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ESCRITURA CREATIVA: UNA APROXIMACIÓN

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El aporte de un taller de escritura creativa a la formación de un escritor es una discusión que suele concentrarse mayormente en el ámbito de la escritura literaria de ficción. Por ello es que muchos de los que se dedican a la creación poética, narrativa o dramática cuestionan estos talleres o, en el caso de que los dirijan, los recomiendan. Sin embargo, cabe preguntarse si la creatividad es un patrimonio de la escritura literaria, entendiendo “literaria” en la acepción más corriente: como ficción. En Confesiones de un joven novelista, Umberto Eco señala que los Escritos de Lacan lucen tan creativos y sugerentes como un relato de aventuras; del mismo modo, la correspondencia de los más grandes genios de la ciencia ha mostrado, una vez revelada, que también disponían de enormes recursos creativos para la expresión escrita. ¿Por qué la obra de Dante, Cervantes, Shakespeare y Góngora se admite sin más como evidencia de escritura creativa y no así los ensayos de Montaigne, Roland Barthes, Maurice Blanchot, Jacques Lacan y Jacques Derrida? Para Eco la creatividad es posible en cualquier manifestación escrita sin perjuicio del saber que lo enuncie. Así, una carta, un ensayo, un cuento, una monografía, etc. podrían apelar a ciertos recursos de expresión escrita que los revistan de un lenguaje creativo, es decir, sugerente, metafórico, pleno de giros, analogías y comparaciones que refuercen, cuando no, amplifiquen la diversidad de significados posibles. En este sentido, un taller de escritura creativa no tiene por qué estar necesariamente dirigido a la formación de cuentistas, novelistas, dramaturgos o guionistas, sino a todo aquel usuario del lenguaje escrito interesado por un cierto tipo de registro textual que considera importante conocer y dominar.

Otro punto que suscita discusión es si realmente se puede enseñar a alguien a escribir creativamente. Para los convencidos de que el talento artístico es resultado de un genio creador, de una musa inspiradora o de alguna entidad sobrenatural externa al escritor es complicado admitir que alguien sin talento pueda lograr mediante el aprendizaje sistemático lo que ellos habrían adquirido de modo “natural”. Lo paradójico es que cuando estos genios de la palabra escrita dan testimonio de su proceso creador insisten en dejar lecciones a los novatos. O sea, si se trata de discutir la validez de un taller de escritura creativa, sostienen que allí de ningún modo se podría aprender a escribir; sin embargo, frente a un auditorio real, imaginario o simbólico ofrecen verdaderas clases magistrales sobre lo que deberían hacer quienes desean ser poetas o cuentistas. Ante cada testimonio semejante, siempre hallaremos un contratestimonio: Picasso era de la idea que la inspiración debe encontrar al artista trabajando; para Faulkner el esfuerzo y la constancia trascendían mucho más que la inspiración. Aunque un taller de escritura creativa lleve tal nombre, su objetivo primordial no debería ser formar escritores creativos sino incentivar el hábito de corregir lo escrito. En Taller de corte y corrección, Marcelo Di Marco advierte la importancia de esta precisión: quizá no sea posible enseñar a escribir, pero sí enseñar a corregir.

¿Y acaso no será que la proliferación de estos talleres obedece fines meramente lucrativos? La profesionalización de la escritura creativa mediante centros de formación académica, cursos de extensión universitaria o talleres en centros culturales demuestra que una institución responsablemente comprometida con la continuidad del taller debe invertir en infraestructura, publicidad, profesores y, eventualmente, en publicaciones. Inversión, si es que no gasto, pues si la rentabilidad no es sostenible en términos económicos, el primero en sufrir las consecuencias es quien ofrece el taller y, al mismo tiempo, los interesados en asistir. Un “taller” de 3 horas impartido sobre la marcha durante dos días, aunque fuera por el más célebre de los escritores actuales, no es en modo alguno un taller: podrá ser una conferencia magistral, un acopio de testimonios o confesiones de parte, una invitación a la escritura (o a la adquisición de su último libro, lo cual en realidad suele ser), pero no un taller, ya que este implica la participación activa del asistente en un hacer, y no la simple escucha. Por un evento así es claro que no habría por qué pagar; sin embargo, si se trata de varias sesiones semanales con frecuencia interdiaria, una plana docente experimentada, materiales de aprendizaje útiles y una certificación, la gratuidad condenaría al taller a la muerte por inanición, salvo que se disponga de un generoso y desinteresado presupuesto e instalaciones; que algún filántropo de las artes y letras lo financie; o que baste con la idea de que el taller es una reunión donde se intercambian conocimientos, anécdotas y libros (no son pocos los que confunden taller con grupo de lectura o club de amigos). Si se lo concibe así, definitivamente, tampoco habría que pagar. En consecuencia, en lugar de exigir gratuidad, convendría exigir que las actividades, materiales, saberes, espacio e idoneidad de quien lo ofrece estén a la altura de la inversión solicitada.

Finalmente, no falta los que desestiman un taller de escritura creativa porque quien lo dicte no sea propiamente un escritor con cierto prestigio, un número regular de publicaciones, premios que avalen la calidad de sus obras y con cierta trayectoria en el medio donde se desenvuelve. Recuerdo que cuando la Universidad Nacional Mayor de San Marcos inauguró la primera y única Maestría en Escritura Creativa en el Perú, anunció que su plana docente contaría con la presencia de Alfredo Bryce Echenique. Es muy posible que buena parte de quienes ingresaron a esta especialidad —que solo se mantuvo vigente durante 4 años— lo hayan hecho esperanzados en ver al autor de Un mundo para Julius frente a frente, charlar con él en los pasillos, tomar un café luego de clases o, armados de valor, compartirle algún escrito propio. Pues ni Bryce se asomó por la maestría, ni esta existe actualmente. Ciertamente, este no es el derrotero de todas las instituciones que anuncian la presencia de un escritor famoso, ya sea como parte de su plana regular o como invitado para una sesión. No obstante, aunque parezca obvio, no es suficiente con que un escritor famoso por la acogida de sus publicaciones dirija un taller de escritura creativa. Sí lo será que escriba, y también que lea críticamente. (Atiéndase con rigor a la siguiente observación que será motivo de otro artículo: escribir y publicar son dos decisiones totalmente distintas). Que sus apreciaciones sobre los escritos que evalúa contribuyan al desarrollo de competencias observables. No basta encandilar a la asistencia con anécdotas sobre escritores que los marcaron en la adolescencia ni sobre aquellos que son sus amigos íntimos, compañeros de aventuras y correrías nocturnas. Hay que retroalimentar con propiedad y rigurosidad.

En suma, un taller de escritura creativa no forma novelistas, cuentistas ni poetas; no enseña a escribir sino a corregir; requiere una inversión económica que lo haga sostenible y ello cuesta dinero; y más que un escritor reconocido, es indispensable un escritor-lector-crítico que nos brinde apuntes claros y precisos sobre nuestros avances en materia de escritura.

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Creación literaria. Diego Cabrera

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IMPRESIÓN CAPITAL

Diego Cabrera
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas

Advertencia: El presente texto pretende ser un reflejo visceral, pero también meditado de la relación que tengo con la ciudad en la que nací y crecí. El elemento privado e íntimo no está dado por el formato requerido por el taller (un diario), sino por los elementos vitales que lo componen. De ahí que este sea más una suerte de catarsis personal que está influida por mi educación, costumbres y experiencia que una especie de bitácora programática.

La vida nos confronta diariamente a una dialéctica de la cual la ciudad no escapa. En el caso de nuestra urbe, un diálogo que es propio de los sordos y más aún de los necios: aquel que nos somete a la nostalgia y la melancolía, a la reverberación más pura y a la imagen más pagana -y por ende más vital y verdadera-, pero sobre todo a la experiencia de crecer en medio del caos y la informalidad con indulgencia y permisividad. Se trata de un diálogo particular, ciertamente hipócrita, en el cual una de las partes de queja de la otra pero al mismo tiempo la aplaude e incentiva. Es esa dinámica esquizofrénica la que posibilita el éxito de los Polvos, los Quilcas, la situación de nuestro transporte público y la corrupción de la policía nacional por poner solo algunos ejemplos. Y es que así como Lima, la Ciudad de Los Reyes –y también “de los Chávez, de los Quispe…”), nos permite vivir como reyes si tenemos algo de dinero en el bolsillo, suficientes agallas y poca conciencia, también nos arremolina y, al hacerlo, devela nuestro lado menos amable y civilizado, y termina confrontándonos como hienas hambrientas que ven en el otro a su presa.

Pero, contrario a lo que piensan aquellos que añoran en silencio los años previos a la reforma agraria, cuando los cultores de la economía estamental reproducían practicas colonialistas que, por sobre todo, atentaban contra la dignidad de los peruanos indígenas, ese arremolinamiento y sus secuelas no llegaron durante lo que Matos Mar vino a llamar el “Desborde Popular”, sino que comenzaron a erosionar a medida que se iba consolidando el proceso de migración del campo a la ciudad, a medida que una parte del pueblo se empezó a ‘capitalizar’, es decir a integrar, en especial a partir de la década del noventa.

Paradójicamente, paralelo a la reinserción económica de nuestro país, una vez adoptadas de forma explicita las políticas neoliberales, y posterior a su despegue macroeconómico, los especialistas empezaron a hablar de una reconciliación entre las elites empresariales y los sectores más marginados de la sociedad (para fines socioeconómicos, el caso del MegaPlaza Norte serviría de contundente ejemplo), de un acercamiento que con el tiempo derivaría en la ansiada empatía social, siempre y cuando el Estado sea capaz de redistribuir con mayor eficacia los recursos que el nuevo modelo le permite acumular, pero la realidad nos demostraría lo contrario, dando lugar al escepticismo y la desazón (acá podemos mencionar los recientes casos de Bagua y Andahuaylas como ejemplo de que el mentado acercamiento siempre entraña algún interés económico y no una verdadera vocación social).

El problema es complejo y esta Lima de cielo ‘panza de burro’, superficie árida y edificación cada vez más vertical, cuyos pobladores son tan emprendedores como conformistas, cálidos en el trato con el extranjero pero malcriados en sus maneras con sus compatriotas, esta ciudad supersticiosa pero también devota, masoquista en los deportes, sincrética en sus colores y formas y deliciosa en sus sabores, esta capital que es chicha pero también limonada y sobre todo arroz con leche y mazamorra morada, aeropuerto y platos siete colores es el epicentro de esa complejidad.

De ahí que me sienta zarandeado y tironeado por su devenir, agobiado y triste por su aparente destino (decir que el sino de nuestra nación depende exclusivamente de sus dirigentes es un facilismo que pretende exculpar a una ciudadanía, por ahora, poco dispuesta a entender el hecho de ser peruano, o de ser limeño que para nuestra perspectiva capitalina, o sea centralista, vendría a ser lo mismo), pero a la vez privilegiado y feliz por acogerme en su seno.

Tengo la fortuna de pertenecer a una generación en la cual los valores no solo se formaban de manera virtual, por intermedio de teclados, a través de pantallas y a costas de clicks. He disfrutado cuando de niño acompañaba a mi madre al mercado y las fruteras que se encontraban de camino nos regalaban, gracias a mis ‘quecos’, parte de su mercadería, cuando tomaba jugos surtidos o engullía las afamadas yuquitas de Balconcillo y tuve la dicha de haber frecuentado, parroquianamente y gustosamente, el Palermo original de La Victoria todos los domingos acompañado de mis padres; en casa tuve fiestas infantiles con payasos, magos y animadoras de verdad, no de las que te improvisan en los restaurantes de comida rápida, al lado de artificios monótonos que pretenden reemplazar a los memorables columpios, subí bajas y ruedas de antaño; pude ver Cobra, Robotech y a los Transformers que valen, a Yola, al Nubeluz de Almendra y la desaparecida Mónica Santa María, Super Campeones, Los Caballeros del Zodiaco, vi luchar a Stone Cold Steve Austin y al mejor Shawn Michaels y coleccione álbumes de Navarrete cuando solo las mejores figuritas eran adhesivas, cuando era raro que te vendan los álbumes ‘llenos’; en la calle, he pichangueado en la pista y luego en el parque, jugué Bata, Lingo, Matagente, Callejón Oscuro, Paredón, Perú Fútbol, Tumbaditas, Vale Todo, Vencidas y también juegos más inocentes como Escondidas, Chapadas, Siete Pecados, Encantados al lado de otros más atrevidos como Botella Borracha o Strip Poker; he ido al Play Land Park, a la Feria del Hogar de los Grandes Estelares, pese a que no pude ir, porque tan solo tenía cuatro años, a ver al mejor de todos (el que presentó a Héctor Lavoe en el 86), me pude subir al Tagada, al Zipper, a casas del terror torrejas y montañas rusas decadentes; me envicie jugando Street Fighter en consolas gigantes mientras conocía a la gente de mi barrio adolescente -¡por eso extraño las tiendas de video juegos!-; he toneado con toldos de los cuales se sostenían luces y cortadoras que hoy me parecen ‘pacharacas’, obsoletas y anacrónicas, tonos en los que pude bailar al son de Disc jockey´s antes que les digan Dj’s, cuando surtían la bandeja de discos de sus equipos de música con ritmos que iban más allá del reggaeton, la pachanga y el abominable latin pop; también pude jugar carnavales a ‘la mala’ sin que los tombos -no los serenos- me persigan, he comerciado con mi ropa en el Ovalo Gutierrez, he apostado chelas en el Taco del frente de la Católica, he ganado six pack’s en el fúlbito de mano de la plazoleta de la playa Santa María -aunque eso les haya costado a mis amigos una paliza, de la que me salvé de casualidad, en el Club del balneario-, he canjeado ropa vieja por cebiches en el Silencio, he jugado ‘cachito’, ‘prende y apaga’, ‘Callao’ y juegos de mesa palpables al son de Cabitos, Pomalcas Light y Cartavios Limón; he mataperreado.

Por todo eso, hoy me siento un hijo bastardo de esta Lima progresista y tecnificada. No entiendo de iPod’s, iPhone’s e iBook’s, mucho menos de Mac’s o los programas de diseño que tan bien dominan los más jóvenes; sin decirlo, prefiero las cámaras de rollo a las digitales, también tomar Pisco puro por encima de sus amaneradas versiones sour; y estoy seguro que, de tener la oportunidad, más disfrutaría de jugar nuevamente World Cup con mis amigos que el comunal Winning Eleven; confío más en mi colchón que en el banco para guardar mi dinero y descreo de las tarjetas de crédito pese a que tengo, en verdad por obligación, algunas.

No creo que ser un marciano al pensar de esa manera. Estoy seguro que gran parte de los jóvenes nacidos hasta mediados de los ochenta comulgan en mi sentir respecto a esta ciudad cuyos cambios (climáticos, sociales, culturales, económicos) nos afectan con violencia sin menguar un ápice el inmenso cariño que sentimos por ella.

Lima, 03 de julio de 2009
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