atrapar al supuesto fumador. El baño es el único reducto del colegio en el cual los alumnos y alumnas pueden manipular su cuerpo a su antojo, por lo cual se explica que María Teresa y Biasutto, aunque muy torpemente, hayan elegido tal lugar para emular esa autonomía corporal.

En Ciencias morales, la represión no se dirige a los saberes, sino a los cuerpos y a sus experiencias. Son los cuerpos engenerados, es decir, identificados con un género que asume una correspondencia con el sexo biológico, los que literalmente partieron el colegio en dos, ya que cuando era solo de varones la supervisión era más sencilla. Ahora que hay mujeres, los esfuerzos deben multiplicarse. Paradójicamente, el narrador comenta que la inspección del cuerpo femenino en lo referente a la vestimenta y la presentación personal no es tan compleja como en el caso de los varones, cuya exploración exige una mayor indagación en los cuerpos: cabello, calcetines, posturas, gestos, miradas, todo ello ha de ser disciplinado.

El enfoque del narrador es sobresaliente. Se trata de una voz incisiva, prolija, aséptica y minuciosa en sus descripciones; en especial las más sórdidas y repulsivas o las más erotizadas son atenuadas por los eufemismos de un lenguaje bastante pacato por momentos, pero no por ello inexpresivo. Penetrante y agudo en sus reflexiones, enjuicia el accionar de María Teresa y otros personajes, y transmite acertadamente las sensaciones que ella experimenta en circunstancias de intensa perturbación.
El único reparo que tengo son los finales suspendidos o la falta de un cierre que satisfaga el clímax acumulado durante el desarrollo de la historia, a lo que nos tiene acostumbrados Kohan en sus tres últimas novelas. Me parece que le resta intensidad a la novela de manera muy abrupta. Si bien plantea giros inesperados, desvanecen la trama principal lo cual da la impresión que la novela terminó mucho antes del final de la lectura.

Definitivamente, Martín Kohan es un escritor argentino al cual no debemos perder de vista, por la penetración psicológica y los dramas existenciales de sus personajes, así como por su prosa sencilla, firme y cautivante. Sigue leyendo