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LOS JUEGOS VERDADEROS. LA REVOLUCIÓN DEL LENGUAJE

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Charlie Caballero
ccaballerome@unsa.edu.pe

Desde su publicación hasta el presente, Los juegos verdaderos (La Habana, Casa de las Américas, 1968) ha sido una novela esquiva para la crítica literaria nacional. Abundan semblanzas, anécdotas, notas y breves reseñas a partir de la reciente reedición (Arequipa, Surnumérica, 2017), pero toda la producción escrita en torno a la única novela publicada por Edmundo de los Ríos insiste en el autor y evade la novela, excepto por anotaciones superficiales y lugares comunes sobre su peculiar estructura y las ideas revolucionarias que motivan al narrador personaje. Las reseñas periodísticas en los principales medios de Lima y provincias han sido las que menos han contribuido a la comprensión o valoración de esta novela, porque anteponen la prisa por comentar una publicación, la sensiblería y el elogio mancomunado al desarrollo de una apreciación crítica.

 La tesis de Marcos Vilca Aproximaciones a la génesis y la estructura de la novela Los juegos verdaderos de Edmundo de los Ríos (Arequipa, UNSA, 1997) es el único trabajo académico de largo alcance elaborado en el Perú. Se trata de un minucioso análisis narratológico que da luces sobre el espacio, el tiempo, los personajes y los usos retóricos del lenguaje. Si este trabajo se publicara, adecuando su escritura para un lector general, constituiría una importante introducción a la novela de Edmundo de los Ríos. El coloquio 50 años de Los juegos verdaderos de Edmundo De los Ríos” (2018) también congregó importantes trabajos académicos de crítica literaria elaborados por estudiantes de la Escuela de Literatura y Lingüística de la UNSA.

Respecto al tema de la revolución, la mayoría de los comentarios, notas y reseñas subrayan la impronta de los movimientos revolucionarios de izquierda en los años sesenta como punto de partida para comprender la novela, pero ignoran el protagonismo del lenguaje, la subjetividad del personaje y su correlación con el desencanto ante la utopía revolucionaria. Desde esta perspectiva, Los juegos verdaderos desarrolla una poética del cuerpo fragmentado (textual, ideológico y físico), según la cual la fragmentación de la estructura narrativa y del lenguaje anticipa la fragmentación de la ideología política y, seguidamente, la fragmentación del cuerpo que la enuncia.

Lo revolucionario en esta novela no radica en la evocación de una época convulsa en América Latina ni en la resonancia de los ideales de la Revolución Cubana en la juventud latinoamericana sino en el uso del lenguaje como instrumento para deconstruir una utopía revolucionaria que se ofrece como único camino para alcanzar la liberación. Esta utopía, tal como se representa en la novela, no admite fisuras ni disensos, es totalitaria en el sentido de su homogeneidad. La novela nos narra la consecuencia inevitable de un discurso totalitario en los sujetos que la enunciaron con devoción y sin espíritu crítico: la fragmentación de la utopía revolucionaria y su impacto en la fragmentación física y psíquica del narrador personaje, quien no tiene un nombre propio. Esta carencia sugiere un vacío de identidad ocupado por la utopía revolucionaria.

También se ha obviado el análisis de los personajes femeninos. Diana y la Mica representan dos discursos opuestos sobre la mujer, enunciados desde la masculinidad. Diana es angelical, divina, distante y pura; la Mica es animalesca, pecadora y mundana. Ambas son objeto de deseo, pero no sujetos de deseo. Diana es idealizada por el narrador personaje, puesta al margen de toda circunstancia adversa. Pensar en Diana implica abstraerse de una realidad nefasta, aunque siempre será solo una promesa. La Mica es el retorno a lo sórdido de la realidad, la evocación de los instintos más básicos y de que nunca es más humano que cuando se rinde ante el deseo realizado con la Mica. Una lectura política de esta dualidad nos lleva reflexionar sobre cuál de las dos representaciones es la más revolucionaria: la búsqueda de un ideal que nunca llega o el encuentro con la realidad que siempre se tiene al alcance. La primera conduce a una eterna lucha por un ideal que nunca se materializa. El narrador personaje se solaza en el recuerdo de Diana, pero en realidad sufre el desgaste de no alcanzarla a plenitud. La segunda conduce a un placer desenfrenado, sin remordimiento ni sufrimiento. La Mica es suya cuando y como quiere.

Si lo revolucionario corresponde al ideal proyectado por Diana, el destino del sujeto revolucionario está condenado a la fatalidad; si corresponde a la Mica, el sujeto revolucionario tendría que abandonar el sacrificio, la renuncia, el sufrimiento e incorporar el placer y todo aquello que lo hace humano para tener alguna oportunidad de realizar su revolución. Así, la Mica representa el discurso ignorado por la utopía revolucionaria que demandó de los sujetos de la revolución una fidelidad absoluta por la consecución de la misma, la cual se sostenía en el deseo, es decir, en la promesa de su realización. Diana es el discurso del sujeto revolucionario que lo sacrifica todo por el ideal; la Mica es el discurso del sujeto revolucionario que se entrega a lo que realmente quiere.

Los juegos verdaderos requiere una urgente y atenta lectura que trascienda al autor y avance sobre la discusión de la novela, por ejemplo, una edición crítica. Las ediciones de Los locos caballos colorados y El mutilado ecuestre deben ir precedidas por un estudio previo. Este es el mayor homenaje que podemos dispensar a Edmundo de los Ríos.

FICCIONES FUNDACIONALES

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Belisario Llosa y Rivero
El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa

Mario Rommel Arce Espinoza
Arequipa, 2014
Cascahuesos

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El siglo XIX fue crucial en la formación de la idea de nación en América Latina. El romanticismo latinoamericano en sus vertientes histórica, social y política tuvo en la novela a un género que contribuyó sustancialmente al diseño de estas ideas. Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento; Amalia (1855), de José Mármol; María (1867), de Jorge Isaacs; Clemencia (1869), de Ignacio Manuel Altamirano; Martín Rivas (1892), de Alberto Blest Gana; El matadero (1871), de Esteban Echevarría, entre otras, son algunas de las novelas más emblemáticas de este periodo.

Asimismo, el siglo XIX fue escenario de la confrontación entre las ideas políticas que regirían los destinos de las nacientes repúblicas latinoamericanas en el siglo posterior: liberalismo, conservadurismo, socialismo, anarquismo, indigenismo y nacionalismo fueron el marco ideológico de encendidos debates protagonizados por un creciente sector de ciudadanos ávidos de participar en la opinión pública, esa esfera deliberativa que congregaba a todo aquel que formando parte de la ciudad letrada sentía la necesidad de asociarse libremente con sus pares ideológicos en torno a partidos políticos y círculos literarios principalmente. La intelligentsia más notable de las metrópolis latinoamericanas, desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, fue configurando entre mediados del XIX e inicios del XX una sociedad de opinantes, entre académicos y autodidactos, con gravitante influencia en las masas letradas.

En estas coordenadas se sitúa parte de la genealogía literaria trazada por Mario Rommel Arce (Arequipa, 1971) en su libro Belisario Llosa y Rivero. El primer escritor de la familia Llosa de Arequipa (Cascahuesos, Arequipa, 2014). El texto tiene dos partes: en la primera, el autor se remonta a los primeros ancestros de Mario Vargas Llosa, quienes procedentes de España se instalaron en Arequipa promediando el siglo XVIII. Rommel Arce anota que distinguidos miembros de la familia Llosa, a lo largo de sucesivas generaciones, ocuparon cargos importantes en la función pública, y en otros casos, se dedicaron a las letras. Justamente, Belisario Llosa —bisabuelo de Mario Vargas Llosa y autor de la novela Sor María— es el motivo central de su investigación. Seguidamente, expone una breve sumilla de la trayectoria de Mario Vargas Llosa. La segunda parte reúne tres textos de Belisario Llosa: un discurso pronunciado en 1881 en la Universidad Nacional de San Agustín con ocasión del inicio del año académico; la novela corta Sor María (1886), premiada en el concurso internacional del Ateneo de Lima; y un ensayo titulado «El genio y el gusto» (1886), leído en una velada literaria realizada en el Ateneo de Lima.

Sor María narra la desventura amorosa de dos jóvenes, Carlos Mare y María Laran. La historia transcurre en París, Lima y Arequipa. Se trata de una novela corta que contiene los motivos centrales de la novela romántica: la mujer virtuosa, ángel del hogar, que deviene monja piadosa luego de una decepción amorosa; el hidalgo caballero que acude al rescate de damas desprotegidas; la separación de los amantes producto de circunstancias fuera de su control; el exilio voluntario del o de la amante que se considera abandonado; el reencuentro en otra ciudad lejana luego de muchos años y peripecias; la fatalidad, ya sea la ruina moral o económica que agobia a los amantes, como digno de un degradación progresiva; el desenlace fatal que los reúne; y el enfoque de un narrador testigo que confiesa haber recibido el relato de primera mano. Es llamativo que los mejores momentos de la pareja hayan tenido lugar en París durante su niñez y albores de juventud y que a medida que maduraban acaecían mayores desgracias, las cuales no cesan sino se incrementan luego del reencuentro; como también es singular que estas circunstancias acontezcan en los márgenes de Europa, es decir, en Lima y Arequipa, en momentos que las nacientes repúblicas latinoamericanas libraban guerras internas por el poder. Y si bien el tópico dominante es el idilio propio de la novela romántica francesa, a diferencia de María, de Jorge Isaacs, la naturaleza americana no adquiere un protagonismo central en el relato de Belisario Llosa; y en contraste con Amalia, de José Mármol, no son las ideas políticas el contexto que rodea a los amantes.

Los capítulos correspondientes a los ancestros de Mario Vargas Llosa —y propiamente a Belisario Llosa— suscitan reflexiones que trascienden el valor histórico de la genealogía de los Llosa. Pues el mayor aporte que encuentro en el libro de Rommel Arce no está en tal genealogía sino en la relación entre literatura y política. Indagar en tales relaciones yendo más allá de la trayectoria de una familia distinguida con la finalidad de examinar cómo se fueron configurando las ideas políticas y las discusiones literarias en la Arequipa del siglo XIX y qué tanto subsisten hoy algunas «ficciones fundacionales» —empleando el término de Doris Summer— sobre la identidad arequipeña y su peculiar idea de nación, es un desafío mayor que no debemos soslayar. No obstante, es significativo el aporte de Rommel Arce en lo concerniente a la publicación de los tres textos de Belisario Llosa que de otra forma no estarían al alcance del público masivo.

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TESTIMONIOS SUBALTERNOS

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Publicado en Revista Latinoamericana de Ensayo Critica.cl

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La narrativa de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956), escritora radicada hace varios años en Colonia, Alemania, ha obtenido reconocimientos en importantes certámenes internacionales como la final del Premio Herralde 1994 para su primera novela, El copista (Anagrama, 1995) y el Premio Juan Rulfo en 1999 para su relato Detrás de la calle Toledo (Antares, 2004). Posteriormente, El retrato te ha deslumbrado (Free Penn, 2005), publicado en español y alemán, reunió su producción cuentística. Con La falaz prosperidad (San Marcos, 2007) y La mujer cambiada (San Marcos, 2008), la escritora arequipeña retornó a la novela hasta llegar a su más reciente publicación de largo aliento, Nada que declarar (Tribal, 2013).

Silvia Olazábal Ligur —personaje que en La falaz prosperidad evoca su experiencia europea y las penurias que ha atravesado desde entonces— reaparece en la última novela de Teresa Ruiz Rosas. Ahora se narra un momento un tanto más confortable de su vida, aunque no exento de situaciones igualmente penosas para esta joven traductora arequipeña residente en Alemania hace un par de décadas. Nada que declarar cuenta, por un lado, la historia de Silvia Olazábal, embarcada en la tarea de escribir el testimonio de Diana Postigo (Dianette Pöstges), una muchacha limeña que, bajo la promesa de una vida mejor, viajó a Alemania donde fue obligada a ejercer la prostitución en la ciudad de Düsseldorf. Por otro lado, la novela contrasta la experiencia europea de ambas mujeres, en lo concerniente al hecho de ser mujer y latinoamericana en Europa, así como un sutil contrapunto entre los avatares de la traducción y el meretricio. Otros relatos que alternan con los anteriores tratan sobre el erudito arequipeño Gastón Solís —conocido como «El Hombre de los Libros Rojos», famoso por haber publicado numerosas ediciones piratas de importantes pensadores alemanes, entre ellos las de Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y Max Horkheimer— cuya vida Silvia también está interesada en narrar; y aparte, las esporádicas apariciones del escritor Rogelio La Mar, entrañable amigo de Silvia Olazábal, personaje que nos remite en seguida a Edmundo de los Ríos, autor de Los juegos verdaderos. No obstante, las vicisitudes de Silvia estructuran todas las líneas argumentales de la novela.

Las mujeres han cobrado especial protagonismo en la narrativa de Teresa Ruiz Rosas: la bella Marisa Mantilla, amante del copista de partituras musicales Amancio Castro en El copista; Dora Bakarel, hija del cineasta búlgaro Slatan Dudow y de Silvia Olazábal en La falaz prosperidad; y la ayacuchana Elvira Peña de La mujer cambiada. Nada que declarar prolonga esta atención situándola en una problemática social de alcance global como es la esclavitud sexual vinculada a la prostitución y otras circunstancias en las cuales se muestra las peculiaridades de la condición subalterna de una mujer.

El escrutinio de los matices que definen la subalternidad del «ser-mujer» es un elemento central en la relación que entablan Diana y Silvia, ya que la novela evidencia la distancia sociocultural que media entre ambas. El ser mujer, negra, latina, pobre, indocumentada, monolingüe y sin profesión configura una condición subalterna que no es equiparable a la de una mujer latinoamericana blanca, de clase media, trilingüe, becada y traductora; del mismo modo que las mujeres de Europa oriental respecto a sus pares alemanas, o de cualquier mujer en la sociedad islámica respecto a las europeas. Sea en América Latina, Europa o el Islam, la novela enfatiza una condición subalterna en la mujer que tiende a esencializarse: la mirada masculina que subestima toda posibilidad de autonomía o emancipación para la mujer. De este modo, pese a la distancia sociocultural, se explica por qué Diana y Silvia padecieron situaciones en las que el ser mujer significó una condición suficiente para ser vulneradas en su dignidad.

El cosmopolitismo es otra cualidad que se advierte en esta novela. Arequipa, Lima, Düsseldorf, Berlín, Barcelona, Marruecos son los escenarios por donde transita Silvia Olazábal, de ascendencia vasca e italiana; culturas, lenguas, modos de vida y saberes diversos integran su experiencia global acumulada, en contraste con los estereotipos homogenizantes de la mirada eurocéntrica, particularmente, alemana, ante la cual toda la periferia latinoamericana o árabe es la misma. (No en vano, la actual idea de Europa proviene en gran parte del pensamiento de Kant, Hegel y los románticos alemanes). Sin embargo, la protagonista se las arregla para evocar Arequipa a lo largo de su variada travesía cosmopolita. En este sentido, Nada que declarar se suma a la extensa tradición de novelas que narran la experiencia de los latinoamericanos en Europa, en las cuales el leitmotiv sigue siendo la desmitificación de cierta idea sobre el Viejo Continente, la asunción del regreso como un fracaso y el sufrimiento, una escala obligatoria en el camino hacia la felicidad.

En relación a lo anterior destaca el motivo del exilio voluntario, ese desarraigo que atormenta a los individuos que buscan en otra nación o en otra lengua a la patria que sienten les ha sido negada en su origen. Silvia, Diana y el excéntrico Gastón Solís son personajes extraterritoriales, quienes, con éxito en algunos casos y con no menos padecimientos en otros, intentaron crearse una patria personal fuera del Perú: una económicamente próspera para Diana, otra refinada y erudita para Gastón, y otra lingüística y culturalmente más diversa para Silvia.

Diana es la mujer subalterna que procura hablar a través de otra mujer subalterna pero mejor situada. La indagación de Silvia en el testimonio de Diana Postigo revela el entramado del comercio sexual en la vida social donde se articulan sexo, raza, nacionalidad, clase social, profesión y lengua, y donde el cuerpo de la mujer constituye un territorio a dominar, primero, y a explotar, después, hasta doblegar toda posibilidad de resistencia. Diana carece de la competencia necesaria para escribir su propia historia, por ello solamente ofrece su testimonio oral a Silvia quien sí posee el control del discurso escrito. En la decisión de contar una historia de vida y en la de escribirla, el lenguaje se perfila como un recurso liberador que confronta la violencia sexual volcada sobre el cuerpo de la mujer —histórico territorio de disputas por su emancipación— y paradójicamente la confronta narrando sus episodios más dolorosos.

Así, la célebre pregunta de Gayatri Spivak, «¿Puede el subalterno hablar?», obtiene una respuesta parcialmente positiva en la reciente novela de Teresa Ruiz Rosas, en tanto la condición subalterna de una mujer como Diana solo alcanza a ser voz mediada por otra mujer, Silvia, situada en una posición menos oprimida y con mayores posibilidades de expresión para su discurso.

Nada que declarar representa un punto de quiebre en la novelística de Teresa Ruiz Rosas, no solo porque se trata de una obra notablemente más extensa que sus precedentes sino por la ambición del proyecto narrativo que la orienta: una voz narrativa muy versátil en cuanto al punto de vista —del narrador-personaje a la tercera persona omnisciente y la combinación simultánea del estilo directo e indirecto— narraciones alternadas, retrospecciones, largas y por momentos extenuantes digresiones, y un constante diálogo intertextual entre literatura y experiencia vital, pero sobre todo, un afán totalizante en el cual espacios, culturas y lenguas se superponen en una narración que les confiere simultaneidad, como ha sido propio de la novela posmoderna, configurando una novela total no porque exhiba una minuciosa descripción de la realidad sino porque condensa aspectos contrastantes de realidades diversas.

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