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LOS CUERPOS POLÍTICOS DE AIRA

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Publicado en Semanario Vistaprevia, Arequipa, 7 de marzo de 2016

Los cuerpos políticos de Aira

Entre las principales características de la narrativa de César Aira (1949), Djibril Mbaye destaca la escritura fragmentaria, lo metaficcional, el aire surrealista, el protagonismo de los personajes marginales y la transgresión de los límites entre géneros literarios, todo ello enmarcado dentro de lo que se podría denominar narrativa postmoderna.

En La guerra de los gimnasios (1993), Ferdie Calvino, un adolescente a quien lo anima el propósito de infundir «temor a los hombres y deseo a las mujeres», es testigo, durante sus entrenamientos, de una guerra insólita entre el gimnasio Chin Fú y el Hokkama. Un gigante que camina por el barrio de Flores en Buenos Aires, demonios enloquecidos al acecho de los fisioculturistas del Chin Fú, el joven Ferdie volando aferrado a un cisne, etc., podrían delinear, aunque apresuradamente, un relato propio del realismo mágico. Pero en esta, como en otras novelas de Aira, no es la coexistencia entre lo sobrenatural o fantástico con la realidad más básica lo distintivo de su peculiar realismo, sino la coexistencia entre lo inaudito y lo banal narrados como si se tratara de un acontecimiento habitual.

Detrás de la confrontación entre ambos gimnasios, se advierten las disputas ideológicas que dominaban el panorama social, político, económico y cultural en la Argentina de los noventa. El aire modernizador del neoliberalismo arremetió con violencia contra todo vestigio del pasado, incluso con la memoria reciente de la dictadura militar. Mirar al pasado no era la opción, sino clausurarlo y mirar al futuro. Los reacomodos al interior de los partidos políticos tradicionales, su fragmentación y la posterior emergencia de nuevos movimientos sociales de base dieron lugar a enfrentamientos entre antiguos aliados. De este modo, la «guerra» es el discurso del combate ideológico que exige un entrenamiento constante a sus prosélitos.

Otro disputa ideológica de la época se relaciona con una nueva ética del trabajo que, a su vez, comporta una nuevo régimen de control político sobre los cuerpos. El gimnasio, la máquina y el entrenamiento son trasuntos de las ideologías, sus instrumentos y sus procedimientos. El cuerpo sometido a un riguroso entrenamiento es una metáfora de la máquina. Es el cuerpo-máquina cuya simbiosis es la clave del hedonismo posmoderno: se trabaja en el centro laboral; se entrena en el gimnasio; el cuerpo necesita de la máquina para cultivarse; la máquina necesita del cuerpo para activarse; la máquina cultiva el cuerpo; el cuerpo echa a andar la máquina. Así, la perfección corporal radica en el grado de semejanza entre el cuerpo y la máquina. Esa perfección es obtenida mediante el trabajo-entrenamiento. Un cuerpo perfecto es aquel capaz de emular las funciones de una máquina hasta convertirse íntegramente en un autómata.

La semiosis que explica el argumento de La guerra de los gimnasios gira en torno a las oposiciones entre cuerpo/máquina y trabajo/entrenamiento. La máquina civiliza al cuerpo. Cultivarlo es civilizarlo mediante el trabajo. El trabajo civiliza ese territorio salvaje que es el cuerpo informe. Así como la división del trabajo asignó funciones específicas a los trabajadores, el entrenamiento dispuso de rutinas aplicadas periódicamente para doblegar la resistencia de los cuerpos. Esa es la biopolítica dominante dentro de la sociedad industrial: cuerpos cultivados disciplinadamente para trabajar. De este modo, así como el sujeto hedonista posmoderno dispone de tiempo para cultivar físicamente su cuerpo, el trabajo entrena los cuerpos para que rindan al máximo.

Esta relación avanza un estadio más en la sociedad posindustrial. Si bien la ética del trabajo en la modernidad consistía en ahorrar, conservar, prolongar la utilidad de los productos, en grandes inversiones a largo plazo, relegando el hedonismo físico, existía allí un germen básico que luego echaría frutos: el placer del trabajo según el cual no solo deberían ser placenteros los goces subsidiarios del trabajo sino el trabajo en sí mismo. En una nueva sociedad donde el trabajo sea adictivo tanto como el cultivo físico del cuerpo, será más sencillo reducir la brecha entre las demandas vitales y las placenteras, lo cual deviene un sujeto dócil ante el discurso que le exige, por ejemplo, trabajar en lo que sea, bajo cualquier condición con tal de simplemente «trabajar». Así, ya no importa si las tareas y la frecuencia se incrementan, pues ello será, supuestamente, en beneficio de su entrenamiento o para acumular experiencia. ¿No son los empeñosos fisioculturistas del Chin Fú y el Hokkama la vívida muestra de ello?: «Su idea era actuar como un autómata y dejar que la perfección viniera a él insensiblemente, con naturalidad».

La novela de Aira incide muy sugestivamente en los modos de expansión y las secuelas del discurso neoliberal: si un sujeto adquiere la convicción de que existe una forma de obtener placer (aunque fantasmática) tanto en los medios como en los fines, se entregará por completo, a pesar de que, en realidad, el placer en los medios esté condicionado por el placer en los resultados. La traducción de esto en términos más prosaicos es que dentro del horizonte neoliberal, recibimos una remuneración por un trabajo nada satisfactorio, o lo peor, estamos tan condicionados por los resultados que no llegamos a distinguir si nos agrada o no, o si solo lo necesitamos para obtener algo que sí anhelamos. Si el fisioculturista que no cesa de entrenar, aunque el entrenamiento sea por momentos doloroso, conserva la esperanza de contemplar, en el futuro próximo, un cuerpo cultivado, el «derecho de piso» es el primer escalón en la ruta hacia el éxito laboral.

Leer a Aira plantea un desafío insoslayable desde las primeras líneas: la suspensión total de nuestras certezas sobre la novela. La guerra de los gimnasios es un buen ejemplo de ello.