Charlie Caballero
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Estación Delirio (Lima, Random House, 2019) de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956) narra las vivencias de Anne Kahl y su gran amiga Silvia Olazábal Ligur en Arequipa y en diferentes ciudades de Europa. A estas líneas argumentales se suma una subtrama sobre el erudito coleccionista de arte y erudito psiquiatra Curtius Tauler, propietario y director de una clínica psiquiatra donde trata a mujeres que padecen alguna enfermedad mental. La novela aborda temas como la relación entre arte y locura, la sororidad (sisterhood), la cuestión del género, los prejuicios sociales y el cosmopolitismo.
Aunque los dos personajes femeninos son protagonistas en sus respectivas tramas, la historia del doctor Curtius Tauler destaca por las reflexiones que suscitan sus peculiares tratamientos y su conocimiento del arte. Psiquiatra y artista, Tauler es dueño de una importante colección de arte moderno. A través del manuscrito de Anne Kahl, quien fuera su asistenta durante varios años, y de la lectura de este documento por Silvia Olazábal, se revelan variadas facetas de este personaje. Básicamente, deconstruye la locura, a la cual considera un efecto del discurso, hipótesis planteada por Michel Foucault en Historia de la locura y El nacimiento de la clínica; en otras palabras, Tauler, lo mismo que Foucault, entiende que la “locura” es una construcción discursiva de la psiquiatría que en vez de ayudar a la recuperación del paciente, retroalimenta si es que no crea la “enfermedad”, por lo cual la cura consistiría en que el paciente aprenda a convivir con su dolencia en libertad, no en reclusión, es decir, redefine la cura en el sentido de construirse un nuevo relato sobre sí mismo.
Tauler desarrolla una biopolítica de la locura. Considera que el enfermo mental ha sido instrumentalizado como un recurso para que avance la ciencia psiquiátrica sin importar el costo que ello tuviera en los pacientes, los cuales progresivamente pierden su humanidad hasta convertirse en objetos de estudio. Visto así, desde la perspectiva de Tauler, la locura es resultado de un tratamiento que tuvo como propósito la cura del paciente. Las intervenciones de Tauler sobre la violencia del saber científico extienden los vínculos a Vigilar y castigar.
La historia de Tauler cautiva por el proceso de sus estudios de psiquiatría, la historia del tratamiento de las enfermedades mentales a fines del siglo XIX e inicios del siglo XX y las innovaciones que introdujo en su clínica, influido, lo deja entrever Anne Kahl, por su vena artística, la cual lo impulsó a ser creativo en la aplicación de tratamientos para enfermedades mentales. De allí se desprende una reveladora analogía: la psiquiatría como el arte de modelar pacientes cual obras humanas. Por ello dispuso que la liberación de sus pacientes sería lo mejor para ellas. Anne era la más indicada para cumplir la tarea asignada, ya que tuvo una base para comprender a Tauler debido a la lectura de un ensayo del sociólogo Thomas Scheff para quien “no era el trastorno mental lo que conducía a la etiqueta de enfermo mental, sino viceversa, la etiqueta estigmatizadora terminaba por generar el mal” (p.201). Este libro y su experiencia en la clínica de Tauler le enseñaron la importancia de historizar al sujeto de la locura en vez de definirlo mediante una enfermedad.
Esta historicidad supone descorrer la enfermedad del paciente a modo de un relato hasta encontrar el nudo que la originó. Cada una de las mujeres tratadas en la clínica Tauler tiene una historia personal cuya base común es la opresión masculina como agente de su trastorno, opresión no coercitiva sino percibida como natural o necesaria hasta que experimentan una revelación que las libera, pero al costo de enloquecer. Siguiendo este hilo, la excepcionalidad de Anne reside en que haber trabajado para Tauler le cambió la perspectiva sobre los otros y sobre sí misma, superó satisfactoriamente su última separación matrimonial, se dedicó a una actividad más edificante que la salvó de la locura, a diferencia de las mujeres que vio en la clínica, las cuales enloquecieron por la insana influencia de los hombres que tuvieron al lado.
Los vínculos afectivos entre Anne y Silvia son representativos de una fraternidad femenina leal, alegre, atenta, cariñosa, solidaria y cómplice, característica de las mujeres representadas en esta novela. Silvia actúa como mediadora de la voz de Anne, quien tardíamente se dedica a cultivar su talento artístico. Algunos pasajes sugieren que la novela es en parte la narración del manuscrito legado por Anne Kahl a Silvia en una carpeta que contiene collages, escritos y fotocopias de informes psiquiátricos. Anne eligió a Silvia para que dé el acabado final a una obra inconclusa. Asimismo, esta arequipeña cosmopolita se compromete a velar por el bienestar de Felícitas, hija de su entrañable amiga; y Anne atiende esmeradamente a las pacientes a quienes acompaña para que retomen sus destinos de vida.
La recargada sintaxis en varios pasajes traba una lectura que pudo ganar más en fluidez eliminando algunas construcciones oracionales excéntricas. “Csillagom” es un capítulo que no aporta sustantivamente a las tramas de la novela. Silvia Olazábal sigue siendo en esencia el mismo personaje desde La falaz prosperidad: errante, cosmopolita y atribulada. Así como en Nada que declarar fue la voz de una mujer víctima de explotación sexual en Europa, en Estación Delirio otra mujer la elige para que cuente su historia. La visión psiquiátrica de Tauler, las sumillas clínicas de sus pacientes y el aprendizaje vital de Anne cuentan entre lo más memorable de la última novela de Teresa Ruiz Rosas.