Desde que Néstor Kirchner asumió la presidencia en 2003, el gobierno argentino asumió los Derechos Humanos como una política de Estado con miras a examinar lo que significó la dictadura militar. Casi en todos los espacios de discusión sobre este tema, hay el consenso de llamar «terrorismo de Estado», de manera frontal y sin atenuantes, a la acción represiva aplicada por la Junta Militar contra la población civil. Una de las medidas más emblemáticas fue la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, promulgadas durante el gobierno de Carlos Saúl Menem, por las cuales se amnistió a los altos mandos militares involucrados en procesos por violación de derechos humanos. En seguida, fueron puestos a disposición del Poder Judicial y varios de ellos han sido sentenciados. La gestión de Cristina Fernández de Kirchner ha continuado con el proceso de recuperación de la memoria estableciendo políticas que integran a los colectivos de la sociedad civil y a las instituciones del Estado y las provincias en un esfuerzo conjunto para revisar este penoso episodio de su historia reciente.
Muy diferente es la situación en el Perú post Fujimori y post conflicto armado interno. Hasta ahora ninguno de los gobiernos que sucedieron al fujimorato asumió los Derechos Humanos como una política de Estado sostenible; por el contrario, durante el gobierno aprista los procesos judiciales contra la corrupción fujimorista y los militares acusado de violar los derechos humanos cayeron en un letargo cuyo único saldo favorable fue la sentencia a Alberto Fujimori y la posterior ratificación de la misma, aunque el fantasma del indulto sigue sobrevolando los predios de la DINOES. Inclusive, varios funcionarios del Ejecutivo como Rafael Rey y Ántero Flórez-Araoz cuando tuvieron a su cargo el Ministerio de Defensa se mostraron hostiles frente a la IF CVR y a las ONGs pro derechos humanos.
La literatura no es ajena a la violencia política; ha registrado, pero de un modo diferente a las ciencias sociales, los discursos que sobre la dictadura militar y la guerra de las Malvinas circulan en el imaginario argentino en las últimas décadas. Los medios de comunicación son el lugar donde se observa con claridad cómo la Junta Militar procedía ante los textos que consideró una amenaza. Con frecuencia, aparecían comunicados oficiales a los que debía brindarse una gran cobertura en todos los diarios de la nación. En ellos se informaba de las acciones que el gobierno realizaba para combatir la subversión. Especial atención merecieron las obras literarias y los textos de humanidades y ciencias sociales.
Los militares encargados de la censura tenían una forma peculiar de distinguir la literatura inofensiva y tolerable a su criterio de aquella que consideraban propaganda subversiva. A esta última, la condición de libro no se la otorgaban fácilmente y muy a menudo ensayaban términos para jerarquizar la diferencia entre una y otra. Por ejemplo, al notificar el allanamiento de alguna vivienda o establecimiento, exhibían los libros ante los medios junto con el armamento requisado y la propaganda, pero evitaban lo más posible llamar libro a esos textos. En su lugar, los denominaban materiales, documentos o propaganda. La posesión excesiva de ejemplares de ciertos libros fue calificada como prueba incriminatoria de subversión, militancia o apología. La «abundante bibliografía subversiva» a los ojos de estos censores —que me recuerdan a los bomberos incendiarios de Fahrenheit 451 de Truffaut— era una medida muy vaga y extremadamente subjetiva.
Escritores y obras fueron criminalizados a partir de una interpretación sesgada de los contenidos. Ni siquiera la literatura infantil pudo evadir el agujero negro de la censura militar que engullía todo lo que salía a su paso, salvo si los autores se disciplinaban y seguían a pie puntillas los comunicados de la Junta Militar. Si un libro era catalogado como subversivo, ello se extendía al autor y a la editorial que lo puso en circulación. El criterio para la extirpación de obras y autores írritos para la dictadura fue el contenido de ideologías adversas a los valores más preciados de la nación: el catolicismo, la familia, la patria y la juventud , a su entender, estaban amenazados por el comunismo internacional. Marx y Freud fueron algunos de los pensadores que encabezaron las listas que los censores pesquisaban en las bibliotecas de todo el país. La depuración culminaba con el confinamiento en algún almacén pero a menudo eran incinerados en actos a los que se convocaba a todos los medios para asegurar una gran cobertura.
En 1976, se requisaron 600 libros de biblioteca de la Universidad Nacional de Río Cuarto; al año siguiente hubo una gran quema de libros de la editorial EUDEBA de la Universidad de Buenos Aires, dos años después, en Sarandí, Buenos Aires, se quemaron 1 millón de libros. Como señalé anteriormente, todos estas quemas de libros tuvieron una gran cobertura mediática. Esta fue la utilidad que la Junta Militar halló en los medios de comunicación: una vía para legitimar su accionar contra la subversión del ERP y Montoneros frente a la opinión pública, depurando la información incómoda para el régimen y magnificando sus intervenciones en pro de lo que entendían era por el bien de la nación. La persecución, secuestro y quema de libros fue el correlato de lo que sucedía con las voces disidentes. Durante el gobierno de la Junta Militar, el Estado ya no tuvo «como prioridad producir verosimilitud, sino terror ».
Los libros, en tanto corpus, fueron cuerpos reprimidos por la dictadura militar. Pero como veremos más adelante, algunos escritores convivieron armónicamente con el régimen y otros que desde la novela representaron el horror que los primeros se negaban a observar.
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