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EL VIAJE DE MANUEL

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Charlie Caballero
Universidad Nacional de San Agustín
ccaballerome@unsa.edu.pe

La reciente novela de Jorge Monteza (Arequipa, 1977), El viaje de las nubes (Planeta, 2018), narra la historia de Manuel Igunza durante su recorrido a través de la escuela,  la pandilla, el Ejército, la cárcel y Sendero Luminoso. En la línea de El nido de la tempestad (Tribal, 2012), que descentró la novela de la violencia política de los escenarios bélicos tradicionales, El viaje de las nubes se ambienta en los primeros años de los ochenta en Arequipa, ciudad que no había sido representada en la narrativa del conflicto armado interno, debido a que el canon de esta literatura siguió criterios referencialistas: escenarios de la guerra interna (Lima, Ayacucho, la selva), victimarios, subversivos y víctimas. La primera novela de Monteza continúa repensando los lugares de la violencia. Al respecto, la travesía de protagonista nos remite enseguida a Memorias de un soldado desconocido (2012) de Lurgio Gavilán.

Un aspecto importante en esta novela es la hipótesis sobre la concepción y la génesis de la violencia. Por un lado, la violencia es historizada, es decir, es resultado de un proceso en el cual las experiencias modelan al sujeto de la violencia; por otro, la violencia se puede rastrear hasta un momento fundacional que constituye un punto de inflexión irreversible. En ambos casos, el móvil de la violencia, tal como lo plantea la historia, es el resentimiento. Personajes como Manuel y Josué deciden en función de la intensidad de su resentimiento contra quienes consideran sus opresores. En Manuel, este afecto no consolida un sujeto violento demencial, a lo sumo construye un discurso; Josué sí lleva el resentimiento hacia una práctica discursiva violenta.

La razón senderista también responde a convicciones. El viejo Jeremías racionaliza las causas de la guerra interna, analiza los excesos, matiza las oposiciones hasta concluir una salida consensuada. La suya no es la línea más extendida en los senderistas; no obstante, resentimiento y convicción ideológica coexisten en el discurso de Sendero Luminoso representado en la novela, aunque trasciende más la figura del senderista resentido que adhiere a la subversión por razones más emotivas que ideológicas, por ejemplo, para ajustar cuentas con quienes lo afrentaron.

Las instituciones sociales que atraviesa Manuel tienen en común su condición represora. Cada una aporta a su aprendizaje vital. Pero la parte de Sendero Luminoso cede a favor de Josué (camarada Ignacio) expuesto en sus violentos excesos. Aquí Manuel adopta un rol observador, a diferencia de las otras etapas donde poseía mayor agencia. Su disidencia la guarda para su fuero interno. Narrar su profunda conmoción a partir de acciones propias habría delineado un aprendizaje mayor siendo que fue el último tramo de su recorrido, y por extensión, a un personaje más complejo.

En cada etapa, Manuel es acompañado por guías ejemplares y otros represores. El padre José estimuló su interés por la lectura; otro sacerdote, el padre Jiménez, le mostró que incluso en tiempos de guerra habría que enterrar dignamente a los muertos (lo que sugiere una sutil alusión a Antígona); el viejo Jeremías lo salvó de una ejecución segura y lo instruyó en la complejidad de la guerra; Marcial, en el hogar, y Camargo, en el Ejército, modelaron su resentimiento. A final de cuentas, los “maestros” represores fueron más decisivos en su formación.

La descripción de las barriadas de Arequipa y el habitus de sus pobladores cuenta entre lo más logrado de la novela. Si se trasciende una definición reducida de violencia política, tendremos que el pandillaje, la violencia intrafamiliar, el racismo y la pobreza también adquieren una dimensión política, por cuanto sus protagonistas son agentes o víctimas del abuso de poder. El comandante Camargo es el ejemplo más evidente: su blanqueamiento social supuso el cambio de apellido y la carrera militar. Así fue como atenuó el impacto del racismo y se empoderó exitosamente.

La pasión por la lectura no fue un antídoto contra el resentimiento. Manuel depara a la lectura una función evasiva y utilitaria. Lee para procurarse una realidad más satisfactoria y para “ser alguien en la vida” como ansía su madre. Su amor por la lectura es percibido como un valioso instrumento de movilidad social a través de los estudios superiores. Manuel lee para liberarse, pero no va más allá, por ejemplo, la lectura no lo transforma ideológicamente ni lo impulsa a realizar acciones.  

El viaje de las nubes plantea que la violencia y el poder son prácticas discursivas que no están concentradas sino más bien dispersas en variados espacios sociales y aplicadas en dosis regulares y continuas lo cual las normaliza. Asimismo, discute la concepción tradicional de violencia política únicamente como confrontación bélica entre Fuerzas de Seguridad y grupos subversivos, y renueva los lugares de la violencia. Justamente, si se advierte que otras modalidades de violencia microlocalizadas en la familia y la escuela las revelan como instituciones represoras la lucha contra el abuso de poder debe iniciarse en el espacio privado. Así, el viaje de Manuel nos induce a pensar que lo personal es lo político.

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Sombras en el agua
Jorge Monteza
Cascahuesos,
Arequipa, 2011

Jorge Monteza publicó Sombras en el agua (Cascahuesos, 2011), libro que reúne diez relatos, algunos de los cuales han sido premiados a nivel local y nacional. Mi impresión general es que en los cuentos de este libro prevalece el “decir” sobre el “narrar”. Cuentos como “Illa”, “El hombre de oscuro sueño”, “El sueño” o “El parque de Joel” no seducen por la historia narrada, sino por el lenguaje y la estructura. Precisamente, las historias de Sombras en el agua se diluyen en el lenguaje y en la técnica narrativa, paradójicamente, debido a un eficiente manejo del autor sobre estos recursos. No obstante, cuando el lenguaje y la técnica desbordan la historia, el lector tiene la sensación de que la narración está ausente, que frente a él transcurren escenas inmóviles o de que el tiempo narrativo, el conflicto y o el desenlace pasan inadvertidos. Sin embargo, sería muy mezquino señalar que se trata de puro artificio.

El cuento, en comparación con la poesía y la novela, es un género que ha experimentado cambios menos drásticos. A pesar de las innovaciones, el componente fundamental del cuento es la concreción de la historia, lo cual facilita al lector identificarla sin mayor dificultad. Sombras en el agua nos muestra relatos con historias que son ampliamente “dichas”, enunciadas, manifestadas, puestas en escena, pero escasamente desarrolladas, contadas, narradas. No es la acción o el desenlace del conflicto los aspectos más relevantes de los cuentos allí reunidos, sino el despliegue de un lenguaje que en varios pasajes opaca la historia. No se entienda por ello un lenguaje preciosista, retocado o evasivo por la carga metafórica, más bien es un lenguaje como herramienta para la representación de una poética personal.

Ahora, más que señalar esto como una deficiencia me interesa comprenderlo como síntoma de una poética del cuento por la cual apuesta Jorge Monteza. La influencia de Julio Cortázar —(“El sueño” es un guiño a “Continuidad de los parques”)— explica en parte lo mencionado anteriormente. Del autor de Rayuela, se reconoce la introspección analítica en los personajes por parte de ellos mismos o de un eventual narrador omnisciente; la elección de personajes envueltos no en tragedias colectivas sino en dramas muy íntimos; y los finales suspendidos o abiertos a la reflexión de los personajes; pero sobre todo un lenguaje propio de un narrador con ganas de trascender la historia narrada.

El cuento que ejemplifica el determinismo del lenguaje sobre la realidad es “Muchacha de espejos rotos”. Si los nombres no son solo sonidos vacíos sino portadores de un sentido fundamental no debería extrañar que el objeto o el sujeto nombrado adquieran las cualidades del concepto que lo nombra. “Es que todos los nombres tienen su porqué. El agua se llama agua porque es transparente y suelta (…) la piedra, porque es pesada, y tan dura como esa «dra» (…) Rocío es gordita y bonita, la alegría brilla en sus ojos (…) Leticia es la más aseada y ordenada, sus trenzas, bien sujetadas, y sus cintas, bien blancas (…)”. El lenguaje como modelador de la realidad y de la subjetividad a manera de una cárcel, como lo sostuviera Frederic Jameson, es una de las representaciones más sugerentes que reconozco en este cuento así como en “El Sol”: “Pasó toda la noche sentado a su escritorio carraspeando frases que tachaba y volvía a escribir con el fervor de quien cree que las palabras pueden salvar o condenar”.

Parte de esta poética del cuento se relaciona con el lenguaje y la técnica narrativa, pero también con los símbolos a partir de los cuales se tejen algunos de los cuentos. Los motivos más recurrentes son el sueño, la sombra, la oscuridad y la luz. En “Illa”, la historia transcurre en un escenario nocturno y lunar. Un niño cuenta las impresiones que le suscitan el paisaje nocturno y las visiones espectrales que le sugieren las sombras lunares. Las sombras lo intimidan, lo seducen y lo animan a meditar sobre la naturaleza de estas y de su relación con las personas: “Yo sé que las sombras están al lado de uno, pero éstas, a la luz de la luna no tienen por qué estar así, pues son fantasmas (…) Si uno se queda mirándolas, el mundo desaparece en una oscuridad total y no hay cómo saber si se está penando en el limbo o si se está en la tierra como demente o demonio”. En este cuento, como en “Nos iremos” y “El Sol”, la oscuridad es un lugar seguro para los personajes, es el lugar donde se resguarda la subjetividad y el más apropiado para la introspección.

Al respecto, lo más destacado de Sombras en el agua es la representación de la subjetividad de los personajes, cualidad reforzada por la adecuada elección del narrador omnisciente en la mayoría de los relatos. En “Illa” el niño que contempla la luna y las sombras expone su intimidad, sus temores, nostalgias, e insatisfacciones; recuerda, presencia y anticipa. Algo similar ocurre en “El hombre de oscuro sueño”: el trajín laboral del día a día impide al protagonista recordar sus sueños. El deseo de detenerse a recordar lo soñado la noche anterior se opone a la tendencia mayoritaria de quienes están apresurados por llegar a tiempo a sus trabajos. Pausa vs. movimiento, reflexión vs. pragmatismo. Detenerse equivale a escapar de lo que la mayoría hace: vivir en un continuo presente sin mayor cuestionamiento y avasallar a quienes de salgan del curso general: “Quiso detenerse un momento para tomar fuerzas, pero estorba al copioso fluir de los pasos y algunos descuidadamente lo topaban (…) Nadie se detenía, nadie siquiera lo miraba. Inexplicablemente, ahora, sin que él intentara ya recordar, aparecieron imágenes del sueño”.

Jorge Monteza se muestra como un narrador seguro de una idea sobre el cuento. Es un debut auspicioso en un medio local como el de Arequipa donde la tentación de escribir confesionalmente sobre sexo, licor, drogas, rock and roll o decepciones amorosas es moneda corriente en la narrativa joven y mucho más en la poesía local reciente. Finalmente, lo que más llamó mi atención fue la manera como el lenguaje puede no sólo ser vehículo de una historia sino también representación de una poética paralela a los objetivos de la narración, o sea, alterna o distante del propósito de contar algo. Esta es la mejor lección que Cortázar y Rulfo le han legado al autor de Sombras en el agua, cuyos relatos dicen más de la idea de cuento a la que apunta Jorge Monteza que de temas o historias cautivantes por lo narrado. Sigue leyendo